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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (17 page)

BOOK: A por el oro
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«
An AH would walk five HUN dred miles! An AH would walk five HUN dred more! Just tae BE the man who’d walked a THOUSAND MILES tae fall down at your door!»
[5]
Sophie gritaba la canción y Jack sintió un amor salvaje por ella. Un grito de rebeldía, eso era aquella canción. Era el motivo por el que él, Kate y Sophie sabían que se pondría mejor. En su corazón, Jack estaba convencido de que juntos podrían ganar a aquella leucemia, solo se requería ser lo bastante escoceses.

Después de la música, tocaban las pastillas de la quimio de Sophie, en sus distintos frascos marrones, dispuestas para el día. La pequeña se agarró a sus piernas, tambaleante tras el baile.

—Venga, Sophie. Siéntate, ¿vale, grandullona? Voy a preparar tus pastillas.

Maldita sea, había perdido la cuenta. Seis de las cápsulas amarillas chiquitinas. Cuatro de las azules y blancas. Seis de las rojas y verdes. Las dispuso en la vieja taza plateada con cintas amarillas en las asas que decían CHAMPION. Sophie se sabía el orden en que debía tomárselas. Tenían una copia en el frigorífico, impresa en Comic Sans, con una imagen prediseñada de un sol. Era una suerte que la quimioterapia fuese tan alegre, en serio, de lo contrario a Jack le habría resultado aterradora.

La manecita volvió a tironear de su pernera.

—¿Papá?

—¿Qué pasa? —dijo Jack, y luego repitió más suave—: ¿Qué?

—Tengo que hacer pis.

—¿Y? Ya sabes dónde está el lavabo.

—Sí, pero es que estoy cansada.

—¿Cómo? ¿No puedes ir hasta el baño?

Sophie sonrió.

—No.

Jack le devolvió la sonrisa, en un intento de que todo pareciera normal. ¿Estaba de veras muy cansada para moverse, o estaría simplemente vacilándolo? A veces era difícil discernirlo.

Jack agitó un dedo acusador ante su hija.

—No os hagáis las inglesas conmigo hoy.

Kate apareció en la cocina, dejó su teléfono móvil en la mesa y alzó en brazos a la niña.

—Está bien —terció—. Ya la llevo yo.

Sophie sonrió, abrazó con fuerza a su madre y enterró la cara en su cuello. Kate se estiró y besó a Jack, abriendo la boca y sin prisas, mientras con la mano que tenía libre buscaba su rabadilla bajo la camiseta.

—Serás… —le susurró, y así consiguió que le desaparecieran los temores.

Jack se sentó a la mesa de la cocina, contempló cómo se alejaba su perfecto trasero y se preguntó qué cálculo habría aplicado la vida para establecer que él se mereciera una mujer como aquella. Tal vez el destino se distrajo y se equivocó al contar las pastillas que sacaba de los frascos.

Cuarto de baño de debajo de las escaleras, en el 203 de Barrington Street, Clayton, Manchester Este

Kate llevó a Sophie hasta el lavabo y le encendió la luz tirando del cordón. Le quitó la gorra de
Star Wars
porque la visera le caía a la altura de los ojos cuando se sentó en el retrete. Esperó a que la niña hiciera pis. Unas veces se le escapaba la orina antes de que se bajara las bragas, y otras podías tirarte más de un minuto así, esperando a que empezara. En ocasiones se trataba de una falsa alarma, y permanecían en un silencio sepulcral hasta que a ambas les parecía seguro retirarse. Así eran las cosas con la quimio. Nada se libraba de sus efectos.

Kate pensó en el texto del mensaje que acababa de recibir.

—Zoe y yo tenemos que ver a Tom después de los entrenamientos esta tarde —le dijo a voces a Jack—. Ha debido de pasar algo. ¿Puedes quedarte hoy un poco más con Soph?

—No te preocupes —oyó que respondía Jack también a gritos—. Igual la llevo a verte entrenar, de todos modos.

Kate vio cómo se tensaban y relajaban los muslos de su hija mientras intentaba hacer pis.

—¿Quieres ir a ver cómo entrenan mamá y Zoe? Aunque igual hace demasiado frío en el velódromo…

Casi prefería que Sophie respondiera que no, pero dijo: «Vale». El pis aún no había hecho su aparición.

Mientras esperaba, repasó la logística de su tarde de entrenamiento. Si Jack iba a llevar a la niña a verla, tendrían que salir hacia el velódromo con la bolsa a reventar. Necesitarían la bombonita de oxígeno, el equipo del catéter y la relación de los médicos de guardia. Harían falta las inyecciones de emergencia de Sophie, su inhalador y su juego completo de figuritas de
Star Wars
. Y precisarían esa docena de cositas que habían acabado en el fondo de la mochila de emergencia. Ya había olvidado para qué servían, pero no dudaba de que lo recordaría justo al día siguiente de haberlas tirado. Lo cual sería una gran catástrofe en su caso. No podían permitir que Sophie muriese solo porque mami y papi arrojaron a la basura el pequeño adaptador para su mascarilla de oxígeno, al confundirlo con una pieza suelta de una vieja bomba para inflar los neumáticos de las bicicletas.

Zoe, por el contrario, saldría de su apartamento sin más que su equipo de ciclismo en una bolsa y una fina llave Yale en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Para llegar al velódromo, Kate y Jack tendrían que acomodar a su hija en la sillita del coche, abrocharle el cinturón, revisar la lista de seguridad y conducir con precaución, no sin pasar por delante de una docena de anuncios con el rostro de Zoe. Sus ojos verdes, su pelo verde, su pintalabios verde en el borde de la copa verde helada. «Perrier. Sírvase muy fría.» Para cuando los Argall hubieran conseguido llegar al velódromo, ella ya llevaría una hora calentando. ¿Cómo podía Kate competir con aquello? Su amiga vivía sola en lo alto de la torre más alta de Manchester. Kate abajo, en la tierra, con su familia.

—¿Lo dejamos? —dijo con cariño.

Sophie suspiró.

—Sí.

La ayudó a subirse los pantalones del pijama y la abrazó. Sabía que esa tarde, durante la sesión de entrenamiento mano a mano, pensaría en su hija. De repente, el sonido del silbato de Tom la traería de vuelta a la realidad; y Zoe ya estaría una décima de segundo por delante. La libertad hacía a Zoe más rápida, pero también más triste. Si Kate tuviera la oportunidad de cambiarse por su amiga y al tiempo rival, no lo haría. Aun así, a veces tenía que hacer un gran esfuerzo para no sentir celos. Incluso sabiendo lo que impulsaba a Zoe, incluso comprendiendo lo que había sucedido con su hermano, resultaba difícil olvidar las ocasiones en que Zoe había antepuesto la lucha a su amistad. Bien pensado, tal vez todo el mundo sintiera lo mismo. Quizá todas las personas luchamos contra ese defecto egoísta de la memoria humana que se empeña en conservar los episodios que más queremos olvidar. Quizá cuando se llegaba a los treinta y dos era un milagro que fueras capaz de perdonar por completo a tus amigos.

Kate sintió un escalofrío y apartó esa idea de la cabeza.

Sonrió a Sophie y alisó una delgada hebra de pelo que le caía sobre la frente. El mechón quedó adherido a su dedo y se arrancó de raíz del cuero cabelludo de la niña. Era el último pelo que le quedaba. La pequeña no se dio cuenta de lo ocurrido.

Volvió a ponerle la gorra de béisbol.

—Venga, ahora, a jugar con papi —anunció con resolución.

Cuando Sophie hubo salido, Kate bajó la tapa del retrete y se sentó encima, desplomándose como si le hubieran asestado un puñetazo. Observó el pequeño mechón que tenía entre los dedos. Las diminutas raíces amarillas temblaban en el extremo de los cabellos negros, semejantes a bulbos desenterrados. Se llevó el pelo a los labios y lo besó; sintió su suavidad y aspiró el ligero aroma a quimio y polvo. Luego, se levantó, alzó la tapa del inodoro, dejó caer el pelo en el retrete y tiró de la cadena. No servía de nada mostrar alarma. Si quería, Jack se daría cuenta de lo que había pasado; mientras tanto, resultaba más conveniente no buscar un calificativo para aquel momento. Decepción era una palabra demasiado fuerte. Pensó en lo que hacía como si fuera el truco de un mago en el teatro: estaba llevando a cabo un juego de prestidigitador, ya que ocultaba entre sus dedos esos momentos siniestros y focalizaba la atención de su familia hacia otros signos más sanos. Ese era el truco. Una familia estaba enferma si lo permitías.

Observó cómo el agua caía desde la cisterna al retrete.

Cuando su hija tuvo pelo suficiente para cortárselo por primera vez, a los dos años, fue la propia Kate quien lo hizo. El primer mechón que cortó lo guardó en un álbum. Pegó el oscuro rizo a la página con cinta adhesiva y escribió el nombre de Sophie y la fecha con su mejor letra. Incluso fue a la tienda de la esquina a comprar un bolígrafo bueno para ello.

Y ahora, ahí tenía el último mechón de cabello de Sophie, que, con un optimismo recalcitrante, flotaba en la taza del váter. Tiró de la cadena de nuevo, pero no se tragaba el pelo. Tampoco se tragaría la vida.

Tras la caída de Jack durante el Programa de Formación de Ciclistas de Élite, Kate no supo qué hacer. Tom comunicó a todos los participantes que habían llevado a Jack a la UCI del Hospital General de Manchester Norte, con varios huesos fracturados, como mínimo. Y con eso se ponía fin al programa, dos horas antes de lo previsto. En estado de shock, abotargada, con los pensamientos apagados como voces en la niebla, Kate se duchó y comenzó su paseo desde el velódromo a la estación de tren. La bolsa le pesaba mucho en el hombro y aún tenía el pelo húmedo.

Mientras caminaba en el aire gélido, recordó la mano de Jack en su brazo, las largas conversaciones que mantuvieron entre las carreras, el modo juguetón en que le había tocado la cara. Imaginó cómo tendría ahora los dedos, partidos y tumefactos, con una afilada punta de hueso asomando. ¿O sería su brazo, o sus piernas, o la columna vertebral? En su mente aparecieron fogonazos de esas imágenes. ¿Qué hacía, marchándose? «Deseo» o «atracción» no eran con exactitud las palabras que emplearía para definir lo que sentía. Se acababa de dar cuenta de que le preocupaba —de que necesitaba— saber con precisión qué huesos tenía rotos Jack.

Aun así, se estremeció ante la idea de ir al hospital. ¿Para hacer qué? ¿Sentarse junto a su cama, mirar su mano y, si no estaba muy machacada, cogérsela? No pensaba que tuviera ningún derecho a hacerlo. Solo hacía tres días que lo conocía. Pero se sentiría peor si no hacía nada, si tomaba el tren de regreso a casa como si nada importante hubiera pasado entre ellos. ¿Se trataba solo de un rechazo natural a abandonar la escena, sencillamente porque se suponía que las conversaciones con chicos no tenían que acabar de ese modo…, con el chico inmovilizado por el efecto de una inyección sedante y envuelto en un corsé, siendo retirado de la escena por facultativos con guantes y monos verdes? Cabía la posibilidad de que las otras chicas del programa estuvieran pensando exactamente lo mismo. ¿Acaso Jack no había sonreído también a las demás? ¿Era ella la única a la que se le había acelerado el corazón? Quizá lo que estaba sintiendo no fuese nada fuera de lo común sino, por el contrario, tan solo la sensación de ser una chica norteña, corriente e inexperta, que confundía la velocidad con el tocino.

Los peatones vacilaban, modificaban primero su trayectoria y luego discurrían por ambos lados de Kate cuando de pronto se detuvo en medio de la acera.

Se llevó las manos a la cabeza e intentó pensar. No había ningún protocolo establecido, en tiempos de paz, para suavizar este repentino paso de un divertido flirteo a una seria visita al hospital. No existía jurisprudencia sentimental al respecto; solo la duda acerca de si los sentimientos que podría estar empezando a tener por Jack la cualificaban para sentir lo que ahora deseaba: sentarse junto a su cama de hospital y coger su mano, tal vez hasta llorar un poco. Sí, eso era… tenía ganas de llorar. Con él, por él o debido a él, eso no lo sabía.

Si hubiera visto a otra persona en su lamentable estado, con la cabeza sepultada entre las manos en medio de la calle, habría desviado la mirada por educación. ¿Era aquello algo normal? ¿Las demás mujeres se sentirían así, medio locas? ¿O ese apuro era exclusivo de la vida intensa que había elegido? Igual, a fin de cuentas, no estaba exagerando. Quizá esos eran sus verdaderos sentimientos, tan aguzados como para resultar de repente insoportables, inhibidos por trece años de duro entrenamiento y que ahora le cortaban las encías como una segunda dentición.

Gimió. Por eso la gente no competía en ciclismo en pista. Por eso la gente no entrenaba siete horas diarias. Por eso la gente se permitía beber alcohol, tener grasa corporal, salir con amigos por las noches…, para no tener que enfrentarse como recién nacidos a esos sentimientos insoportables. El corazón le latía desbocado y su mente estaba revolucionada. Apretó los puños y se frotó los ojos, frustrada.

La brillante luz del sol de la mañana había dado paso a las nubes vespertinas, y ahora, las primeras gotas de lluvia salpicaban en el pavimento y llevaban a los demás peatones a apretar el paso. Ahí estaba el sorprendente olor a juventud y agua fresca del principio del chaparrón, cortando los gases del tráfico de la urbe. Kate contempló cómo se dispersaba la multitud y se preguntó qué inspiraba más miedo, si ser como el resto de la gente, o no serlo. Si todos se sentían como ella en aquellos momentos, ¿cómo lograban sobrevivir? ¿Cómo soportar esa sensación de desgarro, de rotura, de desintegración al ver que capas enteras de ti se adherían a la superficie de otros, desprendiéndose por completo de tu cuerpo? Si se permitía enamorarse, pronto no le quedaría nada. Tan solo un recuerdo de ella en las exhalaciones de esas masas dispersándose sobre la acera.

Debería irse a casa. Tenía un calendario de entrenamiento que comenzaba a las cinco de la madrugada del día siguiente. Tenía un trabajo de preparadora física personal en LA Fitness, y unas clases en la universidad que la convertirían en fisioterapeuta en un par de años. Tenía amigos. Tenía gente que la necesitaba…

Reemprendió el camino hacia la estación de ferrocarril. Era consciente de que se pilotaba a sí misma, infelizmente consciente de lo solemne de cada paso que la alejaba de Jack y la devolvía a su vida. Se sentía demasiado pequeña para pensar en cosas tan grandes. Observó que sus zapatillas deportivas ralentizaban el paso sobre las losas mojadas. Era muy consciente de las texturas y particularidades que había bajo sus pies, de esas grandilocuentes conversaciones que mantenían las suelas compuestas de su calzado con las colillas húmedas y los círculos endurecidos de chicles secos.

Si daba media vuelta e iba a verlo ahora, perdería su concentración. Había planeado marcharse del velódromo en cuanto concluyera el Programa de Formación de Ciclistas de Élite, tomar el primer tren de regreso a casa y esperar a ver si la Federación Británica de Ciclismo la seleccionaba. Parecía un plan excelente, y ahora, esto… Su mente era un ocaso y una salida de sol, un caos reluciente y a media luz al mismo tiempo. Se trataba del momento más emocionante de su vida y, a la vez, resultaba tan doloroso como angustiante.

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