—No es más que parte de su locura, Jingadangelow —dijo bruscamente Barbagrís—. Está obsesionado con la idea de apoderarse de otras criaturas jóvenes. Haga el favor de irse. No queremos saber nada más… ya tenemos nuestras propias locuras para distraernos.
—¡Espere! ¡Usted sí que está loco, Barbagrís, pero yo no! ¿Acaso no me he explicado con suficiente claridad? Estoy mucho más cuerdo que usted, con su estúpido deseo de llegar a la desembocadura del río. —Se inclinó hacia delante y unió ambas manos en una especie de gesto de desesperación—. ¡Escúchenme! Tengo una buena razón para contarles todo esto.
—Espero que así sea.
—Lo es. Es una idea. Es la mejor idea que he tenido en la vida, y sé que ustedes, los dos, van a reconocerlo así. Ambos son personas razonables, y para mí ha constituido un gran placer volver a encontrarles después de todos estos siglos, a pesar del desgraciado incidente de esta mañana, del cual me imagino que usted ha sido todavía más culpable que yo…, pero es mejor olvidarlo. La verdad es que, al verle, he sentido el anhelo de una compañía inteligente, en lugar de la compañía de los tontos que ahora me rodean. —Jingadangelow se inclinó hacia delante y se dirigió únicamente a Barbagrís—. Le ofrezco abandonarlo todo e irme con usted, adondequiera que usted vaya. Es una gran y noble renuncia. Sólo la hago por el bien de mi alma, y porque estoy cansado de los imbéciles que me siguen.
En el breve silencio que siguió, el corpulento individuo miró ansiosamente a sus interlocutores; esbozó una sonrisa dirigida a Martha, lo pensó mejor, y volvió a ponerse serio.
—Usted mismo ha reunido a los tontos que le siguen, y usted debe soportarlos —dijo lentamente Barbagrís—. Esto es algo que Martha me enseñó no hace mucho tiempo: sea como fuera la forma en que hayas concebido tu papel en la vida, debes llevarlo a cabo del mejor modo posible.
—Pero es que este papel de profeta no es mi único papel. Deseo abandonarlo.
—No dudo de que tiene usted una docena de papeles que representar, Jingadangelow, pero estoy igualmente seguro de que su propia esencia reside en sus papeles. No queremos que venga con nosotros, tengo que ser brutalmente franco. ¡Nosotros somos felices! Por mucho que todos hayamos perdido desde el terrible accidente de 1981, por lo menos hemos ganado una cosa: ya no hay necesidad de hipocresías y engaños propios de la civilización; podemos mostrarnos tal como somos. Pero usted nos traería desavenencias, porque usted ha continuado fingiendo. Ya es demasiado viejo para reformarse, ¿cuántos miles de años tiene?, y, por lo tanto nunca encontraría la paz entre nosotros.
—¡Usted y yo somos filósofos, Barbagrís! ¡La sal de la tierra! Quiero compartir su sencilla vida.
—No. No podría compartirla. Sólo podría estropearla. No hay trato. Lo siento.
Cogió la linterna de la repisa y se la dio a Jingadangelow. El Señor le miró, y después giró lentamente la cabeza para ver el rostro de Martha. Extendiendo una mano, asió el borde de su vestido.
—Señora Barbagrís, su marido se ha endurecido desde que nos conocimos en la feria de Swifford. Convénzale. Le aseguro que hay niños en estas colinas: Chammoy era uno de ellos. Nosotros tres podríamos localizarlos y servirles de profesores. Ellos cuidarían de nosotros mientras les enseñáramos todos nuestros conocimientos. Convenza a ese inflexible marido suyo, se lo ruego.
Ella repuso:
—Ya ha oído lo que ha dicho. Él manda.
Jingadangelow suspiró.
Casi para sí mismo, dijo:
—Al final, todos estamos solos. La conciencia es una carga.
Lentamente, se puso en pie. Martha también se levantó. Una lágrima salió trabajosamente del ojo derecho del profeta y rodó por su mejilla y la barbilla, donde una arruga la condujo hasta su cuello.
—¡Les ofrezco mi humildad, mi humanidad, y ustedes las rechazan!
—Por lo menos, tiene el consuelo de regresar a su divinidad.
El suspiró y produjo el efecto de inclinarse sin que, de hecho, hiciera más que doblar ligeramente las rodillas.
—Confío en que mañana se hayan ido todos —dijo. Dando media vuelta, traspasó la puerta, la cerró a su espalda y les dejó en la oscuridad.
Martha buscó la mano de su marido.
—¡Qué discurso tan espléndido el tuyo, querido! Quizá seas un hombre imaginativo, después de todo. Oh, oírte decir «¡Nosotros somos felices!» Eres realmente un hombre magnifico, mi amado Algy. Nos llevaríamos a ese viejo bribón con nosotros, si pudiera provocar regularmente tu elocuencia.
Por una vez, Barbagrís quiso acallar su burlona dulzura. Aguzó el oído para percibir los sonidos que Jingadangelow hacía, o había cesado de hacer. Porque tras unos cuantos escalones, Jingadangelow se había detenido, hizo un ruido ahogado que Barbagrís no consiguió interpretar, y reinó el silencio. Apartando a Martha con un murmullo, buscó a tientas el rifle, lo cogió y abrió la puerta.
La luz de Jingadangelow aún podía verse. El Señor ya no llevaba la lámpara. Yacía en el suelo del granero con las manos encima de la cabeza. A su alrededor danzaban tres increíbles figuras, una de las cuales sostenía la linterna y la balanceaba, provocando sombras en todo el edificio, sobre las vigas del techo, el suelo y las paredes.
Las figuras eran grotescas, pero resultaba difícil verlas con claridad a la mortecina y oscilante luz. Parecían tener cuatro piernas y dos brazos cada una, y andar medio agachadas. Sus orejas eran extremadamente puntiagudas y rígidas; tenían afilado hocico y larga barbilla. Saltaban en torno al hombre que se tambaleaba en el centro. A cualquier observador podría haberse perdonado que las confundiera con una representación medieval del diablo.
Todos los cabellos de la barba de Barbagrís se erizaron en un acceso de supersticioso temor. Únicamente por una acción refleja, levantó el rifle y disparó.
El ruido fue atronador. Una nueva sección de la pared del granero cayó al suelo. Al mismo tiempo, la figura danzante que llevaba la linterna lanzó un grito y se desplomó. La luz se estrelló entre numerosos pies y se apagó.
—¡Por Dios, Martha, trae una luz! —gritó Barbagrís, con súbita inquietud. Bajó a tientas las escaleras mientras Pitt y Charley aparecían en la galería. Charley llevaba su linterna.
Con un alarido de excitación, Pitt disparó una flecha contra las figuras que huían, pero no dio en el blanco y fue a clavarse en el barro. Él y Charley siguieron a Barbagrís hasta la planta baja con Martha pisándoles los talones, y en posesión de su linterna. Jingadangelow se apoyó contra la pared más segura, llorando de miedo; parecía físicamente indemne.
En el suelo, cubierto por un par de pieles de tejón, yacía un niño pequeño. Una de las pieles estaba atada en torno a la parte inferior de su cuerpo, proporcionándole un par de piernas adicionales; la otra se hallaba sujeta de modo que cubriera el rostro del muchacho. Además, su delgado cuerpo estaba pintado de un color indefinido. En el cinturón se veía un pequeño cuchillo. La bala le había penetrado por el muslo. Estaba inconsciente y perdía sangre con rapidez.
Charley y Pitt cayeron de rodillas junto a Barbagrís cuando éste apartó la piel de tejón. La herida era claramente visible sobre la suave piel del muchacho.
Ninguno prestó atención a las exclamaciones de Jingadangelow.
—¡Me habrían matado a no ser por usted, Barbagrís! ¡Pequeños salvajes! ¡Usted me ha salvado la vida! ¡Esas repugnantes criaturas estaban aguardándome! Encontré a Chammoy cerca de aquí, y deben andar tras ella. ¡Pequeños salvajes! ¡No debo permitir que mis seguidores me sorprendan aquí! ¡Debo seguir siendo el Señor! Es mi destino, maldita sea.
Pitt se acercó a él, espetándole decididamente:
—No queremos volver a verle nunca más. Cierre el pico y lárguese de aquí.
Jingadangelow se enderezó.
—¿Se imagina que voy a quedarme?
Salió dando tumbos del granero y se internó en la noche mientras Martha aplicaba un torniquete a la pierna del muchacho. Cuando lo apretó, los ojos del niflo se abrieron, para fijarse en el dibujo de luces y sombras del techo. Ella se inclinó sobre él y le sonrió.
—Quienquiera que seas, no te preocupes por nada, cariño —dijo.
El esquife reanudó su viaje a primeras horas de la mañana siguiente, con el bote de Pitt a remolque tras él. Pitt iba solo, asintiendo para sí mismo, sonriendo y frotándose la nariz de vez en cuando. Cuando salieron de Hagbourne el día estaba encapotado, pero mientras avanzaban hacia la próxima etapa del viaje que algún día les llevaría a la desembocadura del río, el sol se abrió paso entre las nubes y el viento refrescó.
El carcomido desembarcadero, con el vapor de la Segunda Generación amarrado a él, estaba desierto. Con gran alivio por parte de todos, ninguno de los secuaces de Jingadangelow fue a despedirles. Cuando se hallaban a cierta distancia de la costa, una solitaria figura hizo su aparición en la orilla y agitó la mano en señal de saludo; se hallaban demasiado lejos para identificarla.
Barbagrís y Charley dejaron de remar cuando la brisa llenó la vela, y el primero fue a sentarse al lado del timón con Martha. Se miraron, pero no hablaron.
Los pensamientos de él eran confusos. El fraudulento Señor tenía razón por lo menos en una cosa: los hombres se habían vuelto contra los niños en la práctica, ya que no en la teoría. ¡Él mismo había abierto fuego contra el primer niño que tuvo cerca! Quizá el hombre abrigara en su interior una especie de necesidad filicida que le impulsase hacia la destrucción.
Por lo menos, estaba claro que el instinto de conservación era más fuerte en la nueva generación, y puesto que eran tan escasos, eso constituía una ventaja. Desconfiaban de los hombres. Por su atuendo, resultaba evidente que se identificaban más con la especie animal que con los viejos locos que aún habitaban la Tierra. Bueno, al cabo de unos cuantos años más todo les resultaría más fácil.
—Se les puede enseñar que no deben temernos —dijo Barbagrís con aire abstraído—. Después de esa lección vital, podríamos ayudarles mucho.
—Claro que podríamos hacerlo. Pero ellos constituyen virtualmente una nueva raza; quizá no deban ser enseñados a no temernos —dijo Martha. Apoyó una mano en el hombro de su marido al tiempo que se levantaba.
Barbagrís meditó sobre las implicaciones de la observación de Martha mientras contemplaba sus movimientos. Ella se inclinó sobre una improvisada camilla y, sonriendo, empezó a cambiar delicadamente el vendaje de Arthur. Su marido la observó unos minutos, sus manos, su rostro, y al niño que la miraba solemnemente a los ojos.
Después volvió la cabeza; apoyando una mano en el rifle y protegiéndose del sol con la otra, simuló otear el horizonte, donde se hallaban las colinas.
Brian W. Aldiss, nació en Norfolk (Inglaterra) en 1925. Tras combatir en la segunda guerra mundial y viajar por toda Asia, trabajó como librero en Oxford. En 1954 ganó su primer premio literario, concedido por The Observer. Dirigió la revista de ciencia ficción Sf Horizons, que fundó junto con Harry Harrison en 1966, asimismo, fue director literario de The Oxford Mail y corresponsal de The Guardian. En 1978 se hizo cargo del área de ciencia ficción de Penguin Books y pasó a presidir la British Science Fiction Association.
Escritor, crítico y destacado antólogo, es autor de, entre otras obras, Frankenstein desencadenado, El tapiz de Malacia, Invernáculo, El momento del eclipse, Informe sobre probabilidad A, la trilogía de Heliconia / Primavera, Heliconia / Verano, y Heliconia / Invierno, así como de algunos poemas y un libro de viajes. Entre los múltiples premios que ha recibido, cabe destacar el Nebula (1956), el de la British Science Fiction Association (1971, 1973, 1982 y 1985) y el Hugo (1962, por Invernáculo ). Se le considera uno de los mayores exponentes de la corriente literaria de la New Wave, y ha sido revalorizado últimamente gracias a la adaptación cinematográfica de su obra por parte de Spielberg con Inteligencia artificial.
Aldiss es un escritor preocupado por la condición humana, de modo que su obra roza lo biográfico, repleta de sensaciones e imágenes evocadoras de la juventud y plagada de inquietudes respecto a la percepción de la realidad y a la ambigüedad de nuestro mundo, que aúna lo terrible y lo fascinante, lo bello y lo repulsivo.
Tras su participación en la Segunda Guerra Mundial (como tantos otros británicos), volvió a la vida civil en 1948.
Aldiss es uno de los principales representantes de la llamada Nueva Ola de la ciencia ficción británica.
Novelas
La nave estelar (1958) Non-Stop
Invernáculo (1962) Hothouse
Cuando la Tierra esté muerta (1963) Starwarm
Barbagrís (1964) Greybeard
Los oscuros años luz (1964) The Dark Light Years
Criptozóico (1967) An Age o Cryptozoic
Informe Sobre Probabilidad A (1968) Report on Probability A
A cabeza descalza (1969) Barefoot in the Head
Frankenstein desencadenado (1973) Frankenstein Unbound
The 80 minute Hour (1974)
El tapiz de Malacia (1976) The Malacia Tapestry
La otra isla del Doctor Moreau (1980) Moreaus Other Island
Heliconia primavera (1982)
Verano de Heliconia (1983)
Heliconia Invierno (1985)
Drácula Desencadenado (1991) Dracula Unbound
Recopilaciones de relatos
Espacio y tiempo (1957) Space, Time and Nathaniel
Galaxias como granos de arena (1960) Galaxies like Grains of Sand