Authors: Giorgio Faletti
Una idea comenzó a abrirse camino.
Si era verdad lo que sospechaba, la pobre Arijane Parker había sido en verdad una de las muchachas más desafortunadas de la tierra. Le invadió la amargura. Una muerte inútil, salvo en la mente retorcida del asesino.
Cerró el grifo y el chorro de agua cesó. Permaneció un instante goteando, mirando el agua que se iba en un pequeño remolino por el desagüe.
«Yo mato...»
Tres puntos suspensivos, tres muertos. Y no había terminado. En algún rincón de su cerebro había algo que trataba desesperadamente de salir a la luz, un detalle encerrado en una habitación oscura, que golpeaba con fuerza contra una puerta cerrada e intentaba hacerse oír.
Salió de la ducha y cogió el albornoz del perchero que había a su derecha. Repasó mentalmente sus conclusiones. No era una certeza, sino una hipótesis muy razonable, que restringía el campo de las investigaciones sobre las posibles víctimas. Todavía no sabían por que, no sabían cómo ni cuándo, pero por lo menos podían conjeturar quién.
Sí era así. No se equivocaba.
Salió del cuarto de baño y atravesó el dormitorio en penumbra. Se encontró en la sala iluminada por una puerta cristalera que daba a un balcón y se dirigió a la habitación que era el estudio del propietario del piso, donde había un ordenador. Se sentó al escritorio sacó la funda de protección y encendió el aparato. Se quedó un instante observando el teclado, y luego se conectó a internet. Afortunadamente, Ferrand, el dueño de la casa, no tenía nada que esconder, al menos en ese ordenador, y había dejado la contraseña en la memoria. Envió a Cooper un mensaje con la dirección de correo electrónico a la que debía mandarle la información que necesitaba. Apagó el aparato y fue a vestirse, aún sumido en sus pensamientos, estudiándolos desde nuevas perspectivas para ver si hacían agua en alguna parte. En ese momento sonó el teléfono.
—¿Diga?
—Frank, habla Nicolás.
—Justamente iba a llamarte. Se me ha ocurrido una idea; no es gran cosa, pero podría ser un punto de partida.
—¿Qué?
—Creo haber comprendido el objetivo de nuestro hombre.
—¿Es decir?
—Lo que le interesa son los hombres. Jochen Welder y Alien Yoshida. Ellos eran sus verdaderas víctimas.
—¿Y dónde encaja Arijane Parker, entonces?
—La pobre ha servido solo como conejillo de Indias. Era la primera vez que ese maniático desollaba a alguien, y quería tener con quien practicar antes de dedicarse al verdadero trabajo, es decir, la cabeza de Jochen Welder.
El silencio del otro lado indicaba que Hulot estaba pensando. Poco después hizo oír su voz otra vez.
—Si es así y excluimos a las mujeres el círculo de las posibles víctimas se restringiría bastante...
—Exacto, Nicolás. Hombres de alrededor de los treinta, treinta y cinco años, famosos y de buen aspecto. No es gran cosa, pero me parece un avance. No hay miles de personas que respondan a esa descripción.
—Es una hipótesis que vale la pena tener en cuenta.
—También porque por el momento no tenemos otra mejor... ¿por qué me llamabas?
—Frank, estamos hasta el cuello. ¿Has leído los periódicos?
—No.
—No hay un solo periódico en toda Europa que no dedique la primera página a este asunto. Llegan periodistas de televisión de todas partes. Roncaille y Durand están oficialmente en pie de guerra. Deben de haber soportado presiones espantosas, desde el ministro del Interior hasta el propio príncipe.
—Me imagino. Alien Yoshida no era un cualquiera.
—Y que lo digas. Roncaille me ha dicho que ha intervenido el cónsul de Estados Unidos en Marsella, como portavoz de vuestro gobierno. Si no obtenemos algo, temo que mi cabeza corra serio peligro. Y tenemos otro problema...
—¿Cuál?
—Jean-Loup Verdier. Está derrumbándose. Una multitud de periodistas prácticamente se ha instalado frente a su casa. Lo mismo en la radio. Bikjalo está contentísimo, porque el programa tiene una audiencia digna de la Fórmula Uno. Jean-Loup, en cambio, está asustado y quiere suspender el programa.
—¡Por Dios, no puede hacer eso! Es nuestro único contacto con el asesino.
—Eso lo sabemos nosotros, pero ¡ve a explicárselo tú! He intentado ponerme en su pellejo, y no puedo evitar darle la razón. No podemos perderle. Si ese loco se queda sin interlocutor, tal vez decida suspender las llamadas. No dejará de matar, pero ya no tendremos el menor indicio. Y si encuentra a otro, tal vez en otra radio o quién sabe dónde, pasará un tiempo antes de que logremos reorganizar la vigilancia. Y eso significará más muertos.
Debemos hablarle, Frank. Y quisiera que lo hicieras tú.
—¿Por qué?
—Porque tú tienes sobre él más influencia de la que tengo yo. Es solo una sensación, pero «FBI» causa más efecto que «Süreté publique»
—Está bien. Me visto y voy para allá.
—Te mando un coche. Nos vemos en casa de Jean-Loup.
—Vale.
Mientras decía las últimas palabras, Frank ya se dirigía al dormitorio. Escogió al azar una camisa y un par de pantalones, se puso los calcetines y los zapatos y una chaqueta sin forro, de tela ligera Sin mirar, se guardó en los bolsillos lo que había sacado la noche anterior, mientras pensaba cómo plantear el asunto a Jean-Loup Verdier. Se estaba derrumbando, y era comprensible. Debían encontrar la manera de convencer a ese muchacho. Se dio cuenta de que pensaba en Jean-Loup como «ese muchacho», aunque probablemente tenía pocos años menos que él.
Frank se sentía mucho más viejo. Ciertamente si se es policía se envejece mucho más pronto. Quizá algunos ya nacen viejos y lo descubren en el contacto con otra gente que sigue más uniformemente el hilo del tiempo. Si así era, acaso para Jean-Loup Verdier ese hilo se había cortado de golpe.
Salió al pasillo y llamó el ascensor. Mientras lo esperaba cerró con llave la puerta del piso. Las puertas se abrieron sin ruido a su espalda, lanzando un haz de luz más viva en la claridad mortecina del pasillo.
Subió y pulsó el botón de planta baja. Iban a atraparle, de esto estaba seguro. Antes o después cometería un error y le cogerían. El problema era cuántas víctimas habría hasta que llegara ese momento.
El ascensor se detuvo con una leve sacudida y las puertas se abrieron al elegante vestíbulo de mármol del Pare Saint-Román. Frank salió y vio por la puerta de cristal que fuera, a la izquierda, ya le esperaba un coche patrulla. Probablemente ya debían de estar por la zona, porque habían llegado muy pronto. El encargado le vio y le hizo una señal desde la portería. Frank se acercó.
—Buenos días,
monsieur
Ottobre —dijo en francés.
—Buenos días.
El hombre le dio un sobre blanco, anónimo, sin sello, que solo llevaba su nombre escrito a mano.
—Anoche, después de que entró, dejaron esto para usted.
—Gracias, Pascal.
—No hay de nada.
Dovere, M'sieur
.
Frank cogió el sobre y lo abrió. Dentro había una hoja doblada en tres. La sacó y leyó el mensaje escrito con letra nerviosa pero clara.
Solo los hombres pequeños no cambian de parecer. No me haga cambiar de parecer sobre su verdadera valía. Necesito su ayuda y usted necesita la mía. Le dejo mi dirección en la costa y los números de teléfono en los que puede encontrarme.
Nathan Parker
Al final había una dirección y dos números. Mientras subía al coche patrulla, Frank no pudo evitar pensar que en aquel momento en Monaco no había un solo loco sanguinario, sino por lo menos dos.
El coche patrulla dejó atrás Montecarlo y cogió el camino hacia Beausoleil y la A 8, la autopista que une Monaco con Niza y, del otro lado, con Italia. Sentado en el asiento de atrás, Frank abrió la ventanilla para que el aire entrara libremente. Releyó el mensaje del general y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Volvió a mirar por la ventanilla. El paisaje desfilaba ante sus ojos como una serie indistinta de manchas de color.
Parker era una complicación indeseada. Aunque sus intenciones fueran únicamente privadas, ese hombre representaba el Poder, con P mayúscula. Sus declaraciones no eran meros alardes. Muy al contrario. Realmente podía disponer de los medios a los que había hecho referencia.
Ello significaba que, además de las fuerzas policiales, habría otros hombres, más rudos en su manera de investigar. Estarían obligados al anonimato, sí, pero no estarían obligados a respetar los límites legales, y quizá por eso serían mucho más eficientes.
El hecho de que se movieran en un ámbito reducido y frágil como el principado de Monaco no bastaría para frenar la sed de venganza de Nathan Parker. Era bastante viejo y no le importaban las consecuencias que podía tener en su carrera. Y, si las cosas eran como había dicho Cooper, era también lo bastante poderoso para cubrir a sus esbirros. Además, en el caso de que capturara al asesino, la prensa explotaría la historia de un padre destrozado que solo buscaba justicia; el único que había logrado algo donde todos los demás habían fracasado. Se convertiría en un héroe, y, en consecuencía, sería intocable. Estados Unidos, en aquel momento, tenía desesperada necesidad de héroes. Tanto la opinión pública como el gobierno estadounidense se pondrían de su lado. Las autoridades del principado se negarían a aceptarlo durante un tiempo, pero después se verían obligados a tragar.
Game over
. Y después estaba Jean-Loup. Otra patata caliente. Debía encontrar la forma de hacerle desistir de una decisión que, por otra parte, era más que razonable. Una cosa es ser popular por ser el locutor de un programa de radio de éxito, y otra muy distinta, saltar a la primera página de los periódicos por ser el interlocutor de un asesino. Eran motivos suficientes para destrozar los nervios de cualquiera. Jean-Loup no era un simple hombre del espectáculo; tenía cerebro y sabía usarlo. No era —o al menos no le había causado esa impresión— un monigote, como tantos otros personajes del mundo del espectáculo que Frank había conocido. Tenía todo el derecho de estar asustado.
Un asunto feo. Y el tiempo de que disponían se agotaba con suma rapidez, marcado minuto a minuto por un cronómetro que las altas autoridades del principado sostenían en sus manos y no cesaban de controlar.
El coche disminuyó la velocidad cerca de una casa situada a la derecha del camino. Era una construcción que se alzaba en la ladera; entre una fila de cipreses se vislumbraba el techo, que desde allí dominaba todo Montecarlo. Debía de tener una vista excepcional. Sin duda era la casa del locutor. En la calle se veían diversos coches aparcados y también un par de furgonetas que llevaban las siglas de emisoras de televisión. Un grupo de corresponsales y cronistas mantenía el lugar en estado de sitio. Un poco más allá había un coche patrulla. Al verlos llegar, cierta agitación se apoderó de los periodistas. El policía que iba sentado en el lugar del acompañante cogió el micrófono de la radio.
—Aquí Ducross. Estamos llegando.
La verja de hierro, que se veía pasada la curva, comenzó a abrirse.
Mientras el coche reducía la velocidad para entrar, los periodistas se acercaron para ver quién iba en el interior. Dos policías salieron del coche de vigilancia para impedirles que accedieran a la propiedad.
Bajaron por una rampa pavimentada con baldosas antideslizantes rojas y llegaron a la persiana metálica del garaje. Nicolás Hulot ya había llegado y le esperaba de pie en el patio. Le saludó a través de la ventanilla abierta.
—Hola, Frank. ¿Has visto el barullo de allí fuera?
—Lo he visto, sí. Es normal, diría. Me habría sorprendido lo contrario.
Frank bajó del coche y observó la construcción.
—Jean-Loup Verdier debe de ganar bastante dinero para poder permitirse un lugar así.
Hulot sonrió.
—Hay una historia sobre esta casa. ¿No la has leído en los periódicos?
—No, es un placer que gustosamente te dejo a ti.
—Lo han publicado en casi todos. Jean-Loup la heredó.
—Felicitaciones a los parientes.
—No la heredó de un pariente. Parece un cuento, pero se la dejó una anciana viuda, bastante rica, a cuyo perro él salvó la vida.
—¿Al perro?
—Sí, en la plaza del Casino, hace algunos años. El perro de la señora en cuestión se había escapado y estaba cruzando la calle. Jean-Loup se lanzó a cogerlo cuando ya casi estaba bajo las ruedas de un coche. Por poco no le atropello también a él. La mujer lo abrazó y lo besó, llorando de gratitud, y la cosa terminó allí. Unos años después, un notario citó a Jean-Loup y se encontró con que era dueño de esta casa.
—¡Qué historia! Creía que esas cosas solo sucedían en las películas de Walt Disney... A simple vista, diría que el regalo vale un par de millones de dólares.
—O tres, tal como están los precios de las casas en esta zona.
—Pues mejor para él. ¿Vamos a cumplir con nuestro deber?
Hulot indicó con la cabeza.
—Es allá. Ven.
Atravesaron el patio y pasaron ante una mata de buganvillas rojas que cubrían el lado derecho de la fachada. Más allá de las matas había una explanada en la que se había construido una piscina.
—Mmm, muy grande pero sí lo bastante para no confundirla con una bañera.
Jean-Loup y Bikjalo estaban sentados a una mesa bajo una pérgola de vid americana, ante los restos del desayuno. La presencia del director era una prueba inequívoca de la crisis que atravesaba Jean-Loup. Tanta solicitud por parte de aquel hombre significaba que temía por su gallina de los huevos de oro.
—Hola, Jean-Loup. Buenos días, señor director.
Bikjalo se puso de pie con una expresión de alivio dibujada en el rostro. Habían llegado los refuerzos. Jean-Loup, en cambio, parecía molesto con su llegada y le costaba mirarlos.
—Buenos días, señores. Le estaba diciendo a Jean-Loup...
Frank lo interrumpió con cierta brusquedad. No quería abordar el tema de inmediato, para que Jean-Loup no se sintiera presionado. Era un momento delicado, y prefería ponerle cómodo antes de enfrentar la cuestión.
—¿Es café eso que veo en la mesa?
—Pues sí...
—¿Está reservado para los de la casa, o hay también para las visitas?
Al tiempo que Hulot y Frank se sentaban a la mesa, Jean-Loup fue a coger dos tazas de una mesa de servicio a su espalda. Mientras el locutor servía el café del termo, Frank lo observó atentamente. Se le notaba en la cara que había pasado la noche dando vueltas en la cama. Sufría una gran presión, y era comprensible. Pero no debía, no podía aflojar, y había que hacérselo entender.