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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (19 page)

BOOK: A por el oro
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Dejó que Sophie se durmiera apoyada en su hombro. Sonrió. Casi era posible oír el zumbido de las espadas láser en los sueños de la pequeña.

Kate entró desde la otra habitación y contempló con ternura a la pareja. Jack pensó que parecía más cansada de lo normal. Sabía que le estaba costando más que a él dejar que la rutina le resbalase. Estaba cansada y enferma de que su hija estuviera cansada y enferma, eso era lo que pasaba. Él tendía a confiar en la quimioterapia, pero sabía que Kate siempre se preguntaba si no estaría pasando por alto alguna versión moderna de arrancarse el corazón y ofrendarlo a los dioses pinchado en un palo, en su determinación por hacer todo lo posible por Sophie. Cada noche se quedaba hasta tarde leyendo información sobre plasma y leucocitos, se levantaba temprano para hornear un pan especial de cereales silvestres y bajo en gluten, y se saltaba entrenamientos para organizar excursiones que les levantasen la moral, como el viaje que realizaron el día anterior a la Estrella de la Muerte.

—Vosotros dos… —empezó a decir Kate.

El sonido de sus palabras hizo que Sophie se incorporara. Confundida, miró a Jack con unos ojos que lo sorprendieron porque los vio inquietantemente vacíos, como los de un pez al que hubieran arrebatado la vida.

Sintió un nudo en el pecho. El miedo, al que había estado manteniendo a raya, solo precisó una mirada para mostrarle cuán vulnerables eran sus defensas.

Cuando volvió a mirar, la pequeña estaba de nuevo dentro de sus ojos.

Experimentó un escalofrío.

—¿Ayudaría en algo si pongo la música especial para animarse?

Sophie abrió unos ojos como platos, aterrorizada.

—Nooooo…

Jack se puso en pie de un salto, conectó su iPod al equipo de música de la cocina y eligió una marcha interpretada por bandas de gaitas de las Tierras Altas Escocesas, compuesta originalmente para repeler a cualquier inglés que se hallase en un radio de cinco millas a la redonda, sin importar las condiciones de viento, lluvia y niebla. Kate salió de allí al galope y él subió el volumen al máximo.

Las latas se movían en las baldas. Las ventanas temblaban y zumbaban. Jack se imaginaba a los vecinos encogidos. Las casas compartían una pared de separación, y a Jack le gustaba imaginársela como el Muro de Adriano.

Puso a Sophie en pie y gritó para imponerse a la música del equipo:

—¡Jesús, Soph! ¡No me digas que no te sientes mejor con un montón de estas gaitas sonando!

La niña se tapó las orejas con los dedos.

—¡No sirve de nada!

—¿Qué dices, grandullona? No te oigo con el sonido de cuatrocientos escoceses con kilt indicándole a la leucemia por dónde se puede ir.

Sophie intentó con todas sus fuerzas poner mala cara, pero en su lugar le salió una sonrisa.

—¡Esta es mi chica!

Los dos escucharon las gaitas durante un minuto, y luego Sophie incluso consiguió bailar medio
reel
en la cocina con su padre. Jack estaba feliz, y dado que existía una cantidad predeterminada de felicidad en el universo, forzoso era asumir que en una cocina como aquella, en cualquier lugar de la Tierra, el padre de otra niña enferma estaría escuchando el Requiem de Mozart, aunque sin bailar.

Cuando su hija necesitó recuperar el aliento, Jack sacó una barra de Mars del frigorífico, la partió en dos y le ofreció la mitad.

—Tómate esto. Contiene todos los grupos alimenticios elementales: caramelo, chocolate y esa misteriosa sustancia beis que hemos de suponer que son vitaminas.

La aupó a una silla y contempló cómo masticaba. Las gaitas dejaron de sonar en el equipo de música.

—Papá, ¿puedo preguntarte algo?

—Pues claro, grandullona. ¿Qué pasa?

Sophie suspiró, con un gesto que implicaba que su padre podría no ser la luz más brillante de la estancia.

—¿Mamá está bien?

—Pues claro que sí. ¿Por qué lo dices?

Sophie bajó la mirada al suelo y se sonrojó. Posó una mano sobre la otra en la mesa, y luego retiró la de arriba y la puso debajo. Repitió en varias ocasiones este gesto, cada vez más deprisa, concentrada.

—¿Qué te preocupa?

Sophie se detuvo con brusquedad.

—¿Está entrenando lo suficiente?

—Por supuesto.

—Ayer no fue a entrenar por mi culpa, ¿no es así?

—No. Tenía día de descanso en su programa. Zoe y yo, también.

—¿Es verdad?

Jack se llevó la mano al corazón.

—Te lo juro.

—Quiero que mamá gane el oro en Londres.

—Yo también.

—Es su turno, papá.

Jack se encogió de hombros.

—En el deporte no hay turnos. Se colgará la medalla la que sea más rápida.

Sophie lo miró fijamente.

—¿Qué pasa si no es la más rápida, y no lo es por mi culpa?

Jack acarició su mejilla.

—Oh, Sophie. Estoy convencido de que si le preguntases a mamá, te diría que en la vida hay cosas más importantes que ganar.

La pequeña sostuvo su mirada durante unos segundos. Luego, pestañeó.

Jack fue consciente en el acto de que se había equivocado al decir aquello. La niña se dio la vuelta. Él la giró para que volviese a mirarlo a la cara y la pequeña se sentó en actitud pasiva, con los hombros caídos.

Jack titubeó. Por descontado, se puede dar la vuelta a un crío para tenerlo frente a frente. Era algo factible cuando mides metro ochenta y eres un superhombre. El truco estaba en saber qué decir.

—Quizá tendrías que hablar con mamá de esto —comentó con mucho tacto.

—No puedo hablar con ella igual como lo hago contigo —contestó Sophie, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué no?

—No puedo —respondió la pequeña tras un suspiro.

Jack sintió una opresión en el pecho —un dolor—, y no sabía si era por él, por su hija o por su esposa. Nunca se había planteado una cuestión así. Si lo pensaba, llegaba a la conclusión de que siempre había sentido que Kate estaba más unida a Sophie. Desde que nació su hija, el vínculo que mantenían con ella había sido muy intenso debido a la cantidad de tiempo que ambos, él y Kate, podían pasar en casa, en comparación con la gente que desempeñaba trabajos de verdad. Probablemente conocía a su hija mucho mejor que la mayoría de los padres. Sin embargo, a veces se sentía culpable por su inalterable estado de felicidad mientras la niña estaba pasando por algo tan duro. Siempre se preocupaba por mantener cierto distanciamiento que le permitiera sentirse bien de vez en cuando. Kate sufría más. Era la que se volvía loca con la alimentación y los cuidados, era la que lo dejaba todo cuando Sophie empeoraba, y era quien programaba el despertador tres veces cada noche para ir a comprobar cómo estaba su hija. Y sin embargo, ahí estaba él, en apariencia más unido a la pequeña.

Bajó la mirada y la fijó con tristeza en el dorso de sus manos.

—Yo fui la primera persona que te tuvo en brazos, ¿lo sabías? —dijo en voz baja—. Cuando solo tenías nueve horas de vida. No sabía ni cómo se hacía. Me enseñaron a desinfectarme las manos y ponerme los guantes de látex, y a meter las manos por los agujeros de la incubadora. Luego, dejaron de darme instrucciones. Y ahí estaba, con mis manos pegadas a los guantes y tu cuerpecito tumbado en la almohadilla de plástico azul y todos esos tubos de pis y qué sé yo que salían de ti, y dije: «¿Qué hago ahora?» y me respondieron «Cógela». ¡Tenía tanto miedo de que te cayeras! No sabía hacer algo tan sencillo como cogerte, Sophie. A veces, me parece que todavía no sé hacerlo.

—No pasa nada. No me importa.

Estuvieron un rato abrazados y luego Jack la subió a su cuarto para que descansara.

Kate entró en la cocina cuando su marido ya volvía a estar allí abajo, ocupado en preparar más té.

—¿Té auténtico, en tetera? —interrogó Kate, con una carcajada—. A ver, ¿qué has hecho?

Jack dio un respingo al oír su voz y se giró:

—¿Qué?

—Tú eres de los que hacen té de bolsita en una taza. Solo me has preparado un té de los buenos en dos ocasiones, cuando has hecho algo malo.

—¿En serio?

—Sí. Una vez que te olvidaste de nuestro aniversario; la otra, cuando a tu padre se le fue la olla e intentó besarme.

Jack frunció el ceño.

—Nunca me había dado cuenta.

Kate lo besó.

—¿Ves? Puedo leer en ti como en un libro.

—¿Qué tipo de libro?

—Uno de esos para lectores primerizos, que incluyen al final una lista de palabras-nuevas-que-hemos-aprendido.

—¿Y qué palabras nuevas hemos aprendido?

—Precioso, guapo, maldito, idiota —respondió, contándolas con los dedos.

Jack la rodeó con sus brazos.

—Lo siento —murmuró.

—¿Por qué?

—Por ser un maldito idiota precioso y guapo.

—¿Por eso me has preparado este té?

—Sí. No te lo bebas todo de golpe.

Kate cambió de postura entre sus brazos para mirarlo a la cara.

—Ahora en serio, ¿algo va mal?

—¿Si te preparo una taza de té tiene que ser porque algo me preocupa? ¿Eso piensas?

—Pues sí.

Jack arqueó una ceja.

—Bueno, pues lo siento, pero no pasa nada, en serio.

—¿De verdad?

La abrazó con más fuerza.

—De verdad.

Al cabo de un rato, Kate encendió la radio, miraron por la ventana de la cocina y se tomaron el té mientras
The The
tocaban
Uncertain Smile
.

—¿Te acuerdas de esta canción? —dijo Jack.

—Dios, claro que sí.

—¿Después de mi caída? ¿Conduciendo por la autopista? ¿Cuando todavía pensabas que yo era un ególatra?

—Aún me pareces un ególatra.

La observó para ver si lo decía en serio, pero Kate tenía la mirada perdida a través de la ventana y no pudo averiguarlo. Siguió su mirada. Apoyada en el pequeño cobertizo del diminuto y soleado patio trasero, la bicicleta de Sophie se oxidaba.

Cuarto de baño, 203 de Barrington Street, Clayton, Manchester Este

Cuando Kate subió al piso superior, vio cómo Sophie vomitaba en el cuarto de baño. Devolvía sin dramatismo, con la resignación de la niña que hace algo menos agradable que cepillarse los dientes pero menos penoso que los deberes.

Corrió a su lado.

—Pobrecita… —lamentó, mientras le acariciaba la mejilla y sentía la sequedad caliente de su piel—. ¿Por qué no me has llamado?

—Estoy bien —repuso la niña, secándose la boca.

—¿Te sientes peor últimamente?

Negó con la cabeza.

—¿Ha venido así, de repente?

—Sí.

Kate puso una toalla bajo el grifo y la limpió.

—¿Te encuentras mejor?

Sophie sonrió.

—Mucho mejor.

Kate la abrazó fuerte y suspiró. Seguramente le habría dado de comer algo equivocado, lo cual suponía un grave descuido por su parte, por cuanto su hija podía comer muchas cosas. Eso le había dicho el dietista. Sophie tenía alergias e intolerancias, por supuesto, era algo normal con la leucemia y un sistema inmunológico tan debilitado como el suyo. El dietista le dijo a Kate que debía ser imaginativa. «No se obsesione con lo prohibido —insistía—, piense en los millones de cosas que hay en la naturaleza. Véalo de este modo: su hija puede comer casi de todo.»

Y tenía razón, se decía Kate…, siempre que no se tratara de comida. Aclaró la toalla y la escurrió. Sophie tenía intolerancia al trigo y no resistía el marisco. Podía comer fruta fresca y verduras cocidas con moderación, y esas cosas le gustaban tan poco como a los demás niños. Además, carecía de resistencia a los gérmenes. Había que cocerlo o pelarlo todo. En teoría, podía comer pescado. El dietista le dijo: «El pescado es la supercomida de la naturaleza, mamá. Es nutrición con aletas, un almuerzo con rostro. Su hija podrá vivir hasta los noventa comiendo solo pescado».

Ahora bien, Sophie odiaba el pescado. Ponía cara de indignación y lo escupía. Porque, además de leucemia, tenía ocho años. Había multitud de protocolos para el tratamiento de la leucemia, pero la única forma conocida de curar los ocho años era cumpliendo los nueve. Hasta entonces, nada de pescado. Ni de levadura. Ni de soja. Ni de cacahuetes. Ni de frutos secos. Ni de frutas cítricas. A veces Kate abría el frigorífico y se quedaba mirando. ¿Por qué? No lo sabía. Por si hubiesen inventado algún alimento más digerible, quizá, y lo hubiera comprado en un ataque de lucidez y ahora no se acordase. A veces se pasaba así un minuto entero, contemplando la brillante luz blanca, como si hubiera una terapia oculta entre las mazorquitas de maíz y las patatas nuevas cuidadosamente lavadas.

Estaba segura de no haber dado a la pequeña nada de la lista prohibida, y sin embargo, ahí estaba ese vómito. Se sentó en el borde de la bañera y llamó al dietista, mientras Sophie se sentaba también con la espalda apoyada en el cálido radiador y jugaba con su
Halcón milenario
.

Kate tenía que llamar a la centralita del hospital y pedir que la pasaran con la consulta del médico de las comidas. En la unidad de pediatría suponían que usar un vocabulario técnico solo conseguiría liarte. Si preguntabas por un dietista, te respondían: «¿Se refiere al médico de las comidas?», y tenías que responder: «Sí, por favor», y eso suponía diez segundos de tu vida que nunca recuperarías. El dietista era el médico de la comida, como el hematólogo era el médico de la sangre. Cuando conocieron al pediatra de Sophie, se acercó a ellos y se presentó: «¡Hola! Soy el médico de niños». Con el tiempo, aprendías a interpretar tu papel en la pantomima. El guión decía que tú no te enterabas de gran cosa, pero los médicos eran pacientes y amables contigo, y todos los niños eran valientes.

Tras unos momentos de espera, el médico de las comidas se puso al aparato.

—¿Cómo estamos hoy, mamá?

—Sophie ha vomitado. Todavía no hemos desayunado, y me preguntaba si tenía alguna idea para asentar su estómago.

—Bien, mamá —contestó el dietista—, tiene que entender que la leucemia es una enfermedad que afecta a la sangre, y dado que la sangre es una parte tan importante del cuerpo de la pequeña, afectará a todos sus sistemas, así que tiene que estar preparada para que las tolerancias a los alimentos cambien…

Kate se concentró y dejó que sus ojos se desenfocaran sobre las baldosas del baño. No sabía qué esperaba que le fuera a decir el dietista. «Pruebe con Marmite», quizá, o «Las natillas siempre entran bien». En vez de eso, estaba recibiendo una clase, aparentemente destinada a padres con lesiones mentales, y aún así proporcionaba cierto alivio. A veces, incluso con Jack en casa, se sentía sola. Te parecía que estabas orbitando alrededor del planeta donde viven las familias normales. Las voces del hospital al teléfono te tranquilizaban, como el murmullo de la base de control. Te hacían sentir que al menos orbitabas alrededor de algo sustancial, en lugar de dar vueltas en el vacío.

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