—Pero también es importante comer cosas que el estómago conozca. Un cambio de dieta brusco no es bueno para fomentar la evacuación. Porfa.
Suena el teléfono.
Lo cojo.
—¿Ha llegado la pizza?
Aparto el auricular y le sonrío a Peter. Enarco las cejas en señal de interrogación.
—Te la voy a buscar. A ver si te aprovecha —dice con una bonita sonrisa, y sale de la habitación.
—El enfermero Peter va a bajar a recogerla. No se la dé a ninguna otra persona. Gracias.
Tengo suerte con mis enfermeros. Los prefiero a las enfermeras.
Permanezco acostada y en espera de Peter.
Fuera ha oscurecido. Me reflejo en el cristal. Mi cama es muy alta para que el personal técnico sanitario no acabe con dolor de espalda de tanto levantar a los pacientes. Y el ventanal abarca toda la pared, desde el techo hasta casi los radiadores. Un espejo gigantesco cuando fuera está oscuro y dentro hay luz. Ni siquiera hubiese necesitado la cámara, ¿o sí? Giro el culo hacia el cristal y muevo la cabeza en la misma dirección, hasta donde puedo. Pero lo veo todo muy borroso. Claro. Se trata de doble cristal, que refleja dos veces y distorsiona un poco. Ha estado bien tener la cámara. Si estuviera a oscuras podría acostarme con el culo hacia la puerta y no obstante ver quién entra, sin necesidad de darme la vuelta. No está mal. ¿Los de la calle ahora me verán? Qué más da. Ya saben que esto es un hospital, lo ve cualquiera. En el peor de los casos piensan que ahí hay una pobre trastornada que, bajo el efecto de las pastillas, vuelve el culo hacia la ventana. Y me compadecen. Muy bien.
Aquí en el hospital me estoy convirtiendo en una nudista. Fuera no soy así. Salvo en las cosas del coño, ahí siempre lo he sido. Pero no en lo que respecta a los asuntos anales.
Estoy tumbada de cualquier manera, y como me duele el culo y cualquier movimiento que haga, ya no me tapo. Los que entran ven mi herida abierta y un trozo de la almeja. Te acostumbras rápidamente. Nada me resulta ya violento. Soy paciente anal. Todos lo ven y así me comporto.
Que en los asuntos del coño sea tan sana y en los del ano tan estrecha, se debe a que mi madre me adoctrinó en una cagafobia inmensa. Cuando era pequeña me decía muchas veces que ella nunca hacía aguas mayores. Y que tampoco tenía necesidad de tirarse pedos. Que se lo guardaba todo dentro hasta que se disolvía. Lógico, pues, que yo esté como estoy.
Por esos cuentos de mi madre, me da una vergüenza tremenda si alguien me oye o me huele en el váter. En un aseo público, aunque sólo esté meando o se me haya escapado un pedo al soltar los músculos de abajo, evitaré a toda costa que la mujer de la cabina de al lado llegue a ver la cara que corresponde a ese ruido. De forma idéntica me comporto con el olor de mi caca. Cuando en las cabinas contiguas hay un intenso ir y venir y he sido yo quien ha apestado el ambiente, me quedo sentada calladita en mi retrete hasta que no quedan testigos. Sólo entonces me atrevo a salir.
Como una coprodelincuente. Mis compañeros de clase siempre se ríen de mi pudor excesivo.
Tampoco me desnudo así como así en mi cuarto. Está lleno de pósters de mi conjunto favorito. Y como al sacar la foto todos miran a la cámara, después tienes la sensación de que te persiguen a ti con sus miradas. Por tanto, cuando quiero cambiarme en mi cuarto, me escondo detrás del sofá para que no me vean el chocho o las tetas. Con los tíos reales me da igual.
Llaman a la puerta. Entra Peter. Deja la caja de cartón con la pizza sobre la mesilla y, despacio y de manera un pelín ruidosa, coloca el par de botellas una tras otra al lado. Todo cabe justito pero cabe.
No para de mirarme a los ojos. Le sostengo la mirada. Es algo que sé hacer muy bien. Creo que está contento de poder cuidar a personas que tienen más o menos su edad. Es guay para él.
—¿Quieres una cerveza?
—Muy amable. Pero estoy de servicio. Si apesto a alcohol arman un escándalo.
Odio que alguien me diga que no. Podía haberme imaginado que lo tiene prohibido. Qué corte. Esto es un hospital, Helen, no un puticlub.
Su mirada viaja a otra parte. ¿Mira por la ventana? ¿Mira sin mirarme? No, seguro que se fija en el reflejo de mi almeja. Porque de fuera no se ve nada. Estupendo. Su turno ha empezado bien. Con Peter también me entiendo.
—Gracias. Entonces voy a cenar.
Sale. Saco mi pizza y me quedo mirándola. Pienso cómo voy a comer sin cubiertos, esos tíos de Marinara ni siquiera la han señalado con el cortapizzas. ¿Tengo que despedazarla como un animal? De repente vuelve Peter. Con cubiertos. Y ya sale otra vez, sonriendo. Y vuelve. ¿Qué pasa ahora? Sostiene una bolsa de plástico con una etiqueta rotulada.
—En la etiqueta dice que tengo que darte esto. Debe de tener que ver con tu operación. ¿Sabes de qué se puede tratar? ¿Te han encontrado algo que ahora quieren devolverte?
—Quería ver esa cosa que me iban a sacar. No puede ser que me corten algo mientras estoy inconsciente y no lo vea porque lo hayan tirado a la basura.
—A propósito. Mi deber es encargarme de que esta bolsa y su contenido sean depositados entre los residuos especiales del hospital.
Peter se toma muy en serio sus encargos y cuando los comenta lo hace con un lenguaje bastante rebuscado. En vez de «sean depositados» también se podría decir «lleguen a» o «vayan a parar a». Decirlo así te hace más humano y te quita ese aire de máquina parlante. Me da la bolsa pero no se va. No la abriré hasta que esté sola. La sujeto y me quedo mirándolo. Finalmente sale. Mi pizza se está enfriando. Da igual. Esto ahora es más importante, además he oído decir que los gourmets de verdad nunca comen la comida muy caliente porque eso impide captar el gusto ideal. Las sopas que queman no saben a nada, seguro que con las pizzas pasa lo mismo. Cuando la comida le ha salido mal al cocinero, simplemente la sirve lo más caliente posible; así nadie se da cuenta porque a todos se les carbonizan las papilas gustativas. Esto vale también para el otro extremo, el frío. Las bebidas asquerosas se beben lo más heladas posible para poder tragarlas por lo menos. Véase el tequila.
La bolsa es transparente y está cerrada con ese sistema de riel y canal. Se abre con un pequeño tirón. Dentro hay otra bolsa, de tamaño menor y no transparente sino blanca. Siento al tacto que contiene el trozo que me han sacado. Sin más envoltorio. Si la saco así nada más, pongo esto perdido. De manera que arranco la tapa de la caja de pizza. Es muy fácil de rasgar porque el cartón tiene perforaciones. Seguramente para ocasiones como ésta, para cuando se necesita un soporte adecuado para un trozo de carne sangriento en la cama. Pongo el cartón debajo de la bolsa, sobre mis muslos. ¿Necesito guantes de plástico para sacar el trocito? No. Esto es carne de mi carne. Imposible el contagio, por sanguinolenta que esté. También me paso el día tocando mi herida abierta, réplica de esta piltrafa. O sea que fuera. Al tacto se siente como un trozo de hígado o cualquier otra pieza de la carnicería. Pongo todos los pedacitos sobre el cartón. Y quedo decepcionada. Muchas partes pequeñas en vez de un solo trozo cuneiforme. Por como me lo describió ese Notz, me esperaba una pieza alargada y fina parecida al filete de lomo de corzo que mamá prepara en otoño e invierno cuando hay invitados. De color rojo oscuro y reluciente por el asado, incluso un poco resbaladizo, como el hígado precisamente. Pero esto de aquí es gulash. Troceado menudo. Algunos pedazos tienen manchas amarillas, sin duda síntomas de la inflamación. Parece gangrena fría. Claro, no me lo cortaron de tajo dejando una única pieza. Y con razón, porque no soy un venado muerto sino una chica viva. Es mejor que lo hayan hecho así, paso a paso y teniendo cuidado con el esfínter. Mejor que pegarme un cercenazo con el solo fin de poder presentar un hermoso trozo de filete anal. Tranquilízate, Helen. Las cosas siempre salen de manera distinta a como te imaginas. Por lo menos me imagino algo y me figuro ese algo hasta el mínimo detalle; pregunto para contrastar con la realidad y saber después más que antes. Así lo he aprendido de papá. Ir al fondo de las cosas hasta vomitar. O casi. Estoy contenta de haber visto lo que fue mío antes de que termine en la incineradora de los residuos hospitalarios. No lo vuelvo a meter en la bolsa. Simplemente pongo la bolsa encima y aprieto un poco para que se pegue a los trozos. Luego dejo la tapa de cartón de la pizza sobre la mesilla. Tengo los dedos llenos de sangre y pringue. ¿Limpiármelos en la cama? Sería una guarrería inmensa. Lo mismo que limpiármelos en el vestido de ángel. Hummm... Bueno, como se trata de partes de mi cuerpo, aunque estuvieran inflamadas, simplemente voy a chuparme los dedos. Uno tras otro. Me siento muy orgullosa cuando se me ocurren esas ideas. Es mejor que quedarse ahí esperando a que alguien entre con toallitas húmedas. ¿Por qué voy a tener asco de mi sangre y mi pus? Normalmente, si tengo una inflamación, tampoco me ando con remilgos. Por ejemplo, cuando me abro un grano y el pus se me pega al dedo, me lo como con mucho placer. También las espinillas que salen de los poros retorciéndose como gusanitos transparentes de cabeza negra, las recojo con la punta del dedo y les pego un lengüetazo. O cuando el mago de los sueños me ha dejado grumos purulentos en los ojos, me los como por la mañana sin desperdiciar ni uno. Y si tengo una herida con costra, siempre voy mordisqueando la capa superior para metérmela entre pecho y espalda.
Me como la pizza sin ayuda.
Comer sola no me gusta. Me da miedo. Cuando te metes algo en la boca necesitas a alguien para decirle si está bueno o no. El culo empieza a atenazarme de nuevo. ¿Qué has aprendido, Helen? A no sufrir más de la cuenta. Timbre de emergencia. Entra Peter y le digo que necesito pastillas porque el dolor ha vuelto a hacer acto de presencia. Se sorprende y dice que en el parte no consta que se me tengan que administrar analgésicos esta noche.
—Claro que sí. Robin me dijo que sólo tenía que avisar y me darían algo —digo con la boca llena de un pedazo de pizza de setas.
Es el colmo. ¿Los pido con tiempo y pretenden dejarme sin nada toda la noche? Socorro. Peter va a llamar al doctor a su casa. Dice que no puede tomar decisiones que no estén avaladas por lo que consta en su carpeta. Me mareo del miedo. Acaban de operarme, ¿y quieren que pase la primera noche sin analgésicos? Abro las dos cervezas con el mango del tenedor. Soy una de las pocas chicas que conozco que saben hacerlo. Muy útil. Como un peón de la construcción simpático y resultón. Apuro las cervezas una tras otra, lo más rápido que puedo. El culo se me pone cada vez peor y el vientre se enfría con la cerveza.
Peter, Peter, Peter, date prisa. Tráeme las pastillas. Cierro los ojos, el dolor se recrudece, me pongo tensa. Conozco esta sensación. Junto las manos sobre el pecho y quedo reducida a mi culo.
Lo oigo entrar, mantengo los ojos cerrados y le pregunto si me van a dar algo.
—¿Qué dice usted?
Es una voz de mujer.
Abro los ojos y veo a una mujer con ropa de enfermera pero de un color totalmente distinto al que llevan las otras enfermeras del hospital. Todas visten de azul claro, mientras que ésta va de verde apagado. Se habrá confundido de programa de lavado.
—Buenas noches. Disculpe que la moleste a estas horas. Hoy la ronda ha durado más que otras veces. Soy un ángel verde.
¿Qué? ¿Cómo? Está visto que la tía se ha escapado de la unidad psiquiátrica. Me la quedo mirando. Pienso que está loca y la dejo que se lo crea. Me duele mucho el culo. Cada vez más. Sería lo único que podría decirle. Una conversación fabulosa: «Soy un ángel verde.» «No me diga. Y a mí me duele el culo.»
Sigo observándola con los ojos entreabiertos de abuela cansada. Me parece que habla muy despacio y le añade un eco a cada palabra.
—Quiere decir que soy una voluntaria cuya misión es facilitarles la vida a las personas ingresadas en el hospital. Los ángeles verdes... —¡conque no hay uno sino varios!— hacemos recados para los pacientes, les recargamos la tarjeta del teléfono móvil, llevamos el correo al buzón y cosas así.
Muy bien.
—¿Puede darme un analgésico?
—No, no estamos autorizadas. No somos enfermeras. Sólo lo parecemos —dice, y respira una vez por la nariz en un amago de risa.
—Haga el favor de salir. Lo siento, tengo dolor y estoy esperando al enfermero y los medicamentos. Por lo general soy más simpática. La llamo si necesito algo.
Al salir pregunta:
—¿Y adonde quiere llamar?
Desaparece. Silencio.
No voy a aguantar mucho más. Respiro hondo expulsando el aire ruidosamente. Mi mano viaja hasta el monte de Venus, arrimo las rodillas al pecho. Aunque la posición me duele, permanezco así. Échale cara al dolor, Helen. Pongo la otra mano sobre el cráter del culo atirantado. Qué mal se está aquí. Qué soledad y qué angustiante dolor. Pienso que en Alemania ningún paciente hospitalizado habría de sentir dolor, pienso que tienen medicamentos estupendos para cualquiera. Llamo a mi timbre de emergencia. Peter entra corriendo. Se disculpa por haber tardado tanto. Dice que no ha podido localizar al doctor, pero ha descubierto que el turno de día ha cometido un error. Tendrían que haberme puesto un autodosificador electrónico para analgésicos, un aparato que el anestesista le conecta al paciente para que éste determine, con un clic del dedo, la dosis que entra en la cánula del brazo. Se les ha olvidado. ¡Olvidado! Estoy a merced de personas que piensan en las musarañas. Olvidado. ¿Y ahora qué?
—Te daremos pastillas fuertes durante la noche siempre que las pidas. Toma, la primera.
A la boca y para abajo con el culo de cerveza que quedaba. Peter recoge el cartón con la pizza. Seguramente se le ha olvidado que también le incumben los residuos especiales. El hospital del olvido. Olvidados mis analgésicos, olvidado mi gulash. A ver de qué más se olvidan. La pizza de setas a medio comer está encima y lo cubre todo. Mi gulash irá a parar a la basura normal. Me parece bien. No digo nada. Recoge también las botellas de cerveza, lo hace con cuidado para que no entrechoquen. Muy delicado, este Peter.
El dolor hace que los músculos de los hombros se contraigan hasta las orejas y estén tirantes como una cinta de goma. Ahora, después de la pastilla, se van relajando y puedo respirar mejor. Debería ir a mear, por la cerveza, pero no consigo levantarme. Qué le voy a hacer. Me quedo dormida.
Cuando me despierto todavía está oscuro. No tengo reloj. Sí, en la cámara de fotos hay uno. La enciendo y hago una foto de la habitación. Son las 2.46. Lástima, esperaba que la pastilla me hiciera dormir toda la noche. ¿Peter me ha dejado más pastillas?