Carter se había quedado inmóvil. Daba la impresión de que ni siquiera respiraba.
—¿Cuánto dura? —Sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón—. El dolor. ¿Cuánto cree que dura?
—Nadie ha regresado para contarlo. —Blanes se encogió de hombros—. La única versión que poseemos es la de Ric: a él le pareció que pasaba horas dentro de la cuerda, pero aquel desdoblamiento no tenía la potencia de Zigzag...
—Craig y Nadja duraron meses... —murmuró Jacqueline abrazándose las piernas, como aterida—. Eso dicen las autopsias... Meses o años sintiendo dolor.
—Pero ignoramos qué ocurre con sus conciencias, Jacqueline —se apresuró a añadir Blanes—. Quizá su percepción del tiempo sea distinta. Tiempo subjetivo y objetivo: existen diferencias, recuérdalo... Puede que todo suceda muy rápido desde el punto de vista de sus conciencias...
—No —dijo Jacqueline—. No lo creo.
Carter buscaba algo en los bolsillos, quizá un mechero o una caja de cerillas, porque aún tenía el cigarrillo maltrecho entre los labios. Pero desistió, se quitó el cigarrillo de la boca y lo contempló mientras hablaba.
—He visto muchas veces la tortura, y la he probado. En 1993 trabajé en Ruanda entrenando a varios grupos paramilitares hutus en la zona de Murehe... Cuando estalló la revuelta me acusaron de traición y decidieron torturarme. Uno de los jefes me anunció que se lo tomarían con calma: comenzarían por los pies y llegarían a la cabeza. Empezaron arrancándome las uñas de los pies con palos puntiagudos. —Sonrió—. Nunca he sentido más dolor en mi puta vida. Lloraba y me meaba de dolor, pero lo peor era que pensaba que no habían hecho sino empezar: solo eran las uñas de los pies, esas mierdas secas que nos crecen en la última punta del cuerpo... Creí que no lo soportaría, que mi mente estallaría antes de que hubiesen llegado a la cintura. Pero a los dos días otro de esos grupos que yo había entrenado entró en el poblado, mató a los tipos que me retenían y me liberó. En ese momento pensé que siempre existen límites para lo que uno puede llegar a sufrir... En la academia militar donde me preparé tenían un dicho: «Si el dolor dura mucho, entonces puede resistirse. Si es irresistible, te matará y no durará mucho». —Lanzó su vieja y gastada risa—. Se suponía que saber eso nos ayudaría en los momentos difíciles. Pero esto...
—¿Quiere callarse, por favor? —Con un gesto de desesperación, Jacqueline volvió a agachar la cabeza y se tapó los oídos.
Carter la miró un instante y luego siguió hablando en voz baja y ronca, apuntándoles con el cigarrillo apagado como con una tiza torcida.
—Sé perfectamente lo que voy a hacer cuando su compañera salga con una imagen. Voy a eliminar a ese bastardo, sea quien sea de nosotros. Aquí y ahora. Lo mataré como se mata a un perro enfermo. Si soy yo... —Se detuvo, como considerando esa posibilidad insospechada—. Si soy yo, tendrán el gusto de ver cómo me salto la tapa de los sesos.
La cabina del pequeño UH1Z empezaba a balancearse como un autobús viejo en una calle sin asfaltar. Prisionero del moderno asiento ergonómico con cinturón de seguridad en equis, la cabeza de Harrison era lo único que se movía de todo su cuerpo, pero lo hacía en cualquier dirección que sus vértebras le permitieran. Sentada frente a él y rozándole las rodillas, la soldado Previn mantenía la vista fija en el techo. Harrison observó que bajo la línea del casco los bonitos ojos azules se hallaban dilatados. Sus compañeros no disimulaban mucho mejor. Solo Jurgens, sentado al fondo, permanecía incólume.
Pero Jurgens era la otra cara de la muerte, y no servía como ejemplo.
Más allá parecía haberse desatado el infierno. O quizá se trataba del verdadero cielo, quién podía saberlo. Los cuatro «arcángeles» avanzaban frenéticamente contra una lluvia casi horizontal que ametrallaba los cristales delanteros. A medio centenar de metros bajo ellos se alzaba un monstruo con la potencia de mil toneladas de agua curva. Por fortuna, la noche impedía contemplar la vorágine del mar. Pero cuando se asomaba por la ventanilla del costado el tiempo suficiente, Harrison llegaba a distinguir millones de antorchas de espuma en la cima de kilómetros de terciopelo agitado, como la caprichosa decoración de un viejo palacio romano en las orgías de carnaval.
Se preguntó si la soldado Previn lo culpaba de algo. No creía, desde luego, que le reprochase la muerte de aquel idiota de Borsello. En Eagle lo habían aplaudido, incluso.
La orden llegó al mediodía, cinco minutos después de que Borsello recibiera un balazo en el entrecejo. Procedía de algún lugar del norte. Siempre ocurría igual: algún lugar del norte ordenaba, y alguien al sur obedecía. Como la cabeza y el cuerpo: siempre de arriba abajo, pensaba Harrison. El cerebro ordena y la mano ejecuta.
La «cabeza» había dictaminado que la eliminación del teniente Borsello era admisible. Harrison había hecho lo correcto, Borsello había sido un inepto, la situación era urgente, ahora el sargento Frank Mercier lo sustituía. Mercier era muy joven y estaba sentado al lado de Previn, frente a Harrison. También tenía miedo. Su miedo adoptaba forma de nuez subiendo y bajando por su cuello. Pero eran buenos soldados, entrenados en SERE: Supervivencia, Evasión, Resistencia, Escape. Conocían sus armas y equipo a la perfección, habían recibido instrucción suplementaria en defensa y aislamiento de zonas. Y podían hacer algo más que defenderse: llevaban rifles de asalto XM39 de balas explosivas y subfusiles Ruger MP15. Todos eran fuertes, de mirada vidriosa y piel brillante. No parecían personas sino máquinas. La única mujer era Previn, pero no desentonaba en el grupo. Se sentía contento de tenerlos a su lado, no quería que pensaran nada malo de él. Con ellos y Jurgens ya no tenía nada que temer.
Salvo la tormenta.
Tras el nuevo bandazo decidió reaccionar.
Miró a los pilotos. Semejaban hormigas gigantes con aquellos cascos ovoides y negros orlados por el resplandor del panel de instrumentos. Ni pensar en desabrocharse el cinturón de seguridad para acercarse a ellos, por supuesto. Hizo girar el brazo del micrófono incorporado al casco y pulsó una tecla.
—¿Esto es la tormenta? —preguntó.
—El
comienzo
, señor —respondió uno de los pilotos—. Los vientos no superan aún los cien kilómetros por hora.
—No es un huracán —dijo el otro piloto desde su oído derecho.
—Y si lo es, no está bautizado.
—Pero ¿el helicóptero aguantará?
—Supongo que sí —contestó su oído izquierdo con sorprendente indiferencia.
Harrison sabía que el «arcángel» era un sofisticado y resistente aparato militar preparado para toda clase de condiciones atmosféricas. Hasta las aspas podían regularse según la fuerza del viento: en aquel momento no dibujaban la clásica equis sino dos rombos. Sin embargo, la sola posibilidad de tener un accidente le agobiaba, no por el hecho de enfrentarse a la muerte sino por no alcanzar su objetivo.
—¿Cuándo creen que llegaremos? —Sintió que el sudor le corría por la espalda y la nuca, bajo el casco y el chaleco salvavidas.
—Deberíamos ver la isla en una hora, si todo va bien.
Dejó abierto el canal de radio. Las voces cosquilleaban su oído como las alucinaciones de un loco.
Arcángel Uno a Arcángel Dos, cambio...
Se habían quedado dormidos, o eso creía.
No se atrevía a apuntarles con la linterna por temor a que despertaran, aunque tal eventualidad le parecía remota: era obvio que se encontraban exhaustos por la falta de descanso. Pero al mirarlos uno a uno no le cupo ninguna duda de que dormían. El sueño de Jacqueline era agitado y sonoro: emitía como una especie de lamento gutural mientras sus pechos ondulaban bajo la camiseta. Carter parecía estar despierto, pero sus labios formaban un pequeño punto negro en una comisura, como el cañón de su pistola. Blanes roncaba.
Faltaban diez minutos para la medianoche y Elisa aún no había aparecido.
Llegaba el momento.
El corazón se le desbocaba. Pensó, incluso, que los demás lo oirían latir y se despertarían, pero no había manera de enmudecer su corazón.
Actuando a cámara lenta, dejó la linterna grande en el suelo, sacó la pequeña y la encendió. Ahora venía la prueba de fuego, nunca mejor dicho.
Apagó la grande. Aguardó. No sucedió nada. Seguían dormidos.
La luz de la linterna pequeña era mínima, como la que podrían producir los rescoldos de una hoguera, pero resultaba más que suficiente para que no se asustaran si despertaban de improviso.
Dejó la linterna encendida en el suelo, junto a la otra, y se quitó los zapatos. Sobre todo, no perdía de vista a Carter. Aquel hombre le resultaba terrorífico. Era uno de esos seres violentos que habían vivido en un mundo paralelo al suyo, tan alejado de plantas hidropónicas, matemáticas y teología como un buey podría estarlo de asistir a clase en Princeton. Sabía que, si necesitaba hacerle daño para protegerse, el ex militar no iba a pensárselo dos veces.
Aun así, ni Carter ni el diablo iban a impedirle hacer lo que deseaba.
Se levantó y caminó de puntillas hacia la puerta. Había tomado la precaución de dejarla abierta. Salió al tenebroso corredor y sacó las cerillas del pantalón. Horas antes, cuando Carter las había estado buscando para encender el cigarrillo, temió que descubriera quién se las había hurtado. Por fortuna, no había sido así.
Iluminándose con la trémula llama giró hacia la derecha y llegó al pasillo del primer barracón. Allí se escuchaba el golpeteo de la lluvia con más intensidad, incluso penetraba el viento.
Víctor protegió la cerilla con la mano pensando que podía apagarse.
La oscuridad le agobiaba. Se sentía aterrorizado. En principio, Zigzag (si es que tal monstruo existía, lo cual aún dudaba) no representaba para él una amenaza directa, pero los demás le habían inoculado el horror en la sangre. Y la algarabía de la tormenta, la ausencia de luces y aquellas paredes de gélido metal no contribuían precisamente a tranquilizarlo.
La cerilla quemaba sus dedos. Sopló y la arrojó al suelo. Durante un instante permaneció ciego mientras cogía otra. El miedo es, en gran parte, imaginación: Víctor lo había leído infinidad de veces. Si no dejabas suelta tu fantasía, la oscuridad y los ruidos no tenían ningún poder sobre ti.
La cerilla se le resbaló de los dedos. Ni pensar en agacharse y buscarla. Cogió otra.
De cualquier forma, se hallaba cerca de su meta. Cuando la llama volvió a surgir, distinguió la puerta a un par de metros a su derecha.
—¿Dónde se ha ido Víctor?
—No lo sé —repuso Jacqueline—. Y no me importa. —Se dio la vuelta para seguir durmiendo: la inconsciencia era la única manera que tenía de atenuar el miedo.
—No podemos sobrellevar todo el peso nosotros, Jacqueline —comentó Blanes—. Víctor es una gran ayuda. Si se marcha, será como si se fueran el viento y el mar y solo quedara el viejo barco.
Jacqueline, que había cerrado los ojos, se incorporó y miró a Blanes. Éste seguía sentado en la silla con la cabeza apoyada en la pantalla, la camiseta verde manchada de sudor y las piernas enfundadas en los holgados vaqueros estiradas y cruzadas. Su rostro amable y bonachón, de crecida barba gris, mejillas desportilladas por un viejo acné y nariz grande, estaba vuelto hacia ella con expresión afectuosa.
—¿Qué has dicho?
—Que no debemos permitir que Víctor se vaya. Es la única ayuda que tenemos.
—No, no... Me refiero... Dijiste algo sobre el viento y el mar... y un viejo barco.
Blanes frunció el ceño con curiosidad.
—Una frase hecha. ¿Por qué lo dices?
—Me ha recordado un poema que escribió Michel cuando tenía doce años. Me lo leyó por teléfono y me encantó. Le animé a que siguiera escribiendo. Lo echo tanto de menos... Jacqueline reprimió un súbito deseo de llorar—.
Se han ido el viento y el mar. Solo queda el viejo barco...
Ahora tiene quince años, y sigue escribiendo poemas... —Se frotó los brazos y miró a su alrededor con expresión de súbita inquietud—. ¿No has oído algo?
—No —susurró Blanes.
La oscuridad de la sala era enorme. A Jacqueline le dio la impresión de que era más grande que la propia habitación.
—Soy la siguiente. —Hablaba entre gemidos y mohines, como una niña castigada—. Sé todo lo que va a hacerme... Me lo dice cada noche... Muchas veces he pensado en matarme, y lo haría, si
él
me lo permitiera... Pero no quiere. Le gusta que siga esperándole, día tras día. A cambio, me ofrece placer y terror. Me arroja el placer y el terror a la boca como huesos de perro, y yo los mastico a la vez... ¿Sabes lo que le dije a mi marido cuando decidí abandonarlo? «Aún soy joven y quiero vivir mi vida y obedecer mis deseos.» —Sacudió la cabeza, desconcertada, y sonrió—. Esas palabras no fueron mías...
Él
la: dijo por mí.
Blanes asintió con un cabeceo.
—Abandoné a mi marido y a mi hijo... Abandoné a Michel... Tenía que hacerlo,
él
quería que estuviera sola. Me visita por las noches y me obliga a caminar a gatas y echarme a sus pies. Tenía que maquillarme, teñirme el pelo de negro, vestir como... ¿Sabes por qué llevo el pelo de este color? —Se llevó la mano al rojizo cabello y sonrió—. A veces consigo
rebelarme
. Me cuesta mucho, pero lo hago... Ya he hecho demasiado por
él
, ¿no crees? Tenía que dejar toda mi vida anterior: mi profesión, mi esposo... Incluso a Michel. No tienes idea del espantoso odio que posee, las cosas horribles que dice de mi hijo. Viviendo sola, al menos, puedo... puedo recibir todo ese odio en mi cuerpo...
—Comprendo —replicó Blanes—. Pero, en parte, esta situación te gusta, Jacqueline... —Alzó la mano deteniendo su réplica—. Solo en parte, quiero decir. Es algo inconsciente. Él contamina tu inconsciente. Es como un pozo: echas el cubo y al sacarlo obtienes muchas cosas. Agua, pero también bichos muertos. Todo lo que hay dentro de ti, que siempre hubo, y que
él
ha descubierto y sacado a flote. En el fondo, también hay placer...
Ella se dio cuenta de que el rostro de Blanes estaba cambiando mientras hablaba. Sus ojos carecían de pupilas: semejaban abscesos purulentos bajo las cejas.
Despertó en ese instante.
Tenía que haberse quedado dormida, o quizá había sufrido una «desconexión». La recordaba perfectamente, había sido horrenda: ver el rostro de Blanes cambiando como... Por fortuna, se había tratado solo de un sueño.
Entonces miró a su alrededor y supo que algo marchaba mal.