Mientras todos asentían sucedió algo.
Estaban tan cansados, o quizá ocurrió tan rápido, que al pronto nadie reaccionó. Un segundo antes Carter se hallaba a la derecha de Blanes frotándose las manos y un segundo después había saltado hacia la silla del ordenador central y asestado una patada bajo la mesa. Entonces hinchó el pecho y los miró a todos como un viejo fogonero de tren interrumpiendo una conversación entre pasajeros de primera clase.
—Se ha olvidado de los malos estudiantes, profesor, los que hacemos novillos. Aún podemos resultar útiles para limpiar las aulas. —Con un ademán teatral, se agachó y recogió la pequeña serpiente aplastada—. Imagino que su familia andará cerca. Aunque no lo parezca, estamos en la selva, y los bichos tienen por costumbre penetrar en las casas vacías en busca de comida.
—No es venenosa —dijo Jacqueline sin inmutarse, cogiendo la serpiente—. Parece una culebra verde de los manglares.
—Ya, pero asquea lo suyo, ¿eh? —Carter le arrebató el reptil, se acercó a una papelera de metal y dejó caer la pequeña guirnalda verde de tripas reventadas—. Por lo visto, no solo vamos a trabajar con la cabeza: será preciso hacer algo con los pies. Y eso me recuerda que yo también necesito ayuda. Alguien que colabore abriendo y ordenando provisiones, cocinando, realizando turnos de guardia y vigilancia, limpiando un poco... Ya saben, todas esas vulgaridades de la vida...
—Lo haré yo —dijo Víctor de inmediato, y miró a Elisa— Puedes ocuparte sola de esos cálculos. —Ella observó que Carter sonreía, como si el ofrecimiento de Víctor le pareciese divertido.
—Bien —zanjó Blanes—. Vamos a empezar. ¿De cuánto tiempo cree que disponemos, Carter?
—¿Se refiere antes de que Eagle nos envíe a la caballería? Un par de días, tres a lo sumo, si se han tragado los anzuelos que dejé en Yemen.
—Es poco.
—Pues serán aún menos, profesor —dijo Carter—. Porque Harrison es un zorro astuto y sé que no se los tragará.
Lo bueno de las personas que se sienten ligeramente tristes en su vida cotidiana es que, cuando llegan los momentos tristes de verdad, siempre recuperan un poco de ánimo. Es como si pensaran: «No sé de qué me quejo. Mira lo que está pasando ahora». Era justo lo que le sucedía a Víctor. No podía afirmarse que fuera feliz por completo, pero experimentaba una exaltación, una fuerza vital insospechada. Atrás quedaban sus días de plantas hidropónicas y lecturas filosóficas: ahora vivía en un mundo salvaje que le exigía nuevas cualidades casi cada minuto. Además, le gustaba sentirse útil. Siempre había creído que nada de lo que uno sabe hacer sirve de mucho si no sirve para los demás, y era el momento de poner en práctica esa máxima. A lo largo de la tarde había abierto cajas, barrido y limpiado bajo las órdenes de Carter. Estaba extenuado, pero había descubierto que la fatiga tenía algo que enganchaba como una droga.
En un momento dado, Carter le preguntó si sabía cocinar con el microondas.
—Puedo hacer estofado —contestó.
Carter se quedó mirándolo.
—Pues hágalo.
Le parecía evidente que el ex militar abusaba, pero él obedecía sin rechistar. A fin de cuentas, ¿qué satisfacción encontraba cuando trabajaba para él solo en su casa? Ahora tenía la oportunidad de ayudar a otros con aquellas simplezas.
Abrió latas de conserva, botes de aceite y vinagre, preparó platos y aprovechó la escasa luz que todavía adornaba la ventana para elaborar una comida que fuese algo más que un rancho. Se había quitado el jersey y la camisa y trabajaba con el torso desnudo. A veces creía ahogarse en aquella atmósfera de sudor y aire denso, pero todo eso contribuía a otorgarle a su tarea un grado más de realismo. Era un minero preparando la cena para sus agotados compañeros, un grumete barriendo la cubierta.
Las escenas insólitas se repetían a su alrededor. En un momento dado, Elisa entró en la cocina con el pantalón vaquero
en las manos
. Vestía solo la camiseta de tirantes y unas pequeñas bragas, pero aun así estaba sudando y se había sujetado el bellísimo y cuantioso pelo negro con una goma.
—Víctor, ¿habría alguna herramienta con la que pudiese cortar esto? Unas tijeras grandes quizá... Estoy muerta de calor.
—Creo que tengo lo que buscas.
Carter había traído una caja enorme de herramientas, que estaba abierta en la habitación contigua. Víctor eligió una cortadora de acero portátil. Fue un momento inesperado y maravilloso. ¿Cómo hubiese podido imaginar jamás una situación así, y precisamente con Elisa? Incluso ella llegó a sonreír, y bromearon juntos.
—Más alto, más, corta a esta altura —le indicaba ella.
—Se te va a quedar un mini pantalón. Incluso como shorts te quedarán pequeños...
—Corta sin piedad. Jacqueline no tiene ninguno que prestarme.
Pensó en su vida anterior, cuando se consideraba un hombre afortunado cada vez que podía tomar un café con ella en el aséptico ambiente de Alighieri. Y ahora se hallaban casi desnudos (él de cintura para arriba y ella en bragas) decidiendo a qué altura tenían que cortar unos pantalones. Seguía sintiendo miedo (y ella igual, era evidente), pero había algo en aquel miedo que le hacía pensar que podía ocurrir cualquier cosa, agradable o desagradable. El miedo lo liberaba.
Cuando la cena estuvo lista ya había caído la noche y el calor se había mitigado. Por el ventanuco del comedor penetraba brisa, casi viento, y Víctor podía distinguir masas de sombras agitándose más allá de las alambradas. Puso un mantel de papel, repartió platos y colocó una de las lámparas portátiles en el centro, a modo de candelabro. Intentó, incluso, servir con cierto arte, pero de poco le sirvió. La cena fue apresurada y silenciosa, nadie habló con nadie y Elisa, Jacqueline y Blanes regresaron enseguida a la sala de control y reanudaron el trabajo.
Víctor se quedó recogiendo la mesa y encendió el transmisor en el bolsillo de sus vaqueros. Creía poder identificar la respiración de Elisa entre los diversos sonidos que escuchaba. Imaginó que la respiración era una especie de huella dactilar, y allí estaría la de ella, el jadeo inconfundible de su voz de contralto y los rasguños que produciría su lápiz al deslizarse por el papel.
Lo de los transmisores había sido idea de Blanes, y Carter había hecho una mueca con su rostro pétreo, como pensando: «Profesor, déjeme a mí las ideas prácticas», pero había terminado sirviéndose de las radios portátiles para proporcionárselos, no sin objetar:
—No servirá de mucho, señor sabio. A Silberg lo pulverizó en las narices de los escoltas, dentro del avión, ¿recuerda? Y a Stevenson en una barcaza más pequeña que este cuarto, delante de cinco compañeros que no vieron ni pudieron hacer nada...
—Ya lo sé —admitió Blanes—, pero creo que debemos estar en todo momento comunicados entre nosotros. Es más tranquilizador.
Por eso la bragueta de Víctor carraspeaba y tosía con las voces de Jacqueline, Elisa y Blanes, y suponía que otro tanto ocurría con sus propios ruidos, por lo que procuró ser silencioso a la hora de quitar los platos (luego tendría que fregarlos con los bidones de agua de mar que Carter había traído de la playa). En ese instante Carter lo llamó.
—Tome una linterna, baje a la despensa y revise las estanterías superiores por si quedara algo aprovechable. Es usted más alto que yo y no tenemos escalera.
Víctor le pidió que repitiera la orden: desde que habían llegado a la isla el interés de Carter en hablar en castellano era nulo, y aunque Víctor se manejaba bien en inglés, el de aquel hombre le resultaba a veces una jerigonza. Cuando por fin entendió, obedeció sumisamente: cogió una linterna y se dirigió a la oscura cámara contigua, donde se hallaba la trampilla abierta en el suelo.
Abierta y negra.
Iluminó el agujero, vio los escalones que descendían y recordó algo.
Aquí mató a la mujer mayor. ¿Cuál era su nombre? Cheryl Ross.
Alzó la vista. Carter seguía en la cocina, ocupado en algo. Volvió a mirar la trampilla.
¿Qué pasa? ¿Solo resultas útil para hacer estofados?
Respiró hondo y comenzó a bajar los escalones. El transmisor, desde el bolsillo de sus pantalones, le envió la tos de Elisa entre interferencias. ¿Habría escuchado ella la orden de Carter? ¿Sabría lo que él estaba haciendo en aquel; momento?
Cuando el techo de la despensa lo cubrió, alzó la linterna. Vio estanterías metálicas atiborradas de objetos. El suelo era de tierra, aunque por más que lo rastreó no halló las huellas que esperaba (y temía). Hacía fresco allí abajo, incluso un poco de frío, en comparación con el pegajoso ambiente de la cocina.
De repente distinguió, al fondo, una puerta gris metálica sobre cuyo marco habían clavado listones de madera. Recordó que Elisa le había dicho que todo había sucedido en la cámara del fondo.
Tras esa puerta.
Se estremeció. Terminó de bajar los peldaños y decidió concentrarse en su tarea.
Empezó por la estantería de la derecha. Se alzó de puntillas y pasó el haz de luz por la parte superior. Alcanzó a vislumbrar dos cajas que parecían de galletas y latas grandes de algo que, fuera lo que fuese, no era comestible. Se acordó de aquel acertijo en el que un chino le señala a otro una lata queriendo significar «rata». «Grande», para el chino, sería «glande». Desde el transmisor le llegaba una conversación en voz baja, censurada por la estática: Blanes y Elisa se habían puesto a hablar de algo relacionado con el cómputo del TU (Tiempo Universal) y los períodos de energía. El
vibrato
de la voz de Elisa le acariciaba la ingle.
—Bah, apague esa mierda —oyó de repente las botas de Carter bajando por la escalera—. No sirve para nada, diga lo que diga el sabio.
Víctor no le hizo caso. Ni siquiera se molestó en replicar: siguió recorriendo el altillo con la linterna hasta encontrar nuevas cajas.
De pronto una mano palpó sus genitales. Una mano enorme. Se apartó de un salto, pero no antes de que los gruesos dedos de Carter se introdujesen en el angosto bolsillo de sus vaqueros y apagaran el transmisor.
—¿Qué... hace? —chilló Víctor.
—Tranquilo, señor cura, no es usted mi tipo. —Carter mostró la dentadura en la oscuridad—. Ya le he dicho que lo de los transmisores es una mierda inútil, y no me gusta que me escuchen.
Víctor ahogó su enfado reanudando la tarea.
—No me llame «señor cura», por favor —dijo—. Soy profesor de física.
—Pensé que estudiaba religión, o teología, o algo.
—¿Cómo lo sabe? —se extrañó Víctor.
—Anoche, en el aeropuerto de Yemen, le oí decírselo a la profesora francesa. Y le he visto rezar en ocasiones.
Víctor se sorprendió de aquella insospechada faceta de observador que demostraba Carter. Era cierto que había charlado con Jacqueline sobre sus lecturas y que a lo largo del viaje había rezado varias veces (jamás se había sentido tan motivado a hacerlo), pero siempre de manera discreta, apenas el susurro de un padrenuestro. No creía que nadie se hubiese fijado.
—Soy católico —dijo. Tendió la mano e inclinó una de las cajas para ver su contenido. Más latas. Sacó una. Alubias.
—Para mí es igual, científico o cura. —Carter se había puesto a sacar las cajas de la estantería izquierda—. Son las peores castas de la sociedad que conozco. Unos crean las armas y los otros las bendicen.
—Y los soldados las disparan —replicó Víctor sin ganas de discutir, pero con cierta intención. Buscó la fecha de caducidad en la lata de alubias y descubrió que había expirado cuatro años antes. La devolvió a la caja y dirigió la linterna hacia la siguiente. Envases de cartón. Metió la mano e intentó sacar uno.
—Dígame una cosa —pidió Carter a su espalda—. ¿Qué es Dios para usted?
—¿Dios?
—Sí, ¿qué es para usted?
—Esperanza —dijo Víctor tras una pausa—. ¿Y para usted?
—Depende del día.
El envase estaba atascado. Víctor sacudió la caja con violencia. De pronto una sombra ágil y negra emergió a cinco centímetros de sus dedos y trepó por la pared.
—Dios... —gimió Víctor en castellano, y retrocedió asqueado.
—No, eso sí que no es «Dios». —Carter repitió la palabra en castellano mientras enfocaba al techo—. Es una cucaracha. Es grande, pero no hay que exagerar...
—Es enorme... —Víctor sentía náuseas. El estofado se le removió en el estómago.
—Es una cucaracha tropical, sin conservantes ni colorantes. Yo he estado en sitios donde se te hacía la boca agua viendo a una de ésas. Sitios donde verlas pasar era como ver pasar a un ciervo.
—No estoy seguro de que me gustara estar en esos sitios.
La risa del ex militar fue breve y ronca.
—Está ya en uno de
esos
sitios, señor cura. Si quiere, le quito las tablas a la puerta y se lo enseño.
Víctor se volvió hacia la puerta, luego hacia Carter. Los ojos de Carter y la puerta tenían el mismo color a la luz de su linterna.
—No puedo decir que sea lo peor que he visto en mi vida, porque después vi a Craig, Petrova y Marini. Pero lo que vi tras esa puerta fue lo peor que había visto en mi vida hasta entonces. Y le juro que ya había visto unas cuantas cosas. —El aliento de Carter, en la frialdad de la despensa, formaba un ligero vaho. La linterna hacía brillar sus ojos. Era como si ardiera por dentro—. Buenos soldados, como Stevenson o Bergetti, gente acostumbrada a vivir de pie, como digo yo, se quedaron tocados del ala cuando bajaron a esta despensa... Incluso el tipo que nos está buscando, Harrison, el hombre de Eagle, se ha vuelto loco de remate: ha visto más víctimas que nadie, y está como una chota. Le dan ataques, crisis, cosas así. Y no es un hombre a quien yo calificaría de sensible.
Víctor movió la nuez en su garganta en un inútil intento de tragar. Carter se ladeó un poco mientras hablaba, como si ya no se dirigiera a él sino a las sombras que los rodeaban.
—Voy a contarle algo. A miles de kilómetros de aquí, en una casa de Ciudad del Cabo, viven mi mujer y mi hija. Son negras. Tengo una bonita, bonita niña negra de diez años de edad con preciosos rizos y ojos enormes. Su sonrisa es tan dulce que podría estar mirándola toda la vida hasta que no me quedara baba que derramar. Mi mujer se llama Kamaria, que en swahili significa «como la luna». Es alta y hermosa, lo mejor de su raza, un cuerpo de ébano firme. Las amo con locura. Y desde hace un par de años no pasa una sola noche que no sueñe que las encierro en esta despensa y las destrozo. Les hago las mismas cosas que
eso
le hizo a Cheryl Ross. No puedo evitarlo: él aparece, me las ordena y yo obedezco. A mi hija le arranco los ojos y me los como.