Authors: Giorgio Faletti
—¿Qué es, Frank? Por el amor de Dios...
—Dios no tiene nada que ver aquí. Es algo que me atañe a mí. A mí y solo a mí. Y tú sabes que es una lucha sin prisioneros.
Se apartó el teléfono de la oreja y se quedó mirando en la penumbra el dedo que presionaba la tecla para cortar la comunicación.
Alzó la vista hacia el cuerpo desnudo que se reflejaba en el gran espejo del cuarto de baño. Unos pies descalzos sobre el mármol frío del suelo; unas piernas musculosas; los ojos apagados, y el tórax, con cicatrices rojizas que lo atravesaban.
Movida como por voluntad propia, la mano derecha se alzó con lentitud para tocarlas. Sin hacer nada por reprimirlo, dejó que llegara el soplo cotidiano de muerte que habitaba en él.
Cuando se despertó, lo primero que vio fue el rostro de Harriet. Después, lentamente, también el de Cooper emergió de la niebla. Cuando logró enfocar el cuarto, vio a Homer Woods, sentado, impasible, en un pequeño sillón apoyado contra la pared frente a la cama; el pelo peinado hacia atrás; sus ojos azules le miraban sin expresión detrás de unas gafas con montura de oro.
Volvió la cabeza hacia su mujer y se dio cuenta, como en un sueño, de que se encontraba en una habitación de hospital. Distinguió la luz verdosa que se filtraba por las persianas venecianas, un ramo de flores en la mesa, los tubos que salían de su brazo, el bip monótono de un aparato; todo giraba. Trató de hablar, pero la voz no salía.
Harriet se inclinó y acercó su cara a la de él. Le apoyó una mano en la frente. Él sintió la mano pero no oyó las palabras, porque volvió a hundirse en ese lugar profundo del que apenas había emergido.
Cuando al fin volvió en sí y pudo hablar y saber, Homer Woods estaba allí, de pie al lado de Harriet.
Pero Cooper no.
La luminosidad de la estancia parecía distinta, pero era todavía —o de nuevo— luz de día. Frank se preguntó cuántas horas habían pasado desde su último despertar, y si Homer había permanecido allí todo aquel tiempo. Tenía el mismo traje, y también la misma expresión. Aunque Frank recordó que nunca le había visto otro traje ni otra expresión. Tal vez en su casa tenía un armario lleno de trajes y de expresiones todos iguales. En la oficina lo llamaban «Mister Husky» por sus ojos azules, que parecían de vidrio, como los de un husky.
Harriet volvió a ponerle una mano en la frente; una lágrima bajaba por su rostro. Una lágrima que parecía formar parte de ella, como si estuviera allí desde el principio de los tiempos.
—Hola, amor. Bienvenido.
Se levantó de la silla junto a la cama y posó sus labios sobre los de él, en un suave beso salado. Frank aspiró su aliento como un marinero el perfume de la costa, el aire del hogar al que regresa.
Con discreción, Homer retrocedió un paso.
—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estoy? —preguntó Frank con una voz afónica que no le parecía la suya. Sentía un dolor raro en la garganta y no recordaba nada. La última imagen que conservaba era la de una puerta que él abría de una patada mientras sus manos apuntaban el arma hacia el interior de una habitación. Después, un relámpago y un trueno y la sensación de que una mano enorme lo lanzaba por el aire, hacia una oscuridad sin dolor.
—Estás en el hospital. Has estado en coma durante una semana. Nos has dado un buen susto.
Ahora la lágrima parecía incrustada en el rostro de su mujer, como una arruga de la piel. Resplandecía como su dolor.
Ella se apartó un poco y miró de soslayo a Homer, dejándole tácitamente el resto de la explicación. Él se acercó a la cama y contempló a Frank a través del filtro de las gafas.
—Los dos Larkin habían hecho correr el rumor de que aquella noche habría un importante intercambio entre ellos y sus contactos. Un gran intercambio de mercancía y dinero, en un almacén abandonado. Lo habían tramado así para atraer a Harvey Lupe y a su banda; querían tentarlos a irrumpir en el lugar y llevárselo todo, las drogas y la pasta. El almacén estaba lleno de explosivos. La idea era desembarazarse de una vez por todas de sus principales rivales, con unos bonitos fuegos artificiales. Pero, en lugar de Lupe y sus secuaces, llegasteis tú y Cooper. El todavía estaba fuera, en el lado sur, cuando tú entraste por la parte de las oficinas. Cuando estalló el edificio, Cooper quedó parcialmente protegido por la estructura de un andamio y logró salir casi ileso; solo sufrió unos rasguños y unas quemaduras superficiales. Tú, en cambio, recibiste el mayor impacto de la explosión; fue una verdadera suerte que los Larkin fueran buenos traficantes pero pésimos pirotécnicos. Estás vivo de milagro. Ni siquiera puedo reprocharte que no esperaras a los refuerzos: si hubierais entrado todos juntos habría sido una matanza.
Ahora lo sabía todo, pero todavía no recordaba nada. Solo podía pensar en que él y Cooper habían trabajado durante dos años para atrapar a los Larkin, pero que, al final, los Larkin, sin querer, los habían atrapado a ellos.
Más exactamente, a él.
—¿Qué tengo? —preguntó Frank, que recibía, sensaciones muy confusas de su cuerpo y veía, como si perteneciera a otro, su pierna derecha escayolada.
Le respondió un médico, que entró en la habitación a tiempo de oír la pregunta. Tenía el pelo precozmente salpicado de canas, pero el rostro y la actitud eran de un chaval. Le sonrió, ladeando la cabeza en un gesto ceremonioso.
—Buenos días, estimado señor. Soy el doctor Foster, uno de los responsables de que siga usted en este mundo. Espero que no me odie por ello. Yo le diré qué es lo que tiene. Unas costillas fracturaos, una lesión en la pleura, una pierna con fractura doble, agujeros de diversas características por todas partes, heridas serias en el tórax, traumatismo craneal. Y hematomas en todo el cuerpo, por lo que casi se le podría confundir con una persona de color. Además, tiene... o, mejor dicho, tenía... una esquirla de metal que se detuvo a un milímetro del corazón y que nos hizo sudar la gota gorda para quitársela.
Mientras hablaba había levantado el historial clínico colgado al pie de la cama; se acercó a la cabecera y pulsó un botón. Frank sintió el olor de su camisa recién lavada.
—Y ahora, si los presentes nos disculpan, creo que es hora de echar un vistazo a lo que hemos hecho para remediar el desastre.
Harriet y Homer Woods se encaminaron hacia la puerta en el mismo momento en que entraba una enfermera negra que empujaba un carrito cargado de material médico. Harriet, antes de salir, dirigió una mirada inquieta al monitor que controlaba el ritmo cardíaco de su esposo, como si juzgara que su presencia era indispensable para hacer funcionar a ambos. Luego volvió la cabeza y cerró la puerta.
Mientras el médico y la enfermera se atareaban alrededor de su cuerpo lleno de vendas y drenajes, Frank pidió un espejo. La enfermera, sin hacer comentarios pero sonriendo, cogió el que se hallaba colgado junto a la puerta y se lo puso delante.
Con una extraña ausencia de emoción, vio el rostro pálido y los ojos sufrientes de Frank Ottobre, agente especial del FBI, todavía vivo.
Espejo sobre espejo, ojos sobre ojos.
El presente se superpuso al recuerdo y, en el gran espejo del cuarto de baño, Frank reencontró su tiempo presente y sus ojos actuales, mientras se preguntaba si en verdad había valido la pena que todos aquellos médicos hubieran hecho tanto solo para devolverle esa vida.
Volvió a la alcoba y encendió la luz. Buscó el botón de las persianas en la hilera de interruptores que había al lado de la cama. Lo pulsó y, con un leve zumbido, la persiana comenzó a levantarse; la luz del sol se mezcló con la luz eléctrica.
Fue a la puerta cristalera, apartó las cortinas, tiró de la manija de la puerta corredera y el cristal se abrió suavemente.
Salió a la terraza.
A sus pies se extendía Montecarlo, cubierta de oro e indiferencia. Frente a él, bajo el sol que comenzaba a salir, un mar azul reflejaba el cielo sin verlo. Volvió a pensar en la conversación con Cooper. Del otro lado de ese mar, su país estaba en guerra. Una guerra que le concernía a él, a otros hombres como él, y a todos los que aspiraran a vivir bajo la luz del sol, sin sombras y sin miedos. Y él debería estar allí, para defender ese mundo y a esa gente.
En otro momento, lo habría hecho; en otro momento, habría estado en la primera fila con Cooper, Homer Woods y todos los demás. Ahora ese momento había pasado. Casi había dado la vida por su país, y las cicatrices que tenía encima lo testimoniaban.
Y Harriet...
Un soplo de brisa fresca llegó del mar y le hizo tiritar. Se dio cuenta de que todavía estaba desnudo. Mientras volvía a entrar se preguntó qué podría hacer el mundo por Frank Ottobre, agente especial del FBI, cuando ni él sabía qué hacer consigo mismo.
Al bajar del coche, el comisario Nicolás Hulot, de la Süreté Publique del principado de Monaco, vio el barco de vela encajado entre los otros dos, ligeramente inclinado hacia un lado.
Mientras avanzaba por el muelle, el inspector Morelli fue a su encuentro recorriendo el puente del Baglietto, embestido por el dos mástiles. Cuando se reunieron, el comisario se sorprendió de verle tan trastornado. Morelli era un excelente policía. Había hecho cursos de adiestramiento con el Mossad, el servicio secreto israelí. Había visto de todo. Sin embargo, estaba pálido y mientras le hablaba le costaba sostenerle la mirada, como si lo que pasaba fuera culpa suya.
—¿Y bien, Morelli?
—Es una carnicería, comisario. En mi vida había visto nada semejante...
Soltó un largo suspiro y por un segundo Hulot tuvo la impresión de que iba a vomitar.
—Claude, cálmate y cuéntame. ¿Qué entiendes por «carnicería»? Me han dicho que se trata de un homicidio.
—Dos, comisario. Hay un cuerpo de hombre y uno de mujer... o al menos lo que queda de ellos.
El comisario Hulot se volvió para mirar a la multitud de curiosos reunida detrás de las vallas que delimitaban la zona. Tuvo un mal presentimiento. El principado de Monaco no era un lugar donde sucedieran aquellas cosas. Su policía era una de las más eficientes del mundo y el índice de criminalidad era tan bajo que solo existía allí y en los sueños de todo ministro del Interior. Había un policía por cada sesenta habitantes, y discretas cámaras de vídeo en todas partes. Todo se hallaba bajo control. Allí las personas se enriquecían o se arruinaban, pero no se mataban las unas a las otras. No había robos, ni homicidios, ni hampa.
En Montecarlo, por definición, nunca sucedía nada.
—¿Alguien ha visto algo?
Morelli señaló con la mano a un hombre de unos treinta años que estaba sentado en la terraza del bar, entre un agente y un ayudante del médico forense. El local, que por lo general a esa hora rebosaba de gente y ropa de marca, estaba semidesierto. Habían retenido a todos los que podían ser útiles como testigos, pero se había prohibido la entrada a los clientes. El propietario, de pie en la entrada junto a una camarera de busto abundante, se retorcía nerviosamente las manos.
—Aquel muchacho es el marinero del
Baglietto
, el barco que embistió el dos mástiles. Se llama Roger no sé qué. Después de la colisión, subió a bordo para increpar a los tripulantes. No encontró a nadie en cubierta, de modo que bajó a la cabina, y allí los encontró. Todavía está conmocionado, pero dudo que sepa algo más. El agente Delorme, que es nuevo, subió a la embarcación después de él. Ahora está sentado en el coche; su estado no es mucho mejor.
El comisario volvió a mirar a los curiosos apiñados entre las vallas y el bulevar Albert Premier, donde una cuadrilla de operarios terminaba de desmontar la estructura de los boxes y de las tribunas erigidas para el Gran Premio. Iba a echar de menos el bullicio de la carrera, la agitación de la multitud y las pequeñas molestias que todo aquello implicaba a veces.
—Pues bien, vayamos a ver.
Subieron a la pasarela inestable del
Baglietto
y desde allí, gracias a otra pasarela tendida entre los puentes de las dos embarcaciones, pasaron al
Forever.
Hulot vio enseguida el timón bloqueado con el bichero, y luego el rastro de sangre ya coagulada que recorría el suelo de teca, descendía y desaparecía en las sombras de la cabina. A pesar de que el sol ya calentaba con fuerza, de pronto sintió que tenía las puntas de los dedos heladas.
¿Qué diablos había sucedido en ese barco?
Morelli le señaló los peldaños que llevaban a la cabina.
—Si no le molesta, le espero aquí, comisario. Con una vez me basta y me sobra por hoy.
Mientras bajaba los escalones revestidos con madera antideslizante, casi chocó con el doctor Lassalle, el médico forense, que se disponía a subir. El cargo que Lassalle desempeñaba en el principado era una sinecura, y su experiencia profesional era extremadamente limitada. Hulot no sentía por él ninguna estima, ni como persona ni como profesional. Había obtenido su puesto gracias a los contactos y las relaciones de su mujer, y disfrutaba de un buen salario y un cómodo tren de vida casi sin hacer nada. Para Hulot, era solo un médico «decorativo», que apenas cumplía con su trabajo. Su presencia allí solo significaba que era el único profesional disponible en aquel momento.
—Buenos días, doctor Lassalle.
—Buenos días, comisario.
El médico parecía aliviado de verle. Resultaba evidente que se encontraba ante una situación que le superaba.
—¿Dónde están los cuerpos?
—Allí. Vaya usted a ver.
Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, Hulot vio que el rastro de sangre continuaba por el suelo y desaparecía detrás de una puerta abierta. A su derecha había una mesa plegable abierta, donde alguien había escrito dos palabras con sangre:
«Yo mato...»
Hulot sintió que las manos se convertían en dos pedazos de hielo. Se obligó a respirar profundamente por la nariz para calmarse. Le llegó entonces el olor dulzón de la sangre y de la muerte, ese olor que atrae angustia y moscas.
Siguió el rastro de sangre y entró en la cabina que se abría a la izquierda. Cuando fue hacia la puerta y vio lo que había en el interior, el frío de las manos se apoderó de todo su cuerpo, y lo convirtió en un único bloque de hielo.
Tendidos en la cama, uno al lado del otro, estaban los cadáveres de un hombre y una mujer, completamente desnudos. El cuerpo de la mujer no presentaba heridas aparentes, pero en el del hombre, a la altura del corazón, se veía una gran mancha rojiza que había empapado de sangre la sábana. Había sangre por todas partes: en las paredes, en las almohadas, en el suelo. Parecía imposible que aquellos dos pobres cuerpos sin vida pudieran contener tanta sangre.