Fuera quien fuese la persona que allí había acampado —el verano pasado, a juzgar por las fechas de las revistas—, era un lector, o por lo menos un devorador de imágenes: casi todas eran revistas ilustradas. Había dejado otras pocas huellas: botellas de vino rotas y latas vacías. Queriendo purificar el lugar para sus propios propósitos monacales, Loren había pensado al principio en quemar las revistas. Parecían una intrusión en la soledad a la que él pretendía, cargadas como estaban de deseos, necesidades y aburrimientos humanos. No las había quemado. Ahora, casi con culpa, empezó a mirarlas.
North Star
era una revista del gobierno, que pocas veces se había molestado en mirar. Este ejemplar era voluminoso:
«Celebrando una década de paz y autonomía»
En la portada aparecía la orgullosa cabeza rubia del doctor Jarrell Gregorius, director de la Autonomía del Norte. ¿Doctor en qué?, se preguntó Loren. Un título honorífico, supuso, así como era honorífica la paz de los últimos diez años, sólo porque no habían sido de guerra total.
Diez años atrás, la partición del continente americano había puesto fin a la prolongada guerra civil. Casi arbitrariamente, como padres e hijos que disputan y se retiran a habitaciones separadas, cerrando con portazos, de la envejecida nación americana habían nacido diez grandes autonomías y varias más pequeñas, en su mayoría ciudades independientes. Ahora combatían de continuo entre ellas y con lo que quedaba de gobierno federal, árbitro presunto, pero en realidad una conspiración armada de viejos burócratas y jóvenes tecnócratas que intentaban desesperadamente conservar y acrecentar su poder, como un beligerante Sacro Imperio Romano dispuesto a sojuzgar los principados rebeldes. Para los jóvenes que pensaban como Loren, la larga lucha, que aún continuaba, había engendrado un gran bien: había detenido, casi completamente, el uniforme e insensato «desarrollo» del siglo veinte; había detenido la vasta máquina del Progreso, fragmentándola y (lo que no hubiera parecido posible en los viejos tiempos) obligando a las ruedas a dar marcha atrás. Los inmensos y prolongados sufrimientos que esta inversión habían causado a una nación altamente civilizada y que había dependido hasta entonces de la administración de los recursos, del desarrollo, del mundo de los artefactos, no podían alterar el placer de Loren cuando leía que en el desierto había aparecido un jardín, o cuando contemplaba la hierba que cubría en silencio las cicatrices de las bases militares y de los aeródromos minados.
Por esa razón, miró cordialmente al vano doctor. Si sólo la vanidad y la estupidez habían precipitado la partición; si sólo ellas mantenían con vida y en perpetua rivalidad a esas pequeñas e impotentes pseudonaciones, entonces una teoría de Loren (y no sólo suya) quedaba demostrada: incluso los defectos de una especie determinada pueden contribuir al conjunto de la vida de la Tierra.
Sin embargo, ahora podía ocurrir —la revista lo insinuaba en cierta medida— que la gente hubiera «aprendido la lección» y sintiese que era hora de considerar la posible reunificación del país. El mismo doctor Gregorius lo pensaba; Loren dudaba que la sangre y los odios se pudieran olvidar tan rápidamente. Independencia... La independencia política era un gran mito, y muy tonto; pero era menos nocivo que los mitos de unidad e interdependencia que habían conducido a las viejas guerras, y menos nocivo, sin duda, para el Mundo salvaje, que Loren prefería a las vidas y residencias de los hombres. Que los hombres fueran obligados a vivir de sus propios recursos; que recrearan el Universo en pequeña escala; que vivieran en el caos y perdieran así el poder colectivo de hacer daño al Mundo. Esto es lo que significaba, en la práctica, la independencia, a pesar de los extraños sueños con que se revestía en la mente de los hombres. Loren esperaba que durara. La gran Autonomía del Norte... Que dure muchos años. Hojeó rápidamente la revista y estaba a punto de arrojarla a la pila cuando una foto le llamó la atención.
Podía ser Gregorius de muchacho. Era, en realidad, su hijo, y había diferencias. En la cara del padre se adivinaba una frágil capacidad de mando; la del hijo, menos cincelada, con ojos más profundos, pestañas más largas y labios más llenos, parecía más temible y voluntariosa. Era un rostro imponente, pero no autoritario. Un joven dios impaciente. Se llamaba Sten. Loren abrió la revista y la apoyó en la lámpara. Después de desvestirse y hacer sus ejercicios, bajo la mirada del joven, apagó la luz; el joven desapareció en la obscuridad. Cuando despertó a la madrugada, aún estaba allí, pálido en la luz gris, como si él también acabara de despertarse.
Hay cierta locura menor inherente a la soledad; Loren lo sabía. Pronto empezaría a hablar en voz alta, no sólo con sus aves sino consigo mismo. Ciertos caminos de la conciencia se convertirían en caminos muy transitados porque no había otras conciencias que lo desviaran. Cien años antes, Yerkes —uno de los santos en el breve canon de Loren— había dicho que un chimpancé aislado no es un chimpancé. Lo mismo los hombres, aunque la memoria eidética y el misterio de la conciencia de uno mismo podían crear un otro, o una docena de otros, para acompañar a un hombre solo. Pronto Loren estaría viviendo solo y en compañía de varios dobles con los que podría reír, o charlar, y que podrían castigarlo, tiranizarlo, entretenerlo y endemoniarlo.
Al mediodía, abrió con el cuchillo de monte los cráneos de las tres codornices que había derribado y ofreció los sesos —el bocado más sabroso— a los halcones.
—Ahora bien, sólo hay tres para vosotros cuatro... Basta, ¿qué ocurre? Come, vamos; está bien, lo cortaré. Por Dios, qué modales...
Les permitió desgarrar el cuerpo de una codorniz mientras guardaba los otros dos para más tarde. Miró con fascinación la voracidad diminuta y experimental de los halcones. Alzó los ojos: densas nubes se acercaban desde el mar.
Al día siguiente llovió sostenida y sombríamente, sin pausa. Tuvo que encender la lámpara para seguir mirando las revistas; se caló un sombrero para protegerse de las gotas que caían del techado podrido. Una ardilla se refugió en la casa y pensó en matarla para los halcones, pero dejó que se instalase. En dos ocasiones chapoteó hasta la torre llevando un poco de carne y el resto de las codornices, y retornó a través de los charcos a su lugar junto a la lámpara.
Le fascinaban esas revistas con noticias de hacía un año que tan ansiosamente informaban sobre lo transitorio, suponiendo alegremente que las modas y preferencias del momento eran heraldos de un mundo nuevo y durarían para siempre. Se preguntó, mientras volvía las hojas húmedas, qué pensaría un hombre de, digamos, un siglo atrás, acerca de esas historias y alusiones crípticas. Estilo aparte, se parecerían mucho a las historias de su propio tiempo; eran portentosamente miopes. Sin embargo, reflejaban un mundo profundamente cambiado.
El SIS reclama la cuarentena de los leos en libertad. La lectura del texto no revelaba en parte alguna que SIS significaba Sindicato de Ingeniería Social. ¿Qué pensaría de esas siglas el lector?
¿Y qué podía pensar de los leos?
«
Era un hecho conocido, por ejemplo, en los ratones y en los hombres; pero todo comenzó, realmente, con el tabaco
.»
Empezaba el artículo. ¿Qué te parece?, preguntó Loren al lector del siglo anterior que había inventado. ¿Obscuro? ¿Misterioso? En realidad, era un cliché: todos los artículos acerca de los leos repetían ese tópico.
«Se sabía desde mucho antes que las paredes protectoras de las células se podían romper, digerir con enzimas, y que el material genético de las células podía recombinarse en células híbridas con las características genéticas de dos células deferentes, por ejemplo una de ratón y una de hombre. Podían hacerlo; pero no conseguían que el resultado creciera.»
Una chapucería, pensó Loren, incluso en una revista popular. Explicó en voz alta la fusión celular y la recombinación del ADN al abrumado lector, y luego continuó con el artículo:
«Entonces, en 1972
—justamente en la época del presunto lector—
dos hombres de ciencia unieron las células de dos variedades de tabaco silvestre, una de hojas cortas y abundantes, y otra de hojas largas y escasas, y consiguieron que creciera una planta de hojas medianamente largas y abundantes, que más tarde se reprodujo naturalmente sin nuevas interferencias. Así nació una nueva ciencia: la diagenética.»
Las ciencias no nacen, se hacen, agregó Loren; y nadie, aparte de la prensa, ha llamado diagenética a una ciencia.
«En el siglo transcurrido desde entonces, esta ciencia ha alcanzado dos importantes resultados. Uno se refiere a los alimentos: trigos de alto valor en proteína, gigantescos y resistentes como las cizañas.»
E igualmente insípidos, añadió Loren.
«Plantas que dan nuevos frutos en las ramas y nuevos tubérculos subterráneos. Nueces del tamaño de pomelos, de cáscara suave.»
Y si alguien hubiese prestado atención; si alguien hubiera sido capaz de emplear la razón en esos años, en lugar de preferir los placeres de la guerra civil, la partición y el fanatismo religioso, las tierras bajas dominadas por la torre de Loren podían haber estado ahora cubiertas de huertos de nuecelo, o de campos de trigaña.
«El otro resultado fueron, por supuesto, los leos...»
Continuaba plácidamente el artículo. Y sin más explicación, después de haber cumplido con la obligación de informar, pasaba a explicar las complejidades de la propuesta del SIS. Quedó para Loren, durante el resto de ese húmedo día de encierro, la tarea de hacer comprender los leos al lector que él mismo había llamado y que aparentemente no quería marcharse.
Había habido experimentos de fusión celular con animales, primero vertebrados, y por último mamíferos. En la literatura abundaban los fracasos. Por sofisticada que fuera la técnica, la posibilidad estadística de un fracaso, dadas todas las posibles combinaciones genéticas, era virtualmente ilimitada; no hubiera sido sorprendente que sólo se encontraran caminos sin salida. Pero la vida es sorprendente; la creencia, común en tu época, de que toda forma de vida es básicamente hostil a cualquier otra, ha sido refutada hace mucho. En realidad, si lo piensas, es manifiestamente falsa. Las cosas vivas, nosotros, somos sólo un consorcio de muchas cosas vivas, en una especie de continuo debate parlamentario, dependientes unas de otras, viviendo unas de otras, interpenetrándose, así... así como esos halcones de la torre dependen de mí, y yo de ellos, aunque no es necesario que lo sepamos para seguir adelante...
Entonces, sucedió que los sabios (contentos por haber salvado al Mundo del hambre, explicó Loren), hábiles y con la ayuda de un creciente cuerpo de conocimiento teórico, crearon seres más grotescos que los exhibidos en cualquier circo de las viejas épocas. La mayoría murió horas después de abandonar la matriz artificial, incapaces de funcionar ni como uno ni como otro, o sobrevivieron en un sentido restringido, con una vida breve y estéril, necesitando permanentes cuidados.
Sin embargo, las células del león y del hombre se unieron como un apretón de manos, crecieron, y prosperaron. Y tuvieron hijos que eran como ellos. No había modo de explicar cómo esa unión había sido posible: no eran mayores las probabilidades de que un león se combinara con una mariposa.
Los leos habían terminado por creer que era el Sol, el padre Sol, quien les había dado vida y energía, diciéndoles creced y multiplicaos.
Loren dejó de pasearse por la pequeña habitación. Comprendió que había estado perorando en voz alta, sacudiendo los brazos y golpeando el índice derecho contra la palma izquierda para subrayar cada punto. Levemente confundido, se calzó las altas botas de goma y se lanzó a la lluvia para aclararse la cabeza. Era poco probable que, con ese tiempo, los conejos hubiesen visitado las trampas de alambre improvisadas (y sumamente ilegales), pero las revisó con cuidado. Cuando regresó, el cielo nocturno, como suspirando de alivio, había empezado a despejarse.
Mucho más tarde, mientras se movía con dificultad en los confines del saco de dormir, vio ascender en el cielo el cuerno de la Luna entre nubes fugaces. No había dormido, aún bajo la tensión de un día de encierro. Le había explicado el Sindicato de Ingeniería Social a cierto John Doe, vestido con un traje marrón del siglo veinte, y que llevaba gafas. Comprendió que esa criatura, inventada por él ese mismo día, se había instalado allí permanentemente para compartir su soledad.
—Bienvenido al club —dijo en voz alta.
De nuevo llovía suavemente cuando Loren, a fin de mes, fue en bicicleta desde la torre hasta la ciudad más cercana. Necesitaba algunas provisiones, y podía haber correspondencia para él en la lista de correos. El viaje tenía también el carácter de una celebración: mañana, si el día era bueno, como prometía, abriría definitivamente la jaula. Los halcones echarían a volar o, por lo menos, podrían hacerlo apenas estuvieran a punto los imperativos físicos ordenados dentro de ellos con tanta precisión. De ahora en adelante, él sería sobre todo un observador, a veces un criado, quizás un médico. Ellos serían libres. Durante cierto tiempo, retornarían a la torre donde habían sido alimentados. Pero entonces, si no parecían enfermos o heridos, no los alimentaría. Su tarea de padre había terminado. Los dejaría sin comer hasta que salieran de caza. Sería duro, pero era imprescindible: el hambre los impulsaría a la libertad. Y dentro de dos o tres años, cuando llegaran a la madurez, si no habían sido derribados a tiros, envenenados, atrapados por los cables eléctricos, o no habían caído en cualquiera de los mil infortunios comunes a las aves de rapiña, quizá dos de ellas volverían a la torre, al farallón substituto, a criar una joven camada. Loren esperaba estar allí para verlos.
El pequeño motor de la bicicleta, que Loren apagaba cuando el camino le permitía pedalear, tosió un momento mientras las llantas levantaban alas resplandecientes de los charcos; de vez en cuando el poncho se le hinchaba y revoloteaba alrededor en la húmeda brisa, como si estuviera erizando el plumaje antes de alzar el vuelo. Cantaba: sólo él toleraba aquella voz discordante, pero nadie lo escuchaba ahora. Se interrumpió, como si le hubiesen ordenado que se callara, cuando el enfangado camino de tierra desembocó en la brillante carretera asfaltada que llevaba a la ciudad.
Tomó un desayuno de fiesta —los primeros huevos frescos en un mes— y bebió ruidosamente verdadero café de una taza pesada y blanca. El periódico que había comprado hablaba de acontecimientos locales, sobre todo, y de algo que parecía propaganda de la Federación. Estas tierras más meridionales de la Autonomía del Norte estaban cerca de las ciudades costeras que, como los antiguos Estados Vaticanos, se apretujaban alrededor de la capital, protegidas allí por el gobierno. Y la voz de la Federación era más poderosa que su alcance legal. Un llamado del presidente a la cordura. Rió y resopló, satisfecho; luego fumó un cigarro barato que le quemaba la boca agradablemente, con un dejo de ciudad y humanidad.