Se detuvo y la miró. Prosiguió, con voz quebrada:
—Hace días viví otro momento horrible, el más horrible después de la muerte de mi hermano. Pero en este caso
me arrepentí
de ser físico. Fue el martes. Reinhard me llamó al medio día, tras echar un primer vistazo a los documentos de Sergio, y me contó por encima lo que ocurría. Yo tenía que viajar a Madrid para preparar la reunión, pero antes... Antes quise visitar a Albert Grossmann, mi maestro.
Necesitaba
verlo. Creo que una vez te conté que él estaba en contra del Proyecto Zigzag. Me ayudó a hallar las ecuaciones de la «teoría de la secuoya», pero al sospechar las posibles consecuencias de los entrelazamientos se apartó y nos dejó solos a Sergio y a mí... Decía que no quería pecar. Quizá lo decía porque era viejo. Yo era joven entonces, y me agradó que me lo dijera. Ésa es la diferencia, la gran diferencia, entre las edades: a los viejos les horroriza el pecado, a los jóvenes les atrae... Pero este martes, después de que Reinhard me revelara todo lo que Marini había hecho, envejecí de golpe. Y fui a contárselo a Grossmann... buscando quizá la absolución. —Hizo una pausa. Elisa lo escuchaba con la cabeza apoyada en el marco de la puerta—. Estaba ingresado en un hospital privado de Zurich. Sabía que iba a morir, ya lo había asumido. Su cáncer se hallaba muy avanzado, con metástasis pulmonares y óseas... Se pasaban el tiempo ingresándolo y dándole el alta. Conseguí que me permitieran entrar fuera de las horas de visita. Él me escuchó desde la cama, agonizando. Yo veía llegar la muerte a sus ojos como se ve llegar la noche en el horizonte. Su pavor, conforme yo le contaba la conexión entre los asesinatos (que él ignoraba) y la existencia de Zigzag, era inmenso. No me dejó terminar. Se arrancó la mascarilla de oxígeno y empezó a gritarme. «¡Mal nacido! —me dijo—. ¡Has querido ver lo que nadie puede ver, lo que Dios prohibió que viéramos! ¡Ésa es tu culpa! ¡Y tu castigo es Zigzag!» Y lo repetía gritando a voz en cuello, tosiendo y muriéndose: «¡Tu castigo es Zigzag! ». En realidad, ya estaba muerto, pero aún no lo sabía.
Blanes jadeaba, como si en vez de hablar hubiese hecho un violento ejercicio. Sus dedos empezaron a tamborilear en la mesa polvorienta como en un teclado.
—Entró una enfermera y tuve que marcharme. Cuando llegué a Madrid al día siguiente, me enteré de que había fallecido de su enfermedad esa misma noche: Zigzag lo había matado a través de mí.
—No, tú no...
—Tienes razón —la interrumpió él con dificultad—. Yo también vi los desdoblamientos del vaso... Sergio y yo los estudiamos, y comprendimos los riesgos que implicaba el entrelazamiento. Me negué a seguir por ese camino y creí convencer a Sergio. Juramos no revelarlo nunca. Pero él continuó con las pruebas en secreto... Años después empecé a intuir lo que sucedía, pero no dije nada, ni a Grossmann ni a nadie. ¡Todos muriendo a mi alrededor y yo... en silencio!
Y de repente Blanes se echó a llorar.
Fue un llanto esforzado y torpe: como si llorar precisara de una habilidad de la que carecía por completo. Elisa se acercó y lo abrazó. Pensó en la madre de Blanes ciñendo el cuerpo de su hijo mayor con todas sus fuerzas, tocándolo para asegurarse de que él, al menos él, seguía vivo; de que él, al menos él, no había sido alcanzado por la máquina poderosa.
—No sabías lo que sucedía... —le dijo suavemente, acariciando su nuca sudorosa—. No podías estar seguro, David... No eres culpable de nada...
—Elisa... Dios mío, ¿qué hice...? ¿Qué hicimos...?
¿Qué hemos hecho todos los científicos?
—Acertar o equivocarnos: es lo único que podemos hacer... —Ella hablaba sin dejar de abrazarle—. Vamos a probar de nuevo, David... Vamos a intentar acertar esta vez, por favor... Déjame intentarlo...
Blanes parecía más tranquilo. Pero cuando se apartó y la miró a los ojos, ella advirtió el terror que lo embargaba.
—Tengo tanto miedo de que acertemos como de equivocarnos —dijo.
—Ya está —anunció Jacqueline Clissot, encaramada a una silla.
—Tal como la profesora quiere —afirmó Carter contemplando la pantalla del ordenador donde Elisa se sentaba—: en el centro de su culo.
Elisa se volvió hacia la mini cámara adosada al ordenador de control. Estaba situada sobre un trípode a su espalda, apuntando al teclado principal. Aprobó la posición. Si Ric había manipulado el acelerador esa noche, suponía ella, todo lo había hecho desde allí. Además, la imagen registraba también la puerta del generador donde había muerto Rosalyn.
Había pasado la tarde entera preparándose. Convenció a Blanes de que quería hacerlo sola (también tuvo que convencer a Víctor): era menos arriesgado para el grupo, dijo, porque si se producían desdoblamientos lo más probable era que los viera solo ella. No deseaba ayuda, ni siquiera para los cálculos; alegaba que eso supondría una pérdida de tiempo. En cambio, tuvo que aprender el manejo de los instrumentos. Aunque Blanes no lo conocía todo sobre SUSAN, demostró saber lo imprescindible para enseñarle a manipular los controles de entrada y salida del haz de partículas. Víctor colaboró revisando los ordenadores. Gran parte de las funciones de aquellos programas le resultaba extraña, pero contaba con la ventaja de que el
software
era relativamente anticuado. Los perfiladores de gráficos eran más complejos, pero ella solo los usaría si era preciso: se proponía ver las imágenes tal cual.
Pasaban de las seis de la tarde cuando el viento empezó a soplar con fuerza, y su ulular pudo escucharse desde la sala de control.
—Quizá tengas problemas con la tormenta —dijo Blanes, inseguro.
—Son los que menos me preocupan. —
Una tormenta al. principio, otra al final
. Elisa pensó que quizá aquella coincidencia fuera un signo afortunado.
Jacqueline se le acercó. Se había sujetado el cuantioso pelo con una goma y las puntas le caían como una planta que necesitara agua.
—Cuando obtengas las imágenes... ¿qué harás? Todos necesitamos verlas.
No le pasó inadvertido aquel acento en «todos». Pero Jacqueline tenía razón, por supuesto.
Si veo a Zigzag, ellos deberán verlo también. No van a creerme
.
—Las grabaré y haré copias. Necesitaré algún soporte.
—Lamentablemente —se quejó Carter, burlón—, se me olvidaron los CD en un supermercado de Yemen.
—Tiene que haber CD en algún sitio —dijo Elisa.
Carter encendió un cigarrillo y engoló la voz como un locutor de radio.
—«Lo habían planeado todo, salvo los CD». —Soltó una risa ronca.
—Quizá quede alguno en el laboratorio de Silberg —dijo Blanes.
—Iré a ver —se ofreció Víctor. Salió de la sala esquivando los cables coaxiales retorcidos en el suelo como serpientes muertas.
—Todo saldrá bien —les dijo Elisa.
Era mentira, pero los demás lo sabían; pensó, por tanto, que la considerarían una verdad defectuosa.
La puerta metálica, arrastrada por la mano de Carter, se cerró.
Como una losa vista desde el lugar del cadáver.
Se quedó sola. No oía nada salvo el gemido del viento. Era como si estuviese sumergida en una campana hermética a varias brazas de profundidad. Un miedo inagotable, copioso, se desmoronó sobre ella. Observó los controles, los ordenadores parpadeantes. Intentó concentrarse en los cálculos.
Conocía la hora exacta que le interesaba explorar. El reloj de los ordenadores se había detenido la noche del primero de octubre de 2005 a las cuatro horas, diez minutos, doce segundos. Eso equivalía, en números redondos, a unos trescientos millones de segundos atrás. Se detuvo un instante a pensar en cuánto había cambiado su vida durante aquellos últimos trescientos millones de segundos.
Creía haber obtenido la energía exacta para abrir dos o tres de cuerdas en el margen de las fracciones previas a esa hora. Luego usaría la filmación que realizaba la cámara a su espalda para enviarla al acelerador y hacerla colisionar a la energía calculada. Después recuperaría el nuevo haz con cuerdas abiertas y lo cargaría en el ordenador para verlo.
Y tras todo eso, ya veremos
.
Ya veremos.
Repasó las ecuaciones una y otra vez. Deslizó la mirada por las inagotables columnas de números y letras griegas, intentando cerciorarse de que no se había equivocado.
Ve y corrige ese maldito error
. ¿Qué había dicho Blanes aquel día en clase?
Las ecuaciones de la física son la clave de nuestra felicidad, nuestro terror, nuestra vida y nuestra muerte
. Confió en haber dado con la solución correcta.
Las barras amarillas que indicaban el estado de configuración del acelerador habían alcanzado la meta. En medio de la creciente penumbra de la sala, aquellas líneas parecían segmentar el rostro de Elisa, brillante de sudor, y su cuerpo casi desnudo, con la camiseta anudada bajo los pechos. De alguna manera, el calor había aumentado: Carter decía que debido a la tormenta y las bajas presiones. El viento producía ruidos como de nube de langostas al agitar las palmeras. Aún no llovía, pero ya era posible escuchar el rugido del mar desde la sala.
Cien por cien, indicaban los números. Se oyó un zumbido que le resultó familiar. El proceso inicial había concluido. El aparato estaba preparado para recibir la imagen y hacerla girar en su interior a una velocidad cercana a la de la luz.
Febrilmente, empezó a teclear los datos de la energía calculada.
Quizá lo logre. Quizá pueda identificara Zigzag.
Pero ¿qué haría si lo conseguía? ¿Qué haría si comprobaba que era un desdoblamiento de David, Carter, Jacqueline... o de ella misma? ¿Acaso no había tenido razón Blanes al afirmar
que acertar, en este caso, sería igualmente malo? ¿Qué iban a hacer todos?
Apartó aquellas preguntas de su mente y se dedicó a la pantalla.
Blanes estaba extrayendo las baterías del transmisor.
—Quitad las baterías a todo lo que llevéis encima: teléfonos, agendas electrónicas... Carter, ¿ha revisado las conexiones de la cocina y las linternas?
—Desenchufé los electrodomésticos. Y ninguna linterna tiene pilas, salvo ésta.
Carter iba de un lado a otro con la linterna en la mano derecha y la izquierda extendida, como pidiendo limosna. Sobre su palma, monedas pequeñas y lisas. Se acercó a Víctor, que alzó la muñeca y sonrió.
—El mío es de cuerda.
—No puedo creerlo. —Carter miró a Víctor de arriba abajo, a la luz de la linterna—. En pleno 2015, ¿y no tiene usted reloj-ordenador?
—Tengo uno, pero no lo uso. Éste va muy bien. Es un Omega clásico. De mi abuelo. Me gustan los relojes de cuerda.
—Es usted una caja de sorpresas, señor cura.
—Víctor, ¿miraste en los laboratorios? —preguntó Blanes.
—Había dos portátiles en el de Silberg. Les he quitado las baterías.
—Muy bien. Le dije a Elisa que desconectara el acelerador y los ordenadores que no utilice —comentó Blanes ahuecando las manos para recibir las pilas que le entregaba Jacqueline—. Habrá que dejar todo esto en algún sitio...
—En la consola. —Carter había cruzado la sala hasta el fondo. Cuando se alejó de ellos, la oscuridad los envolvió.
—David... —Era la trémula voz de Jacqueline, que se había sentado en el suelo—. ¿Crees que va a atacar... pronto?
—Las noches son los períodos más arriesgados porque dispone de las luces encendidas. Pero no sabemos exactamente cuándo lo hará, Jacqueline.
Carter regresó y buscó un sitio en el suelo. Entre los cuatro no ocupaban ni la mitad del espacio de la sala de proyección: estaban apiñados junto a la pantalla, como obligados a compartir una pequeña tienda de campaña, Blanes sentado en una silla contra la pared, Carter y Jacqueline en el suelo, Víctor en otra silla en el lado opuesto. La oscuridad era total, salvo el haz amarillo de la linterna que sostenía Carter, y hacía un calor de sauna.
En un momento dado Carter dejó a un lado la linterna y sacó dos objetos de los bolsillos del pantalón. A Víctor le parecieron piezas de un grifo negro.
—Supongo que puedo usar esto —dijo, encajando las piezas entre sí.
—No le servirá de nada —advirtió Blanes—, pero siempre y cuando no tenga baterías, puede usarla.
Carter colocó la pistola en su regazo. Víctor advirtió que la miraba con una emoción que no le había visto expresar frente a las personas. De improviso, el ex militar cogió la linterna y se la arrojó. El gesto fue tan inesperado que, en vez de intentar atraparla, Víctor se apartó y la linterna le golpeó el brazo. Oyó la risa de Carter mientras se agachaba a recogerla.
Idiota
, pensó Víctor.
—Le ha tocado, señor cura. Gracias a su reloj de cuerda, se ha ganado usted la primera guardia. Llámeme a las tres, si me duermo. Yo haré el resto de la noche.
—Elisa nos avisará antes —dijo Blanes.
Pasaron un rato callados. Las sombras de todos formaban como bocas de túnel proyectadas contra las paredes por el resplandor de la linterna. Víctor estaba seguro de que eso que escuchaba era lluvia. En la sala de proyección no había ventanas (pese a sus desventajas, era el único lugar de la estación donde podían estirar las piernas los cuatro con cierta comodidad), pero se oía una especie de enorme interferencia, el crepitar de un televisor mal sintonizado. Sobre esa capa de sonidos gemía el viento. Y más cerca, en las tinieblas, suspiraba una respiración entrecortada. Un sollozo. Víctor advirtió que Jacqueline había hundido la cara entre las manos.
—No podrá atacar esta vez, Jacqueline... —afirmó Blanes en tono de infundir confianza—. Estamos en una isla: en kilómetros enteros a la redonda solo dispone de las baterías de esa linterna y el ordenador de Elisa. No atacará esta noche.
La paleontóloga alzó la cabeza. Ya no le pareció a Víctor una mujer hermosa: era un ser malherido y trémulo.
—Soy... la siguiente —dijo en voz muy baja, pero Víctor la oyó—. Estoy segura...
Nadie probó a consolarla. Blanes respiró hondo y se reclinó contra la pantalla.
—¿Cómo lo hace? —preguntó Carter. Se estiraba cuan largo era apoyando la nuca en las manos y éstas en la pared, mechones de vello torácico sobresaliendo de su camiseta—. ¿Cómo nos mata?
—Cuando nos introducimos en su cuerda de tiempo, somos suyos —dijo Blanes—. Ya le expliqué que en un lapso tan breve como el de la cuerda no hay tiempo suficiente para que seamos «sólidos», y nuestro cuerpo y todos los objetos que nos rodean resultan inestables. Somos como un puzzle de átomos allí dentro: Zigzag solo tiene que quitarnos las piezas una a una, o cambiarlas de sitio, o destruirlas. Lo puede hacer a voluntad, de la misma forma que manipula la energía de las luces. La ropa, todo lo que queda fuera de la cuerda y por tanto tiene su propio transcurrir, se vuelve ajeno. Nada nos protege y no podemos usar ningún arma. En la cuerda de tiempo estamos desnudos e indefensos como bebés.