—¡Atadle y lanzadle por la borda! —ordenó Jingadangelow, balanceándose en su silla. Jadeaba pesadamente—. A ver si escarmienta. Atad a la mujer y dejadla en el puente. Hablaré con ella en cuanto lleguemos a Hagbourne. ¡De prisa!
—Que nadie se mueva —ordenó Pitt desde la puerta. Tenía una flecha en su arco y apuntaba a Jingadangelow. Sus dos últimos dientes brillaban detrás del emplumado extremo de la flecha. Charley se encontraba junto a él, vigilando el pasillo con su cuchillo en la mano—. Si alguien hace un solo movimiento, mato a vuestro Señor sin un segundo de vacilación.
—Quítales las armas, Martha —aconsejó Pitt—. ¿Estás bien, Barbagrís? ¿Qué hacemos ahora?
Los secuaces de Jingadangelow no dieron muestras de querer resistirse. Barbagrís cogió los dos revólveres de manos de Martha y se los metió en los bolsillos. Se limpió la mejilla con una manga.
—No vamos a ensañarnos con esta gente —dijo—, si se avienen a dejarnos en paz. Seguiremos hasta Hagbourne y les dejaremos allí. Dudo que volvamos a encontrarnos.
—¡Oh, no puedes soltarles así! —exclamó Pitt—. ¿Te das cuenta de la oportunidad que se nos presenta? Podríamos tener un barco estupendo. Podemos abandonar a esos tipejos en la orilla más cercana.
—No podemos hacerlo, Jeff. Ya somos demasiado viejos para convertirnos en piratas —dijo Martha.
—Siento que me vuelven las fuerzas, tal como cuando era joven —dijo Pitt, sin mirar a nadie—. Eso de tener el arco en las manos me ha demostrado que aún puedo matar a un hombre. Pero… Es un milagro…
Todos le miraron sin comprenderle.
Barbagrís dijo:
—Seamos prácticos. No sabríamos manejar el barco. Tampoco sabríamos salir del Mar de Barks.
—Martha tiene razón —dijo Charley—. No tenemos derecho a robarles el barco, por muy truhanes que sean.
Jingadangelow se enderezó y procedió a alisarse la toga.
—Si ya han terminado de discutir, hagan el favor de abandonar mi camarote. Debo recordarles que esta habitación es privada y sagrada. No habrá más problemas, se lo aseguro.
Cuando salían, Martha vio un vehemente ojo negro mirándoles por la rendija de la cortina del fondo.
Cuando Hagbourne apareció a última hora de aquella tarde, emergió no de la neblina sino de una densa cortina de lluvia, ya que la niebla matinal había sido dispersada por un fuerte viento que trajo el chaparrón consigo. Este había finalizado cuando el vapor hubo amarrado a lo largo de un muelle de piedra, y la línea de las colinas de Berkshire se hizo visible a espaldas de la ciudad. La población que Jingadangelow denominaba su base parecía casi desierta. Sólo tres ancianos acudieron a recibir al vapor y ayudar a amarrarlo. El desembarco subsiguiente prestó algo de vida a la melancólica escena.
Los componentes del grupo de Barbagrís se apresuraron a recuperar sus barcas. Jingadangelow no tenía aspecto de buscar dificultades. Lo que no esperaban era la aparición de Becky, que se presentó cuando cargaban sus pertenencias en el esquife.
Metió la cabeza por un costado y apuntó a Barbagrís con su afilada nariz.
—El Señor me ha enviado para hablar con vosotros. Dice que le debéis algún trabajo por el privilegio de su ayuda.
—Habríamos hecho el trabajo si no hubiese atacado a Barbagrís —replicó Charley—. Eso fue intento de asesinato, vaya si lo fue. Aquellos que adoran a falsos dioses serán maldecidos para siempre, Becky, así que harías bien en tener cuidado.
—Tú sí que has de tener cuidado con tu lengua, Charley Samuels, y no hablar de esta forma a una sacerdotisa de la Segunda Generación. De todos modos, no he venido para hablar contigo. —Le volvió significativamente la espalda y dijo a Barbagrís—: El Señor siempre está dispuesto a perdonar. No te guarda rencor, y le gustaría ofrecerte refugio durante la noche. Tiene un lugar vacío que podríais utilizar. Es él quien os lo ofrece, no yo; yo nunca lo habría hecho. ¡Pensar que le atacaste, que pusiste tus manos sobre su persona!
—No queremos su hospitalidad —dijo Martha con firmeza. Barbagrís se volvió hacia ella y le cogió las manos, diciendo a Becky por encima del hombro:
—Dile a tu Señor que aceptamos gustosos su ofrecimiento. Procura que nos acompañe alguien más hospitalario que tú.
Mientras ella se alejaba por la pasarela, Barbagrís habló apresuradamente con Martha.
—No podemos irnos sin saber algo más de la muchacha que Jingadangelow nos ha mostrado, sin saber de dónde es y qué le ocurrirá. En cualquier caso, la noche será tormentosa. No creo que estemos en peligro, y me alegraré de dormir bajo techo. Quedémonos.
Martha arqueó lo que, en otra época, habrían sido las cejas.
—Admito que no comprendo el interés que sientes hacia ese bribón. Los atractivos de esa muchacha, Chammoy, son muy evidentes.
—No seas tonta —dijo cariñosamente él.
—Haremos lo que tú quieras.
El rostro de Barbagrís se cubrió de rubor.
—Chammoy no me afecta en absoluto —dijo, volviéndose para dar instrucciones a Pitt acerca del equipaje.
La vivienda que Jingadangelow les ofreció resultó estar bien. Hagbourne era una sucia aglomeración de ruinosas casas del siglo XX, muchas de ellas construidas por el ayuntamiento; pero a un extremo de la ciudad, en un sector que Jingadangelow había escogido para su uso y el de sus discípulos, había edificios y casas de una tradición más antigua y menos anémica. En toda la zona, la vegetación era abundante. Casi todo el resto del lugar estaba invadido por las plantas, saúcos, romaza, camenerio, acedera, ortigas y las ubicuas zarzas. Fuera de la ciudad, la vegetación era de distinta naturaleza. Las ovejas que en otro tiempo pastaran en las laderas habían desaparecido. Ahora que los rebaños no comían las hojas de matorrales y árboles, los antiguos robles y hayas empezaban a regresar, arrancando de cuajo las casas donde habían vivido los consumidores de ovejas.
Este vigoroso y joven bosque, que aún goteaba debido a la reciente lluvia, rozaba los muros de piedra del granero hacia el cual fueron conducidos. En realidad, las paredes frontal y posterior del granero estaban resquebrajadas, con el resultado de que el suelo se hallaba enlodado. Pero una escalera de madera conducía a una pequeña galería que daba paso a dos habitaciones protegidas por un tejado aún eficaz. Hacía poco tiempo que estaban deshabitadas, y ofrecían un cómodo refugio donde pasar la noche. Pitt y Charley se adueñaron de una habitación, Martha y Barbagrís de la otra.
Hicieron una buena cena con un par de patos y algunos guisantes que Martha había comprado a una de las mujeres del barco, pues las sacerdotisas demostraron que no eran adversas al regateo durante sus horas libres. Tras una concienzuda búsqueda para ver si había chinches, se convencieron de que no tendrían compañía durante la noche; con este estímulo, se retiraron temprano a sus respectivas habitaciones. Barbagrís encendió una linterna y él y Martha procedieron a quitarse los zapatos. Ella empezó a peinarse y cepillarse el cabello. Él se hallaba limpiando el cañón del rifle con un trapo cuando oyó crujir las escaleras de madera.
Se levantó de un salto, deslizando un cartucho en la recámara y apuntando a la puerta.
El intruso que subía las escaleras debió oír el ruido del seguro, pues una voz gritó:
—¡No dispare!
Barbagrís oyó que Pitt gritaba desde la habitación vecina:
—¿Quién anda por ahí, maldita sea? ¡Voy a matarle de un tiro!
—Barbagrís, soy yo, ¡Jingadangelow! Deseo hablar con usted.
Martha dijo:
—¡Jingadangelow y no el Señor!
Barbagrís apagó la linterna y abrió la puerta. Jingadangelow se hallaba a mitad de las escaleras, sosteniendo una lamparilla encima de la cabeza. La luz que ésta producía sólo le iluminaba la frente y las mejillas. Pitt y Charley salieron a la pequeña galería para verle.
—No disparen. Estoy solo y mis intenciones son buenas. Sólo quiero hablar con Barbagrís. Ya pueden irse a la cama y dormir tranquilamente.
—Eso ya lo decidiremos nosotros mismos —replicó Pitt, pero su tono dio a entender que se había apaciguado—-. Ya ha tenido ocasión de comprobar que no se nos toma el pelo.
—Yo me hago cargo de él, Jeff —dijo Barbagris—. Será mejor que suba, Jingadangelow.
El buhonero de la vida eterna había aumentado recientemente de peso; los tablones de madera crujieron bajo su paso hacia la plataforma. Barbagrís se apartó, y Jingadangelow entró en su habitación. Al ver a Martha, hizo una especie de reverencia. Dejó la linterna en un estante de piedra situado en la pared y se quedó donde estaba, observándoles y respirando entrecortadamente mientras lo hacía.
—¿Acaso es una visita social? —preguntó Martha.
—He venido a hacer un trato.
—Nosotros no solemos regatear: ése es su negocio, no el nuestro —dijo Barbagrís—. Si sus dos guardaespaldas quieren que les devolvamos los revólveres, estoy dispuesto a hacerlo mañana por la mañana antes de irnos, siempre que usted pueda garantizar su buen comportamiento.
—No he venido para hablar de eso. No es necesario que utilice ese tono hiriente sólo porque me tiene en desventaja. Quiero hacerle una buena proposición.
Martha dijo fríamente:
—Señor Jingadangelow, queremos irnos mañana temprano. Haga el favor de ir al grano.
—¿Tiene algo que ver con esa muchacha llamada Chammoy? —preguntó Barbagrís.
Murmurando que alguien tendría que ayudarle a levantarse de nuevo, Jingadangelow se dejó caer al suelo y se sentó allí.
—Veo que no tengo más remedio que poner algunas de mis cartas sobre una metafórica mesa. Quiero que los dos me escuchen generosamente, pues he venido a desahogarme. Debo decirles que lamento mucho no ser recibido de forma más amistosa. A pesar del desagradable suceso ocurrido en el barco, mi estimación no ha cambiado.
—Nos interesa saber algo más de la joven que tiene usted en su poder —dijo Martha.
—Sí, sí, en seguida les hablaré de ella. Como ya saben, he recorrido exhaustivamente los Midlands durante mis siglos de servicio. En muchos aspectos, soy una figura de Byron, forzada a vagar y sufrir… Durante mis peregrinaciones, casi nunca he visto niños. Claro que ya sabemos que no hay ninguno. Sin embargo, mi razón me ha llevado a considerar que la actual situación puede ser enteramente distinta de lo que parece. Para llegar a esta conclusión, tengo en cuenta un número determinado de factores, que ahora les expondré.
»Si recuerdan aún esa lejana época anterior al derrumbamiento de las antiguas civilizaciones tecnológicas, en el siglo veinte, recordarán que muchos especialistas dieron conflictivas opiniones acerca de lo que ocurriría cuando los efectos plenos de las bombas espaciales cayeran sobre nosotros. Algunos pensaron que todo volvería a su cauce normal al cabo de unos años, otros creyeron que la radiactividad acumulada borraría todo rastro de vida de este pecador aunque deseable mundo. Como nosotros, que hemos tenido la ventura de sobrevivir, sabemos, ambos puntos de vista son erróneos. ¿Tengo razón?
—Toda la razón; prosiga.
—Gracias, así lo haré. Otros especialistas sugirieron que la radiactividad originada por el Gran Accidente sería absorbida por la Tierra en el curso de los años. Creo que esta predicción es la acertada. Y creo que, con ello, algunas mujeres jóvenes han recobrado el poder de engendrar.
»Ahora bien, debo confesar que yo no he encontrado a ninguna mujer fértil, a pesar de que en mi nueva profesión me he dedicado a buscarlas. Así que me he visto obligado a formularme esta pregunta: "¿Qué haría yo si fuera una mujer de unas sesenta primaveras que descubriera mi facultad de producir lo que nosotros llamamos la Segunda Generación?" Esta es una pregunta bastante teórica; ¿cómo la respondería usted, señora?
Martha contestó lentamente:
—¿Si fuera a tener un hijo? Supongo que estaría encantada. Por lo menos, he pasado muchos años suponiendo que estaría encantada. Pero no me gustaría que nadie viera a mi hijo. No me gustaría nada encontrarme con alguien como usted y declararle mi secreto, por miedo a que me obligara a… bueno, a una especie de concepción continua y obligatoria.
Jingadangelow asintió magistralmente. A medida que la conversación avanzaba, iba recobrando su antigua desenvoltura.
—Gracias, señora. Lo que usted dice es que se escondería junto con su descendencia. O bien se exhibiría con el riesgo de hacerse matar, como le ocurrió a una mujer que dio a luz cerca de Oxford. Si suponemos que un reducido número de mujeres han concebido y engendrado hijos, debemos recordar que muchas tienen que haberlo hecho en poblaciones aisladas que ahora están completamente desconectadas. La noticia del nacimiento no circularía.
»A continuación, pensemos en los niños. Podría afirmarse que serían dignos de envidia, ya que todos los adultos de la vecindad se dedicarían a mimarlos y protegerlos. Un conocimiento más profundo de la humanidad nos persuade de lo contrario. La rencorosa envidia de esas personas sin hijos seria insoportable, y los padres ancianos serian incapaces de evitar los tangibles efectos de esa envidia. Los niños acabarían siendo secuestrados por viejas con ansias maternales, o por viejos estériles. Los niños constituirían la presa constante de la clase de sinvergüenzas con los que yo me vi obligado a asociarme hace algunos años, cuando viajaba con una feria para mi propia protección. Cuando los niños, tanto de un sexo como de otro, alcanzaran la adolescencia, uno retrocede asustado ante el pensamiento de las indignidades sexuales a las cuales estarían sujetos…
—La experiencia de Chammoy debe de haber sido tal como usted la ha descrito —interrumpió Barbagrís—. Déjese de hipocresías, Jingadangelow, y vaya al grano.
—Chammoy necesitaba mi protección e influencia moral; aparte de lo cual, yo soy un hombre solitario. Sin embargo, la cuestión es ésta: la mayor amenaza que cualquier niño podría afrontar sería… ¡La sociedad humana! Si nos preguntamos por qué no hay niños, la respuesta es que si existieran, se esconderían de nosotros en regiones olvidadas, lejos de los hombres.
Martha y Barbagrís se miraron. Ambos leyeron en sus ojos la probabilidad de esta teoría. En su apoyo, podían recordar los persistentes rumores, comenzados diez años atrás, sobre la existencia de gnomos y pequeños seres de forma humana, que se desvanecieron en los bosques cuando el hombre se aposentó en las cercanías. Y sin embargo… Era demasiado repentino para creerlo; en su mente y su cuerpo no podían creer en niños vivos.