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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (9 page)

BOOK: Asesinos en acción
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En su superficie flotaba una capa de aceite. Evidentemente estaba destinada a templar el metal después de ser trabajado en la fragua y sobre el yunque.

Doc introdujo en ella un par de tenazas de herrero y extrajo… ¡el cuerpo de un hombre!

Su figura era rechoncha y musculosa, con la piel curtida y atezada y las palmas callosas del que ha trabajado largo tiempo con metal y calor.

Debía haber sido atontado por un golpe en la cabeza y metido en el tanque, hasta que se ahogó.

En el bolsillo interior de la americana llevaba varias cartas, cuyas direcciones eran todavía legibles. Todas iban dirigidas a Toppy Beed.

¡El pobre pagaba bien caras sus actividades en contra del Araña Gris!

Doc Savage abandonó pronto el taller. Muy hábiles, o, tal vez, muy afortunados, los asesinos del comerciante no habían dejado rastro. ¿Para qué permanecer, pues, en él, más tiempo de lo que era necesario?

Al salir a la calle se tendieron prontamente en sus asientos los ocupantes de un coche parado junto a la acera, unos pasos más abajo.

—¡Cuidado, Lefty! —dijo uno de ellos—. Vigilemos.

—Sí, vigilemos —repuso el otro—; pero no le mires como si fuera Santa Claus. Podría darse cuenta.

Eran Lefty y Buggs, los dos detectives puestos al servicio de la Compañía Danielsen que pertenecían a la banda del Araña Gris: los mismos que, a traición, habían puesto fuera de combate al gordo Eric.

Pocos minutos antes habían recibido instrucciones del Araña Gris. Por ello estaban allí; para vigilar y seguir los pasos de Doc Savage.

—¡Si tenemos ocasión, lo acogotaremos! —murmuró Lefty—. ¿Lo hacemos ahora mismo?

—Sería arriesgado —replicó prontamente Buggs—. He visto un poli en la manzana próxima.

La pareja presenció cómo penetraba Doc en su Roadster y después, Lefty rezongó, tras de lanzar en torno una ojeada inquieta, como para asegurarse de que no le escuchaban:

—¿Habrá descubierto que fuimos nosotros los que despachamos al viejo Toppy?

—No lo creo —respondió Buggs—. Recuerda que no hemos dejado prueba alguna de nuestro paso por el taller.

Doc Savage no se había dado cuenta de la presencia en la calle de los asesinos de Toppy, porque el sol matinal arrancaba cegadores reflejos de cristal de su parabrisas y, por consiguiente, no distinguió si el coche estaba o no ocupado.

El Roadster le condujo, por Canal Street, hacia la parte baja de la ciudad, pero antes de llegar a ésta, hizo alto un instante, ante un establecimiento determinado.

Lefty y Buggs, que le seguían a una distancia prudencial le vieron entrar en el comercio.

—Deseo unas placas de dictáfono —explicó al dependiente que acudió, solícito, a ponerse a sus órdenes— y, si me lo permite, utilizaré el aparato. Es cosa de unos minutos.

La petición no era corriente, pero se accedió a ella.

Doc acomodose entonces ante uno de los dictáfonos empleados para la prueba de placas y puso en él una de los que acababa de adquirir.

Después dictó un largo mensaje.

Nadie oyó ni una palabra de éste. El aparato registraba con facilidad sus órdenes y así transmitió, una tras otra, junto con instrucciones detalladas de cómo debían llevarse a cabo.

Aquellas instrucciones eran para sus hombres e intentaban enviarles las placas mediante un mensajero.

—Tened en cuenta —les dijo para terminar— que si una sola palabra de mi mensaje llegara a oídos del Araña Gris, acarrearía la inmediata muerte y destrucción de todos nosotros.

Terminada la impresión de la placa, hizo de ellas un paquete y lo llevó a la Central de Telégrafos, situada unas puertas más abajo.

Allí buscó a un mensajero, escribió en un papel el nombre de un hotel y el número de una habitación y se lo dio con el paquete al pequeño.

El hotel era el mismo donde se hospedaban sus cuatro amigos, conforme a las instrucciones, escritas con tinta invisible, que les dejara en las oficinas de la Compañía maderera de Danielsen y Haas.

Y en él estarían, con seguridad, en aquellos momentos, Monk, Renny, Long Tom y Johnny.

El mensajero se detuvo en la acera y vio partir el Roadster, en dirección de las oficinas de la Compañía.

Cuando lo hubo perdido de vista montó en su bicicleta. En el bolsillo llevaba, con tiento, el paquete, pues le habían recomendado que no lo dejara caer al suelo.

Leyó la dirección del hotel en el papel que le había entregado Doc, se lo metió también en el bolsillo del pantalón y pedaleó con brío.

A causa del tráfico, la circulación era lenta en Canal Street. El mensajero creyó conveniente torcer en dirección de la Avenida Clairborne, a su izquierda (aquel sería el camino más corto, indudablemente), y tomó por ella sin vacilar.

Un automóvil se le atravesó, de repente, en el camino.

Fue en vano que pusiera el pie en el freno. La bicicleta chocó con el automóvil y se le encogió la rueda trasera, como fuelle de un acordeón.

La sacudida originada por el encuentro de los dos vehículos despidió del asiento al mensajero, que voló por encima del manillar y, a modo de ariete, su cabeza golpeó un costado del coche.

Mas, como no estaba hecha del mismo material, se comprenderá fácilmente que el chico cayera desmayado al arroyo y quedara allí inerte.

—¡Buen golpe, Bugs! —cloqueó uno de los ocupantes del auto.

—¡Excelente, Lefty! —replicó el otro—. Cuida un momento del volante. Voy a coger el paquete que lleva ese mocoso.

—¡Apodérate también del papel que se metió en el bolsillo!

Los dos tunantes habían aprovechado, gozosos, la ocasión que se les ofrecía de abandonar la vigilancia de Doc para transferirla al indefenso mensajero.

Recordaban demasiado bien lo que el gigante de bronce había hecho con los cuatro hombres-mono que trataron de asesinarle. En el fondo no les era agradable su espionaje, y, por ello, dejaron marchar a Doc Savage para ir en pos del mensajero.

Juzgaban que lo que éste llevaba era de suficiente importancia para disculpar su abandono de Doc, una buena disculpa que dar al Araña Gris.

Bugs extrajo el papel del bolsillo del mensajero y recogió el paquete. Saltó luego al coche, y éste partió a la carrera.

—¡Eh! ¡Mira esto! —exclamó Bugs al contemplar el contenido del paquete—. ¡Son placas de dictáfono!

—¿Están impresionadas?

—Eso creo.

Lefty aproximó el coche a la acera y lo detuvo. Acababa de divisar un dictáfono en el escaparate de un comercio.

—El hombre de bronce debió alquilar un aparato de esos —observó—.¿Y si hiciéramos lo mismo?

—Eso es usar bien del aparato pensante —aprobó Bugs.

Entraron en la tienda, llamaron con una seña a un dependiente y le explicaron el motivo de su visita. Un momento después se inclinaban sobre un dictáfono, en el cual habían colocado previamente una placa.

La caja del aparato tenía dos receptores. Lefty se apoderó de uno, Bugs tomó el otro y ambos contuvieron el aliento.

El disco giró haciendo un ruidillo sibilante y después sonó una voz.

Una cómica expresión de aturdimiento se pintó en el semblante de los dos detectives. Parecía que acabaran de asestarles un martillazo en la cabeza.

Su asombro era natural. ¡Ellos no entendían ni una sílaba de las palabras que oían!

Doc Savage dictaba sus mensajes en un idioma desconocido perteneciente a una vieja civilización en decadencia.

Lo mismo él que sus hombres habíanla aprendido de labios de los supervivientes de la raza maya perdidos en un valle de la América Central, que eran también, los que le suministraban el oro necesario para sus fines benéficos y humanitarios.

—¿Qué hacemos ahora? —gruñó Bugs.

—Entregar estas placas al Araña Gris —determinó Lefty.

Y la digna pareja se dirigió, sin pérdida de tiempo, al Barrio de los Franceses, llevando Lefty el paquete bajo el brazo.

El distrito o Barrio de los Franceses, es el más antiguo de Nueva Orleans, y aun cuando se halla a unos pasos de distancia del barrio de los negocios, que se caracteriza por sus rascacielos, es, probablemente, uno de los que mayor sabor local tienen de todas las ciudades estadounidenses. Es todavía más notable que el barrio chino de San Francisco.

Habitarles es lo mismo que habitar la parte antigua de París. Viejos edificios y callejuelas estrechas le caracterizan. Todo él está lleno de balcones.

Lefty y Bugs tomaron por una travesía y penetraron, furtivamente, en un edificio de los más deteriorados, bajaron por un largo pasillo y llamaron a una puerta. Esta se abrió, después de haber murmurado Lefty su nombre.

La habitación ostentosa y mal oliente en que penetraron, hacía las veces de bar. En ella había, diseminadas, varias mesas y sillas de metal.

Quizá hubiera hasta una docena de concurrentes desarrapados; todos eran hombres.

Ante una mesa estaba sentado un hombre-mono, de terrosa tez. A él se dirigieron los dos detectives y le entregaron el paquete que llevaban.

—Entrega esto al Araña Gris —le encargó Lefty—. Dile que lo consideramos de importancia y que para apoderarnos de ello tuvimos que abandonar la vigilancia del hombre de bronce… Pregúntale qué desea que hagamos ahora.

Sin abrir los labios, el habitante de las marismas partió, llevándose el papel y el paquete.

—Me gustaría seguir a esa serpiente acuática —dijo, con ironía Lefty—, y ver en qué parte de la ciudad tiene su escondrijo el Araña Gris.

—¡Hum! Tanta curiosidad podría acarrearte funestas consecuencias. Ya has visto lo que le ha sucedido Toppy.

—¡Querrás decir lo que le hemos hecho!— corrigió Lefty, con la mayor sangre fría—. Pero le ha sucedido por charlatán.

—¿Cómo llegó a saber quién es el Araña Gris? ¿Cómo pudo descubrir su identidad? —inquirió Bugs.

—Es muy sencillo: Topper Beed pensaba adquirir el material de los aserraderos robados que vendían los agentes del Araña y entró en tratos con uno de éstos. Pronto, sin embargo, concibió sospechas respecto a su procedencia, le espió y fue con el cuento de su descubrimiento a la Compañía Danielsen. Tanto descubrió al final…

—… que así acabó —concluyó Bugs, con sorna.

Varios cigarrillos consumieron la pareja en la espera.

Por fin apareció el hombre-mono.

—El Araña está loco de rabia —dijo—. Dice que sois un par de imbéciles y que no le sirve de nada el paquete que le habéis traído.

Lefty y Bugs recibieron la noticia en silencio. Después de todo, salían bien librados, pues acababan de desobedecer abiertamente las órdenes del Araña Gris y éstas era severísimas. Su deber era matar al hombre de bronce.

Además, eran los causantes de la cólera del jefe que, por lo visto, tampoco había sabido descifrar el mensaje, redactado en un misterioso idioma.

En aquellos momentos penetró en el bar otro hombre-mono llevando, en la mano un maletín nuevecito, de piel negra, que colocó sobre la mesa.

—¿Qué es esto? —preguntó Lefty.

—No seas preguntón —gruñó el recién llegado—. Toda la fuerza se te va por la boca. OUI. Mejor será que desempeñes la gestión que voy a encomendarte, a satisfacción del jefe.

Prosiguió hablando. Su lenguaje era casi incomprensible y se expresaba con tal volubilidad y ligereza, que los dos detectives maldijeron varias veces, con objeto de que fuera más despacio.

Mas, a medida que iban comprendiendo el significado de las órdenes del Araña Gris palidecían visiblemente. El sudor bañaba sus frentes.

—¡Demonio! ¡No me agrada esto! —gimió Bugs.

—Ni a mí tampoco —gruñó Lefty.

—El Araña lo manda. ¿Debo decirle que le enviáis a paseo?

—¡No, no! —dijo apresuradamente Lefty—. Obedeceremos.

—Pues, ¡andando, que es tarde! —dijo el hombre-mono.

Lefty y Bugs se escabulleron. En un santiamén estuvieron en la calle, estrecha y pintoresca, en que estaba situado el bar.

El flamante maletín que llevaban contrastada notablemente con el ambiente de otra época que les rodeaba.

—Una cosa me disgusta desde que trabajo a las órdenes del Araña Gris —rezongó Lefty, cuando nadie pudo oírles—. Que me transmita sus deseos por medio de esos groseros habitantes de la marisma.

Con el egoísmo característico del criminal de baja estofa, Lefty pasaba por alto un hecho: el que era él un ser todavía más vil que los primitivos hombres-mono.

Tan ignorantes eran éstos, que no sabían distinguir el bien del mal, por consiguiente, el Araña Gris les inspiraba supersticioso temor y veneración. Lefty y Bugs eran educados hasta cierto punto no tenían disculpa.

—Esas sabandijas son los mensajeros del jefe —observó, resignadamente, Bugs—. Tengamos paciencia. Para ello se nos paga espléndidamente; mucho más que cuando servíamos de detectives a la Compañía… y nos embolsábamos las propinas de sus enemigos.

—Sí… tienes razón —admitió Lefty.

Capítulo VII

Asesinos en acción

Tras de unos minutos de marcha ininterrumpida, Lefty y Bugs llegaron frente al edificio modernista de la casa Danielsen y Haas, y penetraron en él, sin dejar el maletín de la mano.

Un ascensor les condujo el último piso. Los dos ostentaban gotas de sudor en los perversos semblantes.

—¡A esto le llamo yo penetrar en la cueva del león! —dijo Bugs, con un estremecimiento.

En el último piso era donde Eric Danielsen tenía instalado su despacho. Si el digno presidente les veía lo iban a pasar mal; lo sabían muy bien.

Los empleados de la casa iban y venían por el corredor. Ninguno prestó una atención particular a los dos detectives.

Si Eric sabía que trabajaban a sueldo del Araña Gris, se lo tenía muy callado.

—El Araña ha dicho que nos pagará la salida de Nueva Orleans en caso que nos busquen los guris —murmuró Bugs—. Y añadió que, mientras no seamos vistos por Edna, Ham o Eric el Gordo, no corremos ningún peligro. ¡Ojalá sea así!

—Así será. ¡La medicina que nos da el jefe es siempre eficaz! ¡ Es un caballero que jamás comete una equivocación!

Pasaron rápidamente ante la puerta del despacho de Danielsen. La puerta siguiente llevaba la inscripción:

«Horacio Haas»

Lefty y Bugs cambiaron una mirada de inquietud y, al cabo, Lefty llamó a ella con los nudillos.

Nada sucedió.

—Estoy pensando que quizás sea el propio Araña Gris el que nos abra la puerta —observó, en voz baja, Bugs.

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