Zombie Island (18 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

BOOK: Zombie Island
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Se volvió hacia Shailesh. — ¿Estamos seguros? —preguntó él. Shailesh se echó a reír.

—Colega, es la primera regla para mantenerse con vida. Siempre van a por el objeto que se mueve más rápido. Cuanto más rápido se mueve, más se excitan. Tendrías que haberlos visto, Jack. Lo de ahí fuera parecía sacado de una película de Jim Carrey.

Jack no levantó la voz, pero lo que dijo a continuación hizo bajar la vista a Shailesh.

—Te he preguntado que si estamos seguros o no —repitió.

Nuestro guía asintió obediente.

—Sí. Escucha —me dijo Shailesh a mí—, Jack os conducirá al interior. Yo tengo que vigilar la puerta. Bienvenido a la República, ¿vale?

—Claro —dije sin comprender del todo—. Gracias.

Jack me observó durante un instante; me di cuenta de que me estaba evaluando. Le hizo la misma inspección a Ayaan, pero no nos dijo nada a ninguno de los dos, excepto:

—Por aquí.

Capítulo 11

Una de las momias —un Ptolomeo, primo de Cleopatra según Mael— pasó sus manos medio vendadas por el cristal de la vitrina y, después, empezó a golpearlo con las palmas. Mael fue cojeando hacia él, pero no pudo evitar que reventara el cristal, que cayó como una cascada de diminutos cubos verdes sobre sus piernas amortajadas. Algunos fragmentos grandes se clavaron en sus brazos y sus manos, pero los ignoró mientras se agachaba a recoger una tinaja de barro de la exposición. Estaba cubierta de jeroglíficos y el tapón era una talla de madera de la cabeza de un halcón. Mael trató de apartar a la momia de los cristales rotos, pero el no muerto egipcio no se dejó dar órdenes. Estaba totalmente absorto, acunando la tinaja contra su pecho. Era la primera vez que Gary veía a un muerto interesado en algo que no fuera la comida.

—¿Qué hay en esa tinaja que es tan importante? —preguntó.

Una sonrisa fantasmagórica tembló en los labios correosos de Mael.

Sus intestinos.

Gary no pudo evitar una mueca de asco.

No comprenden este lugar, Gary. Han cambiado tantas cosas, tan de prisa. Creen que están en el infierno, así que se aferran a las cosas que conocen y entienden.

—Supongo que se puede decir lo mismo de ti. —Era una pulla, pero sin mala intención.

Tal vez. Yo estoy un poco mejor que ellos. Yo tengo acceso al
eididh.

Así es cómo aprendí tu lengua y todo lo
demás
que sé sobre Manhattan Una vez más, le mostró aquella sonrisa intermitente. —Yo sólo he sido capaz de ver la energía, la fuerza vital. ¿Tú puedes sacar información de la red?

Oh, sí. Nuestros recuerdos van allí cuando caemos, amigo. Nuestras personalidades. Lo que nuestros ancianos amigos aquí llamarían el
ba.
Es el almacén de nuestras esperanzas y nuestros temores. La red de Indra. El registro afásico. Los conocimientos reunidos de la raza humana. Tú y yo podernos leer cualquier cosa allí, sí nos abrimos a esa posibilidad.

—Tú y yo. Porque todavía podemos pensar. Es necesario hacer un esfuerzo consciente para conectar con la red, y los otros, los muertos de ahí fuera, no pueden hacer ese salto, no con lo que tienen por cerebros. Sí.

—Pero también hay una diferencia entre tú y yo. La noto. Tú… tu energía es más compacta. Casi como la de un ser humano vivo, pero oscura, como la mía. No puedo explicarlo bien del todo.

Lo estás haciendo correctamente. Ahora bien, las momias y yo no compartimos tu hambre. Nuestros cuerpos son incorruptibles, como se decía antes, no se pudren.

Esa sonrisa parpadeante otra vez.

Por otra parte, está el factor de que tú elegiste esto. Tú te infligiste este estado.

—Pero podría ser el único. Tú diste conmigo desde lejos, tú debes de saber si hay otros como nosotros. Mael asintió.

Unos cuantos. La mayoría de mi especie, pero tú no fuiste el único en maltratarte de esta manera. Hay un chico, en un lugar llamado Rusia, muy prometedor. Lo atropello un vehículo de motor. Sufrió durante años conectado a una máquina que bombeaba su corazón por él, pero sus padres no permitían a los médicos desconectarlo. Naturalmente, no podían saber lo que estaban haciendo. Otra está aquí, en tu país, en California, como ella lo llama. Una profesora de yoga que se esconde en un bar de oxígeno. No tengo ni idea de qué quiere decir eso. Tuvo la misma idea brillante que tú, pero no le funcionó tan bien como a ti. Se levantó con un fuerte dolor de cabeza y se dio cuenta de que había olvidado las tablas de multiplicar y muchas cosas más. Como su nombre.

Gary asintió. Rusia. California. Sin un coche, sin aviones, tendría que ir a pie para reunirse con ellos. Estaban muy lejos.

—Es como si estuvieran en la Luna. Es raro. Hace un par de días, creía que era el único y me parecía bien. Después, te pusiste en contacto conmigo. Es como si solamente me hubiera encontrado solo cuando sabía que no lo estaba. —Introdujo la mano en la vitrina rota y cogió una joya que reproducía a un dios con cabeza de chacal. Era hermoso, tallado por manos delicadas. Una cosa elaborada. Todo eso había terminado. No quedaba nadie para crear cosas hermosas. Tampoco quedaba nadie para apreciarlas. Había supervivientes, pero lo único que les importaba era que no los mataran. Supuso que no se les podía culpar. Dejó la joya en la vitrina otra vez—. ¿Qué nos ha pasado, Mael? ¿Qué provocó la Epidemia?

El druida se rascó la barbilla. Estaba pensando, concentrado, eso era lo que decía el gesto. Mael era un genio del lenguaje corporal, incluso con un solo brazo.

Sé lo que crees que fue. Una enfermedad igual que la gripe o la varicela. Pero no lo es. Los antiguos, los padres, lo que tú llamarías dioses, nos han enviado esto como retribución. Es una sentencia.

—¿Por qué?

Elige la opción que más te guste, amigo. Por lo que le habéis hecho a la Tierra, diría yo, pero claro, yo sólo soy un abrazaárboles del pasado. Quizá por lo que os habéis hecho unos a otros. Sé que no sentará bien eso. En tu mundo las cosas pasan sin más, ¿eh? Como si fueran accidentes. Fruto del azar. En mi época pensábamos de otra manera. Para nosotros, todo pasaba por alguna razón.

Camina conmigo, Gary. Tengo poco tiempo para conversar. Hay mucho trabajo oscuro por hacer. Luchar. Masacrar. Antes de que esto haya acabado.

—¿Eh? —preguntó Gary. Fue lo único que se podía decir.

Llegaremos a eso a su debido momento. Déjame que te enseñe algo antes.

Mael lo condujo de vuelta al ala egipcia del Met. Las momias liberadas habían tomado el lugar, y Gary se dio cuenta por primera vez de lo morboso que era aquel sitio. Un cementerio de interior donde se exponían los muertos para que los vieran los colegiales. Gary vio una momia probándose joyas en una sala, los collares de turquesas y oro brillaban sobre el lino sucio que rodeaba su cuello. En otra sala, una momia verdaderamente antigua, que no era mucho más que andrajos y huesos, estaba intentando forzar la rendija de un sarcófago con dedos torpes. Daba la impresión de que estaba intentando volver a la tumba.

Mael se detuvo en una sala que estaba dividida en dos por un panel. La exposición que contenía sólo estaba a medio montar, era evidente que los comisarios habían estado trabajando en ella cuando abandonaron el museo durante la Epidemia. Las paredes estaban pintadas de azul cielo y sobre una hilera de vitrinas vacías había una inscripción en letras blancas que decía: MOMIAS DEL MUNDO. Los cuerpos de esa sala estaban verdaderamente muertos. LAS MOMIAS DE HIELO SIBERIANAS no eran más que esqueletos incompletos con mechones de pelo pegados a sus calaveras rotas; LAS MOMIAS MONTAÑESAS DE PERÚ mostraban una profunda oscuridad a través de sus órbitas hundidas; hacía mucho que sus cerebros se habían podrido. Al fondo de la sala había una larga vitrina de poca altura que había sido reventada desde el interior. MOMIA CELTA DE LA CIÉNAGA DE ESCOCIA, leyó Gary. Ése debía de ser el sepulcro de Mael.

—«La momia de esta vitrina —leyó Gary en una placa en la pared— vivió en la época de los romanos. Probablemente fue sacrificado por su propio pueblo. Por los objetos que se hallaron con él, los arqueólogos creen que debía de ser un sacerdote o un rey».

En realidad, un poco las dos cosas. También músico, astrónomo y curandero —cuando hacía falta—. Sí, Gary, yo también fui médico en mi época. Seguramente mis métodos te parecerían rudimentarios, pero a fin de cuentas hice más bien que mal.

Gary se arrodilló para observar detenidamente la vitrina. Había una recreación del aspecto que debía de tener Mael en vida, que era casi exacto a las apariciones que de él había tenido durante su recorrido por la ciudad. Habían dibujado mal los tatuajes, les habían dado un aspecto más tribal, más moderno. Al lado, había una fotografía de Stonehenge, que el museo aseguraba que no había sido construido por los druidas, pero que éstos sí lo utilizaban para predecir los eclipses solares. Ahora tengo una historia que contarte.

Mael se sentó sobre la vitrina que contenía calaveras conservadas parcialmente, y caviló unos instantes antes de proseguir:

Nos turnábamos, así lo hacíamos. El pan de avena carbonizado me fue dado a los veintitrés años. Así era como elegíamos a los herederos, extraíamos trozos de pan de una bolsa. El verano había sido demasiado frío para el maíz y mi pueblo estaba en peligro de perecer de hambre. Así que me llevaron a los robles que coronan Móin Blogach y me colgaron hasta que boqueé para respirar. Cuando me bajaron y me sumergí en las aguas negras que había bajo la turba, tenía una oración a Teuagh en los labios. El padre de las tribus, así lo llamábamos. Oh, Señor, te suplico que hagas crecer las semillas. O algo por estilo. Él me esperaba bajo las aguas. Me dijo cuán decepcionado estaba. Me dijo lo que tenía que hacer. Después, desperté aquí.

Por primera vez, Gary se percató de que la soga alrededor del cuello de Mael no era un adorno. Era un nudo de horca.

—Jesús —suspiró Gary—. Es horrible.

Mael se encendió de ira al responder, agitaba la cabeza con tanta violencia que Gary temió que se le cayera.

¡Fue glorioso! En esos momentos, yo era el alma de mi isla, Gary, yo representaba las esperanzas que mi tribu convirtió en carne agonizante. Nací para esa muerte. Fue mágico.

Gary alargó una mano y la puso sobre el brazo de Mael.

—Lo siento de veras, pero tu muerte fue un desperdicio. Teuagh, o quien fuera, no podía hacer que las cosechas crecieran.

Mael se puso de pie rápidamente y salió cojeando de la habitación.

Puede, puede. Afortunadamente para mí, así no acaba la historia.

Mi mundo eran unas veintenas de casas y un pedazo de campo cultivado. Más allá, sólo estaba el bosque, el lugar donde los malos vagaban por la noche. No teníamos los avances tecnológicos con los que contáis vosotros, pero sabíamos cosas que vosotros habéis olvidado. Sí, cosas de verdad, cosas valiosas. Conocíamos cuál era nuestro lugar en el paisaje. Sabíamos lo que era formar parte de algo más grande que nosotros mismos.

Cuando desperté aquí estaba ciego. Me faltaban partes del cuerpo. No entendía el lenguaje de mis secuestradores ni por qué me encerraron en un diminuto ataúd de cristal. Sólo sabía que mi sacrificio había fracasado; si sobrevives, no funciona. El padre de las tribus tenía otros planes para mí, aunque, al principio, yo no los comprendía. Me llevó mucho tiempo abrirme al
eididh,
pero al fin entendí. Había cumplido un propósito en vida. Ahora cumpliría otro en la muerte.

Me he convertido en un malvado de la noche. Lo que nos lleva, mi muchacho, al día y el momento en que cambiamos las tornas y yo te hago una pregunta. Tengo trabajo que hacer y una sola mano. Me serías de utilidad, hijo. Serías una gran ayuda.

—¿Trabajo? ¿De qué tipo?

Oh, bueno. Voy a hacer una carnicería con todos los supervivientes.

La voz del druida había adquirido un cansancio melancólico que Gary soportaba a duras penas retumbando en su cabeza. No era una tarea que quisiera, sin duda no era nada de lo que él había deseado. Pero era una obligación. Gary lo había deducido del tono de voz del druida.

Te he hablado de una sentencia. Bien. Yo soy el instrumento de esa sentencia. Estoy aquí para hacer que suceda.

—Dios. Estás hablando de un genocidio.

El se encogió de hombros.

Estoy hablando de lo que somos. Estoy hablando de por qué hemos, vuelto con cerebros en la cabeza: para acabar lo que ha comenzado. Ahora, amigo:

¿Estás dentro o no?

Capítulo 12

Jack nos condujo por un largo pasillo que sólo estaba iluminado esporádicamente por haces de luz que entraban por las rejillas del techo. Al otro lado de esas rejillas había miles de no muertos y la luz del interior del pasadizo cambiaba constantemente mientras ellos caminaban por las aceras que teníamos sobre la cabeza; sus sombras tapaban el sol. Para alguien que vivía allí, como Jack, puede que el paseo no fuera tan perturbador. Tras un minuto haciendo el recorrido, tenía un charco de sudor helado en la parte baja de la espalda. Me sentía un poco mejor al respecto cada vez que Ayaan divisaba un muerto caminando sobre nosotros y levantaba el rifle en un reflejo espasmódico. En una ocasión, un muerto se cayó al suelo y nos miró fijamente a través de la rejilla mientras arañaba la rejilla con las uñas. Percibía la tensión del cuerpo de Ayaan aunque estaba a un metro de distancia. Era todo lo que podía hacer para no abrir fuego, aunque lo más probable hubiera sido que el disparo rebotara en la rejilla y nos diera a uno de nosotros.

Éramos ratas en una jaula. Los muertos nos tenían atrapados.

Finalmente, justo cuando creía que ya no podría soportarlo más, el pasadizo se abrió en una amplia entrada. Más allá, había espacio abierto y algo de luz.

Cuando doblamos la esquina, apenas podía creer lo que veían mis ojos. La explanada de la estación de metro tenía casi el mismo aspecto que yo recordaba, casi. Las columnas blancas estaban allí, seguían soportando el techo.

Las paredes estaban repletas de carteles publicitarios cubiertos con finos plásticos sobre los que había un sinfín de grafitis.

Seguía habiendo demasiada gente en aquel espacio de techos bajos, pero no se movían.

Habitualmente, esa estación estaba atestada de grandes mareas de humanidad que se trasladaban de un andén a otro. Pero la gente estaba sentada en el suelo, sobre una manta o apoyados en la pared, en grupos de cinco o seis personas que rehuían nuestra mirada. Sus ropas eran coloridas o de buena hechura o rematadas con pieles que valían miles de dólares, pero sus caras estaban chupadas y pálidas. Sus ojos no reflejaban otra cosa que un aburrimiento agotador, resultado de vivir atemorizado. Yo había visto aquella expresión por toda África.

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