Read Amadís de Gaula Online

Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (22 page)

BOOK: Amadís de Gaula
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—Señor caballero, no paséis más adelante si no otorgáis que es más hermosa la amiga de aquel caballero, que al pino es acostado, que la vuestra.

—Si Dios quisiere —dijo Amadís—, tan gran mentira nunca otorgaré, si por fuerza no me lo hacen decir o la vida no me quitan.

Cuando esto le oyó el escudero, díjole:

—Pues tomaos, si no haberos habéis con ellos de combatir.

Amadís dijo:

—Si ellos me acometen yo me defenderé si puedo, y pasó adelante sin temor ninguno.

Capítulo 18

De cómo Amadís se combatió con Angriote y con su hermano, los cuales guardaban un paso de un valle en que defendían que ninguno tenía más hermosa amiga que Angriote.

Así como el hermano de Angriote lo vio tomó sus armas y fue yendo contra él y dijo:

—Cierto, caballero, gran locura hicisteis en no otorgar lo que os demandaron, que vos habréis a combatir conmigo.

—Más me place de eso —dijo Amadís—, que de otorgar la mayor mentira del mundo.

—Y yo sé —dijo el caballero— que lo otorgaréis en otra parte donde os será mayor vergüenza.

—No lo cuido yo así —dijo él— si Dios quisiere.

—Pues guardaos, dijo el caballero. Entonces fueron al más correr de sus caballos, el uno contra el otro, e hiriéronse en los escudos y el caballero falsó el escudo a Amadís, mas detúvose en el arnés y la lanza quebró y Amadís lo encontró tan duramente que lo lanzó por cima de las ancas del caballo, y el caballero, que era muy valiente, tiró por las riendas así que las quebró y llevólas en las manos y dio de pescuezo y de espaldas en el suelo y fue tan maltratado que no supo de sí, ni de otra parte. Amadís descendió a él y quitóle el yelmo de la cabeza y viole desacordado, que no hablaba y tomándole por el brazo tiróle contra sí y el caballero acordó y abrió los ojos y Amadís le dijo:

—Muerto sois, si os no otorgáis por preso.

El caballero que la espada vio sobre su cabeza, temiendo la muerte, otorgóse por preso. Entonces Amadís cabalgó en su caballo, que vio que Angriote cabalgaba y tomaba sus armas y le enviaba una lanza con su escudero. Amadís tomó la lanza y fue para el caballero y él vino contra él al más correr de su caballo e hiriéronse con las lanzas en los escudos, así que fueron quebradas sin que otro mal se hiciesen, pareciendo por sí muy hermosos caballeros, que en muchas partes otros tales no se hallarían. Amadís echó mano a su espada y tornó el caballo contra él y Angriote le dijo:

—Estad, señor caballero, no os aquejéis de la batalla de las espadas, que bien la podréis haber, y creo que será vuestro daño.

Esto decía él porque pensaba que en el mundo no había caballero mejor heridor de espada que lo era él.

—Y justemos hasta que aquellas lanzas nos fallezcan o el uno de nos caiga del caballo.

—Señor —dijo Amadís—, yo he qué hacer en otra parte y no puedo tanto detenerme.

—¿Cómo —dijo Angriote—, tan ligero os cuidáis de mí partir? No lo tengo yo así, pero ruégoos mucho que antes de las espadas justemos otra vez.

Amadís se lo otorgó, pues que le placía y luego se fueron ambos y tomaron sendas lanzas, las que le más contentaron y alongándose uno de otro se dejaron venir contra sí e hiriéronse de las lanzas muy bravamente y Angriote fue en tierra y el caballo sobre él y Amadís que pasaba tropezó en el caballo de Angriote y fue a caer con él de la otra parte y un trozo de la lanza que por el escudo le había entrado con la fuerza de la caída entróle por el arnés y por la carne, mas no mucho, y él se levantó muy ligero como aquél que para sí no quería la vergüenza, de más sobre caso de su señora y tiró aína de sí el trozo de la lanza y poniendo mano a la espada se dejó ir contra Angriote, que le vio con su espada en la mano, y Angriote le dijo:

—Caballero, yo os tengo por buen mancebo y ruego que antes que más mal recibáis, otorguéis ser más hermosa mi amiga que la vuestra.

—Callad —dijo Amadís—, que tal mentira nunca será por mi boca otorgada.

Entonces se fueron acometer y herir con las espadas de tan fuertes golpes que espanto ponían, así a los que miraban como a ellos mismos que los recibían, considerando entre sí poderlos sufrir; mas esta batalla no pudo durar mucho, que Amadís se combatía por razón de la hermosura de su señora, donde hubiera él por mejor ser muerto que fallecer un punto de lo que debía y comenzó de dar golpes de toda su fuerza tan duramente que la gran sabiduría ni la gran valentía de herir de espada no le tuvo pro a Angriote que en poca de hora lo sacó de toda su fuerza y tantas veces le hizo descender la espada a la cabeza y al cuerpo que por más de veinte lugares le salía ya la sangre. Cuando Angriote se vio en aventura de muerte tiróse afuera así como pudo y dijo:

—Cierto, caballero, en vos hay más bondad que hombre puede pensar.

—Otorgaos por preso —dijo Amadís— y será vuestra pro, que estáis tan maltratado que habiendo la batalla fin la habría vuestra vida, y pesar me había de ello, que os aprecio más de lo que os cuidáis.

Esto decía él por la su gran bondad de armas y por la cortesía de que usara con la dueña teniéndola en su poder. Angriote, que más no pudo, dijo:

—Yo me os otorgo por preso, así como al mejor caballero del mundo y así como se deben otorgar todos los que hoy armas traen, y dígoos, señor caballero, que lo no tomo por mengua, mas por gran pérdida, que hoy pierdo la cosa del mundo que más amo.

—No perderéis —dijo Amadís— si yo puedo, que muy desaguisado sería, si aquella gran mesura que contra esa que dices usasteis no sacase el pago y galardón que merece y vos le habréis, si yo puedo, mas cedo que antes. Esto os prometo yo como leal caballero, cuanto torne de una demanda en que voy.

—Señor —dijo Angriote—, ¿dónde os hallaré?.

—En casa del rey Lisuarte —dijo Amadís— que ahí volveré, Dios queriendo.

Angriote lo quisiera llevar a su castillo, mas él no quiso dejar el camino que antes llevara y despedido de ellos se puso en la guía del enano para le dar el don que le prometiera y anduvo cinco días sin aventura hallar; en cabo de ellos mostróle el enano un muy hermoso castillo y muy fuerte a maravilla, y díjole:

—Señor, en aquel castillo me habéis de dar el don.

—En el nombre de Dios —dijo Amadís—, yo te lo daré si puedo.

—Esa confianza tengo yo —dijo el enano—, y más, después que he visto vuestras grandes cosas. Y señor, ¿sabéis cómo ha nombre este castillo?.

—No —dijo él—, que nunca en esta tierra entré.

—Sabed —dijo el enano— que ha nombre Valderín.

Y así hablando llegaron al castillo y el enano dijo:

—Señor, tomad vuestras armas.

—¿Cómo —dijo Amadís—, será menester?.

—Sí —dijo él—, que no dejan dende salir ligeramente los que ahí entran.

Amadís tomó sus armas y metióse adelante y el enano y Gandalín en pos de él, y cuando entró por la puerta cató a un cabo y a otro, mas no vio nada y dijo contra el enano:

—Despoblado me semeja este lugar.

—¡Por Dios! —dijo él—, a mí también.

—Pues, ¿para qué me trajiste aquí o qué don quieres que te dé?.

El enano le dijo:

—Cierto, señor, yo vi aquí el más bravo caballero y más fuerte en armas que cuido ver y mató allí en aquella puerta dos caballeros y el uno de ellos era mi señor, y a éste mató tan crudamente como aquél en quien nunca merced hubo, y yo os quisiera pedir la cabeza de aquel traidor que lo mató, que ya aquí traje otros caballeros para le vengar y, ¡mal pecado!, de ellos prendieron muerte y otros cruel pasión.

—Cierto, enano —dijo Amadís—, tú haces lealtad más no deberías traer los caballeros si antes no les dijeses con quién se habían de combatir.

—Señor —dijo el enano—, el caballero es muy conocido por uno de los bravos del mundo y si lo dijese no sería ninguno tan ardid que conmigo osase venir.

—Y, ¿sabes cómo ha nombre?.

—Sí, sé —dijo el enano—, que se llama Arcalaus el Encantador.

Amadís cató a todas partes y no vio ninguno y apeóse de su caballo y atendió hasta las vísperas y dijo:

—Enano, ¿qué quieres que haga?.

—Señor —dijo él—, la noche se viene y no tengo por bien que aquí alberguemos.

—Cierto —dijo Amadís—, de aquí no partiré hasta que el caballero venga o alguno que de él me diga.

—¡Por Dios!, yo no quedaré aquí —dijo el enano—, que he gran miedo que me conoce Arcalaus y sabe que yo pugno de lo hacer matar.

—Todavía —dijo Amadís— aquí quedarás y no me quiero quitar del don, si puedo, y Amadís vio un corral adelante y entró por él, mas no vio ninguno y vio un lugar muy oscuro con unas gradas que so tierra iban y Gandalín llevaba el enano porque le no huyese, que gran miedo había, y díjole Amadís:

—Entremos por estas gradas y veremos qué hay allá.

—¡Ay, señor! —dijo el enano—, merced, que no hay cosa por que yo entrase en lugar tan espantoso, y por Dios dejadme ir, que mi corazón se me espanta mucho.

—No te dejaré —dijo Amadís— hasta que hayas el don que te prometí o veas cómo hago mi poder.

El enano, que gran miedo había, dijo:

—Dejadme ir y yo os quito el don y téngome por contento de él.

—En cuanto a mí fuere —dijo Amadís—, yo no te mando quitar el don, no digáis después que falté de lo que debía hacer.

—Señor, a vos doy por quito y a mí por pagado —dijo él— y os quiero atender de fuera por donde vinimos hasta ver si vais.

—Vete a buena ventura —dijo Amadís— y yo fincaré aquí esta noche hasta la mañana esperando el caballero.

El enano se fue su vía y Amadís descendió por las gradas y fue adelante, que ninguna cosa veía y tanto fue por ellas ayuso que se halló en un llano y era tan oscuro que no sabía dónde fuese, y fue allí adelante y topó en una pared, y trayendo las manos por ella, dio en una barra de hierro en que estaba una llave colgada y abrió un candado de la red y oyó una voz que decía:

—¡Ay, señor, hasta cuándo será esta grande cuita! ¡Ay, muerte, dónde tardas do sería tanto menester!.

Amadís escuchó una pieza y no oyó más, y entró por la cueva, su escudo al cuello y el yelmo en la cabeza y la espada desnuda en la mano y luego se halló en un hermoso palacio donde había una lámpara que le alumbraba, y vio en una cámara seis hombres armados que dormían y tenían cabe si escudos y hachas y él se llegó y tomó una de las hachas y pasó adelante y oyó más de cien voces altas que decían:

—Dios, Señor, envíanos la muerte, porque tan dolorosa cuita no suframos.

Él fue maravillado de las oír y al ruido de las voces despertaron los hombres que dormían y dijo uno a otro:

—Levántate y toma el azote y haz callar aquella cautiva gente que no nos dejan holgar en nuestro sueño.

—Eso haré yo de grado, y que laceren el sueño de que me despertaron.

Entonces se levantó muy presto y tomando el azote vio ir delante sí a Amadís, de lo que muy maravillado fue en lo allí ver y dijo:

—¿Quién va allá?.

—Yo voy, dijo Amadís.

—¿Y quién sois?, dijo el hombre.

—Soy un caballero extraño, dijo Amadís.

—¿Pues quién os metió acá sin licencia alguna?.

—No, ninguno —dijo Amadís—, que yo me entré.

—¿Vos? —dijo él—, esto fue en mal punto par vos, que convendrá que seáis luego metido en aquella cuita que son aquellos cautivos que dan tan grandes voces.

Y tornándose cerró presto la puerta y despertando a los otros dijo:

—Compañeros, veis aquí un mal andante caballero que de su grado acá entró.

Entonces dijo uno de ellos, que era el carcelero y había el cuerpo y la fuerza muy grande en demasía:

—Ahora me dejad con él, que yo le pondré con aquéllos que allí yacen.

Y tomando un hacha y una adarga se fue contra él y dijo:

—Si dudas tu muerte, deja tus armas, y si no, atiéndela que presto de esta mi hacha la habrás.

Amadís fue sañudo en se oír amenazar y dijo:

—Yo no daría por ti una paja, que comoquiera que seas: grande y valiente, eres malo y mala sangre, y fallecer te ha el corazón, y luego alzaron las hachas e hiriéronse ambos con ellas y el carcelero le dio por cima del yelmo y entró el hacha bien por él, y Amadís le dio en el adarga así que se la pasó. Y el otro se tiró afuera y llevó la hacha en el adarga. Y puso mano a la espada y dejóse ir a él y cortóle la asta de la hacha; el otro, que era muy valiente, cuidó lo meter so sí, mas de otra guisa le vino que en Amadís había más fuerza que en ninguno otro que se hallase en aquel tiempo, y el carcelero le cogió entre sus brazos y pugnaba por lo derribar. Y Amadís le dio de la manzana de la espada en el rostro que le quebrantó una quijada y derribólo ante sí, aturdido, e hiriólo en la cabeza, de guisa que no hubo menester maestro, y los otros que lo miraban, dieron voces, que lo no matase, si no que él sería muerto.

—No sé cómo avendrá —dijo Amadís—, mas de éste seguro seré, y metiendo la espada en la vaina sacó la hacha de la adarga y fue a ellos que contra él, por lo herir, todos juntos venían, y descargaron en él sus golpes cuanto más recio pudieron, pero él hirió al uno que hasta los meollos lo hendió y dio con él a sus pies. Y luego dio a otro que más le aquejaba por el costado y abrióselo así que le derribó y trabó a otro de la hacha tan recio, que dio con él de hinojos en tierra, y así éste como el otro que lo querían herir demandaron la merced que los no matase.

—Pues dejad luego las armas —dijo Amadís— y mostradme esta gente que da voces.

Ellos las dejaron y fueron luego ante él. Amadís oyó gemir y llorar en una cámara pequeña y dijo:

—¿Quién yace aquí?.

—Señor —dijeron ellos—, una dueña que es muy cuitada.

—Pues abrid esa puerta —dijo él— y verla he.

El uno de ellos tomó do yacía el grande carcelero y tomándole dos llaves que en la cinta tenía abrió la puerta de la cámara, y la dueña, que cuidó que el carcelero fuese, dijo:

—¡Ay, varón!, por Dios, habed merced de mí y dadme la muerte y no tantos martirios cuales me dais.

Otrosí dijo:

—¡Oh, rey, en mal día fui yo de vos tan amada que tan caro me cuesta vuestro amor!.

Amadís hubo de ella gran duelo, que las lágrimas le vinieron a los ojos, y dijo:

—Dueña, no soy el que pensáis, antes aquél que os sacará de aquí, si puedo.

—¡Ay, Santa María! —dijo—, ¿quién sois vos que acá entrar pudisteis?.

—Soy un caballero extraño, dijo él.

—¿Pues qué se hizo el gran cruel carcelero y los otros que guardaban?.

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