De repente alzó la cabeza y la vio.
No le costó reconocerla, pese a la oscuridad: distinguía los bucles de su pelo blanco (aunque creía recordar que antes lo llevaba negro) y el contorno de su silueta. Pero notó enseguida que a Nadja le ocurría algo extraño.
Sin abandonar su postura arrodillada —no quería levantarse, sabía que
él
la estaba observando— tendió las manos: no percibió ni un atisbo de movimiento en aquellas piernas de mármol, pero tampoco daba la sensación de que estuviera paralizada. Su piel seguía tibia. Era como si bajo la carne de Nadja no hubiese nada que pudiera ejercer el oficio de moverse.
Súbitamente, una especie de puñado de arena le cayó en los ojos. Bajó la cabeza y se los frotó. Algo rozó su pelo. Volvió a levantar la cara y un grumo se estrelló contra su boca, haciéndola toser.
Fue consciente de la horrenda verdad: el cuerpo de Nadja se desmenuzaba como si estuviese hecho de azúcar en polvo y ella, al tocarlo, hubiese provocado un alud. Las mejillas, ojos, cabello, pechos..., todo se desprendía con un ruido como de viento barriendo nieve.
Quiso apartarse de aquel granizo que era la carne de Nadja, pero descubrió que no podía. La avalancha se lo impedía, era enorme, iba a quedar enterrada, se asfixiaría...
Y entonces, alzándose detrás de la figura que se desplomaba, surgió
él
.
—¡Oiga, señora!
—Parece drogada...
—¿Por qué nadie avisa a la policía?
—¡Señora! ¿Se siente bien?
—¿Puede apartar el coche, por favor? ¡Está estorbando el tráfico!
Otros rostros se sumaban a los más cercanos y decían otras cosas, pero Elisa observaba, sobre todo, al hombre que ocupa ha más de dos tercios de la ventanilla y a la mujer joven que se repartía el resto del cristal. Lo demás era el parabrisas, donde empezaban a aterrizar pequeñas gotas de lluvia nocturna.
Enseguida comprendió su situación: se hallaba detenida ante un semáforo en rojo, aunque solo Dios sabía cuántos verdes y amarillos habían desfilado antes de que despertara. Por que intuía que se había quedado dormida dentro del coche y había soñado que visitaba a Nadja y todo lo demás, incluyendo (por suerte, era un sueño) el horrible hallazgo de su cuerpo. Pero no, no se había dormido: lo supo al percibir la humedad en la pernera de su pantalón y el hedor a orines. Había sufrido una «desconexión», un «sueño de vigilia». Ya le había sucedido en otras ocasiones, aunque era la primera vez que le ocurría fuera de casa y que se orinaba encima.
—Lo siento... —dijo, aturdida—. ¡Lo siento, perdonen!
Movió la mano en un gesto de disculpa y el hombre y la mujer se dieron por satisfechos y se apartaron. El retrovisor mostraba toda una fila de airadas máquinas que se esforzaban por salvar el obstáculo que ella representaba. Se apresuró a maniobrar y aceleró.
Justo a tiempo
, se dijo al advertir en uno de los espejos laterales un chaleco fosforescente bajo una pelliza oscura: lo último que deseaba era que un policía la entretuviese.
Se encontraba ya en Moncloa, pero la densidad del tráfico en aquella noche de caos navideño y su propio deseo de llegar parecían haberse aliado para demorarla. En un momento dado se detuvo en medio de una calle de doble dirección entre un griterío de frenéticas bocinas y sirenas remotas. Estaba lloviznando, y eso empeoraba la situación. Giró el volante de su Peugeot hacia la acera. No quedaba ni un sitio libre, pero estacionó en doble fila, abandonó el vehículo y echó a correr por la acera con el bolso sujeto de las correas como un perro pequeño.
Estaba tan asustada que su propio susto la atemorizaba aún más, lo cual no hacía sino incrementarlo, en una especie de juego de apuestas donde mínimas cantidades se transformaran en enormes debido a la contribución de infinitos jugadores. Tenía la boca abierta y seca: solo la llovizna la humedecía por dentro.
No le ha pasado nada. Fue una de tus crisis. A ella no le ha pasado nada...
Se detuvo en un par de ocasiones a leer las placas en forma de lápidas con el nombre de las calles. Se había confundido. Le preguntó, casi gritando, a un viejo de cara amarillenta que la contemplaba con curiosidad desde un portal. El viejo ignoraba a qué calle se refería. Lo discutió con una señora que salía en ese instante.
Entonces oyó la sirena.
Dejó al viejo y a la señora discutiendo y echó a correr.
No sabía por qué corría. No sabía adónde iba ni por qué tenía que llegar tan deprisa. Corrió esquivando sombras enfundadas en abrigos y escudos de paraguas negros. Corrió tan deprisa que el aliento que soltaba, convertido en vaho, iba más lento que ella y le golpeaba el rostro al quedar atrás.
El vehículo era un todoterreno y llevaba luces giratorias. Armaba un escándalo infernal mientras se introducía por las calles. Debido a la aglomeración de coches, sin embargo, ella no lo perdía de vista.
De repente todo el mundo empezó a correr y todos los coches parecían llevar luces en el techo y todas las sirenas y alarmas se habían puesto a sonar al mismo tiempo. Encontró la calle que buscaba, pero estaba bloqueada por furgonetas oscuras. Frente al portal de Nadja había más furgonetas, ambulancias del SAMUR y coches de policía. Figuras con casco que semejaban unidades antidisturbios pedían a la gente que retrocediera.
Un embrión de frío crecía y pataleaba en la boca de su estómago. Avanzó hasta la primera fila, la traspasó y un guante se enroscó en su brazo. El hombre que le habló no parecía un hombre: llevaba casco y máscara; solo sus ojos aparentaban vida allí al fondo, ocultos bajo capas y capas de ley y orden.
—Señora, no puede pasar.
—Allí... hay una... amiga... —gimió ella, jadeando.
—Retroceda, por favor.
—Pero ¿qué es lo que ocurre? —preguntó una mujer junto a ella.
—Terroristas —dijo el policía. Elisa intentaba recobrar el aliento.
—Una amiga... Quiero verla...
—¿Elisa Robledo? —oyó de repente—. ¿Es usted?
Era otro hombre, aunque mucho más real. Bien vestido, con traje y corbata, pelo negro engominado y peinado hacia atrás. Un desconocido, pero Elisa se agarró a su sonrisa y sus ademanes amables como a una rama colgando de un abismo.
—La he reconocido —dijo el hombre acercándose sin dejar de sonreír—. La señorita puede pasar —agregó hacia el enmascarado—. Acompáñeme, profesora, por favor.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella sin tiempo apenas para recuperar el resuello, siguiendo los pasos apresurados de su guía a través de un caos ensordecedor de luces y radios chillonas.
—En realidad, nada. —El hombre cruzó frente al portal del edificio pero no entró. Siguió caminando por la acera con rapidez—. Estamos aquí solo...
—¿Cómo ha dicho? —Ella no había entendido la última palabra.
—Como protección —repitió el hombre alzando la voz—. Hemos venido como protección.
—¿Entonces, Nadja...?
—Se encuentra perfectamente, aunque muy asustada. Y después de lo ocurrido con el profesor Craig, hemos decidido que lo mejor sería trasladarla a un lugar seguro.
Se sintió aliviada al oírle. Habían llegado al otro extremo de la calle, el hombre siempre delante. Una furgoneta se hallaba aparcada en la acera con las dos hojas de la puerta trasera entornadas. El hombre las abrió, y por un instante Elisa lo vio desaparecer entre ellas. Oyó su voz:
—Señorita Petrova, ha venido su amiga.
El hombre volvió a salir y se apartó para dejar paso a Elisa. Ella se asomó con una sonrisa de ansiedad.
En el interior de la furgoneta había otro hombre de traje blanco sentado junto a una camilla. La camilla estaba vacía. Una mano cubrió su nariz y sus labios, que aún sonreían.
¿Y entonces?
Aparqué el coche donde pude y eché a correr...
—Perdón. ¿No sucedió algo antes? ¿No es cierto que mientras iba en el coche tuvo una «desconexión»?
—Sí, creo que sí.
—¿Qué es lo que vio... ? Vamos, cálmese... Hoy habíamos empezado bien... ¿Por qué, al llegar a este punto... ?
Era un día precioso para pasear. Por desgracia, se trataba de un patio muy pequeño, pero resultaba preferible a la habitación. A través de los rombos de las alambradas veía más alambradas, y a lo lejos la playa y el mar infinito. Una brisa oceánica removió el borde inferior de su bata. Llevaba una bata de papel (por Dios, una bata de
papel
, qué tacañería), pero al menos podía cubrirse, y el viento no era tan frío como había creído en un principio. Te acostumbrabas.
Le habían dicho que había olivos e higueras en la ladera oeste, que era invisible desde allí. De todas formas, con aquel paisaje ya tenía bastante: las retinas le dolieron ante el banquete de imágenes, pero fue una molestia momentánea. Logró dar varios pasos sin sentirse mareada, aunque al fin tuvo que apoyarse en los hilos de metal. Tras la segunda alambrada se movía un muñeco. Era un soldado, pero desde la distancia y con aquella forma de andar podría haber pasado por una aceptable versión de androide de película de efectos especiales. Cargaba un arma considerable al hombro y se desplazaba como si quisiera dejar claro que podía sobrellevar aquel peso sin problemas.
De pronto todo se ensombreció. Fue tal el cambio que pensó que el paisaje que contemplaba había mudado también. Pero solo era una nube cubriendo el sol.
—Volvamos a cuando tuvo esa visión del cuerpo de Nadja desmoronándose... ¿Recuerda?
—Sí...
—¿Vio a alguien más? ¿Al sujeto a quien usted llama «él»? ¿El mismo de sus fantasías eróticas?
—¿Por qué llora?
—Elisa, aquí no puede sucederle nada malo... Cálmese...
Pensó que había emergido de un inframundo, una caverna. Recordaba los últimos días como una sucesión de sombras inconexas. Le dolían las articulaciones y sus antebrazos mostraban huellas de punzadas: estaba llena de ellas, como rastros de diminutos
piercings
. Pero ya le habían explicado el motivo de aquellas inyecciones. La prioridad, en el estado en que se encontraba cuando la trajeron a la base, había sido sedarla. Le habían administrado grande dosis de tranquilizantes.
Era 7 de enero de 2012; le había preguntado la fecha al joven que vino a buscarla a la habitación. Llevaba traje a rayas y era muy simpático. Le informó que había pasado allí más de dos semanas. Luego la acompañó hacia la sala.
—No sé si sabe que «Dodecaneso» significa, en teoría, que tendría que haber solo doce islas —decía el joven con voz de cicerone mientras atravesaban pasillos que, inevitablemente, se bloqueaban en algún punto exigiendo tarjetas de identificación—. Pero en realidad hay más de medio centenar. Ésta se llama Imnia, creo que ya estuvo usted una vez.... Es un centro muy completo: contamos con un laboratorio y un helipuerto. La estructura es semejante a las bases que posee en el Pacífico la DARPA, la Defense Advanced Research Projects Agency norteamericana. De hecho, colaboramos con el Departamento de Defensa Conjunta de la Unión Europea... —Se detenía a cada rato para mirarla, siempre atento—. ¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Tiene apetito? Le serviremos algo enseguida, podrá cenar con los demás... Cuidado, aquí hay un peldaño... Sus compañeros se encuentran perfectamente, no debe preocuparse. ¿Tiene frío?
Elisa sonrió. No podía sentir frío con aquella rebeca de lana sobre la blusa de tirantes de color negro. También llevaba vaqueros negros.
—No, gracias, es que.... Es solo que... acabo de darme cuenta de que se trata de mi propia ropa.
—Sí, se la trajimos de casa. —El joven le mostró una dentadura tan perfecta que a ella por un instante casi le resultó desagradable.
—Caramba, gracias.
Desde una habitación con las puertas abiertas emergía el laberinto de una música barroca interpretada al piano. Elisa se estremeció.
—A nuestro profesor lo hemos premiado con su
hobby
favorito... Ya se conocen todos, de modo que no perderemos el tiempo con presentaciones.
Pensó que la afirmación era verdad hasta cierto punto: en aquellas miradas ojerosas y cuerpos fatigados envueltos en bata y pijama o ropa de calle le costaba reconocer a Blanes, Marini, Silberg y Clissot, y supuso que otro tanto sucedería con ella. De hecho, apenas hubo saludos. Solo Blanes (que, por cierto, se había dejado barba) le dirigió una débil sonrisa tras interrumpir el recital.
Dos individuos más entraron mientras ella ocupaba un asiento frente a la larga mesa de centro. Al primero no lo reconoció de inmediato, porque se había afeitado el bigote y su cabello se había quedado completamente blanco. En cambio, al otro lo recordó enseguida: siempre aquel pelo cortado a cepillo, la barbita gris, el cuerpo robusto al que tan mal sentaban los trajes y la mirada de intensa concentración, como si le interesaran muy pocas cosas pero a cada una dedicara una pasión especial.
—Ya conocen a los señores Harrison y Carter, nuestros coordinadores de seguridad —dijo el joven. Los recién llegados saludaron con cabeceos y Elisa les sonrió. Cuando todos se sentaron, el joven hizo una especie de reverencia—. Por mi parte, nada más, salvo que me ha encantado recibirlos aquí. No duden, por favor, en llamarme si necesitan algo antes de marcharse.
Después de que el joven saliera, y tras unos cuantos segundos de miradas y sonrisas, el de pelo blanco se volvió hacia ella.
—Profesora Robledo, me alegra verla de nuevo. Se acuerda de mí, ¿verdad? —Se acordó entonces. Nunca le había resultado simpático aquel hombre, aunque suponía que se trataba de incompatibilidad de caracteres. Le devolvió la sonrisa, pero se abrochó la rebeca sobre la ligera blusa que llevaba y cruzó las piernas—. Bueno, vamos a lo que interesa. Paul, cuando quieras.
Carter parecía traer su discurso en la boca como si fuese agua hirviendo.
—Hoy regresarán a sus domicilios. Lo llamamos «reintegración». Será como si no se hubiesen ausentado: sus facturas han sido pagadas; sus reuniones, pospuestas; sus tareas inmediatas, canceladas sin perjuicio alguno, y sus familiares y amigos, tranquilizados. Las fechas tan especiales en las que se ha desarrollado la operación nos han obligado a utilizar excusas distintas en cada caso. —Repartió un pequeño dossier—. Con esto podrán ponerse al día.
Ella ya sabía que su madre había recibido, dos semanas antes, un mensaje en el contestador en el que ella misma, o al menos «su propia voz», se excusaba por no poder pasar la Nochebuena en Valencia. En el trabajo no había tenido que pedir ningún permiso: contaba con vacaciones legales.