Todos los milagros del Mundo.
Meric había examinado todos los espectáculos de defensa de la Naturaleza del siglo pasado, extrayendo imágenes de pura maravilla. Bree jamás podía reprimir el llanto cuando, de la activa matriz de una antílope, con las patas separadas, surgía, luchando, la frágil pata delantera de una cría, y luego la cabecita indefensa, con los ojos enormes, muy abiertos por la fatiga y la capacidad de sentir, y la voz, como traída por una sostenida brisa de compasión y sabiduría, que susurraba apenas:
«La piedad, como un recién nacido desnudo.»
Y Bree renovaba sus votos, como hacían todos, en silencio, de que nunca, nunca haría daño conscientemente a una cosa viva creada por la Tierra.
Mientras subía en los lentos ascensores, Bree sintió que la huella de la impureza había desaparecido, lavada quizá por las lágrimas derramadas. Sentía un afecto grande y generalizado hacia la muchedumbre que viajaba con ella, paciente con el flemático ascensor, que era objeto de pequeñas burlas.
—Sube con verdadera gravedad —decía alguien.
—Está bien —decía otro—, la gravedad es su fuerza.
Bree sentía la proximidad y la calidez de sus cuerpos, y la sensación de que estaba envuelta por espíritus y por el aliento de todos. ¿Cuál era la palabra que empleaba la
Biblia
? Justificado. De este modo se sentía ella mientras ascendía la gran distancia hasta su nivel: justificada.
Meric y ella hicieron más tarde el amor, a la manera en que ambos habían llegado gradualmente a desearse más. Se acostaban muy cerca, casi sin tocarse, y con el menor contacto posible se llevaban mutuamente, con una lentitud que parecía infinita, a la consumación; cada roce, incluso con la punta de un dedo, constituía un acontecimiento largamente demorado. Conocían tan bien sus propios cuerpos, después de tantos años, desde que eran niños, que casi podían olvidar lo que hacían y crear, entre ambos, una especie de sueño o de ebriedad. En otras ocasiones, como en ésta, una paz los suspendía, juntos, en una fresca llama, donde cada uno casi olvidaba al otro, sintiendo sólo el final largamente retardado, volviendo a resurgir, de nuevo demorado y por fin inevitable, dado a cada uno de ellos en el vacío, como por un dios.
El sueño era solamente otro don de la mano izquierda del mismo dios después de esos esfuerzos casi inmóviles; Bree estaba dormida antes de apartar la mano de Meric. Pero por más que esperaba el sueño, Meric no se durmió, y le sorprendió descubrirse insatisfecho. Permaneció largo rato junto a Bree. Luego se levantó; ella hizo un movimiento, y él creyó que despertaría; pero Bree rodó suavemente hacia su lado y se acomodó de otra manera, con una satisfacción que por algún motivo encendió en su interior una chispa de ira.
¿Qué me ocurre?
Salió al terrado, el cuerpo bruscamente envuelto por el viento frío y que olía a salvia. La inmensidad de la noche por encima y por debajo de él, la proximidad de la guadaña de la Luna, y la distancia a que estaba el suelo le inspiraban claustrofobia; ¿cómo podía ser?
Muy lejos, quizá a muchos kilómetros, vislumbró por un momento una vacilante y diminuta luz anaranjada. Un fuego encendido en la llanura. Donde no debía encenderse nunca más un fuego. Por alguna razón, el corazón le dio un brinco.
Por las mañanas, Meric se movía cómodamente entre los mares de gentes que volvían del trabajo nocturno o iban al diurno, o salían de mil reuniones o misas, muchos con la misma insignia o con el símbolo de alguna cofradía o grupo de trabajo, o llevando las herramientas del oficio. La mayoría vestían de azul. Algunos, como él, estaban solos. No eran mares de gentes, entonces, sino gentes en un mar: un arrecife de coral, habitado por densas, diferentes poblaciones, que se cruzaban cortésmente en el camino sin enterarse jamás de las finalidades de los otros. Descendió cincuenta niveles: tardó más de una hora.
—Sabemos dos o tres cosas —le dijo Emma Roth mientras preparaba té en un minúsculo calentador—. Sabemos que no son ciudadanos de ninguna parte, al menos legalmente. De modo que quizás no se les puede aplicar ninguno de nuestros tratados con los demás gobiernos.
—¿Ni siquiera con el gobierno federal?
—Los que han sido creados iguales son todos los hombres —dijo Emma—. Y de todos modos, ¿qué podría hacer el gobierno federal? ¿Enviar a una pandilla de asesinos a matarlos? Aunque parece que eso es lo único que saben hacer en estos tiempos.
—¿Qué más se sabe?
—Dónde están, o dónde estaban ayer —Emma no era geógrafa; los mapas que tenía clavados en la pared eran viejos mapas de papel, con muchas correcciones—. Aquí —hizo una marca con un rotulador deleble; Meric pensó de pronto que cualquier marca que hiciera sería al fin y al cabo demasiado grande, y los cubriría a todos.
—Sabemos que son una sola familia.
—Pride —dijo Meric.
Los hundidos ojos grises de Emma le echaron una extraña mirada directa.
—No son leones, Meric. De veras. No lo olvides.
Encendió un cigarrillo, aunque en un cenicero vecino había una colilla casi extinguida. Fumar era quizás el único vicio de Emma; se entregaba a él firme y continuamente, como para insultar a su propia virtud, como una levadura. Casi nadie que Meric conociera fumaba; Emma era siempre criticada, sutil o abiertamente, por aquellas personas que no la conocían.
«Bien
—decía ella, con la voz cascada por años de fumar—,
hay tantos castigos esperándome en el Infierno que un pecado más no importará. Y además
—era uno de los principios de la alegre religión que practicaba—,
¿por qué tanto temor al pecado? Como obra de Dios, el Infierno será el cielo disfrazado.»
Meric retornó a la cámara que intentaba reparar. Tenía por lo menos treinta años y era incompatible con casi todo el resto del equipo, aparte de que solía sentirse enfermo o, mejor dicho, una fatiga senil le impedía continuar. Pero él lograba que funcionara.
—Y se dedican, ¿cómo se dice eso, a la caza... la caza furtiva?
—No lo sé.
—Alguien tendría que averiguarlo —y en seguida añadió con la extraña e inadecuada sensación de que estaba revelando un secreto—. Anoche vi un fuego.
—Mucha gente lo vio. He recibido noticias así por correo neumático durante todo el día —con cómica oportunidad, el tubo que tenía al lado emitió el hipo característico, y ella extrajo el cilindro de gastado plástico amarillento; leyó el mensaje, entornando un ojo por el humo que se elevaba del cigarrillo, y asintió—. Es de la estación de guardia —dijo—. Y son cazadores furtivos —suspiró, y se secó las manos en la bata azul, como si el mensaje las hubiera manchado—. Han encontrado un ciervo muerto.
Meric advirtió su angustia, y pensó: nosotros somos casi cien mil; ellos no pueden ser más de una docena. Hay ahí dos mil quinientos kilómetros cuadrados. Sin embargo, podía sentir en Emma el mismo temor que sentía en Bree, y en sí mismo. ¿Quiénes eran para turbar de ese modo a la Montaña?
—Monstruos —dijo Emma, como respuesta.
—Escucha —dijo él—. Deberíamos saber más. No me refiero solamente a ti y a mí. Todos. Deberíamos... Yo te diré. Iré allí, con la H5 y algunos discos, y conseguiré alguna información. Algo que todos podamos ver.
—No serviría de nada. Son cazadores furtivos. ¿Qué más necesitamos saber?
—Emma, ¿qué te ocurre? Los lobos no son cazadores furtivos. Los halcones no son cazadores furtivos. Estás perdiendo el rumbo.
—Los lobos y los halcones —dijo Emma— no usan rifles —recogió el mensaje—: Muerto por una anticuada arma balística de gran calibre. Faltaban el corazón, el hígado, y la mayor parte de los músculos largos. El resto se encontraba en avanzado estado de descomposición.
Meric recordó una imagen del
Show del Aniversario
: un fragmento de una película casera de algún hombre muerto hacía mucho: cazadores, orgullosos, riendo, con ropas antiguas, rodeando a un ciervo probablemente muerto. De pronto, el ciervo se movía bruscamente, y un ojo le giraba y le brotaba sangre de la boca. Al principio, los hombres parecían sorprendidos; luego, uno sacaba un gran cuchillo, y mientras los otros permanecían cerca, valientemente, ante esa cosa casi muerta, degollaba al ciervo. Parecía fácil, como cortar una bolsa de goma. Brotaba sangre, mucha más de la que parecía posible. La voz de Emma decía:
«Así como hacéis a éste, el menor de mis hermanos, me hacéis a mí.»
Meric siempre (cada vez que, con repugnancia, pasaba esa escena en su taller) se preguntaba qué habían sentido esos hombres. ¿Algún remordimiento, al menos algún disgusto? Había leído acerca de la alegría de la caza y de la captura; pero eso ya había terminado, allí, en la Montaña. ¿Vergüenza? ¿Temor?
—Déjame ir —dijo—. Volveré en una semana.
—Cuídate. Están armados —Emma pronunció la palabra como si se necesitara valor para decirla, como si fuera obscena.
—Enemigo es el nombre de aquél a quien no conocemos —era un proverbio de la Montaña—. Tendré cuidado.
El resto del día se dedicó a preparar su equipo, probándolo una y otra vez, y reuniendo repuestos de emergencia y un rollo de alambre (expresión que usaba, sin saber lo que había querido decir antes, para pequeñas cosas que ayudaban a hacer reparaciones, a que todo sirviera). Por la tarde visitó a unos amigos, y tomó en préstamo algunos utensilios. Consiguió también un cuchillo con vaina.
Esa noche tampoco pudo dormir.
—Me da miedo —le dijo Bree—. ¿Cuánto tardarás en volver?
—No mucho. Una semana —le tomó la muñeca, lisa y obscura como una rama joven—. Quiero pedirte una cosa —dijo—. Si no regreso en una semana, envía un mensaje a Grady. Dile qué ocurre, y que venga si le parece conveniente.
Grady era un guardia rural con quien Bree había tenido un asunto; de piel atezada, como ella, pero espeso y sin humor, y tan duro y sincero como ella evasiva. Era miembro del pequeño grupo altamente adiestrado que llevaba armas en la Montaña: fusiles de lanzar redes y somníferos, únicamente destinados, en teoría, a los animales salvajes.
Animales salvajes.
—Grady sabrá qué hacer —dijo Bree, retirando la muñeca; no le gustaba que él la tocara cuando estaba dormida.
Él se había preguntado varias veces qué habrían sido, uno para el otro, Bree y Grady. Bree había sido sincera acerca de sus otros amantes. Pero cuando le preguntó por Grady, se limitó a decir «Grady era diferente», y apartó la mirada. Él hubiese querido hacer más preguntas, pero sintió que ella le había cerrado una puerta.
Meric quería ver. Quería entrar en la obscuridad, en cualquier obscuridad, en todas las obscuridades, y ver con súbita mirada de gato, sin que nada quedara oculto. Comprendió, en el instante en que Bree retiró la mano, que así era él: de naturaleza muy simple, pero jamás satisfecha. Hasta ahora.
La Reserva Génesis ocupaba un sector del noroeste de la Autonomía del Norte, situado aproximadamente donde estaría el corazón en un cuerpo humano. Las carreteras de muchos carriles que la dividían en partes irregulares eran utilizadas ahora sólo por los cuervos, que partían caracoles dejándolos caer. Doscientos años antes había habido allí granjas, duras empresas yanquis en una frontera difícil. Jamás fueron lucrativas, y los granjeros las abandonaron en su mayoría a comienzos del siglo veinte, pero las casas de piedra que habían hecho mientras limpiaban los pedregosos campos para convertirlos en tierras de labranza, se veían aún aquí y allá, sin techado ni establos, habitadas por los búhos y las golondrinas. Nunca habían sido muy estimadas entre los efímeros sitios de vacaciones del siglo anterior; no había verdaderas montañas donde esquiar en el cruel invierno, y eran unas áridas y desapacibles tierras altas en verano. Sin embargo, según los recuentos, sus abigarrados bosques, sus campos pedregosos y sus praderas cubiertas de tupida vegetación albergaban más variedades de vida que la mayor parte de los otros sectores equivalentes. Y no pertenecían a nadie más que a ellos.
Meric no era un hombre acostumbrado a la vida al aire libre. Era una habilidad que pocos poseían en la Montaña, aunque para muchos tenía el valor de un ideal; se consideraba que exigía una muy cuidadosa pericia, como la cirugía. Sin embargo, Meric no lo pasó mal; la vida en la Montaña era suficientemente austera para que las raciones escasas de alimentos insípidos, las noches frías y las largas caminatas no parecieran demasiado duras. Así era, más o menos, la vida, la mayor parte del tiempo. Y la soledad, la sensación de que estaba absolutamente aislado en un lugar deshabitado que no deseaba su presencia, y que no se enteraría si él, por ejemplo, sufría una caída en las rocas y se rompía una pierna, la hostilidad de la noche y sus ruidos, que le interrumpían el sueño, todo parecía lo que debía ser. En la Reserva no tenía ningún derecho; sus príncipes, que velaban por ella, no eran, una vez dentro, nada.
El segundo día, al atardecer, los vio.
Se mantuvo bien alejado, oculto por un muro de piedra, no muy alejado de una elevación donde había un campamento. Sacó de la mochila una lente telescópica, y algo intranquilo, como si en la falsa proximidad de la lente ellos pudieran descubrirlo, los empezó a espiar.
Habían elegido una de las casas de piedra sin techo como base o para protegerse del viento. Desde el interior surgía el humo de un fuego. Alrededor se veían dos o tres tiendas, descuidadamente erigidas, un antiguo camión cerrado y despintado, con cuatro ruedas, una especie de carromato de circo de un tipo que no había visto nunca, y una mula maneada, que mordisqueaba la hierba. Y además una construcción, muy bien hecha, de cuerdas y palos, una especie de patíbulo, de donde colgaba, por sus delicadas patas traseras, un ciervo. Una cierva. Enfocando con cuidado, Meric vio cómo el cuerpo giraba lentamente en la brisa. No había otro movimiento. Meric se sintió como un voyeur que mira una habitación vacía, tenso, aguardando.
¿Qué fue exactamente lo que le hizo volver la cabeza con una exclamación sofocada? Quizá, mientras sus ojos estaban fijos en el campamento, los demás sentidos recogían del entorno datos mínimos que se iban sumando —sin que él tuviera conciencia— hasta que sonaba la alarma.
Detrás de Meric, a unos quince metros, había un leo joven, sentado en la hierba, con un largo rifle en las rodillas, que lo miraba fijamente sin curiosidad ni temor.
—¿Qué desean? —dijo fríamente Emma Roth, con la esperanza de indicar que no tenían ninguna posibilidad de sacarle algo.