Las noches de verano eran cortas. Retenían una parte de la transparencia del día, y no perdían la última partícula de su calor hasta que la luz volvía a filtrarse en el paisaje, de modo que el suspiro del aire fresco que traía consigo el alba agitaba las pieles de los animales y las plumas de los innumerables pájaros que se despertaban a un nuevo día de vida.
El despertar de estas criaturas vertía los primeros sonidos de la mañana en una tienda situada tan cerca del agua que se reflejaba en su superficie.
Cuando Barbagrís, su esposa Martha y Charley Samuels se levantaban a esta misma hora, era para encontrarse al borde de un caudaloso Támesis disuelto en la niebla. El nuevo día atraía de la tierra una niebla en la que se diseminaba una mirlada de patos. A medida que el día avanzaba, la niebla adquiría un tinte anaranjado antes de aclararse y revelar al pato que volaba sobre el río o navegaba en convoy por las brillantes aguas.
Antes de que la niebla se hiciera menos densa, las alas que susurraban en los aires sugerían la reunión de una invisible muchedumbre. Los gansos, que se dirigían hacia tierras más fértiles, pasaban por encima con un sonido hueco que contrastaba con el estridente ruido de los cisnes voladores. Los pájaros más pequeños volaban a niveles más altos. También había aves de presa, águilas y halcones, que eran comparativamente extraños a la región.
Algunas de estas aves hablan viajado largas distancias en busca de alimento, desde la pequeña cerceta hasta el pato, pavoneándose con su llamativo plumaje a través del barro. Muchos de los migradores habían sido forzados por la inflexible necesidad: los diminutos pichones de sangre caliente, con un alto consumo metabólico que sostener, se habrían muerto de hambre si no hubieran comido cada ocho horas; así que sus padres habían volado a latitudes más septentrionales, donde las horas de luz en aquella época del año eran más numerosas.
Entre todos los seres vivientes de esa región invadida por la niebla y el agua, los hombres eran los menos sujetos a tales necesidades naturales. Pero ellos, a diferencia de la prolífera colonia de pájaros que les rodeaba, no tenían medios instintivos para determinar su dirección, y a los tres días de abandonar Oxford, su viaje hacia la desembocadura del río se vio obstaculizado por el laberinto de vías fluviales.
Su camino podía ser difícil de encontrar, pero se sentían invadidos por la despreocupación, y no tenían prisa por salir de una zona tan abundantemente provista de comida. Garzas, gansos y patos constituían una serie de estofados en los que Martha se superaba a sí misma. Los peces sólo esperaban ser pescados.
En estas actividades, tenían pocos rivales humanos. Estos pocos procedían generalmente de la orilla norte del río, de las poblaciones que aún quedaban en los alrededores de Oxford. Volvieron a ver algunos armiños cazando —aunque no en manada— y a un animal que tomaron por una mofeta, abriéndose paso entre las cañas con un pato silvestre entre los dientes. Vieron nutrias y coipos y, en el lugar donde acamparon la tercera noche, las huellas de alguna clase de venado que se había acercado al borde del agua para beber.
Aquí, a la mañana siguiente, Barbagrís y Martha se hallaban cocinando un pescado con menta y berros cuando una voz a su espalda dijo:
—¡Me invito a desayunar!
Flotando en el río, con los remos levantados y los toletes goteando agua, se hallaba Jeff Pitt en un destartalado bote de remos.
—¡Qué magníficos amigos habéis resultado ser! —dijo desde lejos—. Me fui con unos compañeros a cazar. Cuando regresé a Oxford, me encontré con que Charley se había ido y su patrona estaba desesperada. Fui a Christ Church y los dos habíais desaparecido. ¡Vaya un modo de tratarme!
Turbados por el resentimiento que ocultaban tales palabras, Martha y Barbagrís se aproximaron al borde del agua para saludarle. Cuando descubrió que habían abandonado Oxford, Pitt adivinó la dirección que habían tomado; les contó todo eso como una muestra de su propia inteligencia mientras le ayudaban a amarrar el bote. Él saltó a tierra y les estrechó fuertemente la mano, sin mirarles a los ojos.
—No podéis dejarme atrás, ¿eh? —dijo—. Nuestro destino es estar siempre juntos. Puede haber transcurrido mucho tiempo, Barbagrís, pero no he olvidado que podías haberme matado aquella vez que yo debía eliminarte a ti.
Barbagrís se echó a reír.
—Nunca tuve esa intención.
—Ah, bueno, precisamente por eso acabo de estrecharte la mano. ¿Qué estáis cocinando? Ahora que estoy con vosotros, he de procurar no morirme de hambre.
—Intentábamos no morirnos de hambre tomando este salmón para desayunar, Jeff —dijo Martha, arremangándose la falda para ponerse en cuclillas junto al hornillo—. Debe de ser el primer salmón pescado en el Támesis desde hace doscientos años.
Pitt se cruzó de brazos y lanzó una mirada de soslayo hacia el pescado.
—Te pescaré otros más grandes, Martha. Seguís necesitándome; cuanto mayores nos hacemos, más necesitamos a los amigos. ¿Dónde se ha metido el santo Joe Samuels?
—Está dando su paseo matinal. Cuando vuelva, se horrorizará de verte aquí, no hay duda.
Cuando Charley regresó y dejó de dar golpecitos en la espalda a Pitt, se sentaron a comer. La cálida neblina se diluía lentamente, revelando el paisaje circundante. El mundo se agrandó, poniendo al descubierto el cielo y sus reflejos.
—¿Sabéis que podíais extraviaros con mucha facilidad? —dijo Pitt. Ahora que la primera satisfacción del encuentro había pasado, utilizaba nuevamente su acostumbrado tono gruñón—. Algunos de los compañeros que conocí en Oxford eran piratas y salteadores en esta región, hasta que se volvieron demasiado viejos y decidieron cambiar al oficio más sosegado de cazadores furtivos. Aún hablan de los viejos tiempos, y me contaron que aquí hubo luchas muy sangrientas pocos años atrás. ¿Sabéis que llaman a este lugar el Mar de Barks?
—Les oí hablar de ello en Oxford —dijo Charley—. Ellos afirman que aún quedan algunos, pero no hay mucha gente que conozca bien la zona.
Pitt llevaba dos viejas chaquetas y un par de pantalones. Metió la mano en uno de los bolsillos de la chaqueta interior y sacó un cuadrado de papel, que desdobló y entregó a Barbagrís. Este reconoció el papel; era una de las láminas distribuidas durante la última exhibición de los niños de Balliol. En la parte de atrás, había un mapa dibujado con tinta.
—Representa el estado actual de esta región, según esos compañeros míos, que han explorado la mayor parte —dijo Pitt—. ¿Lo entiendes?
—Es un buen mapa, Jeff. Aunque faltan algunos nombres, no resulta difícil identificar los principales accidentes de terreno. Barks debe de ser el nuevo nombre de Berkshire.
Martha y Charley estudiaron el mapa con él. En el extremo meridional del Mar de Barks estaba Goring. Allí, a ambos lados del viejo río, se encontraban dos cordilleras, la Chiltern y las colinas de Berkshire. El río quedaba bloqueado en este punto y, desbordándose, había inundado toda la tierra al norte de él, donde se formaba una especie de canal triangular entre las dos cordilleras y las Cotswolds.
Charley asintió.
—Aunque está muy lejos de ser un mar, puede tener muy bien treinta kilómetros de una orilla a otra, y quizá veinte en el otro sentido. Mucho espacio donde perderse.
Martha siguió el borde del supuesto mar con un dedo y dijo:
—Debe de haber muchas ciudades sumergidas en él, Abingdon y Allingford entre ellas. ¡Esto hace que el lago Meadow parezca un estanque! Si el nivel del agua sigue subiendo, supongo que las dos extensiones de agua llegarán a unirse, y Oxford también quedará sumergido.
—Las cosas cambian rápidamente cuando están al cuidado de Dios y no del hombre —dijo Charley—. Lo he comprobado. Debe de hacer catorce años que llegué a Sparcot, y antes de entonces el país iba directo hacia la ruina; pero ahora es muy distinto.
—Ahora somos nosotros los que vamos hacia la ruina —dijo Pitt—. La tierra nunca ha estado mejor. Me gustaría volver a ser joven, Charley, ¿a ti no? Jovenzuelos de dieciocho años, por ejemplo, con un par de hermosas muchachitas para hacernos compañía. Ya me las arreglaría para tener una vida mejor de la que he tenido.
Tal como Pitt esperaba, Charley no estuvo de acuerdo con el par de hermosas muchachitas.
—Me gustaría que mis hermanas estuvieran con nosotros, Jeff. Hubieran sido más felices aquí de lo que lo fueron, las pobres. ¡Hemos vivido en una época desastrosa! Ahora ya no podemos llamar Inglaterra a este país; ha vuelto a Dios. Ahora es Su país, y es lo mejor.
—Muy bonito por Su parte barrernos de un plumazo —dijo sarcásticamente Pitt—. Ya no tendrá que seguir preocupándose por nosotros, ¿eh?
—Es terriblemente antropomórfico por mi parte, pero no puedo dejar de creer que no se aburra cuando hayamos desaparecido —comentó Martha.
En cuanto terminaron de desayunar, levantaron el campamento. Tal como hicieran un par de años atrás, viajaron todos en el esquife y remolcaron la barca de Pitt. El viento apenas tenía fuerza suficiente para impulsarlos sobre las aguas silenciosas.
No llevaban mucho rato de navegación cuando, desdibujados por la distancia, avistaron las agujas y tejados de una ciudad medio hundida. El campanario de la iglesia sobresalía limpiamente del agua, pero la mayor parte de los tejados se hallaban ocultos por plantas que habían echado raíces en sus entrañas. Esta vegetación constituía seguramente un importante factor en el deslizamiento de los edificios bajo la superficie. El campanario se mantendría erecto durante un tiempo; después, el lento desmoronamiento de sus cimientos también lo haría desaparecer, y la obra del hombre dejaría de formar parte del paisaje.
Pitt se inclinó sobre la borda del esquife y escudriñó el «mar».
—Me pregunto lo que debió de ocurrirle a la gente que vivía aquí —dijo con angustia—, y si siguen viviendo debajo del agua; pero no veo a ninguno de ellos.
—Oye, Jeff, esto me recuerda una cosa —dijo Charley—. Ya me había olvidado, pero ahora que te veo, ¿no es verdad que creías que había duendes en el bosque?
—Duendes y gnomos —admitió Pitt, mirándole sin parpadear—. ¿Y qué? ¿Acaso un hombre tan religioso como tú los ha visto también, Charley?
—Algo así. —Charley se volvió hacia Barbagrís—. Ha sido esta mañana, cuando he ido a ver si había algo en nuestras trampas. Al arrodillarme junto a una de ellas, levanto la vista, y veo tres caras mirándome a través de los matorrales.
—¡Ah, ya os lo dije; indudablemente son los gnomos! Yo los he visto. ¿Qúé han hecho? —preguntó Pitt.
—Por fortuna, estaban al otro lado de un arroyo y no podían llegar hasta mí. Además, yo me he apresurado a levantar la mano y hacer el signo de la cruz; entonces han desaparecido.
—Deberías haberles tirado una flecha; habrían corrido todavía más —dijo Pitt—. O quizá creyeran que ibas a largarles un sermón.
—Charley, no puedes creer que fueran realmente gnomos —dijo Barbagrís—. Los gnomos sólo existen en los cuentos fantásticos que leíamos cuando éramos pequeños. No existen en realidad.
—Quizá hayan vuelto como las mofetas —dijo Jeff—. Esos libros no hacían más que explicarnos lo que ocurría antes de que el hombre se volviera tan civilizado.
—¿Estás seguro de que no eran niños? —inquirió Barbagrís.
—Oh, no eran niños, a pesar de ser tan pequeños como niños. Pero tenían… bueno, no pude verlo bien, pero parecían tener hocicos como el del viejo «Isaac», y orejas de gato, y abundante pelaje en la cabeza, aunque creo que tienen manos como nosotros.
En el bote reinó un silencio absoluto.
Martha dijo:
—El viejo Thorne, el hombre para quien estuve trabajando en Christ Church, era una persona instruida, aunque no parecía estar muy bien de la cabeza. Solía decir que cuando un hombre moría, algo nuevo acudía a ocupar su lugar.
—¡Un escocés, quizá! —dijo Barbagrís riendo, acordándose de la creencia de Towin y Becky Thomas en que los escoceses abandonarían el norte para invadirles.
—Thorne no concertó nada acerca de ese algo, aunque dijo que podía asemejarse a un tiburón con las patas de un tigre. Dijo que habría cientos de ellos, y que estarían muy agradecidos a su Creador cuando descubrieran que tenían tantos enanitos como forraje.
—Ya tenemos bastantes problemas por culpa de nuestro propio Creador para inquietarnos por otros —dijo Pitt.
—Eso es una blasfemia —exclamó Chariey—. Ya eres demasiado viejo para hablar así, Jeff Pitt. De todos modos, aunque hubiese una cosa como ésa, creo que preferiría comerse un pato que a nosotros. ¡Míranos!
Aquella tarde, tuvieron buen cuidado de escoger un lugar donde pasar la noche que no fuera demasiado fácil de tomar por sorpresa.
El día siguiente les sorprendió navegando hacia el sur, remando cuando la brisa cesaba. Las boscosas colinas que habían sido visibles a lo largo de todo el día anterior desaparecieron lentamente de la vista, y el úhico accidente del paisaje resultó ser una isla de dos jorobas que había a lo lejos. Arribaron a ella a última hora de la tarde, cuando la sombra del bote se alargaba hacia un lado, y amarraron junto a una barca previamente atracada en una pequeña ensenada.
Gran parte de este terreno daba muestras de estar cultivado, mientras que un poco más allá de las colinas vieron aves de corral y patos confinados en un gallinero. Algunas ancianas que se hallaban entre las aves domésticas se acercaron al agua para inspeccionar a los nuevos visitantes; les dijeron que aquello se llamaba la isla de Wittenham, y convinieron de mala gana en dejarles quedar a pasar la noche donde estaban siempre que no hicieran demasiado ruido. Muchas de las mujeres llevaban consigo nutrias domesticadas, a las que habían adiestrado para pescar y cazar.
Se volvieron más amables cuando vieron que el grupo de Barbagrís sólo tenía intenciones pacíficas, y mostraron su ansiedad de charlar. No tardaron en explicarles que eran una comunidad religiosa, creyentes en un Señor que aparecía ocasionalmente entre ellas y predicaba sobre una Segunda Generación. Habrían tratado de convertirles si Martha no hubiera cambiado discretamente de tema preguntándoles cuánto tiempo hacía que vivían en la isla.
Una mujer dijo a Martha que procedían de una ciudad llamada Dorchester, y que se habían retirado a aquellas colinas con sus maridos cuando sus hogares y sus tierras fueron asediados por la subida de las aguas unos siete años atrás. Ahora, su antiguo hogar estaba completamente sumergido en el Mar de Barks.