—Es una quiebra general —dijo—. El fin del mundo.
Sintió la aspereza de sus mejillas.
—No tanto —repuso Cottage desde la pantalla en blanco—. Pero le apuesto cinco libras a que no veremos la situación comercial normalizada hasta 1987.
—¡Cinco años! Es casi tan grave como el fin del mundo. ¿Cómo voy a mantenerme a flote durante cinco años? Tengo una familia. Oh, ¿qué puedo hacer? Jesucristo… —Desconectó cuando Cottage se embarcaba en una nueva serie de malas noticias, y se quedó mirando los diversos objetos esparcidos sobre la mesa sin verlos—. Es el fin de este asqueroso mundo. Oh, Cristo… Maldito fracaso, maldito…
Se metió la mano en un bolsillo en busca de un paquete de cigarrillos, no encontró más que una baraja de cartas, y se quedó mirándolas desesperadamente. Algo parecido a una obstrucción física le atenazó la garganta; una picazón salada le hizo frotarse los ojos. Tirando las cartas al suelo junto al «Oso Jock», salió de la fábrica y se dirigió hacia su coche, sin molestarse en poner el cerrojo de la puerta. Estaba llorando.
Un convoy de vehículos militares pasó por la carretera de Staines. Puso el coche en marcha y apretó con fuerza el volante mientras avanzaba a toda velocidad hacia la carretera.
Patricia acababa de servir una copa a Venice y Edgar cuando sonó el timbre de la puerta. Fue a abrir y encontró a Keith Barratt sonriendo en el umbral. Este se inclinó galantemente ante ella.
—He pasado por delante de la fábrica y he visto el coche de Arthur aparcado en el patio, así que he pensado que quizá te gustaría un poco de compañía, Pat —dijo—. Esta compañía en especial, para ser exactos.
—Venny y Edgar Harley están aquí, Keith —dijo ella, en voz suficientemente alta para que la oyeran desde el salón—. Entra.
Keith hizo una mueca, separó las manos en un gesto de resignación y dijo con tono exageradamente cortés:
—Oh, será un verdadero placer, señora Timberlane.
Cuando tuvo una copa en la mano, la levantó y dijo a los demás:
—Bueno, ¡brindemos por días mejores! Los tres parecéis un poco tristes, diría yo. ¿Has tenido mal viaje, Edgar?
—Hay razones para estar tristes, diría yo —repuso Edgar Harley. Era un hombre ligeramente gordo, el tipo de hombre al que la gordura sienta bien—. Estaba explicando a Venny y a Pat lo que me encontré en Australia. Estaba cenando en Sydney con el obispo Aitken hace sólo dos noches, escuchando sus quejas acerca de la violenta ola de irreligiosidad que ha invadido Australia. Decía que las iglesias sólo habían bautizado a siete niños, ¡siete!, durante los últimos dieciocho meses, en toda Australia.
—He de confesar que esto me hace sentir desesperadamente suicida —dijo Keith, sonriendo, mientras se instalaba en el sofá al lado de Patricia.
—El obispo estaba equivocado —dijo Venice—. En la conferencia que Edgar presenció, explicaron la verdadera razÓn de tan escasos bautizos. Será mejor que se lo digas a Keith, Ed, puesto que esto le afecta también a él y de todos modos se anunciará oficialmente este fin de semana.
Con solemne expresión, Edgar dijo:
—El obispo no tenía niños que bautizar simplemente porque no hay niños. La contracción de los cinturones Van Allen sometió a todos los seres humanos a una fuerte radiación.
—Ya lo sabemos, pero la mayoría de nosotros ha sobrevivido —dijo Keith—. ¿A qué te refieres al afirmar que esto me afecta personalmente?
—El gobierno lo ha mantenido en gran secreto, Keith, mientras trataba de evaluar los daños que ha producido este… er, accidente. Es un tema engañoso por varias razones, siendo una de las principales que los efectos de la exposición a diferentes tipos de emisiones radiactivas no se conocen claramente, y que, en este caso, la exposición aún prosigue.
—No lo entiendo, Ed —dijo Venice—. ¿Estás insinuando que los cinturones Van Allen siguen dilatándose y contrayéndose?
—No, parece que han vuelto a estabilizarse. Pero han propagado la radiactividad a todo el mundo. Hay distintas clases de radiación, algunas de las cuales penetraron en nuestro cuerpo en aquel momento. Otras, radioisótopos de estroncio y cesio muy duraderos, por ejemplo, se encuentran todavía en la atmósfera, y penetran en nuestro cuerpo a través de la piel, o cuando comemos, bebemos o respiramos. No podemos evitarlos y, desgraciadamente, el cuerpo asimila esas partículas y las acoge en nuestras partes vitales, donde pueden ocasionar grandes daños a las células. Algunos de estos daños pueden no haberse revelado todavía.
—En este caso, todos deberíamos vivir en refugios —dijo airadamente Keith—. Edgar, me has fastidiado esta copa. Si eso es verdad, ¿por qué no hace algo el gobierno, en vez de limitarse a mantener el secreto?
—Querrás decir por qué no hacen algo las Naciones Unidas —intervino Patricia—. Es un problema universal.
—Ya es demasiado tarde para que nadie haga nada —dijo Edgar—. Era demasiado tarde un segundo después de que explotaran las bombas. El mundo no puede refugiarse bajo tierra, y llevarse la comida y el agua.
—Así que lo que tú dices es que no sólo sufriremos esta temporal carencia de niños, sino que también tendremos miles de casos de cáncer y leucemia, ¿no es así?
—Sí, exactamente, y quizá también un acortamiento de la vida. Es demasiado pronto para saberlo. Por desgracia, conocemos el tema mucho menos de lo que pretendíamos. Es algo muy complejo.
Keith se alisó el rebelde cabello y miró tristemente a las mujeres.
—Tu marido ha vuelto con un montón de noticias agradables —dijo—. Me alegro de que el viejo Arthur no esté aquí para oírlas… ya está bastante deprimido. Ya me veo dando un puntapié al «Oso Jock» y fabricando crucifijos y ataúdes en su lugar, ¿eh, Pat?
Edgar había dejado su copa y estaba sentado en el borde del sillón, con los ojos y el estómago bastante prominentes, como si tratara de animarse para decir algo más. Paseó la mirada por la confortable sala de estar, con sus almohadones italianos y lámparas danesas, y dijo:
—Los efectos de la radiación no pueden dejar de parecernos extraños, particularmente en el caso actual, cuando hemos sido sometidos a un amplio espectro de radiación comparativamente suave. Es una desgracia que los mamíferos sean tan susceptibles a ella, y entre los mamíferos, el hombre.
»Evidentemente, a vosotros no os aclarará nada que yo profundice en la cuestión, pero os diré que del mismo modo que la fuerza destructiva del material radiactivo puede concentrarse en un tipo de vida, también puede hacerlo en un solo órgano, porque, como ya he dicho, el cuerpo dispone de eficientes mecanismos para captar algunas de estas materias. El cuerpo humano asimila yodo radiactivo y lo utiliza como yodo natural en la glándula tiroides. Una dosis suficiente destruirá, por lo tanto, esa glándula. Sólo que en el presente caso, son las gónadas las que están afectadas.
—El sexo alza su fea cabeza —exclamó Keith.
—Quizá por última vez, Keith —repuso serenamente Edgar—. Las gónadas, como pareces saber muy bien, son unos órganos que producen células sexuales. Los fetos muertos, abortos y monstruosidades nacidas desde mayo del año pasado demuestran que las gónadas humanas han sido gravemente afectadas por la radiación a la cual hemos estado y todavía estamos sujetos.
Venice se puso en pie y empezó a andar por la habitación.
—Me siento como si fuese a volverme loca, Edgar. ¿Estás seguro de lo que dices? Me refiero a esa conferencia… ¿Quieres decir que no nacerán más niños en ninguna parte del mundo?
—Eso no lo sabemos. Además, la situación podría mejorar de algún modo el año que viene, supongo. Es muy improbable que las cifras lleguen al cien por ciento. Desgraciadamente, de los siete niños australianos mencionados por el obispo Aitken, seis han muerto desde su bautizo.
—¡Es terrible! —Venice se detuvo en el centro de la habitación, apretándose la frente con ambas manos—. Lo que me parece más absurdo es pensar que media docena de asquerosas bombas hayan podido hacer algo así, tan catastrófico. ¿No es como si hubieran destruido la Tierra? ¿Cómo pueden ser tan inestables esos cinturones Van Allen?
—Un profesor ruso, llamado Zilinkov, sugirió en la conferencia que los cinturones podían ser realmente inestables y fácilmente activables por ligeras sobrecargas radiactivas procedentes del Sol o de la Tierra. Sugirió que las mismas contracciones que ahora nos afectan tuvieron asimismo lugar al final de la Era Cretácea; es una teoría un poco extravagante, pero explica la repentina desaparición de los antiguos órdenes de dinosaurios terrestres, marinos y aéreos. Se extinguieron porque sus gónadas fueron inutilizadas, como las nuestras ahora.
—¿Cuánto tardaremos en recobrarnos? Es decir, ¿nos recobraremos? —preguntó Venice.
—Detesto pensar que soy como un dinosaurio —dijo Patricia, consciente de la mirada de Keith sobre ella.
—Hay un rayo de consuelo —dijo jovialmente Keith, alzando un dedo prometedor ante ellos—. Si este truco de la esterilidad afecta a todo el mundo, será un alivio para países como China y la India. ¡Han pasado años quejándose de que su población se multiplica como conejos! Ahora tendrán la oportunidad de disminuir su número. Cinco años, o seamos generosos y digamos diez años, sin que nazca ningún niño, y estoy seguro de que gran parte de los problemas del mundo se solucionará antes de que llegue el próximo lote.
Patricia se arrellanó en el sofá, y le cogió la solapa.
—Oh, querido Keith —sollozó—, ¡tú eres siempre un consuelo!
Estaban tan enfrascados en la conversación, que no oyeron llamar a la puerta al doctor MacMichael. Este vaciló un momento, pues oía voces dentro y no se atrevía a entrar. Keith Barratt había dejado la puerta ligeramente entreabierta. La abrió de un suave empujón y entró tímidamente en el vestíbulo.
En las escaleras, medio oculto por la oscuridad, una pequeña figura en pijama se encaró con él.
—Hola, sapo, ¿qué estás haciendo ahí? —preguntó el médico con afecto. Cuando iba a acercarse a Algy, el niño retrocedió uno o dos escalones y alzó un dedo de advertencia.
—¡Ssh, no haga ruido, doctor! Están hablando de cosas muy serias. No sé de lo que se trata, pero podría ser de mí. Hoy he hecho una cosa horrible.
—Será mejor que vuelvas a la cama, Algernon. ¡Vamos, arriba! Yo subiré contigo. —Asió al niño de la mano y subieron juntos el resto de las escaleras—. ¿Dónde está el «Oso Jock»? ¿Acaso merodea también por la casa sin una bata encima?
—Ya está en la cama. Pensaba que usted sería papá. Por eso he bajado. Quería decirle que estoy arrepentido de haberme portado mal.
MacMichael se miró la punta de los zapatos.
—Estoy seguro de que te habría perdonado, sapo, fuese lo que fuera; y no creo que hicieras algo tan horrible.
—Papá y yo pensamos que fue verdaderamente horrible. Por eso quiero verle sin falta. ¿Sabe usted dónde está?
El médico tardó un momento en contestar, mientras observaba cómo el niño se metía entre las sábanas con el oso del pijama a cuadros. Después, dijo:
—Algernon, ya eres todo un muchacho. Por lo tanto, no debes inquietarte demasiado si no ves a tu padre durante… bueno, durante un tiempo. Habrá otros hombres a tu alrededor, y nosotros te ayudaremos en lo que podamos.
—Muy bien, pero tengo que volver a verle pronto, porque va a enseñarme cómo se hace el truco de los cuatro ases. Si quiere, puedo enseñárselo en cuanto lo haya aprendido.
Algy se deslizó entre las sábanas hasta que no se vio más que un mechón de cabello, una nariz y un par de ojos. Miró fijamente al médico, que, enfundado en su viejo impermeable, permanecía junto a la cama con expresión abrumada y cariñosa.
—Ya sabes que soy amigo tuyo, Algernon, ¿verdad?
—Supongo que debe de serlo, porque oí decir a mamá y tía Venny que usted me salvó la vida. Casi se me agotaron las reservas, ¿verdad? Pero ¿querría hacer algo realmente importante por mí?
—Dime de qué se trata y lo intentaré.
—¿Creería que estoy loco si se lo dijera al oído?
El doctor MacMichael se acercó más a la cama e inclinó la cabeza sobre la almohada.
—Dispara, compañero —dijo.
—¿Conoce a esa niña calva, Martha Broughton? íbamos a vivir en la casa de al lado hasta que yo he fastidiado el plan. ¿Cree que podría convencer a papá para que ella viniera aquí y jugáramos juntos? ¡Corre más que nadie!
—Te prometo hacerlo, Algy. Te lo prometo.
—Es horriblemente calva, es decir, realmente calva, pero me gusta. Quizá las niñas sean mejores sin cabellos.
Amablemente, el doctor aseguró:
—Procuraré que venga por aquí antes del fin de semana, porque a mí también me gusta mucho.
—Vaya, es usted un doctor magnífico. Le demostraré mi agradecimiento… ya no le romperé ningún otro termómetro.
El doctor MacMichael acarició el cabello del niño y salió del cuarto. Se detuvo al principio de las escaleras para dominar sus emociones, se arregló la corbata y bajó para informar a los demás sobre el accidente de automóvil.
Los animales salvajes volvieron a poblar la Tierra tan abundantemente como siempre. En ese gran congreso, sólo faltaban unos cuantos fílums; pero la multitud era tan rica en número como en épocas precedentes.
La Tierra poseía grandes recursos, y así sería mientras el Sol mantuviese su actual producción de energía. Había sustentado muchas clases distintas de vida a través de las distintas épocas. En lo que respectaba a esa minúscula porción sobrante del continente europeo que eran las islas Británicas, su flora y su fauna nunca recuperaron plenamente la riqueza característica del Plioceno. Durante ese periodo, los glaciares habían descendido sobre gran parte del hemisferio norte, arrastrando la vida hacia el sur a medida que avanzaban. Pero el hielo volvió a retirarse; la vida volvió a seguirlo hacia sus fortalezas septentrionales. Hacia el final del Pleistoceno, como la abertura de una mano gigantesca, un manantial de vida regó las tierras que habían sido recientemente asoladas. El dominio del hombre sólo afectó momentáneamente la abundancia de este manantial.
Ahora el manantial era una gran marea de pétalos, hojas, pieles, escamas y plumas. Nada podía contenerlo, porque albergaba su propio equilibrio. Todos los veranos veían su peso incrementado a medida que seguía caminos y costumbres establecidos, en muchos casos, en épocas muy lejanas y mucho antes de que el
homo sapiens
hiciera su breve aparición.