—¿Qué? ¿Qué te había dicho? ¿A que resulta cómodo? Aquí se está más tranquilo —dijo.
—Es cierto —reconocí. Sin duda, parecía fácil hablar allí.
La verdad, no me apetecía mucho la pizza, pero no bien le di el primer mordisco, me supo como si no hubiera nada más delicioso en el mundo. Debía de tener un hambre canina. Comimos los dos con apetito. Gotanda bebía cerveza y comía pizza en silencio, sin pensar en nada. Cuando terminamos la pizza, pedimos otra cerveza.
—¡Estaba buenísima! —dijo—. Tenía antojo de pizza desde hace tres días. Hasta soñé con el crepitar de las pizzas cociéndose en el horno. Yo no hacía nada más que mirarlas fijamente. En eso consistía el sueño. No había principio ni fin. ¿Cómo lo habría interpretado Jung? Yo lo interpreto como: «Quiero comer pizza». Pero, dime, ¿de qué querías hablarme?
Me dije que había llegado el momento. Pero no sabía cómo sacar el tema. Gotanda, muy relajado, parecía disfrutar de la velada. Al ver su inocente sonrisa, no fui capaz. Al menos de momento no lo haría.
—¿Cómo te va todo? —dije.
¡Eh! ¡Que no puedes seguir aplazándolo más tiempo!
, pensé. Pero no podía, de ningún modo me veía capaz—. El trabajo, tu ex mujer…
—El trabajo, como siempre —dijo Gotanda con una sonrisa oblicua—. Sin novedad. Nunca me ofrecen trabajos que me gusten. En cambio, de los que no quiero hacer me llegan un montón. Una avalancha. Bajo la avalancha, nadie te oye aunque grites con todas tus fuerzas; sólo consigues que te duela la garganta. En cuanto a mi mujer, y es extraño que la siga llamando mujer después de habernos divorciado, la he visto una única vez desde nuestro último encuentro. Por cierto, ¿alguna vez te has acostado con alguien en un
love hotel
?
—Muy pocas veces.
Gotanda sacudió la cabeza.
—Es raro. Cuando lo haces con asiduidad cansa. Las habitaciones son muy oscuras, las ventanas están tapiadas. Es una habitación
para follar
, no hacen falta ventanas ni luz natural. En resumen: basta con un cuarto de baño y una cama, aparte de música de fondo, televisión y nevera. Muy práctico. Sólo ponen lo estrictamente necesario. Para follar es muy cómodo. Últimamente iba con mi mujer a esos
love hotels
. Sí, me encanta hacer el amor con ella. Es relajante, divertido. Hay mucha ternura. Cuando acabamos, siempre nos dan ganas de quedarnos abrazados y volver a empezar. El problema es que en esas habitaciones no entra luz, están herméticamente cerradas y todo es muy artificial. He acabado harto. Con todo, es el único sitio donde puedo quedar con ella. —Gotanda tomó un sorbo de cerveza y se limpió la comisura de los labios con una servilleta de papel—. No puedo llevármela a mi piso, porque acabaría saliendo en las revistas. Se lo huelen enseguida. No sé cómo, pero se enteran. Tampoco podemos irnos de viaje los dos juntos. No tengo tiempo, y además, vaya a donde vaya, acaban reconociéndome. Sería como perder nuestra intimidad. Así que no nos queda más remedio que ir a algún sitio cutre y… —se interrumpió y me miró sonriendo—. Ya estoy quejándome otra vez.
—No importa. Háblame de lo que te apetezca. Yo te escucho. Hoy casi prefiero escuchar que hablar.
—Bueno, no sólo hoy. En cambio, yo nunca te he oído quejarte. Hay poca gente que escuche a los demás. Todos, yo el primero, quieren hablar, aunque sólo digan tonterías.
Ahora tocaban
Hello, Dolly
. Gotanda y yo escuchamos un rato.
—¿No te apetece un poco más de pizza? —me preguntó—. ¿Nos partimos una? Hoy estoy hambriento.
—Vale, yo también me he quedado con hambre.
El actor se acercó a la barra y pidió una pizza de anchoas. Cuando estuvo lista, volvimos a comer en silencio, cada uno su mitad, mientras tocaba la orquesta y los grupos de estudiantes seguían armando barullo. Poco después, los músicos guardaron el banjo, la trompeta y el trombón en sus fundas y desaparecieron del escenario. Sólo quedó un piano vertical.
Tras terminarnos la pizza, nos quedamos contemplando el escenario vacío. Al no haber música, las voces adquirieron una dureza singular, ambigua. Parecían rígidas, pero al entrar en contacto con el cuerpo, se hacían blandamente añicos. Golpeaban mi conciencia como olas. Una y otra vez, se aproximaban despacio, golpeaban la conciencia y se retiraban. Presté atención al fragor de esas olas durante un rato. Mi conciencia se había ido alejando de mí, y ahora esas olas la golpeaban.
—¿Por qué mataste a Kiki? —le pregunté a bocajarro. No tenía previsto preguntárselo, pero mis palabras salieron repentinamente de mis labios.
Me miró como si avistara algo en la distancia. Sus labios se entreabrieron mostrando su bella y blanca dentadura. Mientras me miraba, el bullicio crecía y menguaba dentro de mi cabeza. Era como si el punto de contacto con la realidad se acercase y se alejase. Recuerdo cómo sus diez proporcionados dedos se unieron sobre la mesa. Al alejarse mi punto de contacto con la realidad, me parecieron una exquisita obra de artesanía.
A continuación, sonrió. Una sonrisa calma.
—¿Que yo maté a Kiki? —dijo lentamente, enfatizando cada palabra.
—Sólo era una broma —me excusé con una sonrisa—. Lo he dicho por decir.
Gotanda bajó la vista hacia la mesa y la posó sobre sus propios dedos.
—No, no es ninguna broma. Al contrario, es muy importante. Tengo que pensarlo con calma. ¿Maté yo a Kiki?
Lo miré a la cara. Aunque sus labios sonreían, su mirada era grave. Tampoco él bromeaba.
—¿Por qué mataste a Kiki? —lo interrogué.
—¿Por qué maté a Kiki? Yo tampoco lo sé. ¿La maté?
—Mira, yo sí que no lo sé —le dije sonriendo—. Pero, contesta, ¿la mataste o no la mataste?
—Te he dicho que lo estoy pensando. ¿Maté a Kiki o no?
Gotanda se tomó un trago de cerveza, dejó el vaso sobre la mesa y apoyó la mejilla en la palma de la mano.
—Es que no estoy seguro. Te parecerá absurdo, pero es así. No estoy seguro. Creo, quizá, que la estrangulé, pero no estoy seguro. En mi casa, me parece, en mi habitación. ¿Por qué lo hice? ¿Qué hacíamos los dos allí solos? Yo no quería quedarme a solas con ella. Pero es inútil, no consigo recordar. El caso es que los dos estábamos en mi piso… Llevé el cadáver en mi coche y lo enterré en alguna parte, en medio del monte. Pero no estoy seguro de que sucediera de verdad. Simplemente tengo la impresión de que la maté. No puedo demostrarlo. Le he estado dando vueltas durante todo este tiempo. Es inútil. No lo sé. Lo esencial del asunto es un gran vacío. He estado pensando si no existirá alguna prueba material. Por ejemplo, una pala. De haberla enterrado, debí de utilizar una pala. Si la encontrase, sabría qué ocurrió de verdad. Pero tampoco ha funcionado. Trato de reconstruir el desbarajuste de mi memoria. Yo compré una pala en una tienda de jardinería. La utilicé para cavar un agujero y enterrarla. La pala la tiré en alguna parte.
Ésa es la sensación que tengo
. Pero no recuerdo los detalles. ¿Dónde la compré y dónde la tiré? Lo único que recuerdo es el monte. Todo son flashes, como en un sueño. Cuando creo que la historia ha tirado hacia aquel lado, está de este lado. Se enmaraña. No puedo seguirla de manera ordenada. Todo lo que tengo son recuerdos. Pero ¿son reales o me los he inventado a mi antojo? Me estoy volviendo loco. Desde que me divorcié de mi mujer, voy de mal en peor. Estoy cansado. Y desesperado. Desesperadamente desesperado.
Yo guardaba silencio. Tras una pausa, Gotanda prosiguió:
—¿Dónde termina lo real y dónde empieza lo imaginado? ¿Dónde acaba la verdad y dónde empieza la interpretación? Yo quería averiguarlo. Supuse que, quedando contigo como hemos estado haciendo hasta ahora, encontraría la respuesta. Desde la primera vez en que me hablaste de Kiki pensé que acabarías ayudándome a resolver esta confusión. Como una bocanada de aire fresco al abrir la ventana. —El actor volvió a juntar los dedos y se quedó mirándolos fijamente—. Pero si maté a Kiki, ¿por qué lo hice? ¿Tenía algún motivo para asesinarla? Me gustaba. Me encantaba acostarme con ella. Cuando me sentía desesperado, ella y Mei eran mi único respiro. Entonces, ¿por qué matarla?
—¿Fuiste tú quien mató a Mei?
Gotanda no apartaba la vista de sus manos, apoyadas en la mesa.
—No, yo no la maté. Por suerte tengo una buena coartada. Esa noche estuve en los estudios de una televisión hasta las tantas trabajando en postsincronización y luego me fui con mi mánager a la ciudad de Mito, en Ibaraki. Así que no hay lugar a dudas. Si no hubiera nadie que pudiese testificar que esa noche estuve en esos estudios, seguramente estaría atormentándome con la posibilidad de haber matado a Mei. Sin embargo, no sé por qué, me siento responsable de su muerte. Pese a tener una coartada sólida, me siento como si la hubiera matado con estas manos. Como si hubiera muerto por mi culpa.
Sobrevino otro silencio. Él no dejaba de mirarse los dedos.
—Estás cansado —le dije—. Eso es todo. Seguramente no has matado a nadie. Kiki debió de desaparecer sin más. Cuando estaba conmigo también se esfumaba de vez en cuando sin decir nada. Así que no era la primera vez que lo hacía. A lo mejor sólo estás siendo demasiado severo contigo mismo y por eso lo relacionas todo contigo.
—No, no es sólo eso. No es tan sencillo. Seguramente maté a Kiki. A Mei no. Pero siento que asesiné a Kiki. Todavía noto en las manos la sensación de haberla estrangulado. Aún recuerdo lo que sentí al introducir la pala en la arena. La maté. Es un hecho.
—Pero ¿por qué ibas a matarla? ¿Tiene algún sentido?
—¿Quién sabe? —dijo él—. Quizá por alguna clase de instinto autodestructivo. Es algo que llevo dentro desde siempre. Un tipo de estrés. Me ocurre a menudo cuando se abre una brecha entre mi persona y el ser que interpreta un papel. Puedo ver esa brecha: es como una grieta en la tierra tras un terremoto. Una gran hendidura. Un agujero profundo y oscuro, tanto que da vértigo. Entonces, sin querer, destruyo algo. De pronto, estoy destrozando algo. Me pasa desde pequeño. Rompo algo a golpes, parto lápices, hago añicos un vaso, aplasto una maqueta. Pero no sé por qué lo hago. Por supuesto, nunca lo hago delante de los demás, únicamente cuando estoy solo. En primaria, sin embargo, empujé a un amigo por la espalda y lo tiré por un barranco. No supe por qué lo hacía. Cuando me di cuenta, ya lo había hecho. El barranco no era demasiado profundo y sólo se hizo heridas leves. Mi amigo creyó que había sido un accidente, que había chocado contra él o algo así. Porque nadie se imaginaba que yo pudiera hacer algo así. Se equivocaban. Yo sé que lo empujé adrede. Y como ésa, hice muchas otras cosas. En la época del instituto quemé varios buzones. Prendía fuego a un trapo y lo metía dentro del buzón. Son cosas abyectas y absurdas. Pero las hago. En el momento menos pensado, las estoy haciendo. No puedo evitarlo. Haciendo esas cosas abyectas y absurdas siento que vuelvo a ser yo mismo. Después, siempre recuerdo la sensación, pese a ser un acto inconsciente. Todas las sensaciones se adhieren a mis manos. No desaparecen por mucho que me las lave. Nunca desaparecerán. ¡Qué vida más terrible! No creo que pueda soportarlo mucho más.
Yo lancé un suspiro. Gotanda sacudió la cabeza.
—No hay manera de saber si maté a Kiki —siguió—. No hay pruebas que lo demuestren. No hay cadáver, pala, pantalones manchados de tierra ni manos encallecidas. Aunque por cavar un hoyo para enterrar a una persona no tiene por qué salir callos. No recuerdo dónde la enterré. ¿Me creerían si fuese a la policía y me autoinculpase? Sin cadáver no hay asesinato. Ni siquiera puedo expiar el crimen. Ella ha desaparecido, es lo único que sé a ciencia cierta. Intenté confesártelo en varias ocasiones. Pero no fui capaz. Tenía miedo de que esta intimidad que se ha creado entre los dos se desvaneciese al abrir la boca. ¿Sabes? Me siento a gusto cuando estoy contigo. No noto la brecha de la que te he hablado. Eso supone algo inestimable para mí. No quería perder esta relación. Así que lo he ido posponiendo. «Ya lo haré la próxima vez, puedo contárselo más tarde…» Así hasta ahora. Debería habértelo confesado antes…
—¿De qué habría servido que me lo confesaras si, como tú dices, no hay pruebas? —le dije.
—No es por las pruebas. Debiste enterarte por mí.
Te lo oculté
: ése es el problema.
—Aun en caso de que fuese verdad, aun suponiendo que la mataras, tú no tenías intención de hacerlo, ¿no?
Extendió las palmas de las manos y las observó.
—No, ninguna. ¿Por qué iba a querer matarla? Me gustaba. Aunque de una forma extremadamente limitada, los dos éramos amigos. Hablábamos de todo. Le hablaba de mi ex mujer. Kiki siempre me prestaba atención. ¿Para qué iba a matarla? Y sin embargo lo hice, lo hice con estas manos. No abrigaba ninguna intención. La estrangulé como si matase mi propia sombra. Mientras la estrangulaba creía que era mi sombra. Si mato a mi sombra, todo saldrá bien, pensé. Pero aquélla no era mi sombra. Era Kiki. Todo eso sucedió en el mundo de las sombras.
Un mundo diferente a éste
. ¿Entiendes? No fue aquí. Y fue Kiki la que me incitó. Estrangúlame, por favor, me dijo. Venga, mátame. Me invitó a que lo hiciera, me dio permiso. No te miento. En serio que fue así. No sé. ¿Habrá ocurrido de verdad? Todo parece un sueño. Cuanto más lo pienso, menos real me parece. ¿Por qué me incitaría a hacerlo? ¿Por qué me dijo que la matase?
Me bebí lo que me quedaba de cerveza, ya tibia. El humo del tabaco se había compactado sobre nuestras cabezas y oscilaba, arrastrado por el aire, igual que un fenómeno paranormal. Alguien chocó contra mi espalda y me pidió disculpas. Por los altavoces del local anunciaron el número de una pizza ya lista.
—¿Quieres otra cerveza? —le pregunté a Gotanda.
—Sí.
Fui hasta la barra y volví con dos cervezas. Bebimos en silencio, sin decirnos nada. El local estaba abarrotado, como la estación de Akihabara en hora punta, pero aunque la gente pasaba a menudo al lado de nuestra mesa, nadie se fijaba en nosotros. Nadie oía de qué hablábamos, nadie miraba a Gotanda a la cara.
—Te lo dije —comentó Gotanda con una agradable sonrisa en los labios—. Esto es un remanso de paz. La gente famosa no viene a Shakey’s.
El actor agitó el vaso de cerveza, del que se había bebido un tercio, como si agitara una probeta.
—Olvidémoslo —dije en tono pausado—. Yo puedo olvidarlo. Tú también podrás.
—No sé. Es fácil decirlo. Tú no la has estrangulado con tus propias manos.