Gary se dio cuenta de que ya no había elefantes en la Casa de los Elefantes, ni jirafas, o hipopótamos o rinocerontes u osos. Estaba observando lo que quedaba de ellos.
El gigante lanzó una patada en dirección al hombre sin nariz y la mujer sin rostro, y Gary les envió una orden urgente para que se retiraran. La mujer no fue capaz de moverse con la celeridad necesaria y el gigante le dio un manotazo en el costado. El hombre sin nariz trató de rodearlo por detrás y el gigante le dio una patada con una pierna que lo estampó contra un muro de ladrillos con un ruido sordo, de carne. La criatura quería a Gary a continuación y no iba a permitir dilaciones. Lo haría pedazos, Gary lo sabía —no para comerlo, puesto que los muertos nunca comían muertos—, sino por la ofensa de haber invadido su espacio.
Físicamente, Gary no daba la talla para enfrentarse al gigante. Levantó los brazos ante él y acarició los nexos que los unían a los dos en el espacio etéreo. Era doloroso tocar la energía desesperada del gigante, pero Gary alargó la mano y tiró con fuerza acercándose hasta que comenzó a desviar aquel calor enfurecido de la bestia.
El gigante no tenía forma de comprender lo que estaba sucediendo, pero lo sentía y debía de dolerle una barbaridad. Inspiró profundamente y se llenó los pulmones, luchando contra sus propios depósitos de grasa para introducir el aire en su cuerpo y luego lo expulsó con un gemido que pareció un toque de corneta. Gary se tapó las orejas, y en el proceso interrumpió su conexión con el gigante. Durante un instante, el mundo volvió a estar sumido en el silencio. Entonces, el gigante se volvió y comenzó a trepar por una jaula abandonada enterrando los dedos en el enrejado de metal, alejándose de Gary tan rápido como podía.
Mientras el gigante corría por la planicie de barro más allá del zoológico, Gary sintió deseos de aplaudirse para felicitarse. Estuvo a punto de hacerlo, hasta que algo se clavó en su dolorido cerebro como un tornillo. Era el benefactor, quizá preguntándose por qué se había desviado del camino que le había indicado.
Amaideach stócach!,
aulló el benefactor. Era la voz del propio Gary, la misma voz que él oía al pensar, pero mucho más alta, y tan distorsionada que no podía tratarse de sus propios pensamientos. Otra persona —el benefactor— le estaba gritando en el oído de su mente. Las palabras carecían de significado para Gary, pero lo atravesaron como una espada de fuego y le derribaron al suelo, donde permaneció tirado durante un tiempo.
Cuando fue capaz de ponerse en pie de nuevo, recogió al hombre sin nariz y a la mujer sin rostro (que tenía un aspecto un poco andrajoso tras la pelea con el gigante, pero todavía se podía mover) y regresó a su ruta hacia la parte alta de la ciudad. No tenía ninguna intención de volver a desafiar al benefactor.
Seguimos caminando por el centro de la calle cuando nos acercamos a la terminal de autobuses del puerto. Ésa debió de ser la última zona de la ciudad en ser evacuada. Vimos montañas de equipaje —en algunos casos no eran más que bolsas de basura cerradas con cinta adhesiva; en otros, pilas de bolsas de mano Prada o maletas Tumi amontonadas en la acera. Por todas partes había circulares pegadas en las paredes o rodando por las aceras como mantas rayas albinas que advertían a la gente MANTÉNGASE UNIDOS Y APRÉNDANSE DE MEMORIA EL NÚMERO DE SU GRUPO. Al final, la terminal de autobuses debía de ser la única vía de escape de la ciudad. No tenía ningún deseo de entrar y ver en qué se habían convertido todos aquellos refugiados aterrorizados. Como poco sería deprimente, pensé, y en el peor de los casos, impactante.
Después de pasar al lado del edificio de la terminal, llegamos a Times Square y descubrí una nueva definición para la palabra «impactante».
Tras la devastación que había presenciado, a algunas personas les sonará ridículo, lo sé, pero Times Square era el lugar más horripilante que había visto en esa nueva Nueva York. No había montañas de cadáveres ni indicios de saqueos o pánico. Tan sólo había una cosa que no encajaba en ese Times Square. Estaba oscuro.
No había luces en ninguna parte, ni una sola bombilla. Me volví hacia Ayaan, pero, naturalmente, ella no lo comprendía, así que recuperé mi posición y observé las vastas fachadas de los edificios que me rodeaban. Quería explicarle a ella que allí había habido pantallas de televisión de seis pisos de alto, que las luces de neón brillaban y cambiaban y titilaban con tanta claridad que no se diferenciaba el día de la noche, era algo totalmente trascendente y localizable. Que existía una ley que obligaba a todos los edificios a poner una determinada cantidad de luces, de forma que la comisaría y las entradas de metro y el centro de reclutamiento del ejército tenían la misma iluminación que Las Vegas. Pero ¿cómo podría entenderlo? No tenía ningún punto de referencia, nunca había visto los anuncios de Samsung, Reuters Quiksilver y McDonald's. Ya no podría verlos nunca. Boquiabierto volví a situarme, tan impactado que no era capaz de pensar. El corazón de la ciudad de Nueva York, así era como todas las guías turísticas llamaban a Times Square, el corazón de la ciudad de Nueva York había dejado de latir. La ciudad, al igual que sus habitantes, había perecido y ya sólo existía en un estado intermedio parecido a una pesadilla, era un no muerto sin vida. Ayaan tuvo que cogerme de la mano y arrastrarme.
Avanzamos por delante de las salas de cine, y entonces vimos el Museo Madame Tussaud a nuestra derecha. Habían arrastrado por la calle docenas de maniquíes de cera, la lluvia se había llevado la pintura y sus caras medio derretidas nos miraban con reproche. Se podían ver enormes surcos en sus gargantas y torsos, donde centenares de muertos se habían ensañado; evidentemente los habían confundido con seres humanos de verdad. Todavía tenía la vista clavada en las figuras rotas cuando oí a alguien hablar. Miré a Ayaan en el mismo instante que ella me miró a mí. Los dos lo habíamos oído, lo que quería decir que no procedía de ninguno de nosotros. Lo oímos de nuevo.
—¡Eh, vosotros! ¡Aquí! —La cara de Ayaan mostraba una rigidez siniestra. En aquella ciudad tomada otra voz sólo podía provenir de Gary, pero él estaba muerto hacía tiempo, muerto y enterrado bajo una avalancha de cajas de DVD, nosotros habíamos estado allí, lo habíamos hecho nosotros. En cualquier caso, no era la voz de Gary. ¿Habría otro como él? Si era así, tenían un problema importante.
—¡Gente viva, tío! ¡Supervivientes! ¡Vamos! —La voz venía de Broadway. Fuimos a la entrada del metro a la carrera y la encontramos cerrada con puertas de acero. De pie, en el interior, había tres hombres que estaban muy vivos, respiraban. Estaban cubiertos de sudor, como si acabaran de recorrer a toda velocidad una larga distancia, y nos saludaban enloquecidos.
_ ¿Quiénes…? —empecé a decir, pero naturalmente era obvio quiénes eran. Supervivientes, neoyorquinos, vivos después de todo ese tiempo. ¿Habían vivido en el metro desde que estalló la Epidemia? Parecía imposible, pero allí estaban. Parecían desnutridos y estaban desaliñados, pero no estaban muertos; no estaban muertos en absoluto.
—Debes de haber venido para rescatarnos, tío —gritó uno de ellos, aunque parecía convencido de que no era el caso, pero deseaba desesperadamente que así fuera—. Ha pasado mucho tiempo, pero sabíamos que vendríais.
Ayaan me hizo un gesto negativo con la cabeza, pero la ignoré. A la mierda con los medicamentos, ¡eran personas vivas! Eché un vistazo a través de los barrotes. Los hombres estaban armados con pistolas, escopetas y rifles de caza: armas civiles. Todos llevaban una chapa identificativa en la camiseta: «HOLA MI NOMBRE ES
Ray
»; «HOLA MI NOMBRE ES
Ángel
»; «HOLA MI NOMBRE ES
Shailesh
». Ray extendió una mano sudorosa y desesperada, pasó el brazo entre los barrotes pasándolo hasta el hombro. Alargó la mano hacia mí, no para cogerme ni para hacerme pedazos, sino para saludarme. Le estreché la mano con entusiasmo.
Shailesh hizo la primera pregunta.
—¿Para qué son esos trajes? Nosotros no estamos infectados. Estamos limpios.
—Evitan que los muertos nos huelan —les expliqué apresuradamente—. Yo soy Dekalb y ésta es Ayaan, llevamos un par de días aquí, pero sois los primeros supervivientes que hemos visto. ¿Cuántos de vosotros hay ahí dentro?
—Cerca de doscientos —respondió Ray—. Todos los que estábamos aquí cuando cayó la última barricada de la Guardia Nacional. Oye, ¿no has visto ningún superviviente en absoluto? Tenemos a dos tipos ahí fuera buscando suministros. Paul y Kev. ¿Estás seguro de que no los has visto? Hace mucho que salieron.
Miré a Ayaan como si ella pudiera haber visto algo que yo había pasado por alto, pero naturalmente sabíamos lo que les debía de haber sucedido a los exploradores.
—Tenemos un barco atracado en el Hudson —les expliqué—. Debemos encontrar la manera de llevaros hasta el río, pero después estaréis a salvo. ¿Quién está al mando? Tenemos que empezar a organizar como hacerlo. —Tenía planeado conducir la situación como la clásica operación de refugiados de la ONU. El primer paso era buscar la jerarquía social existente. No sólo porque el jefe local sabría cómo mantener el orden entre su gente, sino porque se ofendería si no se reconocía su autoridad por temporal que ésta fuera. Nunca pensé que estaría aplicando ese tipo de psicología de grupo con norteamericanos, pero los principios debían ser los mismos.
—El Presidente
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—dijo despectivamente Ángel. Estaba claro que sentía algún tipo de recelo hacia la autoridad local, pero suavizó su actitud cuando se dio cuenta de que la escapatoria estaba al alcance de la mano—. Por supuesto, hombre, hablaré con él, pondré esto en marcha. Querrás entrar quizá comer algo. No tenemos mucho, pero es todo tuyo.
Negué con la cabeza, pero el gesto debía de ser difícil de interpreta]' a través del casco, así que levanté las manos para indicar que no.
—No abráis la puerta. No hay necesidad de que os pongáis en peligro. Ahora volveremos al barco, pero regresaremos en un par de horas, ¿de acuerdo? Los tres hombres me miraron con una confianza tan sincera que tuve que darme la vuelta para disimular mi expresión. Ayaan se aclaró la garganta cuando nos apartamos de la entrada del metro. Sabía lo que iba a decir, pero no quería oírlo.
—Dekalb. El
Arawelo
está abarrotado incluso ahora, con sólo veintisiete de nosotros. No posible subir a bordo a doscientos refugiados —dijo en voz baja para que los supervivientes no nos oyeran discutiendo. Yo hice lo mismo.
—Entonces haremos varios viajes… o, no sé, quizá Osman consiga hacer realidad su deseo, quizá podamos encontrar alguna manera de liberar el
Intrepid.
¡Por el amor de Dios, Ayaan!, no podemos abandonarlos sin más.
—Dekalb —dijo en un tono de voz mucho más alto, y yo me volví para tranquilizarla, pero ella tenía en la mente otra cosa. Se había abierto la tapa lateral de un contenedor y un muerto completamente desnudo se las había ingeniado para salir. Venía directo hacia nosotros a cuatro patas, arrugando la nariz.
—Debe de oler a los supervivientes —le susurré a Ayaan—. Quédate totalmente quieta.
El hombre muerto se acercó gateando y se puso en pie con rigidez. En vida había sufrido la típica calvicie masculina. Tenía unos ojos diminutos, brillantes y malvados. Se tambaleó a mí alrededor durante un largo e incómodo minuto antes de doblarse por la cintura y alargar el cuello para olisquearme. Parecía que encontraba mi mano derecha apasionante.
Era de lo más natural bajar la vista para ver qué lo alteraba tanto. Fue entonces cuando me percaté de la humedad de la palma de mi mano. Había sudor en la parte exterior de mi guante.
Dos hombres muertos más se deslizaron por la abertura del contenedor.
Calle abajo divisé movimiento, mucho movimiento.
—¡Has estrechado la mano del vivo! ¡Estás contaminado! —gritó Ayaan; la correa de su rifle se enredó mientras ella trataba de coger el arma. Miré por encima al hombre muerto mientras sus dedos que parecían garras me arañaban. Las uñas se deslizaron por el traje sin provocar ningún daño. Sentí los, cuatro puntos de contacto (uno por cada uña) recorrer mis costillas y después agarraron el cierre de mi guante.
Traté de apartarme, sin embargo, las piernas se me enredaron dentro del ancho traje de seguridad y estuve a punto de caerme. El muerto dio un tirón rápido y me sacó el guante, dejando mi mano desnuda al aire libre. La hermeticidad a prueba de vapor se había ido al traste.
Unas largas banderolas de PVC ondeaban con fuerza entre las columnas de la fachada, los mensajes promocionales se habían desteñido y eran ilegibles a causa del efecto del sol. Hacían un golpeteo seco cuando las agitaba el viento, eran la única cosa en movimiento a la vista. El Metropolitan se elevaba alto y aislado en medio del lodazal del parque, con las enormes puertas abiertas.
—Tengo cosas mejores que hacer —dijo Gary en voz alta. Le daba miedo entrar. El hombre sin nariz y la mujer sin rostro no respondieron a su declaración—. Tengo que encontrar a la chica que me disparó. Y también estoy hambriento. —Pero no se marchó. Tenía demasiadas preguntas aglomeradas en la cabeza.
Condujo al hombre sin nariz y a la mujer sin rostro escaleras arriba hasta la puerta y echó un vistazo fugaz, preguntándose qué podía haber dentro que le diera tanto miedo. El ingente vestíbulo se elevaba hasta tres horribles tragaluces que permitían el paso de la luz. Había una iluminación suficiente para ver que el sitio estaba vacío. Gary accedió al aire frío e inerte del museo y levantó la vista hacia el techo abovedado, miró la grandiosa escalera que conducía al piso superior desde un extremo del vestíbulo y también los mostradores de venta de entradas e información abandonados y desnudos bajo la pálida luz. No se trataba en absoluto de su primera visita al Met, pero sin las hordas de turistas y trabajadores, sin los chillidos de los niños aburridos o de los guías turísticos gritones parecía que cada paso que daba reverberaba en el edificio de piedra del museo como una tumba.
Tenía más que una mera sospecha de sobre dónde debería buscar al Benefactor, a pesar de que no tenía ningún sentido. Giró a su derecha y atravesó el cordón de seguridad abandonado. El hombre sin nariz y la mujer sin rostro lo seguían, arrastrando los pies sobre las baldosas. Recorrieron un largo pasillo donde había expuestas pinturas funerarias que mostraban escenas de la vida cotidiana egipcia, después entraron en una sala llena de vitrinas de exposición.