—¿Y nunca volviste a Nueva Nelson?
—No.
—Cuánto lo siento... Abandonar un proyecto como ése, después de conseguir esos resultados... Te comprendo. Debió de costarte mucho.
Elisa no lo miraba. Clavaba la vista en la oscura carretera. Replicó con dureza:
Jamás me he alegrado tanto de algo en toda mi vida.
Contemplaban la pantalla flexible, extendida como un mantel sobre las piernas del hombre de pelo canoso, mientras el Mercedes blindado en el que viajaban discurría en silencio por la autopista de Burgos. En la pantalla, un punto rojo parpadeaba rodeado de un laberinto de luces verdes.
—¿Lo está llevando a la reunión? —preguntó el hombre corpulento hablando por primera vez en varias horas. La pastosa densidad de su voz iba acorde con su aspecto.
—Supongo.
—¿Por qué no ha sido interceptado?
—No existían indicios de que hubiese involucrado a nadie, y sospecho que no existían porque lo reclutó esta
misma
noche. —El hombre de pelo blanco plegó la pantalla y el resplandor verde y el punto rojo desaparecieron. En la oscuridad del vehículo distendió los labios con una sonrisa—. Fue muy astuta. Se las ingenió para confundir a los escuchas con una especie de jeroglífico cuya respuesta solo conocía ese tipo. Se han espabilado bastante desde la última vez, Paul.
—Más les vale.
Aquella respuesta hizo que Harrison mirara a Paul Carter con curiosidad, pero Carter se había vuelto otra vez hacia la ventanilla.
—De todas formas, la intromisión de... otro elemento no modificará nuestros planes —agregó Harrison—. Ella y su amigo estarán pronto con nosotros. En el ajedrez de esta noche, lo único que me preocupa es el movimiento de la pieza alemana.
—¿Ya ha emprendido el viaje?
—Está a punto de hacerlo, pero él sí será interceptado. Él y todo lo que lleva consigo.
De repente se operó la
crisis
. Fue inmediata, inesperada. Harrison no se dio cuenta (porque le ocurrió
a él
), pero Carter sí aunque apenas se apercibió al principio: lo único que vio fue que Harrison abría de nuevo la hoja plegada del ordenador con la delicadeza con que podría estar separando los pétalos de una rosa para capturar la abeja en su interior. Luego tocó la pantalla y eligió una opción del menú: un hermoso rostro enmarcado en cabello negro llenó todo el rectángulo. Debido a la flacidez de la pantalla, parecía derretido cuando Harrison lo apoyó sobre sus muslos: una convexidad, un valle, luego otra convexidad.
Era el rostro de la profesora Elisa Robledo.
Harrison cogió aquella máscara con las dos manos, y entonces Carter comprendió lo que le sucedía.
Una crisis.
En las facciones de Harrison toda emoción había desaparecido. No solo la amabilidad que había mostrado durante su charla con el joven conductor a su llegada a Barajas o la frialdad de su conversación por el móvil: cualquier otra clase de expresión, gesto o sentimiento. Aquellas facciones se hallaban saqueadas de vida. El hombre que conducía el Mercedes no podía verlos en la penumbra del interior del coche, de lo cual Carter se alegraba: si se le ocurría mirar por el retrovisor y descubría a Harrison (es decir,
si veía el rostro
de Harrison) en ese instante, sin duda iban a tener un accidente.
Carter había presenciado ya varios ataques semejantes. Harrison los calificaba de «crisis de nervios». Aducía que llevaba demasiados años con aquel asunto, y ya deseaba jubilarse. Pero Carter sabía que había algo más. Las crisis eran peores después de pasar por ciertas experiencias.
Milán. Es lo que hemos visto en Milán.
Se preguntó por qué él mismo no empeoraba también; dedujo que era porque ya no podía estar peor.
—Hay cosas que nadie debería... contemplar jamás —dijo Harrison recobrándose, plegando la pantalla y guardándola en el abrigo.
Y que lo digas
. Carter no replicó: se limitó a seguir mirando por la ventanilla. Ningún hipotético testigo hubiese dicho que se encontraba afectado por lo que había visto.
Pero lo cierto era que Paul Carter tenía miedo.
—¡Espera! ¡Creo entenderlo todo!
—No, no puedes entenderlo aún.
—¡Sí, espera...! La muerte de Sergio Marini... La noticia la han dado hoy, yo mismo te llamé para que la vieras... —Víctor abrió la boca y casi se irguió en el asiento—. ¡Elisa, has relacionado una cosa con otra! ¡Ya comprendo! Tuviste una experiencia horrible, lo reconozco... Murieron tres compañeros de tu equipo debido a que uno de ellos enloqueció... ¡Pero eso pasó hace diez años!
Le pareció que ella lo escuchaba con mucha atención. Ahora lo veía claro: Elisa necesitaba más de sus palabras que de su habilidad para conducir en plena noche por carreteras angostas. A ella solo la perseguían sus propios recuerdos. Tenía un miedo atroz a cosas que ya estaban muertas. De hecho, ¿no recibía eso un nombre en medicina? ¿Estrés postraumático? La horrible coincidencia del brutal asesinato de Sergio Marini lo había precipitado todo... ¿Qué debía hacer él? Lo más sensato: ayudarla a entenderlo de esa manera.
—Razona —le pidió—. Ric Valente tenía sobrados motivos para sufrir un desequilibrio mental, y te aseguro que no me sorprende que el Impacto, o lo que quiera que fuese, le hiciera brotar sus peores instintos... Pero ya murió, Elisa. No debes... —De repente el relámpago de otra idea cruzó por su cabeza—. Un momento... Estamos yendo a ver a los demás; ¿verdad? —El silencio de ella le hizo saber que había acertado. Decidió seguir aventurándose—. Al resto del equipo de Zigzag, claro... Os vais a reunir esta noche. La muerte de Marini os ha hecho pensar que... que otro de vosotros ha perdido el juicio, como le ocurrió a Ric... Pero, en tal caso, ¿no deberíais pedir ayuda?
—Nadie va a ayudarnos —dijo ella con la voz más triste y remota que él le había oído hasta entonces—. Nadie, Víctor.
—El gobierno... Las autoridades... Eagle Group.
—Son ellos quienes nos persiguen. Es de
ellos
de quienes huimos.
—Pero ¿por qué?
—Porque pretenden ayudarnos. —A él le pareció que con cada respuesta que Elisa le daba se introducía más en un torbellino de círculos viciosos—. Cuando lleguemos a la reunión lo comprenderás todo. Ya falta poco. El desvío está pasando este tramo...
Una doble curva lo mantuvo distraído un instante. Los nombres de las localidades que iban dejando atrás se encadenaban en su mente: Cerceda, Manzanares el Real, Soto del Real... Leves luces flotaban dispersas por el campo negro y a veces confluían en pequeños enjambres de poblaciones. El paisaje que los rodeaba sería muy pintoresco a plena luz del día (Víctor ya lo había recorrido en otras ocasiones), pero a esas horas era como deambular por las ruinas de una inmensa catedral embrujada. Entre el hombre y el terror media una distancia tan ínfima que, por sí misma, produce espanto, pensaba Víctor: tres horas antes cuidaba sus plantas hidropónicas en su confortable apartamento de Ciudad de los Periodistas, y ahora, míralo, vagando por un sendero tenebroso en compañía de una mujer que quizá estuviese trastornada.
—¿Por eso vas armada? —Intentó pensar velozmente—. ¿Eagle Group es nuestro enemigo?
—No, nuestro enemigo es
muchísimo peor
... Incalculablemente
peor
.
Se adentró en otra curva. Los faros apuntaron un instante hacia los árboles.
—¿Qué quieres decir? ¿No fue Ric quien... ?
—Lo de Ric fue una
patraña
. Nos mintieron.
—Pero, entonces...
—Víctor —dijo ella con crudeza, mirándolo fijamente—: desde hace diez años
alguien está asesinando a todos
los que estuvimos en esa maldita isla...
Él se disponía a replicar cuando, al girar en otra curva, los faros revelaron la carrocería del coche que les bloqueaba el paso.
Su cuerpo se convirtió en su pie derecho.
La mente no se simplificó tanto: tuvo tiempo de hacerse preguntas, descifrar el grito de Elisa, invocar a sus padres y a Dios y asumir una terrible certidumbre:
Vamos a matarnos.
La masa de metal atravesada en la carretera se acercó al parabrisas como si fuese ella la que se moviera. A Víctor-Pie-Derecho le pareció que todo él se hundía hasta el fondo de la maquinaria montado en el pedal del freno. En sus oídos, el grito de Elisa y los chillidos de las llantas al aferrarse al asfalto se fundieron en una sola nota, agudísima, una coral aterrada de viejas locas. Dos detalles resultaron afortunados: la curva no era muy cerrada y el obstáculo se hallaba algo alejado. Aun así, y pese al giro que imprimió al volante hacia la izquierda, el costado derecho del coche golpeó la portezuela del conductor del vehículo estacionado. Durante una fracción de segundo casi se alegró.
Sea quien sea ese cabrón, ha recibido una buena.
Luego vino el arcén, y Víctor perdió la alegría: más allá solo había un par de troncos y la ladera del monte.
Sí, Víctor, la ladera, cuesta abajo
. Pero el mundo se detuvo bruscamente en la barrera de contención tras un patinazo estrepitoso. Apenas fue un choque: el airbag consideró indigno activarse; la inercia newtoniana agitó un poco los cuerpos y vino la calma.
—¡Dios! —gritó Víctor como si «Dios» fuese un insulto capaz de ruborizar a un descargador de muelles. Se volvió hacia Elisa—. ¿Estás bien?
—Eso creo...
A Víctor le temblaban las piernas (luego de cumplido su deber, su pie derecho se había convertido en un flan inservible), pero sus manos habían tomado el control. Se desabrochó el cinturón mientras murmuraba: «Menudo cabrón... Lo voy a denunciar... Desgraciado...». Estaba a punto de abrir la portezuela cuando algo lo detuvo.
La luz que cegó su ventanilla se le antojó, por un instante, como proveniente de otro coche, pero flotaba en el aire y carecía de motor.
—Son ellos —murmuró Elisa.
—¿Ellos?
—Los que nos siguen.
Un puño de piel negra golpeó el cristal.
—Salga —dijo el puño.
—¡Oiga, qué pasa...!
Víctor solía enfadarse cuando sentía cualquier emoción intensa salvo enfado. En aquel momento sentía miedo. No deseaba abandonar el claustro protector de la cabina, pero tampoco le atraía desobedecer la orden de Puño Negro. Su miedo le decía «no abras», y el mismo miedo le susurraba «obedece». Trajes oscuros con los faldones de la chaqueta agitándose al viento desfilaron frente al cono de luz de los faros.
—No salgas —dijo Elisa—, yo hablaré con ellos.
Estaba bajando la ventanilla manualmente. Un rostro desconocido se asomó por ella, junto con un trozo de luz. Elisa y el rostro se pusieron a hablar en inglés.
—El profesor Lopera no tiene nada que ver... Déjenlo ir...
—Él debe venir también.
—Les repito que...
—No haga más difícil la situación, por favor.
Mientras presenciaba aquella discusión formal, la noche entró repentinamente en su asiento. De alguna forma habían logrado abrir la portezuela de su lado, pese a que no recordaba haber quitado el seguro. Ahora no había barreras entre Puño Negro y él.
—Salga, profesor.
Una mano ciñó su brazo. Se le atragantaron las palabras: nadie lo había tocado así nunca; sus relaciones siempre se basaban en una distancia cortés. La mano tiraba, lo sacaba a rastras. Ahora, además de miedo, experimentaba la rabia del ciudadano honrado a quien la autoridad amedrenta.
—¡Oiga, pero...! ¿Con qué derecho...?
—Vamos.
Eran dos hombres, uno calvo y otro rubio. Quien hablaba era el calvo. Víctor intuyó que el rubio ni siquiera comprendía el castellano.
No le hacía falta, por otra parte.
El rubio tenía una pistola.
La casa, a unos kilómetros de Soto del Real, se hallaba tal como ella la recordaba. Acaso las diferencias fuesen que el interior parecía más descuidado y que en los alrededores había creído ver nuevas construcciones. Pero seguía teniendo el tejado a dos aguas, las paredes blancas, el porche y la vieja piscina. Era de noche, aunque también había sido de noche cuando fue por primera vez.
Todo estaba igual y todo había variado, porque durante su primera visita se había sentido esperanzada y ahora, en cambio, se encontraba hundida, sin fuerzas.
La habitación en la que la habían encerrado era un dormitorio pequeño con aspecto de no haber sido usado en años. No había decoración, solo una cama sin cobertores y una mesilla con una lámpara desnuda, que era lo único que daba luz. Y dos armarios: uno de madera, con la puerta derecha combada por la vejez, y el otro de carne y hueso, traje oscuro, un audífono y los brazos cruzados, de pie frente a la puerta. Elisa ya había intentado comunicarse con este último, pero resultaba tan inútil como intentarlo con el primero.
Mientras paseaba por la desolada habitación, espiada por su cancerbero, sus pensamientos se concentraban en una sola cosa de las muchas que le importaban, la más urgente.
Lo siento, Víctor. Lo siento de veras
.
Ignoraba adónde lo habían llevado a él. Suponía que también a la casa, pero los hombres que les habían tendido la emboscada los habían separado, obligando a Víctor a entrar en otro coche. A ella la habían trasladado en el automóvil de Víctor (tras quitarle, por supuesto, aquel estúpido e inútil cuchillo). No obstante, estaba casi segura de que ambos se habían dirigido al mismo sitio, y que Víctor había llegado primero. En aquel momento estarían interrogándolo en otra habitación.
Pobre Víctor.
Se había propuesto ayudarle a salir de aquel agujero aunque fuese lo último que hiciera. Involucrarle había sido una debilidad fatal por su parte. Se juró a sí misma que haría cualquier cosa, usaría su vida como moneda de cambio o puente para que él pudiese escapar. Pero antes tendría que saber la respuesta a algunas dudas terribles. Por ejemplo: ¿por qué había recibido la
llamada
si el lugar no era seguro? ¿Y cómo se habían enterado de la reunión? ¿Acaso les habían tendido una trampa desde el principio?
Veinte o treinta minutos después, la puerta de la habitación, se abrió con brusquedad, golpeando la espalda del guardián. Se asomó un individuo en mangas de camisa (no El Que Importaba, ése todavía no, aunque estaba segura de que no tardaría en encontrárselo). Hubo un intercambio de disculpas en inglés entre los dos hombres, pero ninguno le explicó nada a ella. El tipo que la había vigilado le hizo un gesto con la enorme cabeza y Elisa se acercó.