—¿Verdad que puede aprovechar la ocasión para quitarme la coliflor de un rebanazo?
—Hecho.
Se va y me deja tirada en mi charco de suero sanguíneo. Estoy sola. Me asalta cierto miedo preoperatorio. Una anestesia general me inspira la misma seguridad que si uno de cada dos anestesiados no volviese en sí tras la intervención. Me considero muy valiente por no echarme atrás. El siguiente que llega es el anestesista.
El narcotizador. Se sienta justo al lado de mi cabeza, junto a la cama y en una silla demasiado baja. Habla en tono muy suave, y a diferencia del doctor Notz se muestra más comprensivo hacia la desagradable situación en la que me veo sumida. Me pregunta cuántos años tengo. Si fuera menor de dieciocho, tendría que estar presente un tutor legal. Pero no lo soy. Le digo que soy mayor de edad desde este año. Me mira a los ojos con mirada escrutadora. La gente nunca me cree porque parezco más joven. Pero conozco el juego. Pongo cara de puedes-creerme y le devuelvo una mirada fija a los ojos. Enseguida me mira de otro modo. Me cree. Adelante, pues.
Me explica el efecto de la anestesia, dice que deberé empezar a contar y que en algún momento me quedaré frita sin enterarme. Él permanecerá durante toda la operación en mi cabecera para controlar mi respiración y mi tolerancia a la anestesia. Ya. O sea que ese estar-sentado-demasiado-cerca-de-la-cabeza es una deformación profesional. De hecho, la mayoría de las personas no se enteran puesto que están dormidas. Y él tiene que achicarse y arrimarse a la cabecera para no interferir en el trabajo de los cirujanos. El pobre. Siempre acurrucado. Postura típica de su profesión.
El hombre ha traído un contrato que tengo que firmar. Ahí dice que la operación puede producir incontinencia. Le pregunto qué tiene que ver todo eso con el pipí. Sonríe y dice que en este caso se trata de incontinencia anal. Yo en Babia total. Pero de repente comprendo lo que podría significar:
—¿Quiere decir que pierdo el control del esfínter y me quedo chorreando caca a todas horas y en todas partes? ¿Que necesitaré pañales y oleré a eso siempre?
—En efecto. Pero no es frecuente —dice mi narcotizador—. Firme, por favor.
Firmo. Qué remedio. Si es lo que aquí exigen... Difícilmente puedo operarme yo misma en casa.
¡Santo cielo! Amado Dios que no existes, te ruego que eso no ocurra. ¡Pañales a los dieciocho! Cuando tenga ochenta, vale. Pero no quiero haber vivido sólo catorce años sin pañales. Además, no es que favorezcan precisamente.
—Señor narcotizador ya que es usted tan amable, ¿sería posible ver lo que me saquen una vez que esté terminada la operación? No me gusta que me quiten cosas y las tiren a la basura de los abortos y apéndices sin que pueda hacerme una idea del objeto. Quiero tenerlo en la mano al menos una vez y examinarlo detenidamente.
—Si usted quiere, claro que sí.
—Gracias.
Entonces me mete la aguja en el brazo y lo pega todo con cinta gaffa. Es el canal para la anestesia general que me va a poner. Dice que dentro de unos minutos vendrá un enfermero que me conducirá al quirófano. Después sale y, al igual que su colega, me deja tirada en medio de mi charco.
Lo de la incontinencia anal me tiene preocupada.
Amado Dios que no existes: si salgo de aquí sin ser una incontinente anal dejaré todas esas travesuras que me provocan mala conciencia. Por ejemplo, ese juego en el que mi amiga Corinna y yo vamos merodeando por la ciudad completamente borrachas y les arrancamos las gafas a los gañidos para partirlas por la mitad y tirarlas al primer rincón que encontramos.
Hacerlo requiere patas veloces porque algunos, de pura rabia, son capaces de correr muy rápido incluso sin gafas.
En el fondo es un juego idiota porque produce una excitación y una descarga de adrenalina que siempre nos pone sobrias. Un gran despilfarro. Después hay que emborracharse de nuevo.
Me gustaría mucho dejarlo porque por las noches sueño a menudo con la cara que ponen los desgafados: como si les hubiéramos arrancado una parte del cuerpo.
O sea que empezaría por renunciar a eso, y voy a pensar de qué más puedo abstenerme.
Quizás de lo de las putas, si fuera absolutamente necesario. Pero sería un sacrificio enorme. Preferiría que bastara con dejar lo de las gafas.
He decidido convertirme en la mejor paciente que este hospital jamás haya visto. Voy a ser muy amable con estos médicos y enfermeras desbordados de trabajo. Y voy a limpiar yo misma toda mi mierda. Ese suero sanguíneo, por ejemplo. En la repisa de la ventana hay un gran cartón abierto lleno de guantes de goma. Debe de ser para los exámenes clínicos. ¿El Notz ese se los puso cuando me desvirgó la ampolla del ano? Mierda, no me fijé. Junto al depósito de los guantes de goma hay una gran caja de plástico transparente. Un tupper para gigantes. A lo mejor contiene algo que me pueda servir para la auto limpieza. Mi cama está al lado de la ventana. Despacio y con mucho cuidado me estiro un poco, sin mover el culo inflamado, para alcanzar la caja. La acerco a la cama. Ay. Al levantarla y tirar de ella he tensado los abdominales, es como pegarle un cuchillazo a mi herida. Quieta. Cierra los ojos. Respira hondo. No te muevas. Espera a que el dolor se vaya. Abre los ojos. Ya.
Ahora puedo abrir la tapa. Qué excitante. La caja está a tope de compresas enormes, pañales para adultos, calzoncillos desechables, paños de gasa y paños forrados de plástico por una cara y de algodón por la otra.
¡Ojalá hubiera tenido algo parecido cuando entró Notz! Ahora la cama no estaría mojada. Es muy desagradable. De los paños necesito dos. Uno lo pongo con la cara de algodón para abajo, sobre el charco. Así lo absorbe. Y pongo otro encima para no tener que estar acostada sobre el plástico. Plástico sobre plástico y el algodón hacia arriba.
Bien hecho, Helen. A pesar del dolor infernal, eres tu mejor enfermera.
Alguien que sabe cuidarse tan bien como yo, seguro que no tardará en recuperar la salud. Aquí en el hospital tengo que preocuparme un poco más por la higiene que en la vida normal allá afuera.
La higiene con mayúscula no es lo mío.
En algún momento de mi vida comprendí que a las chicas y los chicos nos enseñan de manera distinta en cuanto al mantenimiento del aseo íntimo se refiere. Mi madre, por ejemplo, siempre me insistió en la higiene del chochito. En cambio, la higiene del pene de mi hermano le importaba tres pitos. Él incluso puede mear sin secarse el pene y dejar que las últimas gotas le caigan en los calzoncillos.
En nuestra casa el lavado del chocho se convirtió en toda una ciencia. Se dice que es muy difícil mantenerlo limpio de verdad, pero eso es una gran estupidez. Un poco de agua, de jabón y de frote frote, y ya está.
Cuidado con lavarlo demasiado. Primero, por la tan importante flora vaginal. Luego, por el sabor y el olor, fundamentales para el sexo. No hay que eliminarlos de ninguna manera. Hace mucho tiempo que vengo experimentando con el chochito no lavado. Mi objetivo es conseguir un aroma suave y embriagador que se note incluso con el pantalón puesto, ya sean unos vaqueros gruesos o unos pantalones de esquí. Eso no lo perciben los hombres de forma consciente, pero su instinto lo capta puesto que todos somos animales deseosos de copular. Y preferentemente con seres que huelen a coño.
Así cuando iniciemos un ligue, no podremos evitar sonreír todo el rato, ya que sabemos lo que llena el aire con esa fragancia dulce y sabrosa. He aquí el verdadero efecto que debe producir un perfume. Siempre nos cuentan que esas sustancias odoríferas nos hacen eróticos para los demás. ¿Y por qué no usar nuestro propio perfume, mucho más eficaz? En realidad el olor a chocho, polla y sudor nos pone cachondos a todos. Lo que pasa es que la mayoría de la gente está desnaturalizada y piensa que todo lo natural apesta y que lo artificial huele a gloria. Pero a mí me dan ganas de vomitar cuando pasa a mi lado una mujer perfumada, por discreto que sea su toque olfativo. Me pregunto qué querrá ocultar. A las mujeres también les encanta vaporizar los lavabos públicos después de haber defecado porque creen que de esa forma el ambiente recupera un olor agradable. Pero yo, quiera o no quiera, adivino los efluvios de la caca. Y cualquier olor rancio a pis y mierda me resulta muchísimo más grato que esos perfumes asquerosos que compra la gente.
Pero mucho peor que esas mujeres que vaporizan los váteres es un invento que se extiende cada vez más.
Y es que en los lavabos públicos, ya sean de restaurante o de estación ferroviaria, nada más cerrar la puerta de la cabina nos cae encima un chorro húmedo. La primera vez que me pasó llegué a asustarme de verdad. Pensé que alguien de la cabina de al lado me había tirado agua. Pero cuando miré arriba observé que en la parte superior de la puerta había una especie de dispensador de jabón que nada más cerrar la puerta regaba impepinablemente al cándido visitante con un spray ambientador de ínfima calidad. Te da en plena cara, en el pelo y en la ropa. Ya me dirán si eso no es la violación definitiva a manos del higienismo fanático.
Yo utilizo mi esmegma como otros sus frascos de perfume. Mojo el dedo rápidamente en el coño y reparto el moco detrás del lóbulo de la oreja. Visto y no visto. Hace milagros en el mismo besito de saludo. Otra de las reglas de mi madre era que los chochitos se enferman mucho más fácilmente que los penes, es decir, están más expuestos a los hongos, el moho y cosas por el estilo. Por lo que las chicas en los lavabos públicos o de otra gente no deben sentarse. A mí me enseñaron a mear en cuclillas, pero de pie y como flotando libremente sobre el miasmático asiento del retrete. Pero ya he descubierto que muchas de las cosas que me enseñaron no son ciertas.
De manera que me he convertido en un autoexperimento vivo de higiene chochil. Me chifla no sólo repantigarme en cualquier asiento de retrete sucio, sino limpiarlo previamente con mi chochito efectuando un artístico meneo circular de las caderas. Cuando poso mi chocho sobre el asiento se produce un hermoso ruido chasqueante y todos los pelos púbicos, gotas, manchas y charcos dejados por otras son absorbidos por mi cosita, no importa la consistencia y el color que tengan. Llevo ya cuatro años practicándolo en todos los retretes (he de confesar que prefiero los lavabos unisex de las áreas de servicio de la autopista) y nunca he tenido un solo hongo. Mi ginecólogo, el doctor Brökert, puede confirmarlo.
Sin embargo, una vez tuve la sospecha de tener mi chochito enfermo. Cuando estaba en el váter y soltaba la musculatura de las partes bajas para dar vía libre al pis, después, al mirar al fondo de la taza (me encanta hacerlo), veía flotar en el agua un mazacote de mucosidad blanca y blanda; de esa que, como el champán, hace subir burbujitas e hilillos a la superficie.
Tengo que decir al respecto que suelo estar muy húmeda, tanto que podría cambiarme de bragas varias veces al día. Pero no lo hago, me gusta acumular. Pues sí, el mazacote de mucosidad empezaba a nublarme el ánimo. ¿Habría estado yo enferma todo ese tiempo? ¿Sería mi lubricante la consecuencia de una infección de hongos causada por mis experimentos en el váter?
El doctor Brökert me tranquilizó. Resulta que tengo una mucosa muy mucosal, muy sana y la mar de activa. Bueno, no se expresó de esa manera, pero quiso decir lo mismo.
Mantengo un íntimo contacto con mis excreciones corporales. Lo de la mucosidad del coño, por ejemplo, me llenaba de orgullo cuando me magreaba con los chicos. Acercaban el dedo a los labios de la vulva y, ¡zas!, para dentro, como en el tobogán de la piscina.
Tuve un amigo que durante el magreo cantaba «Ríos de Babilonia». Ahora que lo pienso, podría convertirlo en un negocio, envasando tarritos para mujeres secas que tengan problemas de secreción. Al fin y al cabo es mucho mejor pringarse de mucosidad auténtica de fémina que usar uno de esos lubricantes artificiales. Además, huele a chocho. Pero quizás sólo querrían usarlo las mujeres que te conozcan; quizás una mujer extraña sentiría asco de las mucosidades ajenas. Sería cuestión de probarlo. Tal vez con una amiga.
Me gusta mucho comer y oler mi esmegma, y la verdad es que me he ocupado de los pliegues y repliegues de mi coño desde que empecé a razonar. Tengo el pelo largo (el de la cabeza) y a veces un cabello caído se me extravía por los recovecos de la vulva. Es excitante tirar de esos pelos, hacerlo muy despacio y sentir por cuántos recovecos se ha enroscado. Cuando termino siempre me cabreo y deseo tener el pelo todavía más largo para prolongar la sensación de placer.
Es un placer muy poco frecuente. Igual que esa otra cosa que me pone cachonda: cuando estoy sola en la bañera y me sale un pedo, trato de encauzar las burbujas de aire por entre los labios de la vulva. Lo consigo pocas veces, aún menos que lo del pelo, pero cuando me sale siento las burbujas como bolas duras que se van abriendo camino entre mis labios calientes y fangosos. Cuando lo logro, digamos una vez al mes, mi bajo vientre entero empieza a hormiguear y el chochito me pica tanto que no tengo más remedio que rascarlo con mis uñas largas hasta correrme. El picor del coño no lo calma sino una rascadura intensa. No paro de rascar con fuerza entre los labios menores de la vulva, que llamo
crestas de gallo, y
los mayores, a los que les he puesto
medias lunas, y
en algún momento doblo las crestas de gallo hacia la derecha y la izquierda para rascar el picor en el ojo del huracán. Separo las piernas hasta que me cruje la articulación de la cadera para que el agua caliente pueda entrar a raudales en la vagina. Cuando estoy a punto de correrme me doy un fuerte pellizco en el clítoris, al que llamo
trompa perlada,
lo que hace elevar mi cachondez a cotas inverosímiles. Pues sí, es así como se hace.
Volvamos al esmegma. He consultado la enciclopedia para saber qué es exactamente. Corinna, mi mejor amiga, me ha dicho alguna vez que eso sólo lo tienen los hombres.
¿Y qué es entonces lo que siempre hay entre mis labios (de abajo) y en mis bragas?, pensé, y no lo dije por no atreverme. La enciclopedia daba una explicación larga de lo que es el esmegma. Por cierto, el de las mujeres se llama igual, toma ya. Pero una frase se me ha quedo grabada:
«Las acumulaciones de esmegma que se aprecian a simple vista sólo pueden formarse en casos de falta de higiene íntima.»
¿Cómo? ¿Perdón? ¡Vaya morro que tienen! Yo las acumulaciones de esmegma las detecto al final de cada día, y a simple vista, por mucho que me haya lavado por la mañana los pliegues del chocho con agua y jabón.