Baila, baila, baila (60 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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—Maravilloso —volvió a decir Yumiyoshi. Y de nuevo se quedó dormida entre mis brazos, relajada. Yo me duché, saqué una cerveza de la nevera y me la bebí solo. Luego me senté y contemplé el rostro de Yumiyoshi. Dormía con gran placidez.

Se despertó antes de las ocho y me dijo que tenía hambre. Tras examinar el menú del servicio de habitaciones pedimos macarrones gratinados y un sándwich. Ella escondió la ropa y los zapatos en el armario y, cuando el botones llamó a la puerta, se metió rápidamente en el baño. Una vez que el botones dejó la comida sobre la mesa y se marchó, di unos golpecitos en la puerta del baño.

Nos comimos cada uno la mitad de los macarrones y del sándwich y bebimos cerveza. Hablamos de lo que haríamos a partir de entonces. Yo le dije que me mudaría a Sapporo.

—En Tokio no pinto nada. No tiene sentido que me quede allí —aseguré—. Hoy me he pasado el día dándole vueltas. He decidido instalarme aquí. Buscaré un trabajo. Así podré verte.


Te asientas
, entonces —dijo ella.

—Eso es, me asiento —contesté. La mudanza no supondría gran cosa. Discos, libros y algún utensilio de cocina. Podría conducir el Subaru y montar en el ferry hasta
Hokkaidō
. Los muebles los vendería o los tiraría y luego ya compraría otros. Ya iba siendo hora de ir cambiando de cama y de nevera. Cuido tanto las cosas que me duran mucho tiempo.

—Voy a alquilar un piso en Sapporo. Y empezaré una nueva vida. Podrás venir y quedarte a dormir cuando quieras. Podemos probar durante un tiempo. Seguro que nos irá bien. Yo volveré a la realidad, tú te relajarás y los dos nos sentiremos bien en este lugar.

Yumiyoshi sonrió y me dio un beso.

—Estupendo —dijo.

—No sé qué sucederá, pero tengo un buen presentimiento —dije yo.

—Yo tampoco sé qué sucederá —me dijo—. Pero ahora todo es estupendo. Soberbiamente estupendo.

Una vez más, llamé al servicio de habitaciones y pedí una cubitera con hielo. Ella volvió a esconderse en el baño. Cuando nos trajeron el hielo, cogí la botella de vodka y el zumo de tomate que había comprado en la ciudad y preparé dos
bloody mary
. No tenían rodajita de limón ni salsa Lea & Perrins, pero eran
bloody mary
. Los dos brindamos modestamente. Dado que necesitábamos música de fondo, pulsé el botón del hilo musical que había en la cabecera de la cama y sintonicé «éxitos populares». Mantovani y su orquesta interpretaban una ostentosa versión de
Some Enchanted Evening
. Mejor imposible, pensé.

—¡Tú sí que sabes! —se sorprendió Yumiyoshi—. Llevo un buen rato con ganas de tomarme un
bloody mary
. ¿Cómo lo has adivinado?

—Si presto oído, capto lo que deseas. Si aguzo la vista, veo lo que deseas.

—Parece un eslogan —dijo ella.

—No es un eslogan. Sólo expreso mi actitud ante la vida —le expliqué.

—Pues podrías especializarte en eslóganes —dijo Yumiyoshi con una risita sofocada.

Después de bebernos tres
bloody mary
cada uno, enlazamos nuestros cuerpos desnudos e hicimos tiernamente el amor. En cierto momento, me pareció oír el temblequeo del viejo ascensor del Hotel Delfín:
ron, ron, ron, ron
.

Sí, éste es el nudo que me ata, pensé. Formo parte de este sitio. Y, por encima de todo, ésta es la realidad. Puedo estar tranquilo, ya no voy a ir a ninguna otra parte. Estoy firmemente conectado. Aquí está el nudo y estoy conectado a la realidad. Es lo que deseo, y el hombre carnero me conecta.

A medianoche, nos dormimos.

Yumiyoshi me zarandeó hasta despertarme.

—¡Despierta! —me susurró al oído. Para mi sorpresa, llevaba puesto el uniforme. Alrededor todo estaba oscuro y yo todavía tenía media cabeza en el tibio pantano del inconsciente. La luz de la mesilla estaba encendida. El reloj marcaba más de las tres. Lo primero que pensé fue que había sucedido algo grave. Tal vez sus superiores habían descubierto que pasaba la noche en mi habitación. Yumiyoshi me sacudía por el hombro con expresión preocupada y eran las tres de la madrugada. Además, llevaba puesto el uniforme. Era lo único que se me ocurría. ¿Qué puedo hacer?, pensé. Pero mi cerebro no llegaba a ninguna conclusión.

—¡Levántate, por favor! ¡Levántate! —me insistió en voz baja.

—Ya me levanto. ¿Qué pasa?

—Tú no te preocupes. Levántate enseguida y vístete.

Sin preguntar nada más, me vestí a toda prisa. Me pasé la camiseta por la cabeza, me puse unos vaqueros, unas zapatillas de deporte, y después la cazadora, con la cremallera subida hasta el cuello. No tardé ni un minuto. Una vez vestido, Yumiyoshi me tomó de la mano y me condujo hacia la puerta. Luego la abrió un poco. Apenas dos o tres centímetros.

—Mira —me dijo.

Eché un vistazo por el hueco. El pasillo estaba a oscuras. No se veía nada. La oscuridad era fría y espesa como gelatina. Tan negra y profunda que daba la impresión de que, si sacaba la mano, las tinieblas se la tragarían. Además olía como las otras veces. Ese hedor a moho, a papel viejo. El olor de un viento procedente de un abismo pretérito.

—Han vuelto las tinieblas —me susurró al oído.

La rodeé por la cintura y la atraje hacia mí.

—Tranquila. No hay nada que temer. Este mundo es para nosotros. No nos pasará nada malo. Tú y yo nos conocimos cuando me contaste lo de la oscuridad.

Pese a todo, yo no estaba tan seguro. No pude evitar sentir miedo. Era un miedo visceral, que no respondía a ninguna lógica. Un miedo que llevaba en los genes, transmitido con el esfuerzo de generaciones y generaciones desde tiempos remotos. Fuera cual fuese la razón de existir de la oscuridad, resulta horripilante. Puede engullir a las personas, retorcer su existencia, desgarrarlas y hacerlas desaparecer. ¿Quién puede sentirse seguro de sí mismo en medio de la más completa oscuridad? La oscuridad… ¿Quién puede sentirse confiado rodeado por ella? Dentro de las tinieblas todo se deforma, cambia y se desvanece con facilidad. Después, ese vacío que es la lógica de las tinieblas lo ocupa todo.

—No hay nada que temer —la tranquilicé, y con esas palabras intenté también convencerme a mí mismo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Yumiyoshi.

—Salgamos juntos —le dije—. Volví al hotel para encontrarme con dos seres: uno eres tú; el otro está en lo más hondo de las tinieblas. Y me está esperando.

—¿Te refieres al que estaba en aquella habitación?

—Sí, a
él
.

—Tengo miedo. Te juro que tengo mucho miedo —dijo Yumiyoshi. Hablaba con voz trémula y nerviosa. Era lógico, yo también tenía miedo.

La besé suavemente en los párpados.

—No tengas miedo. Ahora estoy contigo. Nos tomaremos de la mano. No pasará nada mientras no nos soltemos. Ocurra lo que ocurra, no nos soltaremos. Estaremos pegados el uno al otro todo el tiempo.

Volví a la habitación, cogí una linterna y un mechero Bic que había traído a propósito en una bolsa y los guardé en el bolsillo de la cazadora. Luego abrí lentamente la puerta, tomé a Yumiyoshi de la mano y salimos al pasillo.

—¿Hacia dónde vamos? —me preguntó.

—Hacia la derecha —dije yo—. Siempre a la derecha. Así es como está decidido.

Echamos a andar por el pasillo, iluminando nuestros pasos con la linterna. Tal y como había oído antes, aquél no era el pasillo del Dolphin Hotel. Era el pasillo de un edificio mucho más viejo. La alfombra estaba gastada y el suelo se hundía aquí y allá. Las paredes de yeso tenían manchas de color óxido.

Es el Hotel Delfín, me dije. No el Hotel Delfín que conocí, pero sí un lugar parecido. Un lugar hoteldelfinesco. Tras avanzar un trecho, el pasillo formaba un recodo hacia la derecha, igual que la última vez. Giré y me encontré algo diferente: no se veía ninguna luz. No se veía la débil luz de vela que se colaba por el resquicio de aquella puerta lejana. Por si acaso, probé a apagar la linterna. En vano. No había ninguna luz. La oscuridad más absoluta nos envolvía arteramente y en silencio, como si fuera agua.

Yumiyoshi me apretó la mano con fuerza.

—No se ve la luz —comenté. Tenía la voz muy seca, tanto que ni yo mismo la reconocía—. La última vez salía algo de luz por la puerta entreabierta.

—Cuando yo vine, también. Se veía a lo lejos.

Nos detuvimos.

¿Qué le habrá pasado al hombre carnero?, me pregunté. ¿Estará durmiendo? No, no puede ser. Él siempre está ahí, con la luz encendida. Como un faro. Ésa es su misión. Aunque duerma, la luz siempre estará encendida. Es así.

Me dio mala espina.

—¿Por qué no damos media vuelta? —propuso Yumiyoshi—. Está demasiado oscuro. Podríamos regresar y esperar la siguiente ocasión. Es mucho mejor. No te empeñes.

Tenía razón. Estaba demasiado oscuro. Además, tenía la sensación de que iba a ocurrir algo terrible. Con todo, no retrocedí.

—No, estoy preocupado. Quiero acercarme y ver si ha pasado algo. Quizá me necesite. Quizá por eso nos ha vuelto a conectar a este mundo. —Encendí otra vez la linterna. Su delgado haz de luz amarilla rasgó de repente la oscuridad—. Agarrémonos de la mano. Yo te deseo, tú me deseas. No tenemos nada que temer.
Hemos encontrado nuestro lugar
. No vamos a ir a ninguna parte. Regresaremos a nuestro mundo. No tienes por qué preocuparte.

Avanzamos paso a paso, despacio, vigilando dónde pisábamos. En medio de la oscuridad sentí la suave fragancia del acondicionador de Yumiyoshi. El olor impregnó dulcemente mis nervios, a flor de piel. Su mano era pequeña, tibia y dura. Estábamos conectados en medio de la oscuridad.

Enseguida dimos con la habitación del hombre carnero. Lo supimos porque la puerta estaba abierta y a través de ella manaba aquel gélido aire que apestaba a moho. Di unos golpecitos en la puerta. Resonaron con tanta fuerza que parecía artificial, igual que la primera vez. Como si hubiera golpeado un amplificador gigante dentro de un oído gigante. Di tres golpes,
toc, toc, toc
, y esperé. Pasaron veinte, treinta segundos. Pero no hubo respuesta. ¿Qué le había pasado al hombre carnero? ¿Habría muerto? Bien pensado, la última vez parecía bastante cansado y envejecido. No me habría extrañado que hubiera muerto. Había vivido durante mucho tiempo. Pero él también envejecía. Y algún día tenía que morir, como todos los demás. Sentí angustia. Si muriera, ¿quién me vincularía a este mundo?

Abrí la puerta, entré, sin soltar la mano de Yumiyoshi, e iluminé el suelo con la linterna. Todo tenía el mismo aspecto que la última vez. Los viejos libros seguían amontonados sobre el suelo, ocupando casi todo el espacio; había una mesita sobre la que reposaba un plato a modo de rudimentario candelero. De la vela quedaban apenas unos cinco centímetros de cera. Saqué el mechero de la cazadora, encendí la vela, apagué la linterna y la guardé en el bolsillo.

El hombre carnero no estaba por ninguna parte.

¿Dónde se habrá metido?
, pensé.

—¿Quién estaba aquí? —me preguntó Yumiyoshi.

—El hombre carnero —le conté—. El hombre carnero custodia este mundo. Éste es el nudo y él conecta todo para mí. Como una central telefónica. Vive desde tiempos remotos, siembre cubierto con un vellón de carnero. Y reside en este lugar. Está escondido.

—¿De qué se esconde?

—¿De qué? De la guerra, de la civilización, de la Ley, del sistema… De todo lo que no es hombrecarneril.

—¿Y ha desaparecido?

Asentí con la cabeza. Al asentir, la sombra ampliada sobre la pared se sacudió con un aspaviento.

—Sí, ha desaparecido. No sé por qué. Debería estar aquí, pero… —Me sentía como si estuviera en el fin del mundo. Ese fin del mundo en el que creían los antiguos. Un fin del mundo en el que todo se convierte en una catarata que se precipita al abismo. Nos encontrábamos al borde de ese precipicio. Los dos solos. Delante de nosotros no había nada. Tan sólo un vacío negro. En la habitación hacía un frío que calaba los huesos. Nos transmitíamos calor como podíamos, con el contacto de nuestras palmas de las manos.

—Quizá haya muerto —dije.

—No es bueno pensar en cosas malas a oscuras. Hay que tomárselo todo con más optimismo —dijo Yumiyoshi—. Seguro que sólo ha salido a hacer la compra. Puede que se le hayan acabado las velas de repuesto —dijo Yumiyoshi.

—Tal vez haya ido a cobrar la declaración de la renta —dije. Luego iluminé su rostro con la linterna. Sus labios esbozaron una tímida sonrisa. Apagué la linterna y me acerqué a su cuerpo iluminado por la escasa luz de la vela—. Oye, en los días festivos podríamos irnos por ahí.

—Claro que sí —dijo ella.

—Traeré el Subaru. Aunque sea de segunda mano y esté viejo, es un buen coche. Me gusta. Una vez conduje un Maserati, pero, sinceramente, prefiero mi Subaru.

—Claro.

—Además, tiene aire acondicionado y equipo estéreo.

—No creo que haya nada que objetar.

—No hay nada que objetar, eso es —dije yo—. Podremos irnos con él de viaje. Quiero ver tantas cosas contigo…

Después nos separamos y volví a encender la linterna. Ella se agachó y recogió un librito del suelo. Era un folleto titulado «Estudios sobre cómo mejorar la raza ovina de Yorkshire». La cubierta se había vuelto marrón y estaba cubierta de polvo blanco, como una película de leche.

—Todos esos libros tratan de ganado lanar —le dije—. Una parte del antiguo Hotel Delfín servía como archivo sobre ganado ovino. El padre del dueño era investigador especializado en este tipo de animales. Todo el material está aquí reunido. Más tarde el hombre carnero se hizo cargo. Ya no sirve para nada. Ahora nadie lee estas cosas. Pero el hombre carnero lo custodia. Probablemente sea algo relevante para este lugar.

Yumiyoshi cogió mi linterna, abrió el folleto y se puso a leer apoyada contra la pared. Yo me quedé absorto pensando en el hombre carnero mientras observaba mi propia sombra proyectada contra la pared. ¿Dónde se habría metido? De repente tuve un presentimiento terrible y noté que el corazón me salía por la boca. Había algo que no iba bien. Algo horrible estaba a punto de ocurrir. ¿Qué sería? Concentré todos mis sentidos en ese
algo
. Luego lo comprendí.

No, no puede ser
, pensé. Sin darme cuenta, Yumiyoshi y yo nos hemos soltado las manos. No podemos soltarnos,
pase lo que pase
.

En un instante, todos los poros de mi cuerpo empezaron a rezumar sudor. Estiré la mano a toda prisa y agarré a Yumiyoshi por la muñeca. Pero ya era demasiado tarde: tan pronto como estiré el brazo, la pared se tragó su cuerpo. Del mismo modo que Kiki había sido tragada en la habitación de los muertos. Yumiyoshi desapareció en un abrir y cerrar de ojos, como si unas arenas movedizas la hubieran engullido. Desapareció ella y desapareció la luz de la linterna.

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