Zombie Island (30 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

BOOK: Zombie Island
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—Tengo algunas ideas, pero necesito a todos los hombres de los que pueda disponer para llevarlas a cabo. Te necesito, Dekalb. —Me miró fijamente aún cuando yo me resistía firmemente a mirarlo a él.

Finalmente, lo seguí hasta el tráiler sin decir ni una palabra y me hundí en una de las cómodas sillas. Kreutzer deambulaba al fondo, sin hacer más que frotarse las manos con nerviosismo mientras Jack estudiaba las imágenes en alta resolución de Central Park y las cosas que Gary había construido allí.

—Tenemos que empezar por un par de supuestos —dijo por fin, esa última palabra sonaba como algo que tenía mucha cola y que acababa de aterrizar en su boca. Éste era un hombre que creía que hacían falta datos contrastados para comprar un cepillo de dientes eléctrico. Organizar un intento suicida de rescate conllevaría declaraciones juradas ante notario de operativos de inteligencia y una carta firmada del Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas en la que se describiera con todo tipo de detalles cuál era su misión. Naturalmente, en este momento no se podía permitir esos lujos—. Vamos a comenzar por suponer que esto es posible. Después, vamos a dar por hecho que contamos con el equipo y el personal suficientes para llevarlo a cabo.

Asentí con la cabeza, pero seguí resistiéndome a mirar la pantalla.

—Vamos a dar por sentado que él sigue siendo lo bastante humano para compartir algunas de nuestras limitaciones. Que sólo se puede concentrar en una cosa a la vez.

Me froté el puente de la nariz.

—Quieres utilizar el suicidio de Ayaan como maniobra de distracción. —Naturalmente, tenía sentido. Gary anhelaba una sola cosa: vengarse. Si se le ofrecía en bandeja de plata, ¿cómo se daría cuenta de que nos colábamos a su espalda con una sierra para cortarle la cabeza?

Se me ocurrían un montón de cosas por las que se daría cuenta. No era estúpido. Ya lo había subestimado antes y el coste no había sido nimio. Pero Jack estaba pensando en el plano de las posibilidades, no en términos de qué pasaría, sino de qué podría pasar. Incluso yo sabía que eso era un terreno peligroso.

—Tenemos que dar por sentada otra cosa: él no sabía que esto estaba aquí cuando construyó sus fortificaciones.

El comentario me hizo levantar la vista. ¿Gary había pasado algo por alto? ¿Algo que podría resolver nuestros problemas? Jack tenía un dedo sobre la pantalla, señalaba una forma de planta rectangular sin ningún rasgo particular en el territorio del parque. Estaba ubicado en la manzana inmediatamente por debajo de donde cortaba la calle Setenta y nueve; antes era una carretera asfaltada y ahora no era más que un cordón de lodo. No tenía ni idea de qué era.

Cuando Jack me lo contó, tuve que pensar seriamente en lo que íbamos a hacer. En cómo lograríamos colarnos dentro de la fortaleza de Gary y salir con vida llevándonos a doscientos seres humanos en fila. No se podía hacer.

Pero íbamos a hacerlo.

—¿Cómo empezamos? —pregunté.

Capítulo 10

Estaban paseando por el jardín que había entre los dormitorios, las momias se mantenían a una distancia prudencial de los vivos cuando algo blanco y veloz cruzó borroso por la vista de Gary e impactó en su sien, haciendo que le temblaran los ojos en las cuencas. Su cerebro se retorcía mientras él enviaba doce órdenes a la vez, llamó soldados por docenas para que cubrieran su ángulo ciego, envió al hombre sin nariz a lo alto del
broch
para tener una perspectiva despejada, mandó a la mujer sin rostro a los puntos en los que el muro no estaba del todo terminado.

No obstante, sus propios ojos resolvieron el misterio. Al bajar la vista, todavía alterado por el golpe, vio el proyectil que lo había golpeado con tanta violencia. Era una pelota de sóftbol estropeada y deformada por el uso. Al levantar la vista otra vez vio a una niña pequeña paralizada a unos cuantos metros de distancia, con los ojos abiertos de par en par. Llevaba un guante para atrapar la pelota y le chorreaba la nariz. La deslumbrante energía palpitaba en su interior a causa de la adrenalina que corría por sus venas.

Gary se arrodilló delante de la aterrorizada criatura de ocho años e intentó sonreír. Teniendo en cuenta el estado de sus dientes, quizá no era la mejor de las ideas. La niña comenzó a temblar notablemente, las oleadas de miedo atravesaban su carne tierna.

—Ven aquí, pequeña. No te voy a morder. —Por lo menos, a ésta no. Tenía muchos años por delante como reproductora antes de que fuera sacrificada.

Si era una amenaza, se tendría que comer a su padre o cualquier otra persona para darle una lección.

Notaba a Marisol a su lado, apenas capaz de controlarse. Ella quería hacerle daño, lo sabía. Él había sido objeto de un acto violento y ella se sentía como si tuviera que interpretarlo como una señal para iniciar una rebelión violenta contra su cautiverio. Él también sabía que ella no era estúpida. Los otros que estaban a su alrededor formando un amplio círculo parecían preparados para escapar ante la mínima provocación. Ese día no tendría lugar un motín.

—¿Has sido tú quien ha tirado esto? —le preguntó, sujetando la pelota de sóftbol. Necesitó las dos manos para que no se le cayera—. ¿Me lo has tirado a propósito? No te preocupes, no estoy enfadado. ¿Lo has tirado a propósito?

Quizá demasiado de prisa, la cabeza de la niña fue de derecha a izquierda, negando. Gary sonrió otra vez.

—Jugar a la pelota es divertido, pero tenemos que ser cuidadosos —dijo—. Tal vez te acuerdas de que antes había médicos y hospitales, pero ya no hay. Si uno de nosotros resulta herido o se pone enfermo, no hay nadie que pueda cuidar de nosotros. ¿Sabías…?

Gary se detuvo a media idea. Sus adormecidos sentidos muertos habían captado algo, algo lejano y sutil, una especie de resonancia que notaba más que oía. Como un terremoto a lo lejos. Gary preguntó a los
taibhsearan
colgados de los muros del
broch
y a sus exploradores del exterior del parque. Había un sentimiento general de agitación entre la multitud de muertos que estaban fuera, pero no le daban información de verdad.

Un hombre vivo se apartó de la muchedumbre y se llevó a la niña a toda prisa. La educación de la criatura tendría que esperar hasta que Gary averiguase qué estaba sucediendo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Marisol. Los vivos que los rodeaban sacudieron la cabeza, confusos. Gary no estaba perdiendo la razón, sin duda se había oído un ruido. Tocó la mente del hombre sin nariz y le hizo estudiar los árboles muertos de Central Park, las lápidas del cementerio que había más allá. Una nube de polvo marrón y gris se elevaba sobre las copas de los árboles del extremo oeste del parque. Al lado del Museo de Historia Natural, casi al otro lado del parque, delante del Met, donde Mael había vuelto a la vida. Gary se conectó a la
eididh
y envió una orden para que sus soldados muertos se dirigieran allí. Los más cercanos al museo estaban envueltos en la nube de polvo que se disipó rápidamente. Se tambalearon en los alrededores del museo y tropezaron con los trozos de piedra y ladrillo que se habían desprendido. Lo que tampoco era muy sorprendente; los muertos habían demolido casi la mitad del Museo de Historia Natural en sus expediciones en busca de ladrillos con los que construir la torre de Mael. Era más que probable que el resto del edificio estuviese a punto de derrumbarse.

El atronador sonido agudo de una sirena se extendió por el parque. Los muertos más próximos al museo se taparon las orejas para protegerse del ruido. El volumen del sonido oscilaba y se convertía en un chirrido que a Gary le produjo un intenso dolor en el cráneo. Cuando al fin se detuvo, ordenó a sus muertos que se acercaran, que rodearan el museo. Eso era un sonido producido por un humano. Quizá el ruido estático de un altavoz. O de un megáfono. —¡Hola, señor gilipollas
xaaraan
!

Esa palabra no era inglesa pero le resultaba familiar. Oh, sí, claro. Una de las chicas somalíes la había empleado para describirlo. En aquel momento tenía su bayoneta clavada en el pecho de Gary. —¡Hola, hombre muerto! ¿Estás ahí?

Todavía había polvo en suspensión cerca del Museo de Historia Natural. Cada vez que la chica hablaba, el polvo se agitaba. Gary tomó las gargantas de su ejército.

—Síííí —les hizo decir entre dientes con sus cuerdas vocales putrefactas—. Esssstoy aquíííí.

Una figura apareció en el tejado del Museo de Historia Natural, en lo alto del Planetario Hayden de paredes de cristal. El hombre sin nariz logró divisarla con sus ojos empañados: falda plisada, chaqueta y pañuelo en la cabeza. La chica soldado volvió a levantar el megáfono hasta la boca y sus palabras reverberaron sobre Central Park, rebotando en el barro endurecido, repicando sobre las farolas torcidas.

—Dijiste que me tomarías como pago por los medicamentos. He venido. Ayaan, era Ayaan, la puta que le había disparado. Gary sintió que sus glándulas salivales disecadas se hinchaban por la excitación. En realidad, no había esperado que Dekalb aceptara su oferta. Urgió a sus exploradores muertos a avanzar en el terreno del museo destrozado. En el interior, a la sombra, se acumulaban nubes ingentes de polvo caliente que mermaban la visibilidad. Las montañas de escombros cerraban el paso en los pasillos y en las amplias salas de exposición. Ayaan debía de haber derribado todas las escaleras; por lo que Gary veía, ya no había forma de llegar al tejado. La única parte indemne del museo era el propio planetario, una esfera de metal suspendida dentro de una estructura estanca de cristal de seguridad. No había manera de llegar al interior del cubo de cristal sin pasar por el museo, y el cristal era de los que no se astillaban.

Gary sacó a sus tropas del edificio en ruinas y les hizo repartirse por los alrededores. Treparon sobre el cristal, pero no encontraban agarres para las manos, ni nada con lo que ayudarse a escalar. Ayaan había escogido una localización con una defensa increíble para ofrecer su última resistencia. No había forma de subir, pero ella tampoco tenía escapatoria.

—¡Aquí estoy! —gritó la chica. Sus palabras fueron seguidas por el eco. ¡Ven y cógeme!

Era evidente que no pretendía bajar por las buenas. De acuerdo, pensó Gary. De acuerdo. Esto podía ser divertido. Ordenó a su ejército avanzar, a toda la agitada masa que lo componía. Se movían silenciosos como el viento soplando sobre la hierba crecida, pero sus pisadas hacían temblar la tierra. Gary, que estaba entusiasmado por el poder que controlaba, estaba a punto de recibir un golpe en el ego un momento más tarde.

Desde detrás de las columnas de ventilación y las salas de los ascensores, apareció el resto de la compañía de Ayaan, una docena, dos docenas de chicas con mochilas enormes a la espalda y rifles de asalto en las manos. Algunas sujetaban grandes cajas de cartón. Ésas corrieron hasta el borde del tejado del planetario y vaciaron los contenidos sobre las cabezas del fantasmagórico ejército invasor.

Las cajas estaban llenas de granadas de mano. Cayeron como frutas de un árbol durante una tormenta, dando vueltas durante quince metros hasta rebotar a los pies de los soldados de Gary. Estallaron rítmicamente como» fuentes de humo blanco que ocultaron el ejército de la vista del hombre sin nariz y que hicieron retorcerse de dolor a Gary al sentir el sufrimiento lejano de cada uno de los hombres muertos al volar en pedazos.

—¡Maldita sea! —aulló Gary. Se encaminó al
broch
y ordenó a las momias que lo siguieran. Parecía que, después de todo, Dekalb le había reservado algunas sorpresas.

Capítulo 11

Seis horas antes:

Osman me entregó un cigarrillo de
kif
arrugado y una caja de cerillas antes de saltar sobre el
Arawelo
y comenzar a proferir órdenes a gritos para Yusuf.

—Te calmará los nervios —me explicó. Supongo que debía de tener el aspecto de un fantasma, la gente llevaba toda la mañana diciéndome lo pálido que estaba. No creía que el hachís suave de Osman fuera a ser de mucha ayuda, así que me lo metí en el bolsillo después de darle las gracias.

El barco zarpó del muelle de la Guardia Costera con un repique de pistones y una explosión de gases de los motores diésel. Osman giró lentamente, avanzando y retrocediendo con giros a cámara lenta. Las chicas que estaban en cubierta se agarraban a la barandilla o a las cajas de armamento estibadas y miraban melancólicamente la hierba de Governors Island. Esperaba no ver a Ayaan antes de que se marchara, pero allí estaba, en lo alto de la timonera, como una reina del baile en un barco especialmente oxidado para el desfile. Ella bajó la vista para mirarme y yo la alcé. Nuestros ojos se encontraron, quizá por última vez, y nos comunicamos a un nivel no verbal una oleada de respeto que no sería capaz de definir. Finalmente, me dedicó una sonrisa que me hizo sentir incómodo, y después se volvió para contemplar la bahía de frente.

Regresé a los hangares a la carrera, el tiempo era una parte importante del plan de Jack y no sería yo quien lo estropeara. El enorme helicóptero tubular Chinook, un CH-47SD, el helicóptero de carga más moderno y lujoso que tenían las Fuerzas Armadas, estaba sobre la pradera, esperándome. Entré corriendo por la rampa posterior y presioné el interruptor para elevarla detrás de mí, entonces corrí hasta la cabina, que se había convertido en una caverna después de que quitáramos todos los asientos, resonaba como el interior de una hormigonera. Kreutzer ya tenía los dos motores Super-D girando para ganar velocidad y estaba preparado para ascender. Naturalmente, se había quejado cuando le pedimos que nos llevara a Central Park, pero Jack tenía un poder de persuasión ineludible. En otras palabras, le dijo a Kreutzer que si no accedía voluntariamente a llevarnos, lo dejaríamos en Governors Island para que muriese de hambre. Si Jack dice algo así, la gente tiende a dar por hecho que no se está tirando un farol.

Tan pronto como llegué a la cabina de mando, Kreutzer nos subió treinta metros y después avanzó con tanta brusquedad que me caí de espaldas y aterricé sobre mi trasero. Me miró desde el asiento del piloto como si estuviera a punto de romper a reír.

—¿Cuántas horas de vuelo tienes en este aparato? —le grité por encima del rugido de los motores.

—Más que tú, gilipollas —me gruñó como respuesta.

Era justo.

Con más cuidado, me subí al asiento del pasajero. Jack, que iba sentado en el asiento del copiloto, me pasó unos tapones de goma para protegerme los oídos.

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