—No pasa nada. No tengo nada más que hacer y no creo que verla me haga ningún daño.
Llamé al cine para preguntar a qué hora empezaba y hasta entonces matamos el tiempo en el zoológico situado dentro del castillo. No debe de haber ninguna otra ciudad, aparte de Odawara, que tenga un zoo dentro de un castillo. Es una ciudad curiosa. Sobre todo, queríamos ver los monos. Uno nunca se cansa de ver a los monos. Probablemente porque evocan cierta sociedad. Actúan a hurtadillas. Mangonean. Compiten. El mono gordo y feo oteaba con arrogancia el recinto desde lo alto de un promontorio, pero su mirada rebosaba recelo y temor. En realidad estaba zarrapastroso. Me pregunté cómo habría acabado tan feo, orondo y lúgubre, pero obviamente no se lo iba a preguntar al propio animal.
Como era temprano y día laborable, el cine estaba vacío. Las butacas eran muy rígidas y la sala olía a cajón cerrado. Antes de que empezara la sesión, le compré una chocolatina a Yuki. Yo también pensé en comer algo, pero por desgracia en el puesto no vendían nada que me abriera el apetito. La vendedora, una chica joven, tampoco era precisamente de las que se afanan por vender. Al final, me comí un pedacito de la chocolatina de Yuki. Hacía prácticamente un año que no tomaba chocolate. Cuando se lo conté a Yuki se asombró:
—¿En serio? ¿No te gusta el chocolate?
—Ni me gusta ni me deja de gustar. Simplemente no me interesa demasiado.
—¿Interesarte? ¡Qué tío más raro! —dijo ella—. ¿A quién no le gusta el chocolate? Eso no es normal.
—Sí lo es. Esas cosas pasan. ¿A ti te gusta el Dalai Lama?
—¿Qué es eso?
—El líder espiritual más importante del Tíbet.
—No sé nada de él.
—¿Y te gusta el canal de Panamá?
—Bah. Me da igual.
—¿Te gusta la Línea Internacional de Cambio de Fecha? ¿Qué tal el número
pi
? ¿Y la Ley Antimonopolio? ¿El Jurásico te gusta o no? ¿Y el himno nacional de Senegal? ¿Te gusta o no el 8 de noviembre de 1987?
—¡Ya basta, pesado! No paras de decir chorradas. Y ya me ha quedado claro. El chocolate ni te gusta ni te disgusta: simplemente no te interesa. Lo he entendido.
—Me alegro —zanjé.
Al poco rato empezó la película. Como yo casi me la sabía de memoria, me dediqué a pensar sin apenas mirar la pantalla. A Yuki también debía de parecerle malísima. Me daba cuenta porque de vez en cuando suspiraba o resoplaba.
—¡Qué estupidez! —murmuró sin poder aguantar más—. ¿A qué clase de idiota se le ha ocurrido filmar esta porquería?
En la pantalla, Gotanda, el atractivo profesor, explicaba cómo respiraban las almejas; lo hacía con claridad, de forma amena y con mucho humor. La muchacha protagonista miraba embobada hacia la tarima del profesor con la mejilla apoyada en la palma de la mano. Era la primera vez que me llamaba la atención aquella escena.
—¿Es ése tu amigo?
—Sí.
—Parece bobo —comentó Yuki.
—En persona, es mucho mejor. Un buen tipo, inteligente y divertido. El problema está en la película, que es pésima.
—Pues que no actúe en bodrios…
—Sí. Pero es más complicado de lo que parece. En fin, prefiero no hablar de eso, porque no acabaría nunca.
La película chirriaba por todos lados, la trama era mediocre y predecible. Mediocres eran también los diálogos y la música. Daban ganas de meter la cinta en una cápsula del tiempo, pegarle una etiqueta que pusiera «Mediocridad» y sepultarla bajo tierra.
Por fin llegó la escena en que actuaba Kiki, el punto álgido del film. Gotanda se acuesta con Kiki. Escena de una mañana de domingo.
Respiré hondo y me concentré en la pantalla. La luz matinal entra en la habitación a través de las persianas. Es la misma claridad, el mismo color, el mismo ángulo que siempre. Tengo grabados en mi mente todos los detalles de la habitación. Podría incluso respirar su atmósfera. Zoom de Gotanda. Su mano se desliza por la espalda de Kiki. La acaricia de una manera muy elegante y suave, sensual. El cuerpo de Kiki reacciona estremeciéndose. Como la llama de una vela que tiembla ligeramente ante una imperceptible corriente de aire. Ese estremecimiento me corta la respiración. Aparece un primer plano de los dedos de Gotanda y la espalda de Kiki. Acto seguido, la cámara empieza a desplazarse. Se ve el rostro de ella. Se acerca la muchacha protagonista. Sube las escaleras del edificio, llama a la puerta y abre. Vuelvo a preguntarme por qué no estaba cerrada con llave. Pero da igual. Es una película, y además mediocre. El caso es que la chica abre la puerta y entra. Descubre a Gotanda y a Kiki haciendo el amor en la cama. La chica se sorprende, cierra los ojos, deja caer la cajita de galletas o de lo que fuera y se marcha corriendo. Gotanda se incorpora en la cama, anonadado. Kiki habla: «Oye, ¿qué significa esto?».
Lo mismo, siempre lo mismo.
Con los ojos cerrados, reviví una vez más la luz matinal de domingo, los dedos de Gotanda, la espalda de Kiki. Me parecía un pequeño mundo independiente. Un mundo que flotaba en un tiempo y un espacio imaginarios.
Cuando me di cuenta, Yuki estaba inclinada hacia delante. Apoyaba la frente en el respaldo de la butaca de delante y se abrazaba a sí misma como para protegerse del frío. No se movía, no hacía ningún ruido. Parecía que no respirase. Como si hubiera muerto congelada.
—¡Eh! ¿Estás bien? —le pregunté.
—No demasiado —respondió con un hilo de voz.
—Salgamos. ¿Puedes levantarte?
Yuki dijo que sí con la cabeza. La tomé del brazo, que estaba muy rígido, y salimos de la fila de butacas. Mientras caminábamos por el pasillo de la sala, a nuestras espaldas Gotanda volvía a enseñar biología desde su tarima. Fuera, caía una llovizna silenciosa. El viento debía de venir del océano, porque olía un poco a mar. Sosteniéndola por el codo, llevé a Yuki despacio hasta el lugar donde habíamos dejado el coche. Ella se mordía los labios sin decir nada. Yo tampoco le hablé. Entre el cine y el coche había como mucho unos doscientos metros, pero la distancia se me antojó larguísima. Tanto que me pregunté si tendríamos que seguir caminando eternamente.
Senté a Yuki en el asiento del acompañante y bajé el cristal de su ventanilla. Seguía lloviendo silenciosamente. Aunque las gotas de lluvia eran tan pequeñas que apenas se distinguían, poco a poco el asfalto fue volviéndose negro como la tinta. Olía a lluvia. Había quien llevaba el paraguas abierto y quien caminaba despreocupado. Así era la lluvia. Apenas soplaba viento. Las gotitas caían verticales, con calma. Por probar, saqué un rato la mano por la ventanilla, pero sólo se humedeció un poco.
Yuki, con el brazo apoyado en el marco de la ventanilla y la barbilla apoyada a su vez en el brazo, tenía la cabeza ladeada, de manera que la mitad le quedaba fuera del coche. Permaneció así largo rato, sin hacer el menor movimiento. Su espalda se movía al ritmo de su respiración. Era un movimiento muy tenue: inspiraba un poquito y espiraba otro poquito. En cualquier caso, respiraba. Al verla así, medio de espaldas, daba la impresión de que, ejerciendo un poco de fuerza, codos y nuca se quebrarían fácilmente. Me pregunté por qué me parecía tan frágil e indefensa. ¿Sería porque yo era un adulto? ¿Acaso yo, a pesar de mi poca pericia, había aprendido a sobrevivir en aquel mundo y ella todavía no?
—¿Puedo hacer algo por ti? —le pregunté.
—No —dijo en voz baja, y tragó saliva. La saliva, al bajar por la garganta, produjo un sonido tan fuerte que resultó poco natural—. Llévame a algún lugar tranquilo donde no haya gente. Que no esté demasiado lejos.
—¿El mar te parece bien?
—Cualquier sitio. Pero no corras. Como me menee mucho, igual vomito.
Con la mano le metí suavemente la cabeza dentro del coche, como si se tratara de un quebradizo huevo, y tras apoyarla contra el reposacabezas subí el cristal de la ventanilla hasta la mitad. Luego conduje todo lo despacio que me permitía el tráfico y me dirigí a la costa de Kouzu. Tras aparcar y llevarla hasta la playa, vomitó sobre la arena. Apenas tenía nada en el estómago, de modo que no había mucho que expulsar. Después del viscoso líquido marrón de la chocolatina, sólo salió jugo gástrico o aire. Ésa es la peor de las vomitonas: tienes arcadas, pero no sale nada. Uno tiene la sensación de que lo están exprimiendo; el estómago se comprime hasta alcanzar el tamaño de un puño. Le froté suavemente la espalda. Seguía cayendo esa llovizna semejante a una bruma, pero Yuki no parecía darse cuenta. Probé a presionar con los dedos la zona de la espalda que correspondía al estómago. Los músculos estaban tensos como si se hubieran petrificado. Con su jersey de algodón, sus vaqueros descoloridos y unas Converse rojas, se puso a gatas sobre la arena y cerró los ojos. Le recogí el pelo hacia atrás para que no se lo ensuciara y le pasé la mano despacio por la espalda, de arriba abajo.
—¡Qué asco! —dijo Yuki. Estaban a punto de saltársele las lágrimas.
—Lo sé —dije yo—. Lo sé muy bien.
—¡Mira que eres raro! —me dijo con el ceño fruncido.
—Yo he vomitado así muchas veces. Por eso sé que es un asco. Pero enseguida pasa. Ten un poco de paciencia y ya verás como se termina.
Ella asintió. Luego su cuerpo volvió a retorcerse.
Al cabo de unos diez minutos, le limpié la boca con un pañuelo y, con el pie, cubrí de arena el vómito. Luego sujeté a Yuki por el codo y la llevé hasta un dique.
Apoyados contra el dique, mientras la lluvia nos empapaba, oíamos el ruido de los neumáticos de los coches que pasaban por la carretera de circunvalación de
Seishō
y contemplamos la lluvia sobre el mar. Ahora llovía con un poco más de intensidad. En la playa había dos o tres pescadores, pero ninguno nos prestó atención. Ni siquiera se dieron la vuelta. Cubiertos con gorros para la lluvia de color gris y bien pertrechados para no mojarse, de pie, en la orilla, oteaban hacia alta mar con las grandes cañas como estandarte. No había nadie aparte de ellos. Rendida, Yuki apoyó la cabeza contra mi hombro. No dijo nada. Si alguien nos hubiera visto de lejos, seguro que habría pensado que éramos una pareja de tortolitos.
Yuki respiraba pausadamente y con los ojos cerrados. Parecía dormida. Un mechón del flequillo se le pegaba a la frente y las aletas de la nariz le temblaban ligeramente al ritmo de la respiración. Su rostro no había perdido el bronceado de hacía un mes, pero bajo el cielo gris, Yuki parecía enferma. Con un pañuelo le sequé la cara y borré el rastro de lágrimas. La lluvia seguía cayendo en silencio sobre el mar infinito. Un avión de la patrulla marítima de las Fuerzas de Autodefensa que tenía forma de libélula sobrevoló varias veces nuestras cabezas con ruido sordo.
Al cabo de un rato Yuki abrió los ojos y, sin despegar la cabeza de mi hombro, dirigió su apagada mirada hacia mí. Luego sacó un Virginia Slim del bolsillo del pantalón y rascó una cerilla. Le costó encenderla. No tenía ni fuerzas para rascarla. Pero yo la dejé. Ni siquiera le dije: «No deberías fumar ahora». Por fin consiguió encender el cigarrillo y lanzó la cerilla propulsándola con el dedo. Tras un par de caladas, frunció el ceño y desechó el cigarrillo con el mismo gesto. Éste fue consumiéndose sobre el hormigón hasta que la lluvia lo apagó.
—¿Todavía te duele la barriga? —le pregunté.
—Un poco —contestó, sujetándome el brazo.
—Entonces será mejor que esperemos un rato más. ¿No tienes frío?
—Estoy bien. Me siento mejor con la lluvia.
Los pescadores no apartaban los ojos del Pacífico. ¿Qué diversión le encontrarán a pescar?, me pregunté. Para pescar unos cuantos peces, ¿tienen que pasarse un día entero bajo la lluvia, a orillas del mar, con la mirada puesta en el agua? En fin, todo es cuestión de gustos. Empaparse bajo la lluvia con una niña neurótica de trece años también era un pasatiempo curioso.
—Oye, ese amigo tuyo… —dijo Yuki en voz baja y muy nerviosa.
—¿Mi amigo?
—Sí, el que actuaba en la película. —Se llama Gotanda —le dije—. Igual que la estación de la línea Yamanote, la que está entre Meguro y
Ōsaki
.
—Él mató a esa chica.
La miré con los ojos entornados. Parecía estar agotada. Respiraba con dificultad, y sus hombros subían y bajaban sin ton ni son, como si acabaran de rescatarla tras haber estado a punto de ahogarse. No tenía ni la más remota idea de qué me hablaba.
—¿Que la mató? ¿A quién?
—A esa chica. Esa con la que se acuesta el domingo por la mañana.
Seguía sin encontrarle el sentido. Estaba aturdido. Algo equivocado se había introducido en algún punto, alterando el curso de las cosas. Medio atontado, sonreí y le expliqué:
—En la película nadie muere. Estás confundida.
—No hablo de la película. La mató de verdad, en el mundo real. Lo sé —dijo, y me agarró con fuerza del brazo—. He pasado mucho miedo. Ha sido como si me hubieran metido algo pesado en el estómago. El miedo no me dejaba respirar. Escúchame: ha vuelto a pasarme
eso
. Y te digo que tu amigo ha matado a la chica. De verdad, va en serio.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Me quedé sin palabras. Petrificado, miré a Yuki. ¿Qué voy a hacer?, me pregunté. Todo se había torcido fatalmente. Todo se me escapaba de las manos.
—Lo siento. A lo mejor no tenía que habértelo dicho —añadió Yuki mientras exhalaba un hondo suspiro y me soltaba el brazo—. En el fondo, no estoy segura de que sea una verdad
real
. Sólo lo siento. Quizá después de esto me odies, como todos los demás. Pero tenía que decírtelo. Porque sea verdad o no, yo lo veo con claridad y no puedo guardármelo para mí. Tengo miedo, y creo que no puedo luchar contra ese miedo yo sola. Por eso te pido que no te enfades conmigo. Cuando me regañan demasiado, me hundo.
—No voy a regañarte, así que estate tranquila y cuéntamelo —le dije agarrándola suavemente de la mano—. ¿Puedes verlo?
—Sí, con toda claridad. Es la primera vez que me pasa. La mató. Estranguló a la chica que sale en la película. Y se llevó el cadáver en el coche. Muy lejos. En el coche italiano con el que me llevaste una vez de paseo. Ese coche era suyo, ¿no?
—Sí, es suyo —le dije—. ¿Qué más sabes? Tranquilízate y piensa con calma. Si puedes, cuéntame todo lo que sepas, cualquier detalle.
Ella apartó la cabeza de mi hombro y meneó la cabeza hacia ambos lados. A continuación respiró hondo por la nariz.
—No sé demasiado. Olor a tierra. Una pala. La noche. El canto de un pájaro. Eso es todo. La estranguló, se la llevó a alguna parte en el coche y la enterró. Nada más. Pero aunque suene raro, no siento ninguna mala intención. No lo veo como si fuera un crimen. Parece más bien un ritual. Es todo muy tranquilo. Tanto el asesino como la mujer muerta están serenos. Una tranquilidad extraña. No sé bien cómo explicarlo. Tanta tranquilidad como si estuvieras en el fin del mundo.