Asesinato en el campo de golf (15 page)

BOOK: Asesinato en el campo de golf
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—Nada es imposible. Puede haber tenido dos dagas.

Oyendo esto levanté las cejas.

—Seguramente esto es extremadamente inverosímil. Sería una coincidencia muy extraordinaria.

—Habla usted, como de costumbre, sin reflexionar, Hastings. En algunos casos sería extremadamente improbable la existencia de dos armas idénticas; pero no en el caso presente. Esta arma particular era un recuerdo de la guerra hecho por encargo de Jack Renauld. Si pensamos en ello, es realmente muy inverosímil que encargase sólo una daga. Muy probablemente había otra para su propio uso.

—Pero nadie ha hecho mención de semejante cosa.

En el tono de Poirot asomó ahora una insinuación del acento del conferenciante.

—Amigo mío: cuando se trabaja en la indagación de un caso no se toman en cuenta sólo las cosas que han sido «mencionadas». No hay razón para mencionar muchas cosas que pueden luego resultar importantes. Así mismo, hay muchas veces una razón excelente para no mencionarlas. Puede usted elegir entre los dos motivos.

Guardé silencio, impresionado a mi pesar. Con unos cuantos minutos más llegamos al famoso cobertizo. Allí encontramos a todos nuestros amigos y, tras un intercambio de frases corteses, Poirot empezó su tarea.

Habiendo observado el trabajo de Giraud, me sentí vivamente interesado. Poirot dirigió a su alrededor una mirada superficial y sólo examinó la chaqueta y el pantalón harapientos que se hallaban junto a la puerta. A los labios de Giraud asomó una sonrisa desdeñosa, y, como si lo hubiese advertido, Poirot echó al suelo nuevamente el lío de ropa.

—¿Prendas viejas del jardinero? —preguntó.

—Exactamente —contestó Giraud.

Poirot se arrodilló junto al cadáver. Sus dedos trabajaban rápida, pero metódicamente. Examinó el género del traje y comprobó que no estaba marcado. Dedicó una atención especial a las botas y así mismo a las uñas sucias y rotas. Mientras examinaba estas últimas dirigió a Giraud una rápida pregunta:

—¿Las ha visto?

—Sí; las he visto —contestó el otro, con su rostro siempre inescrutable.

De pronto, Poirot se enderezó.

—¡Doctor Durand!

—Diga... —y el doctor se adelantó.

—Tiene espuma en los labios. ¿La ha observado usted?

—Debo admitir que no la había advertido.

—Pero ¿la observa ahora?

—¡Oh, ciertamente!

Poirot dirigió una nueva pregunta a Giraud:

—¿Usted la había advertido, sin duda?

El otro no contestó. Poirot continuó su trabajo. La daga había sido retirada de la herida y colocada en un jarro de cristal, al lado del cadáver. Poirot la examinó y estudió luego la herida con atención. Cuando levantó la cabeza, su rostro estaba excitado y brillaba en sus ojos la gran luz verde que tan bien conocía yo.

—¡Es ésta una extraña herida! No ha sangrado. No hay mancha en la ropa. La hoja de la daga está ligeramente descolorida y nada más. ¿Qué le parece a usted, señor doctor?

—Sólo puedo decir que es todo muy anormal.

—No es nada anormal. Es muy sencillo. El hombre fue apuñalado cuando ya estaba muerto —y conteniendo con un movimiento de la mano el vocerío que se había levantado, Poirot se volvió hacia Giraud y añadió—: Monsieur Giraud está de acuerdo conmigo, ¿verdad?

Cualquiera que fuese su verdadera opinión, Giraud aceptó la petición sin mover un músculo. Calmosa y algo desdeñosamente, contestó:

—Ciertamente, estoy de acuerdo.

De nuevo se levantó el murmullo de sorpresa e interés.

—Pero ¡vaya una idea! —exclamó Hautet—. ¡Apuñalar a un hombre después de muerto! ¡Bárbaro! ¡Inaudito! Algún odio insaciable, quizá.

—No —dijo Poirot—. Me figuro que se hizo enteramente a sangre fría... para crear una impresión.

—¿Qué impresión?

—La impresión que casi creó —replicó Poirot con tono oracular.

Bex había estado reflexionando.

—¿Cómo fue muerto el hombre, entonces?

—No fue muerto. Murió. Y murió, si no estoy muy equivocado, ¡de un ataque de epilepsia!

La declaración de Poirot levantó de nuevo una excitación considerable. El doctor Durand volvió a arrodillarse e hizo una exploración minuciosa. Por último, poniéndose en pie, dijo:

—Monsieur Poirot, me inclino a creer que su afirmación es acertada. Al empezar estuve desorientado. El hecho indiscutible de que el hombre había sido apuñalado desvió mi atención de todas las otras indicaciones.

Poirot era el héroe de aquella hora. El juez de instrucción le felicitó profusamente. Poirot correspondió con donaire y se excusó luego con el pretexto de que ni él ni yo habíamos almorzado todavía y que deseaba reponerse de las fatigas del viaje. Cuando estábamos a punto de salir del cobertizo se nos acercó Giraud.

—Otra cosa, Poirot —dijo con su voz suave y zumbona—. He encontrado esto arrollado al puño de la daga..., un cabello de mujer.

—¡Ah! —contestó Poirot—. ¿Un cabello de mujer? ¿De qué mujer?, me pregunto yo.

—Yo me lo pregunto también —y, con una reverencia, Giraud nos dejó.

—Ha insistido ese bueno de Giraud —dijo Poirot con aire pensativo—. No sé en qué dirección espera despistarme. Un cabello de mujer..., ¡hum!...

Almorzamos con buen apetito, pero encontré a Poirot un poco distraído. Pasamos luego a nuestra sala y allí le rogué que me dijese algo de su misterioso viaje a París.

—Con mucho gusto, amigo mío. He ido a París a buscar esto.

Y sacó del bolsillo un pequeño recorte amarillento de papel de periódico. Era la reproducción de una fotografía de mujer. Me lo entregó y lancé una exclamación.

—¿La reconoce usted, amigo?

Hice una seña afirmativa. Aunque era claro que aquella fotografía databa de muchos años, y el peinado era de otro estilo, el parecido era inconfundible.

—¡Madame Daubreuil!

Poirot movió la cabeza con una sonrisa.

—Esto no es enteramente exacto, amigo mío. No se llamaba así en aquellos tiempos. ¡Ése es el retrato de la célebre madame Beroldy!

iMadame Beroldy! Como en un relámpago, acudió a mi memoria la historia del proceso por asesinato que había despertado un interés mundial:
el proceso Beroldy.

Capítulo XVI
-
El proceso Beroldy

Unos veinte años antes de la época a que se refiere el presente relato, Arnold Beroldy, natural de Lyon, llegó a París acompañado de su bonita esposa y de la hija de ambos, que no era entonces más que un bebé. Beroldy era un socio joven de una firma de comerciantes en vino, hombre robusto, de mediana edad, aficionado a la buena vida, consagrado a su encantadora esposa y poco notable por ningún otro concepto. La firma a la que pertenecía Beroldy era poco importante, y, aunque regularmente próspera, no proporcionaba ingresos muy considerables al joven asociado. Los Beroldy ocupaban un piso pequeño y habían empezado viviendo modestamente.

Pero por poco notable que pudiera ser Beroldy, su esposa ostentaba una deslumbrante aureola romántica. Joven, bien parecida y dotada de un singular encanto en sus maneras, madame Beroldy produjo desde el principio en su barrio una sensación que se acrecentó cuando empezó a circular el rumor de que había estado su cuna rodeada de algún interesante misterio. Afirmaban unos que era hija ilegítima de un gran duque ruso. Según otros, se trataba de un archiduque austríaco, y la unión de sus padres era legal, aunque morganática. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: que Jane Beroldy era el centro de un misterio interesante.

Entre los amigos y conocidos de los Beroldy figuraba un abogado joven, George Conneau. Pronto fue evidente que la fascinante Jane había esclavizado por completo su corazón. Madame Beroldy alentó al joven discretamente, aunque teniendo siempre buen cuidado de afirmar su absoluta fidelidad al hombre de mediana edad que era su esposo. No obstante, muchas personas despechadas no vacilaron en declarar que Conneau era su amante..., ¡y no el único!

Cuando los Beroldy llevaban unos tres meses de residencia en París entró en escena otro personaje. Era éste míster Hiram P. Trapp, un norteamericano extremadamente rico. Presentado a la encantadora y misteriosa madame Beroldy, fue muy pronto víctima de sus atractivos. Su admiración era clara, aunque estrictamente respetuosa.

Por aquella fecha, madame Beroldy se mostró más explícita en sus confidencias. A varias de sus amigas declaró que se hallaba muy inquieta a causa de su esposo. Dijo que había sido inducido a tomar parte en varios planes de naturaleza política, e hizo también referencia a algunos papeles importantes cuya custodia se le había confiado y que contenían datos relativos a un «secreto» de largo alcance europeo. Le habían sido confiados para desorientar a los que los buscaban, pero madame Beroldy estaba nerviosa, pues había reconocido a varios miembros importantes del Círculo Revolucionario de París.

La bomba estalló el 28 de noviembre. La mujer que venía todos los días a limpiar y a guisar para los Beroldy quedó sorprendida al ver abierta la puerta del piso. Oyendo algunos débiles gemidos procedentes del dormitorio, entró. Sus ojos tropezaron con un cuadro terrible: madame Beroldy yacía en el suelo, con los pies y manos atados y gimiendo, pues había logrado retirar la mordaza que cubrió su boca. Sobre el lecho estaba Beroldy, en un charco de sangre, con un cuchillo clavado en el corazón.

El relato de madame Beroldy era bastante claro. Despertando repentinamente de su sueño, había distinguido inclinados sobre ella a dos hombres enmascarados, que ahogaron sus gritos atándola y amordazándola. Luego habían pedido a monsieur Beroldy el famosísimo «secreto».

Pero el intrépido comerciante en vinos se había negado en redondo a acceder a esta demanda. Irritado por su negativa, uno de los hombres le había atravesado el corazón con un cuchillo. Con las llaves del muerto habían abierto la caja de caudales del rincón y se habían llevado muchos papeles. Los dos hombres llevaban grandes barbas y sendas máscaras, pero madame Beroldy declaró positivamente que eran rusos.

El suceso despertó una sensación inmensa. Pasó el tiempo y nunca se halló la pista de los misteriosos barbudos. Y luego, cuando el interés general empezaba a decaer, ocurrió una cosa sorprendente: madame Beroldy fue detenida bajo la acusación de haber asesinado a su marido.

Cuando se celebró el juicio, apasionó a todo el mundo. La juventud y belleza de la acusada y su misteriosa historia bastaron para convertir el caso en un proceso célebre.

Quedó demostrado sin posibilidad de duda que los padres de Jane eran una pareja de comerciantes en frutas, muy respetable y prosaica, de las afueras de Lyon. El gran duque ruso, las intrigas cortesanas y los planes políticos..., con las demás historias puestas en circulación, ¡habían salido de la imaginación de la misma dama! Toda la verdadera historia de su vida fue expuesta al público sin contemplaciones. El motivo del asesinato resultó ser míster Hiram P. Trapp. Míster Trapp hizo lo que pudo, pero, hábil e implacablemente interrogado, se halló obligado a admitir que amaba a Jane y que, si ésta hubiera sido libre, le hubiera pedido que se casara con él. El hecho de que las relaciones entre ellos hubiesen de ser reconocidas como puramente platónicas, daba mayor fuerza a la acusación. Como quiera que el carácter sencillo y honrado de aquel hombre no le permitía aspirar a convertirse en su amiga, Jane había concebido el monstruoso proyecto de deshacerse de su marido, menos joven y menos distinguido, para llegar a ser la esposa del rico norteamericano.

Madame Beroldy no perdió por un momento la sangre fría ni el dominio de sí misma ante sus acusadores. Y sostuvo invariable su historia, persistiendo en la declaración de que tenía en las venas sangre real y había sido sustituida por la hija del vendedor de frutas en edad temprana. Aunque absurdas y sin fundamento alguno, estas manifestaciones fueron aceptadas e implícitamente creídas por gran número de personas.

Pero el fiscal fue implacable. Denunció como pura invención a los rusos enmascarados y afirmó que el crimen había sido cometido por madame Beroldy y su amante George Conneau. Se despachó un mandamiento para efectuar la detención del segundo, quien prudentemente había desaparecido. En la prueba se puso de manifiesto que las ligaduras que tuvo puestas madame Beroldy estaban tan flojas que hubiera podido quitárselas fácilmente.

Y luego, cuando se acercaba el término del juicio, llegó a manos del fiscal una carta echada al correo en París. Era de George Conneau, quien, sin revelar su actual paradero, confesaba el crimen detalladamente. En ella declaraba que él, efectivamente, había descargado el golpe fatal a instigación de madame Beroldy. El crimen había sido proyectado entre los dos. Creyendo que su marido la maltrataba, y enloquecido por su propia pasión, de la que se creía correspondido por ella, había preparado el crimen y dado la cuchillada que debía dejar a la mujer amada libre de una odiosa esclavitud. Ahora, por primera vez, tenía conocimiento de la existencia de Hiram P. Trapp, y comprendía que la mujer que amaba ¡le había hecho traición! No quería ésta ser libre para pertenecerle mejor a él, sino para casarse con el rico americano. Le había utilizado como un instrumento, y ahora, furiosamente celoso, se volvía contra ella y la denunciaba, declarando que por su parte había obrado siempre a instigación de Jane.

Y entonces madame Beroldy dio pruebas del notable carácter que sin duda poseía. Sin vacilación abandonó su defensa anterior y admitió que los «rusos» eran pura invención suya. El verdadero asesino era George Conneau. Enloquecido por su pasión, había cometido el crimen, jurando que si no guardaba silencio se tomaría una terrible venganza sobre ella. Aterrada por sus amenazas, ella había consentido (temiendo además que, si decía la verdad, pudiera verse acusada de complicidad en el crimen). Pero se había negado firmemente a tener nada más que ver con el asesino de su marido, y, en venganza por su actitud, había escrito él esta carta acusadora. Solemnemente juró que no había tenido parte alguna en la preparación del asesinato y que lo que había visto al despertarse aquella terrible noche había sido al mismo George Conneau en pie a su lado con el ensangrentado cuchillo en la mano.

La actitud era arriesgada. La versión de madame Beroldy era apenas creíble. Pero su discurso ante el jurado fue una obra maestra. Con las mejillas bañadas en lágrimas, habló de su hijita, de su honor de mujer, de su deseo de conservar limpia su reputación en beneficio de la criatura. Admitió que habiendo sido la amante de George Conneau, podría quizá ser considerada como responsable moralmente del crimen..., pero ante Dios ¡nada más! Sabía que había cometido una grave falta al abstenerse de denunciar a Conneau; pero, con voz entrecortada, declaró que esto era una cosa que ninguna mujer podía haber hecho. Ella ¡le había amado! ¿Podía prestar su ayuda para que se le enviase a la guillotina? Había sido muy culpable, pero era inocente del crimen que se le imputaba.

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