Entro en la cocina y veo a mi madre y a mi hermano pequeño tirados en el suelo. Están dormidos. Mi hermano tiene la cabeza acostada en su almohada con el dibujo del osito Winnie, mientras que la de mamá reposa sobre un trapo de cocina verde claro doblado y redoblado.
El horno está abierto. Huele a gas. ¿Qué se hace en un momento así? Había visto una peli en la que alguien encendió una chispa y la casa entera saltó por los aires. Por tanto, acercarse lenta y cuidadosamente al horno (al fin y al cabo hay gente durmiendo) y cerrar el gas. Después abrir la ventana y llamar a los bomberos. Del número de la ambulancia no me acordaba. Vienen a recogerlos, los dos siguen dormidos, me dejan acompañarlos. En el hospital les hacen un lavado de estómago y papá llega allí directamente del trabajo.
En la familia nunca se ha hablado de eso. Desde luego, conmigo no. Por eso no estoy del todo segura de si lo soñé o me lo inventé y me convencí de que era cierto. Es posible.
Mamá me formó para ser una buena mentirosa. A tal extremo que incluso me creo mis propias mentiras. Eso a veces es divertido, pero otras, como en este caso, puede ser muy desconcertante. Es cierto que podría simplemente preguntarle: «Oye, mamá, ¿me cortaste alguna vez las pestañas por envidia? Y otra cosa: ¿Intentaste alguna vez matarte a ti y a mi hermano? ¿Y por qué no quisiste llevarme con vosotros a mí también?»
Pero nunca encuentro la ocasión.
En algún momento las pestañas me volvieron a crecer y siempre me las he teñido, rizado y maquillado para sacar el máximo provecho de ellas. Y para fastidiar a mamá, claro, por si el recuerdo era verdaderamente un recuerdo. Quiero que mis pestañas, las de arriba y las de abajo, tengan el aspecto de aquellas espesas pestañas artificiales de los años sesenta. Para conseguirlo mezclo rímeles baratos y caros y me los pongo en cantidad con el extremo del cepillo, la parte que más empapada está. Es la mejor forma de lograr unas patas de mosca perfectas. Se trata de que todo el mundo piense a un kilómetro de distancia: «Vaya repiqueteo de pestañas que viene por ahí.»
Los rímeles se publicitan destacando que no se pegan y que el cepillo separa limpiamente las pestañas sin dejar grumos. Eso es para mí una razón para no comprar el producto. Cuando mis vecinos y parientes detectaron que no me desmaquillaba las pestañas sino que cada día simplemente pintaba encima, empezó la campaña del miedo.
«Si las pestañas no se desmaquillan no les llega la luz ni el aire. Y entonces se caen.» Yo pensaba: Más que aquella vez, imposible. E ideé unos trucos estupendos para que mis pestañas rimeladas nunca recibieran el impacto del agua. Después de invertir tanto esfuerzo y dinero en ellas, ¿cómo iba a consentir que una simple ducha me las estropeara? Además, si el agua caliente disuelve un rímel de varios meses y entra en los ojos, el ardor es mayúsculo. Se trata de prevenirlo. Por eso me ducho en etapas. Primero me lavo el pelo con la cabeza agachada y me ato una toalla en la frente para retener las gotas y evitar que entren en el ojo. Después me ducho el resto del cuerpo, del cuello para abajo. Durante un tiempo me olvidaba de lavarme el cuello y se formaban sedimentos de mugre negra en los pliegues. Al frotar salen pequeños fideos oscuros y pringosos cuyo olor es parecido al del pus. Entonces o bien te duchas de la cara para abajo o te rascas regularmente para que el sebo fideiforme salga de las arrugas del cuello. Lo principal es que la cara no entre nunca en contacto con el agua. Hace años que no buceo, ni en la bañera ni en las clases de natación. Entro en el agua por la escalenta, como las abuelas, y sólo puedo practicar la braza, ya que en todos los demás estilos la cara está en el agua, sea parcial o totalmente. Si alguien se permite la broma de hundirme la cabeza, me pongo hecha una furia, grito y suplico y explico que me va a echar a perder las pestañas. Hasta el momento me ha dado buen resultado.
Hace años que mi cara y el agua no hacen buenas migas. Eso significa lógicamente que nunca me la lavo. De todas formas, me parece que se exagera la importancia de la limpieza facial. Si te desmaquillas con discos de algodón y tal, en cierta manera ya te lavas la cara. Pero cuidado con acercarse a las pestañas. Hace años que lo hago así. Y las pocas veces que al rizármelas me he llevado una pestaña con el rizador, enseguida ha vuelto a crecer. De esta manera he demostrado que no es verdad que enseguida se te caigan todas las pestañas si no te desmaquillas cada noche.
Una vez Mattes, mi ex, al observar cómo me las rizaba me preguntó si el arco de las pestañas no era exactamente tan largo como el labio menor de la vulva.
—Sí. Más o menos.
—¿Tienes dos rizadores de ésos?
—Sí. ¿Para qué?
Tengo uno de oro y otro de plata.
Me acostó en la cama. Me abrió las piernas. Me apartó las medias lunas y me sujetó las crestas de gallo de ambos lados con los rizadores. Quedaron como los ojos del cabecilla en
La naranja mecánica. Así
pudo separar los labios menores bastante del agujero y mirar hasta muy adentro. Me dijo que los cogiera y tirara hacia los lados hasta ponerme cachonda. Quiso follarme allí mismo y correrse encima de los labios tendidos, pero antes le dio por sacar una foto para que yo viera lo bonito que era mi coño tan ampliamente desplegado. Batimos las manos de pura alegría. Quiero decir él. Porque yo las tenía ocupadas.
Si esos lóbulos cutáneos rugosos se tensan firmemente, el área entera alcanza el tamaño de una postal. Mattes un día me dejó pero su buena idea sigue ahí.
Me gusta esa sensación de estirar los labios de la vulva con los rizadores hasta darles, vistos desde donde los veo, la apariencia de alas de murciélago. ¿Será que su tamaño y su prominencia se deben a eso? No. Creo que siempre han tenido las mismas dimensiones y ese desflecado de color rosa gris. En todo eso estoy pensando mientras no escucho al doctor Notz, que ahora ya quiere largarse.
Pero Helen se lo impide alargándole sus fotos espectaculares.
—Primero tiene que decirme dónde es arriba y dónde abajo. No puedo apreciar el ojo del culo en ninguna parte, por más vueltas que les dé.
Echa un vistazo y enseguida aparta la mirada. Le da asco el resultado de su propia operación. Me lo imaginaba. Ya antes de meterme el bisturí no quiso explicarme sus intenciones.
—Dígame por lo menos cómo he de sostenerlas para saber qué aspecto tengo.
—No se lo sé decir, señorita. A mi juicio el fotógrafo se ha acercado demasiado. No le podría decir cuál es la posición correcta.
Suena enfadado. ¿Está loco o qué? Ha sido él quien ha hecho eso. Ha sido él quien ha tenido sus manotas en mi culo. Me parece que yo soy la víctima, y él, el verdugo.
Breves, muy breves son las ojeadas que echa a la foto, enseguida mira para otro lado. Espero que en el quirófano sea capaz de fijar la mirada en la herida. Qué calamidad. ¿O será que cuando llega al quirófano entra en otro mundo? ¿Será que allí puede mirarlo todo detenidamente y que es después cuando no quiere que lo confronten con su obra?
Como el que va al puticlub y siempre hace las guarradas más salvajes con la misma puta pero cuando se la encuentra por la calle mira para otro lado y no la saluda.
Notz no ha saludado a mi ano.
Ni siquiera quiere verlo.
Es más, tiene pánico: ¡Socorro!, un ano que habla y hace preguntas y se ha sacado fotos a sí mismo.
No tiene sentido. Este hombre no sabe tratar con personas que siguen atadas al culo que él ha operado.
—Muchas gracias, señor Notz.
A palo seco, sin títulos ni mandangas. Lo he despedido. Lo ha entendido. Sale.
Después de la operación y las explicaciones del doctor Notz, toca cagar alegremente. Durante su largo discurso presté un momento atención a una frase: no me darán el alta hasta que logre una evacuación sin sangre. Ésta sería el indicio de que la operación ha sido exitosa y que todo está curado.
A partir de ahora, a cada rato entran personas que aún no se me han presentado y que preguntan si ya he evacuado. Noooo, todavía no. El miedo al dolor es insuperable. ¿Qué ocurriría si empujando empujando hiciera pasar una gruesa longaniza al lado de la herida? ¡Por Dios! Creo que explotaría.
Desde la operación sólo me dan muesli y pan integral. Dicen que el muesli no debe macerarse en la leche antes de comerlo. Tiene que llegar al estómago y al intestino en estado bastante seco para que vaya chupando líquido e hinchándose y comience a apretar contra las paredes intestinales señalándoles que quiere salir.
Así pretenden aumentar el impulso de cagar hasta cotas inverosímiles. Por arriba me van echando bombas y por abajo el miedo me tiene completamente estrangulada. No voy a cagar durante días. Haré como mi madre: esperar a que todo se disuelva dentro.
¿Durante la espera de la caca se puede comer pizza? No pregunto y decido que para la curación anal también es importante comer cosas que a una le gusten. Llamo a Marinara, mi servicio favorito. El número me lo sé de memoria, es tan sencillo como esos números de contactos sexuales. Siento una ilusión enorme, y para que no se me note imprimo a mi voz el tono más arrogante posible.
—Una pizza funghi y dos cervezas. Hospital de la Virgen del Perpetuo Socorro, habitación 218. A nombre de Memel. Y deprisa. No quiero que llegue fría. Avisen abajo en recepción para que me llamen. Hasta luego.
Y cuelgo lo más seca y rápidamente que puedo.
Hay una leyenda urbana que circula desde siempre y que me da mucho que pensar: dos chicas encargan pizza a un servicio a domicilio. Esperan y esperan pero la pizza no llega. Llaman varias veces para quejarse. Por fin la pizza viene.
Tiene un aspecto un tanto extraño y sabe raro. Casualmente, una de las chicas es hija de un controlador de alimentos y, antes de zampársela entera, recogen los restos en una bolsa y se los llevan a papá.
Todos piensan que la pizza está estropeada o algo por el estilo. Pero el análisis del laboratorio detecta cinco clases de esperma diferentes sobre la masa. Me imagino que su procedencia es la siguiente: los tíos del servicio a domicilio están hartos de las llamadas. Como las que se quejan son chicas, tienen fantasías de violación. Es lógico. Lo comentan, traman un plan y todos sacan la polla para hacerse una paja colectiva sobre la pizza. Los pizzeros ven las pizzas... quiero decir las pichas de los demás, las ven totalmente empinadas y cómo se las pelan y cómo se corren. Es algo que les envidio a los hombres. A mí también me gustaría ver los coños de mis amigas y compañeras de instituto. Y también las pollas de mis compañeros y amigos. Me gustaría ver cómo se corren. Pero esos momentos son muy raros. Y pedírselo me da corte.
Sólo veo las pollas de los tíos con los que follo y los coños de las mujeres a las que pago.
¡Quiero ver más en la vida!
De ahí que me encanten esos juegos de irrumpir borrachos en una piscina después de la disco y nadar todos en pelotas.
Que eso sea allanamiento de propiedad pública me resulta más bien desagradable, pero es una ocasión para ver coños y pollas.
En fin. De todas formas, me pongo especialmente antipática cuando pido pizza, y me quejo incluso si no tardan en traerla. Me gustaría comer alguna vez una pizza con cinco clases de esperma diferentes.
Sería como tener sexo simultáneo con cinco tíos distintos. Vale, no sexo directamente. Pero sí como si cinco desconocidos se corrieran en mi boca. Sería un detalle biográfico realmente apetecible, ¿o no? Excelente poder decir eso de una misma.
Ay, si ni siquiera puedo caminar. Entonces tampoco podré recoger la pizza. Tendría que haber preguntado antes. Mierda. Ahora se va a descubrir el pastel. No puede ser. Tengo que pedir a alguien que vaya a recogerla por mí. Porque el portero no se dedicará a andar por la casa repartiendo pizzas. Tiene que venir Robin. Le doy al timbre de emergencia. ¿Será abuso? Me da igual.
Entra otro enfermero. En el letrero con su nombre pone Peter. El nombre me hace sonreír. Me gusta. Una vez me enrollé con uno que se llamaba así. Lo bauticé Peter Pis. Sabía chupar muy bien, se tiraba horas haciéndomelo. Tenía una técnica bastante especial.
Me sujetaba las crestas de gallo con los dientes y la lengua y frotaba con ésta encima, de un lado para otro. O bien su lengua lamedora hacía el recorrido entre el ojo del culo y la trompa perlada. Ida y vuelta. Con fuerza, abundante saliva y sin saltarse una sola rendija.
Ambos métodos eran muy buenos. La mayoría de las veces las corridas eran múltiples. Una de ellas fue tan intensa que llegué a mearle en la cara. Primero se mosqueó porque pensó que lo había hecho aposta. La verdad es que resultaba un poco humillante hacerle eso mientras estaba allí, arrodillado ante mí.
Le sequé la cara con delicadeza y le pedí disculpas. Pero consideré que podía sentirse orgulloso porque nadie había conseguido hacerme correr de una forma como para perder el control de la vejiga. Y eso que no estaba trompa ni nada parecido.
En efecto, poco después se sintió orgulloso. Ese día, gracias a mi Peter Pis, aprendí la lección de que orinar en ojo ajeno arde mucho. ¿Cómo hubiera podido aprender algo así de otra manera?
—¿Dónde está Robin?
—Cambio de turno. Soy el turno de noche.
¿Tan tarde ya? ¿Tan rápido pasa un día en el hospital? Es verdad, ha oscurecido. Cuesta creerlo. Pues muy bien. No se está tan mal aquí, Helen, el tiempo vuela si juegas con tu mente.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Quería pedirle un favor a Robin. Pedírtelo a ti me da un poco de corte. Todavía no nos conocemos.
Esta vez me salto lo del usted, me parece fuera de lugar en esta situación vergonzante.
En cierto modo resulta absurdo que dos personas se traten de usted cuando una de ellas está tumbada con el culo al aire.
—¿Qué favor?
—He pedido una pizza que ha de llegar en cualquier momento y no puedo recogerla. Necesito a alguien que pueda andar y ayudarme a traerla hasta aquí.
A los enfermeros una alimentación correcta a lo mejor les tiene sin cuidado y no me ponen pegas.
—¿No deberías comer cosas ricas en fibra después de la operación? ¿Como muesli o pan integral?
Mierda.
—Sí, debería. ¿La pizza no contiene fibra?
Una idea genial. Hacerse la tonta.
—No. Es más bien contraproducente.
¡Contraproducente! Los de aquí sólo piensan en cagar. Eso es asunto mío.