Creo que hablo de una forma rara. Es como si echara las preguntas de la boca. En realidad estoy demasiado débil para hablar, pero no quiero estar sola teniendo el culo como lo tengo. Ahora conozco las cosas más importantes del campo de actividad en el que me estrenaré nada más recibir el alta.
Le manifiesto un cordial agradecimiento. Comprende y se va.
—Gracias por la invitación al agua.
Suelta una risita. Seguramente lo hace porque la palabra «invitación» le parece exagerada tratándose como se trata de agua mineral del hospital. A mí también me parece divertida. Pero por otros motivos.
Una vez que me ha dejado sola me vienen los malos pensamientos. ¿Dónde están mis padres? ¡Mierda maldita! No puede ser. Me dejan colgada. Creí que tras la llamada de Robin vendrían corriendo preocupadísimos. Pero nada de nada. Un vacío abismal. Pienso mucho más en ellos que ellos en mí. Quizás debiera dejar de hacerlo. No quieren que me ocupe de sus vidas y debería dejar de querer que lo quisieran. El caso está clarísimo. Yo tirada aquí, recién operada de urgencia, y ellos no vienen a pesar de estar informados. Así van las cosas en nuestra familia. Sé exactamente que si a cualquier pariente le pasara lo que a mí, no me movería de su lado. Ésta es la gran diferencia. Hago mucho más el papel de padres con ellos que ellos conmigo. Esto tiene que acabar, Helen. Basta. Te estás haciendo adulta. Tienes que arreglártelas sola. Comprende de una vez que no los harás cambiar. Únicamente puedes cambiar tú. Exacto. Quiero vivir sin ellos. Cambio de planes. Pero ¿cómo cambiarlos? ¿En qué dirección? Necesito algo que hacer. Para poder pensar mejor. Si las manos trabajan, la cabeza trabaja mejor.
Además, me pongo triste cuando no tengo nada que hacer.
Cojo las uvas y me las pongo en el regazo, sobre la manta. Después me escoro hacia la mesilla para alcanzar la bolsa con los frutos secos. La abro de un mordisco. Con la uña larga del pulgar rajo una uva por un lado, hasta la mitad. Igual que se abre un pan de Viena con el cuchillo. Saco de la bolsa un anacardo y separo las dos mitades. Es más fácil de lo que pensaba. Como si estuvieran preparados para partirlos en dos. Busco en la bolsa una uva pasa y la embuto entre las dos mitades del anacardo. Introduzco el fruto relleno en la raja de la uva, apretando hasta que esté bien insertado. Ahora sólo tengo que aplastar un poco la uva para que no se vea la raja. Como si no hubiera pasado nada. Metido dentro sin rastro. Mi pequeña obra de arte está terminada. El bombón de anacardo. Se me ocurrió en el instante en que vi al ángel verde. Sabía que tenía que darle una tarea, para eso están esos ángeles cambiados de color. Y su tarea había de proporcionarme una ocupación para más tarde. Me ha salido redondo. Estoy orgullosa.
Voy a manipular todas las uvas y la bolsa de frutos secos entera para poder ofrecer a mi tesoro mi invento de bombón. Has encontrado una actividad bonita, Helen. Las creaciones terminadas las pongo sobre la mesilla.
Me gusta meter unas cosas dentro de otras. No sé por qué, mi ángel verde me ha hecho pensar en eso... A veces tardo en darme cuenta de que alguien me ha puesto cachonda. Quizás eso es lo que va a pasar ahora.
Antes, cuando la familia todavía estaba al completo, mamá preparaba en Navidad un ave rellena. Era un motivo de alegría para todos. Metía una codorniz dentro de un pollo pequeño, el pollo dentro de un pato, el pato dentro de un ganso menudo, y el ganso dentro de un pavo. Para hacerlo había que ampliar el culo de cada animal con varios cortes. Luego lo asaba todo en el horno grande que teníamos especialmente para esa comida. Un horno de
chef de cuisine.
Del que salía gas a raudales (si se quería). Entre ave y ave (al animal me refiero) mamá ponía muchas lonchas de beicon para que la carne no se secara. Porque hay que hornearlo largo rato, de manera que el calor vaya penetrando en todas las capas de volatería.
Cuando estaba listo, a los niños nos encantaba mirar cómo lo cortaba.
El dolor casi me deja inconsciente. No puedo más. Sigue pensando en la comida de Navidad, Helen. Aparta tus pensamientos del culo y encáuzalos hacia la familia. Sigue pensando en algo bonito. No te dejes llevar por el dolor.
Con unas tijeras de cocina se abre el conjunto justo en la mitad, de manera que se ve una sección transversal de todos los animales. Parece que cada uno ha estado embarazado con el de menor tamaño. El pavo, con el ganso; el ganso, con el pato; el pato, con el pollo, y el pollo con la codorniz. Era divertidísimo. Un desfile de fetos preñados. Y, para acompañarlo, chirivías del campo de al lado de casa tostadas en el mismo horno. Qué delicia.
En una ocasión, a altas horas de la noche, escuché furtivamente a mi padre contándole a un amigo en el salón de casa lo mucho que había sufrido al tener que presenciar mi nacimiento. A mi madre hubo que practicarle un corte en el perineo para que no se le reventara toda la parte comprendida entre el culo y el chocho. Dijo que sonó como si se partiera por la mitad a un pollo nervudo con unas tijeras de cocina, a través de los cartílagos y otras partes crujientes.
Repitió varias veces el sonido con la boca. Crujchirrrr... Lo hacía muy bien. El amigo se reía mucho. De lo que uno más miedo tiene es de lo que más escandalosamente se ríe.
Poco antes de terminar la manipulación de las uvas, al poner una de mis filigranas sobre la mesilla, se me cae el racimo en el suelo.
No consigo bajar del catre para recogerlo. Creo que con el culo cosido será mejor que me esté quieta. Ya sin nada que hacer y con los pensamientos inmovilizados, noto cómo mi dolor es un dolor rampante. Necesito distracción y analgésicos más fuertes. Toco el timbre. Que el racimo me lo recoja una enfermera. Mientras espero auxilio, excepcionalmente no hago nada. Sólo miro fijamente la pared. Un verde claro clarito. Qué pared tan delicada. Odio no poder valerme por mí misma. No poder bajar de un salto para recoger lo que sea. No me gusta depender de los demás. Hacer las cosas por tu cuenta es lo que mejor funciona. De quien más me fío es de mí misma. Por ejemplo, en lo de ponerme crema en la espalda. Pero también en los demás asuntos de la vida.
Ya viene volando. Qué rápido. Será porque el tráfico en la unidad está en horas bajas.
—¿Podría hacerme el favor de recoger las uvas?
Se agacha y las recoge de debajo de la cama.
Pero no me las devuelve sino que se acerca al lavabo. ¿Qué hace?
—Les echo un poco de agua porque estaban en el suelo.
A esos fanáticos de la higiene no se les ocurre preguntar si una quiere que le laven las uvas que han estado en el suelo del hospital, perdidamente sucio porque sólo pasan la fregona dos veces al día. Simplemente van y las lavan porque creen que todo el mundo es tan aprensivo como ellos. Pero están muy equivocados. Yo no lo soy, todo lo contrario.
Está un buen rato desinfectándolas en el chorro del grifo.
Mientras lo hace, dice que le da la impresión de que aún no han sido lavadas, que si los pesticidas, etc. Que esa capa blanca y peluda es clara señal de que todavía no han visto el agua. ¡Venga, tía!
Pero no digo nada, sólo pienso gritando para mis adentros: esos lavados cretinescos de frutas y verduras tratadas con productos químicos son la mayor autotomadura de pelo que existe. Me lo dijo mi papá. Pero hoy ya se aprende en la escuela. Por ejemplo, en Química. Las sustancias que se utilizan para atajar plagas y hongos son tan agresivas que penetran la piel de uvas, peras o lo que sea. Ya puedes lavar hasta que se te caiga la epidermis. La mierda se queda. Al que no le guste la fruta y la verdura tratada no debería comprarla. Es ridículo pensar que un chorrito de agua es capaz de burlar a la industria de los tóxicos. Yo nunca lavo, no creo que sirva en absoluto. La otra razón por la que la mujer ha sentido la necesidad acuciante de lavar lo que me pertenece es que esas personas siempre piensan que los suelos están sucios porque los pisan los zapatos de la gente. Creen que cada ciertos centímetros hay una minipartícula de mierda de perro, el colmo de la contaminación que un fanático de la higiene es capaz de imaginarse. Si un niño levanta algo en la calle para metérselo en la boca, le dicen: cuidado, puede tener caca de perro. Cuando es muy poco probable que la tenga. Y aunque la tuviera, ¿qué habría de malo? Los perros comen carne de lata que en sus intestinos se convierte en caca de carne de lata y que termina en la calle. Aunque me zampara varias cucharadas de deposición canina, estoy segura de que no me pasaría nada. Por tanto, si la sombra de una inverosímil partícula de caca de perro llegara por no sé qué extraña vía a mi habitación de hospital, se pegara al suelo cerca de mi cama, se agarrara caprichosamente a una uva y fuera a parar a mi boca, me pasaría aún menos.
Por fin ha terminado con su chuminada.
Vuelvo a disponer de mi material de trabajo, completamente lavado contra mi voluntad. No le doy las gracias.
—¿Le puedo pedir que pregunte si me pueden dar un analgésico más fuerte o dos pastillas a la vez? Lo que estoy tomando no me calma el dolor.
Asiente con la cabeza y sale.
Acabo mi trabajo con gran cabreo. Esos higienistas cazurros me ponen frenética. Son tan anticientíficamente supersticiosos con las bacterias. Pero también me pone frenética mi dolor. Y me viene la siguiente idea genial.
Sé lo que voy a hacer. Quiero cagar. No puedo levantarme pero me lo impongo. Quiero hacerme cargo de mí misma, cosa que nunca hago. Más vale cagar aquí, de forma controlada y cerca de los médicos, que allá adonde vaya cuando salga. Estoy confusa. Mareada.
Quiero vaciar las tripas y voy a hacer de tripas corazón. No puede ser tan difícil. Tal vez el dolor sigue anestesiado por la operación. Y no se puede descartar que me ponga peor. Por tanto, mejor intentarlo ahora. Ahora o nunca. Échale ovarios, Helen, y adelante. Además, con mi alimentación de los últimos días, sólo muesli duro como una porra, la cosa debería salir con ganas y saltando de alegría. A la ducha, pues. Allí primero tengo que quitarme el tapón. Vaya tela la que le meten a una. Me coloco sobre la taza en posición acreditada por la experiencia, o sea, con las patas separadas, y pienso en el dolor que sentí al rajarme el culo. Comparado con aquello esto es moco de pavo. Funciona. Lo consigo. Qué bien lo hago. Con más valor que John Wayne persiguiendo a los malos lo empujo todo hacia fuera, sin que se enganche en las suturas. Quedo aliviada. Qué bien. Otro paso en el camino de la convalecencia. Si al final abandono el plan de reunificación familiar, todo esto habrá sido un gran derroche de fuerza y dolor. A ver. Me limpio con el chorro de la ducha y me seco cuidadosamente, con toques suaves y breves. Robin tenía razón. Va mucho mejor que limpiarse con papel de váter. Las cosas que sabe este chico. Congeniamos perfectamente.
Vuelvo hasta la cama y me paro delante.
Tengo que entretenerme con algo. Como sea. Y con lo que sea. Lo importante es no pensar en mis padres y en el dolor anal. Me tiemblan las manos. Estoy tensa. Me limpio el sudor frío de la frente. Los sudores fríos me parecen funestos. Sólo sé que aparecen cuando estás a punto de morder el polvo. La pequeña muerte. ¿No se dice así del orgasmo del hombre? ¿O de los animales? ¿Pero de cuáles? No puedo pensar con claridad. Una experiencia desagradable. Desagradable como todo lo demás. Vuelvo a meterme en la cama, cojo la bolsa con las uvas anacardadas y echo todas mis filigranas en el regazo. Me estiro hasta llegar con la mano al último rincón de la mesilla. Levanto cuidadosamente el taponcito de aluminio que contiene mis lágrimas y, haciendo equilibrios, lo voy acercando al borde del mueble para alcanzarlo sin problemas. Mojo la yema del dedo índice en el agua salada y dejo caer una gota en la rajita de cada una de las uvas manipuladas. Trabajo con minucia, utilizando el dedo a manera de pipeta. Tengo que hacer un uso ahorrativo de mis lágrimas porque tienen que alcanzar para todas las uvas. Sé a quién se las voy a ofrecer. Durante muchos minutos esta laboriosa tarea me hace olvidar el dolor. Echada la última gota, meto las uvas otra vez en la bolsa.
En cuanto no tengo con qué ocuparme creo enloquecer. Piensa en algo, Helen, lo que sea. De mis amigos..., qué digo, mis compañeros de clase, ninguno sabe que estoy aquí. Sólo lo saben mis padres. Y mi hermano pequeño. Es decir, sólo puedo esperar visita de éstos.
Ya puedo esperar sentada, digamos. O tirada como estoy. A mis compañeros de clase no les quise decir que tenía que hospitalizarme. No me gusta la idea de que vengan a verme a la unidad de Proctología. Creen que estoy en casa con gripe. Cuando me largué del instituto (¿cuántos días hará?) porque el culo me dolía horrores, les dije que estaba cogiendo un trancazo, que tenía dolor de miembros (bonita expresión) y que tenía que irme a casa. Allí nunca irán a verme, de manera que no hay peligro de que descubran mi mentira. A ellos la gente enferma no les mola. Les gusta salir, irse de juerga o pasar el rato en el parque. Se emborrachan, quiero decir: nos emborrachamos y también nos emporramos, y eso no se puede hacer con un enfermo en su casa cuando también están los padres. Sólo vamos a casa de alguien si los padres se han ido de vacaciones, por lo demás estamos en la calle, que es el mejor lugar para nuestras aficiones. Mis padres están contentos de que pase tanto tiempo al aire libre. Pero de aire libre en los pulmones.
Entra Robin.
Viene con un vasito de plástico que contiene dos pastillas. Tienen una forma distinta a las otras. Supongo que la enfermera le ha hablado de mi dolor, así que no hace falta que le pregunte qué es. Abro la mano y me pone el par de pastillas gruesas en la palma, y yo me las meto en la boca con un manotazo en los labios. Como lo he visto hacer en las películas. Las pastillas chocan contra la campanilla, casi me dan arcadas. Un trago de agua mineral, rápido. Toso. La campanilla es un lugar sensible.
Lamentablemente está asociada al impulso de vomitar. Lo que puede ser muy molesto a la hora de tener sexo. Cuando Dios hizo al hombre (y a la mujer) no gastó muchos pensamientos sobre el particular. Cuando chupo una polla y quiero que se me corra en la boca, tengo que controlar muchísimo para que no me dispare la leche en la campanilla. Entonces vomito enseguida. Ya me ha pasado. Y es que por orgullo me empeño en meterme la polla bien dentro de la garganta para que sea una gozada también para la vista. Quiero parecer una tragasables. Pero he de estar muy pendiente de la campanilla, que estorba un montón. Así que el escenario de la corrida tiene que estar al lado.