Authors: Giorgio Faletti
Lo único que acortaba verdaderamente las distancias era el mal, presente en todas partes, que hablaba un único lenguaje y escribía sus mensajes siempre con la misma tinta.
Frank cerró la portezuela y se volvió hacia Hulot.
El comisario vio a un hombre de treinta y ocho años que tenía los ojos de un viejo a quien la vida había negado la sabiduría. Vio un rostro moreno, latino, cubierto por una sombra más oscura que sus ojos, su pelo, la barba incipiente de sus mejillas. Un hombre de cuerpo atlético, fuerte, un hombre que había matado a otros hombres, protegido por una credencial y por la justificación de estar del lado de la justicia. Tal vez no existía cura ni antídoto para el mal. Pero había hombres como Frank Ottobre, que se habían vuelto inmunes a él.
La guerra no terminaba nunca.
Mientras Hulot cerraba el coche, vieron que el comisario Froben, de la brigada de homicidios —que colaboraba en las investigaciones—, salía por la puerta de la oficina de enfrente e iba hacia ellos.
Dirigió a Hulot una amplia sonrisa que mostró sus dientes grandes y regulares e iluminó su rostro de facciones marcadas. Tenia una complexión maciza, que tensaba la chaqueta de su traje de Galerías Lafayette, y la nariz rota de un aficionado al boxeo. Las pequeñas cicatrices alrededor de las cejas confirmaban esta hipótesis.
Froben estrechó la mano de Hulot. Su sonrisa se acentuó y sus ojos grises se volvieron dos grietas que hicieron que las cicatrices se fundieran en una telaraña de pequeñas arrugas.
—Qué tal, Nicolás. ¿Cómo estás?
—Eres tú quien debe decirme cómo estoy. Con la tormenta que se avecina, la ayuda de todos los amigos me sirve de mucho.
Froben miró a Frank, y Hulot hizo las presentaciones.
—Frank Ottobre, agente especial del FBI. Muy especial. Le he pedido que colabore en la investigación.
Froben no dijo nada, pero sus ojos expresaron consideración por el rango de Frank. Tendió su mano, de dedos grandes y fuertes, y le dedicó también a él la misma amplia sonrisa.
—Claude Froben, humilde comisario de homicidios.
Mientras aguantaba el vigoroso apretón, el estadounidense tuvo la sensación de que, de haber querido, Froben habría podido romperle los dedos. El hombre le cayó simpático de inmediato. Daba una impresión de fuerza y delicadeza a la vez. A Frank no le habría sorprendido saber que, después del trabajo, montaba con sus hijos maquetas de barcos y manipulaba las piezas más frágiles con asombroso cuidado.
Hulot fue directo al grano.
—¿Alguna novedad sobre la cinta?
—Se la he confiado a Clavert, nuestro mejor técnico. Un mago, diría. La ha analizado con todos sus aparatos. Venid, os muestro el camino.
Froben los precedió; entraron por la puerta por la que él acababa de salir. Los guió por un corto pasillo, iluminado por una luz difusa que provenía de una ventana situada a sus espaldas. Hulot y Frank lo siguieron hasta que la nuca canosa de Froben, que terminaba en un cuello corto y macizo apoyado en unos hombros robustos, se giró y volvió a ver su rostro. Se detuvo delante de una escalera, a la izquierda, que llevaba al subterráneo. Hizo un ademán con su mano grande y cuadrada.
—Hacedme el favor...
Bajaron dos tramos de escalera y se encontraron en una amplia sala llena de aparatos electrónicos, iluminada por fríos tubos de neón que aumentaban la escasa claridad que proporcionaban unas claraboyas a la altura de la calle.
Sentado a una mesa de trabajo había un joven delgado; llevaba el pelo rapado para disimular una incipiente calvicie; vestía una bata blanca abierta sobre una camisa a cuadros que le caía por encima de los vaqueros. Llevaba unas gafas curvas con lentes amarillas.
Los tres se detuvieron detrás de la silla con ruedas sobre la que estaba sentado mientras, absorto, maniobraba los potenciómetros. Se volvió y los miró. Hulot se preguntó cómo lo hacía para que no le cegara el sol con aquellas gafas.
Froben no los presentó, pero el joven no se mostró sorprendido. Sin duda se dijo que si aquellos dos desconocidos estaban allí, debían de tener sus razones.
—Entonces, Clavert, ¿qué nos dices de la cinta?
El técnico se encogió de hombros.
—Poco, comisario. No tengo buenas noticias. He examinado la grabación con todos los aparatos de que dispongo, pero sin resultado. La voz está distorsionada y no hay manera de identificarla.
—¿Es decir?
Clavert retrocedió un poco, al darse cuenta de que tal vez sus interlocutores no tuvieran los mismos conocimientos técnicos que él.
—Todas las voces humanas se mueven según unas frecuencias que forman parte de unas características personales; son tan identificables como las huellas de la retina y las huellas digitales. Hay cierta cantidad de tonos agudos, graves y medios que no varían aunque se trate de alterar la voz, hablando en falsete, por ejemplo. Es posible ver estas frecuencias mediante aparatos apropiados, y luego reproducirlas en un diagrama. Las máquinas que hacen falta son bastante comunes; forman parte del equipo habitual de un estudio de grabación. Sirven para equilibrar las frecuencias y evitar que una banda esté demasiado cargada de unas o de otras.
Se acercó al teclado de un ordenador Macintosh y puso la mano sobre el ratón. Tras una serie de clics apareció una pantalla blanca atravesada por líneas horizontales paralelas. Entre ellas se movían otras dos líneas, una verde y otra violeta, que eran bastante más largas y accidentadas.
Con la flecha del ratón, el técnico indicó la línea verde.
—Esta línea es la voz de Jean-Loup Verdier, el locutor de Radio Montecarlo. Este es el diagrama fónico que ha resultado después de analizarla.
Otro clic, y la pantalla mostró un gráfico en el que había una línea amarilla que se movía sobre un fondo oscuro, entre líneas paralelas azules. Clavert indicó la pantalla con un dedo.
—Las líneas azules horizontales —explicó— son las frecuencias. La línea amarilla que se desplaza entre ellas es la voz analizada. Si se toma la voz de Verdier en distintos momentos de la grabación y se la superpone a esta línea amarilla, se ve que se corresponden exactamente.
Volvió a la pantalla anterior e hizo clic en la línea violeta.
—Esta es la otra voz.
Volvió al gráfico, pero esta vez la línea amarilla se movía de manera entrecortada y en campos mucho más reducidos.
—En este caso, la persona que llamó por teléfono hizo pasar su voz por un aparato dotado de filtros que, gracias a una serie de distorsiones y compresiones del sonido, mezcla las frecuencias de las emisiones vocales y las altera por completo. Basta variar ligeramente los valores de uno de los filtros para obtener un gráfico completamente distinto cada vez.
Hulot hizo una pregunta:
—¿Es posible que el análisis de la grabación permita reconocer el tipo de aparato utilizado? Así, tal vez se podría averiguar quién lo compró.
El técnico hizo un gesto dubitativo.
—No creo. Son máquinas que se encuentran con bastante facilidad. Las hay de distintas marcas y con capacidades variables según el precio y el modelo, pero para esta clase de uso sirven todas. Además, la electrónica está en continua evolución, por lo que hay un mercado de segunda mano bastante amplio. Estos aparatos se compran y se venden entre los fanáticos de las grabaciones caseras, casi siempre sin factura. En mi opinión, esta no es una vía factible.
Intervino Froben, intentando contrarrestar el derrotismo de Clavert.
—De todos modos veremos qué se puede hacer. Tenemos tan pocos elementos que no podemos despreciar nada.
Hulot se volvió y observó a Frank, que aparentemente estaba absorto en otros pensamientos, como si ya supiera suficiente. Sin embargo, el comisario tenía la certeza de que no se perdía ni una palabra de lo que estaban diciendo y estaba memorizando cada dato.
Volvió a dirigirse a Clavert.
—¿Y qué puede decirnos acerca de que la llamada se haya recibido sin pasar antes por la centralita?
—Sobre eso no tengo una hipótesis precisa. Esencialmente, hay dos posibilidades. En general, las centralitas telefónicas disponen de números directos; basta conocerlos para evitar pasar por la telefonista. Sin duda, Radio Montecarlo no es la NASA en cuanto a seguridad, por lo que no es impensable que alguien los haya conseguido. La segunda hipótesis es un poco más complicada, aunque tampoco es de ciencia ficción. En realidad, me parece la más verosímil...
—¿Y cuál sería? —le urgió Froben.
Clavert se apoyó en el respaldo de la silla.
—Según he averiguado, la centralita de Radio Montecarlo se rige por un programa de ordenador y tiene una función que permite ver en tiempo real el número telefónico del que llama. La finalidad es obvia...
Echó una mirada a su alrededor para comprobar que todos le comprendían.
—Pues bien, creo que en el momento de la llamada no apareció ningún número en la pantalla, de modo que quien llamó debió de conectar al teléfono un dispositivo electrónico que neutraliza esta función de la centralita.
—¿Es difícil hacerlo?
—Bastante, sí, para un conocedor de electrónica y telefonía. Pero no hace falta ser un genio de las telecomunicaciones. Cualquier pirata informático puede hacerlo navegando por internet.
Hulot se sentía como un preso a la hora de salir a tomar el aire: mirase donde mirase no encontraba más que paredes.
—¿Se puede saber si la llamada se hizo desde un teléfono fijo o desde un móvil?
—Con seguridad, no. Sin embargo, yo excluiría el móvil. Si este hombre ha utilizado la web, las comunicaciones por móvil son mucho más lentas y menos precisas. Y el que ha hecho todo esto es demasiado astuto para no haberlo tenido en cuenta.
—¿Es posible hacer otros análisis de la cinta?
—Con los aparatos de que dispongo, no. Pero me propongo mandar una copia del DAT al laboratorio científico de Lyon, para ver si ellos encuentran algo más.
Hulot apoyó una mano en el hombro de Clavert.
—Vale. Prioridad absoluta. Si los colegas de Lyon aceptan ayudarnos, les brindaremos todo el apoyo necesario para obtener la máxima rapidez.
Para Clavert, el encuentro había concluido. De un bolsillo de la bata extrajo una tableta de goma de mascar, la desenvolvió y se la echó en la boca.
Por un instante se hizo el silencio. Cada uno de ellos, a su manera, pensaba en lo que se había dicho.
—Vamos, os ofrezco un café —dijo Froben al fin.
De nuevo los precedió por la escalera; en el rellano dobló a la izquierda y tras unos pocos pasos los condujo hasta una máquina de café, empotrada en un nicho. Extrajo de un bolsillo una ficha magnética.
—¿Café para todos?
Los otros dos asintieron. El comisario introdujo la ficha, pulsó una tecla, la máquina se puso en movimiento con un zumbido y depositó un vasito de plástico en la bandeja.
—¿Qué piensas, Frank? —preguntó Hulot al estadounidense, que continuaba en silencio.
Por fin Frank se decidió a hablar.
—No tenemos muchos caminos. Cualquier rumbo que cojamos parece no llevar a nada. Te lo había dicho, Nicolás: nos enfrentamos a un hombre muy astuto. Hay demasiadas coincidencias para pensar que simplemente ha tenido buena suerte. Por ahora, lo único que tenemos es esa llamada telefónica. Si tenemos un poco de suerte y él es suficientemente narcisista, llamará de nuevo. Si tenernos mucha suerte, llamará a la misma persona. Y si tenemos una suerte extraordinaria, cometerá un error. Es nuestra única esperanza de descubrirlo y atraparlo antes de que vuelva a matar.
Terminó su café y arrojó el vaso de plástico en el cubo de la basura.
—Creo —continuó— que es hora de hablar muy en serio con Jean-Loup Verdier y la gente de Radio Montecarlo. Me desagrada admitirlo, pero de momento estamos en sus manos.
Se encaminaron hacia la salida.
—Imagino que en el principado debe de haber... ¿cómo decirlo?... cierta agitación... —dijo Froben a Hulot.
—Pues mira, llamarlo «agitación» es como decir que Mike Tyson es «un tío nervioso». Tenemos una grave crisis. Montecarlo, como bien sabes, es una tarjeta postal. Para nosotros, la imagen lo es todo. Hemos gastado toneladas de dinero para garantizar ante todo dos cosas: elegancia y seguridad. Y de repente aparece este tío que lo estropea todo. Si esta historia no se resuelve deprisa, verás rodar muchas cabezas...
Hulot soltó un suspiro.
—Incluida la mía.
Llegaron a la salida y se despidieron. Froben se quedó mirándolos mientras se alejaban; su cara de boxeador reflejaba tanto solidaridad como alivio de no encontrarse en su lugar.
Hulot y Frank se encaminaron hacia el aparcamiento donde habían dejado el coche. Una vez dentro del vehículo, mientras encendía el motor, el comisario se volvió para mirar a Frank. Era casi « hora de la cena, y de pronto se sintió hambriento.
—¿El café de Turín?
El café de Turín era una fonda sencilla, con mesas y bancos de madera, situada en la plaza Garibaldi; allí podrían comer un buen
coquillage
acompañado de una botella de Muscadet helado. Hulot había llevado allí a Frank y a su mujer durante su visita a Europa, y los dos habían quedado fascinados con el largo mostrador lleno de marisco y el personal con guantes de trabajo atareado en abrir las conchas. Con ojos brillantes veían pasar a los camareros con grandes bandejas llenas de ostras y enormes gambas rojas, para comer con mayonesa. Habían vuelto muchas veces, y el pequeño restaurante se había convertido en su sanctasanctórum gastronómico. Hulot vaciló en mencionar ese lugar; temía que el recuerdo pudiera perturbar a Frank. Pero el estadounidense parecía cambiado, o al menos decidido a cambiar. Si quería sacar la cabeza del agua, enfrentarse al pasado podría ayudarle. Frank hizo un gesto con la cabeza, aceptando a un tiempo la elección y los buenos propósitos de Hulot. Fueran cuales fuesen sus pensamientos, su cara no los reflejaba.
—Que sea el café de Turín.
Hulot se relajó imperceptiblemente.
—¿Sabes? Estoy un poco cansado de moverme y hablar como el personaje de una película de televisión. Me da la impresión de ser una caricatura del teniente Colombo. Necesito media hora de normalidad. Tengo que relajarme un poco. Si no, me volveré loco.
Caía la tarde y las luces de la ciudad se habían encendido. Frank, en silencio, miraba por la ventanilla a la gente que salía, andaba por la calle y hablaba en las casas, en los bares, en los restaurantes, en los lugares de trabajo. Miles de personas con rostros anónimos.