Authors: Giorgio Faletti
Eran dos hombres, dos centinelas montando guardia en un mundo en guerra donde la gente mataba y moría, a los que por unas horas una mujer en paz transportaba a un mundo amable en el que nadie podía morir.
Frank se detuvo en la plazoleta central de Eze, al lado de un cartel que prometía la llegada de un taxi. En la parada no se veía ningún vehículo. Miró a su alrededor. A pesar de ser casi medianoche, había mucho movimiento. Llegaba el verano y los turistas comenzaban a afluir a la costa, a la caza de vistas pintorescas que pudieran llevarse a casa esmeradamente registradas en un carrete de fotos.
Vio que una gran berlina oscura atravesaba despacio la plaza y se dirigía hacia él. El coche se detuvo a su altura. Se abrió la puerta del conductor y bajó un hombre. Era al menos un palmo más alto que Frank, de complexión robusta pero de movimientos ágiles. Tenía la cara cuadrada y el pelo castaño cortado al estilo militar. El hombre rodeó el coche y se detuvo ante él. Sin motivo aparente, Frank tuvo la impresión de que bajo la chaqueta de buen corte llevaba una pistola. No sabía quién era, pero de inmediato pensó que era un tío peligroso.
El hombre lo miró con unos inexpresivos ojos de color avellana. Frank calculó que debía de tener más o menos su edad, algunos años más, quizá.
—Buenas noches, señor Ottobre —dijo en inglés.
Frank no mostró sorpresa alguna. Una señal de respeto cruzó los ojos del hombre, pero enseguida se volvieron neutros.
—Buenas noches. Veo que ya sabe mi nombre.
—El mío es Ryan Mosse y soy estadounidense, como usted.
Frank le pareció reconocer el acento de Texas.
—Encantado.
La afirmación contenía una pregunta implícita. Con la mano, Mosse le indicó el automóvil.
—Si tiene usted la gentileza de aceptar dar un paseo por Montecarlo, en el coche hay una persona que quisiera hablarle.
Sin esperar la respuesta, fue a abrir la puerta posterior. Frank observó que en el interior había una persona. Vio unas piernas de hombre con pantalón oscuro, pero no le fue posible distinguir el rostro.
Frank miró a Mosse a los ojos. También él podía ser un tipo peligroso, y era mejor que el otro lo supiera.
—¿Existe alguna razón particular por la que debería aceptar su invitación?
—La primera es que se evitaría una caminata de varios kilómetros hasta su casa, visto que los taxis son difíciles de encontrar a esta hora. La segunda es que la persona que querría hablar con usted es un general del ejército de Estados Unidos. La tercera, que esta conversación podría ayudarle a resolver un problema que le tiene a mal traer en este momento...
Sin mostrar la menor emoción, Frank dio un paso hacia la puerta abierta y subió al coche. El hombre sentado dentro era bastante mayor, pero parecía cortado por el mismo patrón. Su físico era más pesado, a causa de la edad, pero transmitía la misma sensación de fuerza que el otro. El pelo, completamente canoso, aunque todavía tupido, lucía el mismo corte militar. En la tenue luz del coche, Frank vio que le observaban un par de ojos azules que destacaban, extrañamente juveniles, en el rostro bronceado y arrugado. Le recordaron a los de Homer Woods, su jefe. Pensó que si ese hombre le hubiera dicho que era su hermano no se habría sorprendido en absoluto. Llevaba una camisa clara, abierta en el cuello, arremangada. En el asiento delantero, Frank vio una chaqueta del mismo color que los pantalones.
Fuera, Mosse cerró la puerta.
—Buenas noches, señor Ottobre. ¿Puedo llamarle Frank?
—Por ahora creo que bastará con «señor Ottobre», ¿
monsieur...?
—Frank usó adrede esta palabra en francés.
El rostro del hombre se iluminó con una sonrisa.
—Veo que la información que me han dado sobre usted era correcta. Puedes arrancar, Ryan.
Mosse, mientras tanto, había vuelto al volante del coche. El automóvil se puso en marcha con suavidad, y el viejo volvió a dirigirse a Frank.
—Disculpe la grosería con la que lo hemos abordado. Me llamo Nathan Parker y soy general del ejército de Estados Unidos.
Frank estrechó la mano que le tendía. El apretón del hombre era decidido, pese a su edad. Frank imaginó que debía de hacer ejercicio diariamente para tener ese físico y esa fuerza. Guardó silencio, esperando.
—Y soy el padre de Arijane Parker.
Los ojos del general buscaron en los de Frank una muestra de sorpresa, sin encontrarla. Pareció satisfecho. Se apoyó en el respaldo del asiento y cruzó las piernas en el limitado espacio del vehículo.
—Adivinará usted por qué estoy aquí.
Apartó un instante la mirada, como si observara algo por la ventanilla. Fuera lo que fuese, quizá solo él lo veía.
—He venido a encerrar el cuerpo de mi hija en un ataúd y a llevarla de nuevo a Estados Unidos. El cuerpo de una mujer degollada como un animal en el matadero.
Nathan Parker se volvió otra vez hacia él. A la luz huidiza de los faros de los coches con que se cruzaban, Frank distinguió el centelleo de sus ojos. Se preguntó si los encendía la ira o el dolor.
—No sé si habrá perdido usted a un ser querido, señor Ottobre...
De pronto Frank lo odió. Evidentemente la información que había obtenido sobre él incluía lo ocurrido a Harriet. Y supo que el general no lo veía como un dolor que tenían en común, sino simplemente como una moneda de cambio. Parker prosiguió como si nada.
—No he venido hasta aquí a llorar a mi hija. Soy un soldado, Señor Ottobre. Y un soldado no llora. Un soldado se venga.
La Voz del general era tranquila, pero transmitía una furia letal.
—Ningún maniático hijo de puta puede hacer lo que ha hecho y quedar impune.
—Hay hombres trabajando e investigando por ese mismo motivo —dijo Frank con tranquilidad.
Nathan Parker se volvió con brusquedad hacia él.
—Frank, excepto usted, esta gente no sabría dónde ponerse un supositorio aunque les hicieran un dibujo. Y, además, usted sabe muy bien cómo son las cosas en Europa. No quiero que este asesino termine encerrado en una institución mental y lo dejen en libertad al cabo de un par de años; quizá incluso hasta se disculpan.
Hizo una breve pausa y miró otra vez por la ventanilla. El coche recorrió el final de la calle que bajaba de Eze y dobló a la izquierda para tomar la
basse corniche
hacia Montecarlo.
—Le propongo lo siguiente: Organizaremos un equipo de hombres competentes y proseguiremos las investigaciones por nuestra cuenta. Puedo contar con toda la colaboración que quiera: FBI, Interpol, incluso la CÍA, si hace falta. Puedo hacer venir un grupo de hombres mejor preparados y adiestrados que cualquier policía. Jóvenes despiertos que no hacen preguntas y se limitan a obedecer. Usted podría dirigir ese grupo...
Señaló con la cabeza al hombre que conducía el coche.
—El capitán Mosse colaborará con usted. La investigación proseguirá hasta que cojan al asesino. Y cuando le cojan, me lo entregarán a mí.
Mientras tanto el coche había entrado en la ciudad. Tras dejar atrás el Jardín Exotique, iban por el bulevar Charles III, pasando por la calle Princesse Caroline hasta el puerto.
El viejo soldado miró por la ventanilla el lugar donde habían encontrado el cuerpo mutilado de su hija. Apretó los ojos como si le costara ver. Frank pensó que no tenía nada que ver con su vista, sino que era un gesto instintivo, producto de la violenta cólera que se agitaba en ese hombre. Parker siguió sin volverse. Quizá no lograba despegar los ojos del puerto, donde los yates iluminados esperaban tranquilamente un nuevo día de mar.
—Allí es donde encontraron a Arijane. Era hermosa como el sol y muy inteligente. Era una muchacha extraordinaria. Una rebelde. Distinta de su hermana, pero extraordinaria. No estábamos siempre de acuerdo, pero nos respetábamos, porque éramos iguales Y me la han matado como a un animal.
La voz del militar tembló levemente. Frank permaneció en silencio, dejando que el padre de Arijane siguiera con sus pensamientos.
El coche bordeó el puerto y se dirigió a la entrada del túnel. Nathan Parker se apoyó en el respaldo. Las luces amarillas del túnel pintaron en sus rostros colores antinaturales.
Cuando salieron nuevamente al aire libre y a la noche, en la zona de Larvotto, mientras el coche enfilaba por la calle Portier, al fin el viejo rompió el silencio.
—Y bien, ¿qué me dice, Frank? Soy amigo personal de Johnson Fitzpatrick, el director del FBI. Y, si es necesario, puedo llegar todavía más arriba. Le garantizo que si acepta mi propuesta no se arrepentirá. Su carrera podría experimentar un progreso notable. Si es el dinero lo que le interesa, no hay problema. Puedo ofrecerle suficiente para que no vuelva a preocuparse por él el resto de su vida. Piense que es un deber, un acto de justicia, no solo una venganza.
Frank siguió en silencio, como durante todo el discurso del general Parker. También él se tomó una pausa para mirar por la ventanilla. El coche iba por el bulevar des Moulins. En breve doblaría a la derecha por la corta subida que llevaba al Pare Saint-Román. Entre todos los datos que sabía de él, sin duda también figuraba el lugar donde vivía.
—Mire, general, no siempre todo es tan fácil como parece. Usted se comporta como si todos los hombres tuvieran un precio. Para serle franco, también yo pienso como usted: hay un precio para todo. Ocurre, simplemente, que usted no ha logrado entender el mío.
La ira fría del general brillaba más que las luces de la entrada del edificio.
—Es inútil que juegue al héroe sin mancha ni miedo, señor Ottobre...
«señor Ottobre», pronunciado con voz sorda, sonó amenazador.
—Sé muy bien quién es usted. Los dos estamos hechos de la misma pasta.
El coche se detuvo suavemente ante la puerta de cristal del Pare Saint-Román. Frank abrió la puerta y se apeó. Se quedó un instante de pie junto al automóvil, apoyado en la puerta. Bajó la cabeza para que el viejo, desde dentro, pudiera verlo.
—Puede ser, general Parker. Pero no por completo. Ya que parece saberlo todo sobre mí, sin duda sabrá también lo de la muerte de mi mujer. Sí, sé perfectamente lo que significa perder a un ser querido. Sé lo que significa vivir con fantasmas. Quizá sea cierto que los dos estamos hechos de la misma pasta. Pero hay una diferencia entre usted y yo: cuando yo perdí a mi mujer lloré. Tal vez no sea un soldado.
Cerró con cuidado la puerta del coche y empezó a alejarse. El viejo bajó los ojos buscando una respuesta, pero cuando volvió a alzarlos Frank Ottobre ya no estaba allí.
Apenas se despertó, sin siquiera levantarse de la cama, Frank marcó el número directo del despacho de Cooper, en Washington. En la costa eran las cuatro de la tarde, y calculaba que le encontraría allí. Respondió al segundo timbrazo.
—Cooper Danton.
—Hola, Cooper, soy Frank.
Si se asombró, Cooper no lo dio a entender.
—Hola, monstruo. ¿Cómo estás?
—Hecho una mierda.
Cooper no dijo nada. El tono de voz de Frank no era el de costumbre. A pesar de su afirmación, había una vitalidad nueva con respecto a la conversación anterior. Esperó en silencio.
—Me han metido en una investigación de un asesino en serie, aquí, en Monaco. Una cosa de locos.
—Sí, en los periódicos he leído algo sobre el asunto. Ha aparecido también en la CNN. Pero Homer no me ha comentado que estuvieras en el caso. ¿Es tan feo como dices?
—Peor, Cooper. Estamos persiguiendo sombras. Ese maniático parece hecho de aire. Ni una pista. Ni un indicio. Y además se burla de nosotros. Estamos haciendo el ridículo. Y ya tenemos tres muertos.
—Veo que ciertas cosas también suceden en la vieja Europa, no solo en Estados Unidos.
—Ya. Por lo que parece, no tenemos la exclusiva... ¿Cómo va todo por allí?
—Todavía siguiendo la pista de los Larkin. Jeff ha muerto pero nadie lo echará de menos. Osmond está a la sombra, pero no habla. De todos modos, tenemos indicios que prometen. Una vía en el sudeste asiático, un nuevo camino de las drogas. Veremos qué sucede.
—Cooper, necesito un favor.
—Lo que quieras.
—Necesito información sobre un tal general Parker y un capitán llamado Ryan Mosse, del ejército de Estados Unidos.
—¿Parker, has dicho? ¿Nathan Parker?
—Sí, él.
—Mmm, un pez gordo, Frank. Y cuando digo «gordo» quizá me quedo corto. El tío es una leyenda viviente. Héroe de Vietnam, mente estratégica de la guerra del Golfo y de la intervención de Kosovo. Cosas de este tipo. Forma parte del Estado Mayor y es muy cercano a la Casa Blanca. Te garantizo que cuando habla le escuchan todos, incluido el presidente. ¿Qué tienes tú que ver con Nathan Parker?
—Una de las víctimas era una de sus hijas. Y ha venido con el cuchillo entre los dientes, porque no confía en la policía de aquí. Temo que esté organizando una especie de comando para librar una guerra personal.
—¿Cómo has dicho que se llama el otro?
—Mosse, capitán Ryan Mosse.
—A ese no lo conozco. En todo caso me informaré y veré que logro encontrar. ¿Cómo lo hago para hacerte llegar el informe?
—Tengo una dirección privada de correo electrónico, aquí en Monaco. Te mando enseguida un mensaje para que la tengas. Sera mejor que no me mandes nada a la central de policía; es un asunto que prefiero mantener al margen de las investigaciones oficiales. Ya tenemos bastantes complicaciones. Esto quiero arreglarlo por mi cuenta.
—Está bien. Enseguida me pongo a trabajar.
—Te lo agradezco, Cooper.
—No tienes por qué. Para ti, lo que sea. Eh... ¿Frank?
—¿Sí?
—Me alegro por ti.
Frank sabía muy bien a qué se refería su amigo. No quiso quitarle la ilusión.
—Lo sé, Cooper. Adiós.
—Suerte, Frank.
Cortó la comunicación y arrojó sobre la cama el teléfono inalámbrico. Se levantó y, desnudo como estaba, fue al cuarto de baño. Evitó mirar su reflejo en el espejo. Abrió el grifo de la ducha e hizo correr el agua. Entró en el receptáculo y se acurrucó en el suelo, sintiendo el golpe del agua fría en la cabeza y la espalda. Se estremeció y esperó el alivio del chorro que poco a poco se volvía tibio. Se irguió y comenzó a enjabonarse. Mientras el agua arrastraba la espuma, trató de abrir su mente. Intentó dejar de ser él mismo y transformarse en otro, alguien sin forma y sin rostro, al acecho en alguna parte.