Authors: Giorgio Faletti
Sintió que la inquietud crecía en su interior como un siniestro presagio. Al fin se encontró frente a aquel hombre, que parecía más un contable que un policía, y su preocupación se convirtió en aterradora realidad. Con el sombrero en la mano y desviando la mirada, el sheriff lo puso al corriente de todo lo que había sucedido.
Hacía un par de horas, unos pescadores que navegaban costeando el litoral a doscientos metros de la orilla habían avistado desde su embarcación a una mujer cuya descripción coincidía con la de Harriet. Se hallaba de pie en la cima de un arrecife que interrumpía la larga sucesión de dunas que bordeaban la playa. Estaba sola, mirando hacia el mar. Cuando los hombres llegaron más o menos a su altura, la mujer se arrojó al agua. Al ver que no volvía a la superficie, de inmediato acercaron la embarcación a la costa para tratar de socorrerla. Uno de los pescadores se zambulló varias veces, pero, a pesar de sus esfuerzos, no lograron encontrarla. Enseguida avisaron a la policía, que comenzó la búsqueda, en vano hasta aquel momento.
El mar devolvió el cuerpo de Harriet dos días después, cuando las corrientes lo arrastraron hasta la playa de una bahía, a pocos kilómetros al sur de la casa.
Mientras procedía a la identificación, Frank se sintió como un asesino frente al cadáver de su víctima. Contempló el rostro de su mujer, tendida sobre la mesa del depósito de cadáveres, y con un movimiento de la cabeza confirmó, al mismo tiempo, la identidad de Harriet y su propia condena. Gracias al testimonio de los pescadores casi no hubo investigación, pero ello no sirvió para liberar a Frank de los remordimientos.
Había estado tan absorto en sí mismo que no había notado la profunda depresión en que había caído Harriet. No lo había notado nadie, pero eso no atenuaba en nada su culpa. Él habría podido comprender qué era lo que atormentaba a su mujer. Él debería haberlo comprendido. Ahora se daba cuenta de que había habido muchas señales de lo que le ocurría, pero él solo se compadecía de sí mismo y no les había hecho caso. La discusión después de la llamada de Homer había sido el golpe de gracia.
En definitiva, no era ni cuadrado ni redondo, simplemente era ciego.
Se marchó de aquel lugar dejando el cuerpo de su mujer encerrado en un ataúd; ni siquiera pasó por el chalet a hacer las maletas.
Desde entonces no había conseguido derramar una sola lágrima.
—¡Mamá, mira! ¡Un hombre llorando!
La voz infantil le sacó del trance en que había caído. A su lado, una niña de pelo rubio y con un vestido azul fue apartada de un tirón por la madre, que le miró y sonrió, incómoda. Se alejó deprisa, llevando a la hija de la mano.
Frank no se había dado cuenta de que estaba llorando. Ni siquiera sabía desde cuándo lo estaba haciendo.
Sus lágrimas llegaban de muy lejos. No eran la salvación, no eran el olvido; simplemente un alivio, una pequeña tregua para poder respirar un instante, para sentir por un momento el verdadero calor del sol, ver el verdadero color del mar, oír los latidos de su corazón sin tener que escuchar también el sonido de un tambor de muerte.
Estaba pagando el precio de su extravío.
El mundo entero estaba pagando ese precio.
Se lo había repetido durante horas, después de la muerte de Harriet, sentado en un banco del jardín de la clínica St. James, donde le habían internado, pues estaba al borde de la locura. Lo había comprendido meses después, tras el desastre del World Trade Center, cuando vio por televisión aquellas torres que caían como solo pueden caer las ilusiones. Hombres que se lanzaban en aviones contra rascacielos en nombre de Dios, mientras alguien, cómodamente sentado en una oficina, pensaba ya en cómo aprovechar esa locura en la Bolsa. Hombres que se ganaban la vida fabricando y vendiendo explosivos, y que para Navidad daban a sus hijos regalos comprados con el producto de la muerte y la mutilación de otros niños. La conciencia era un accesorio cuyo valor fluctuaba según el precio del barril de petróleo. Y en medio de todo eso, nada tenía de sorprendente si de tiempo en tiempo surgía algún solitario extraviado que escribía su destino con letras de sangre.
«Yo mato...»
El remordimiento por la muerte de Harriet habría sido un compañero de viaje lo bastante cruel para no abandonarlo jamás; en sí mismo, habría sido castigo suficiente para el resto de sus días.
No podía olvidarlo. No podría olvidarlo ni aunque viviera una eternidad. Y no podría perdonarse aunque su vida durara el doble de la eternidad.
No podía poner fin a la locura del mundo. Solo podía poner fin a la suya, con la esperanza de que aquellos que aún eran capaces siguieran su ejemplo. Y borraran para siempre aquellas inscripciones de muerte. Se quedó un rato sentado en la piedra, llorando, indiferente a la curiosidad de los transeúntes, hasta que se dio cuenta de que no tenía más lágrimas.
Entonces se levantó y fue con paso lento hacia la jefatura de policía.
—Yo mato...
La voz permaneció un instante suspendida en el coche y parecía nutrirse del zumbido sofocado del motor para continuar resonando como un eco.
El comisario Hulot pulsó una tecla de la radio y silenció la voz de Jean-Loup Verdier, que reanudaba con dificultad la emisión. Después de la conversación con el locutor y Robert Bikjalo, el director de Radio Montecarlo, una pequeña y cruel esperanza había asomado detrás de la montaña que los investigadores trataban desesperadamente de escalar.
Quizá esa irrupción durante la emisión de
Voices
no fuera más que la llamada de un loco, una casualidad inaudita, una coincidencia de conjunciones astrales milenarias. Pero esas dos palabras, «Yo mato...», lanzadas como una amenaza al final de la comunicación, eran las mismas que se habían encontrado en la mesa de madera del yate, escritas con la sangre de dos víctimas inocentes.
Hulot frenó en un semáforo en rojo. Una mujer que empujaba un cochecito de bebé cruzó la calle delante de ellos. A su derecha, un ciclista con una bicicleta amarilla y un chándal azul de fibra se apoyó en el poste del semáforo, para no tener que quitar los pies de los pedales.
Alrededor, por todas partes había colores y calor. Llegaba el verano con sus promesas; se anunciaba en los bares abiertos, las calles llenas de gente, el paseo marítimo, donde hombres, mujeres y niños pedían una sola cosa: que aquellas promesas se cumplieran.
Todo era normal.
Únicamente en aquel coche detenido en un semáforo rojo, encendido como sangre en una bombilla, aleteaba una presencia que tenía el poder de oscurecer toda aquella luz y transformar los colores en tonalidades opacas en blanco y negro.
—¿Alguna novedad de la brigada científica? —preguntó Frank.
El rojo pasó al verde, y Hulot volvió a arrancar. El ciclista se alejó con rapidez. Su vehículo de pedales permitía una velocidad superior a la de la columna de coches que avanzaba lentamente por la costa.
—Sí, ha llegado el informe del médico forense. Han hecho la autopsia en tiempo récord; se ve que alguien importante ha hecho arder los teléfonos, para obtener un resultado tan pronto. De cualquier modo, se han confirmado nuestras suposiciones. La chica murió ahogada, pero en sus pulmones no había agua de mar, lo que significa que murió antes de poder subir a la superficie. Por lo general, los pulmones se llenan de agua cuando el ahogado ha subido varias veces antes de hundirse definitivamente. En este caso, el asesino debió de sorprenderla en el agua y la arrastró hacia el fondo. Han examinado el cadáver meticulosamente. No hay ninguna señal, ninguna huella en el cuerpo. Lo han examinado desde todos los ángulos posibles con los instrumentos que tienen a disposición en el laboratorio.
—¿Y el hombre?
El rostro de Hulot se ensombreció.
—El caso de Welder es otra historia. Lo mataron con arma blanca, de lámina muy afilada, que penetró de arriba abajo, entre la quinta y la sexta costilla, y le atravesó el corazón. La muerte fue casi instantánea. El asesino debió de atacarle en cubierta, donde comenzaban las manchas de sangre. A pesar del factor sorpresa, Jochen Welder era un hombre robusto. No demasiado alto, pero más que la mayoría de los pilotos de carreras. Y muy entrenado.
Jogging
y gimnasio. Así que el agresor debe de ser un individuo fornido, ágil y fuerte.
—¿Los cadáveres fueron agredidos? Sexualmente, quiero decir.
Hulot negó con la cabeza.
—No. O, mejor dicho: Welder, con seguridad no. La mujer tenía rastros de esperma en la vagina, pero lo más probable es que tuviera relaciones con Welder poco antes de morir. Creo que el análisis de ADN lo confirmará en un noventa por ciento.
—Eso excluye el móvil sexual, al menos en el sentido clásico.
Frank lo dijo con el tono de quien descubre una servilleta intacta entre los escombros de su casa incendiada.
—En cuanto a huellas y otros restos orgánicos que pudiera haber en el barco, hemos encontrado montones, como podrás imaginar. También los hemos enviado a análisis de ADN, pero no creo que aporten nada interesante.
Pasaron Beaulieu y sus hoteles de lujo a la orilla del mar; los aparcamientos estaban llenos de coches relucientes que debían de oler a piel y madera, y que descansaban plácidamente a la sombra de los árboles de los parques. Por todas partes había macizos de flores de mil colores que relucían a la luz de aquel día espléndido. Por un instante, Frank se dejó distraer por las flores rojas de un hibisco.
Más rojo. Más sangre.
Su mente volvió al coche. Pulsó el botón de ventilación y al instante un chorro de aire frío fue directamente a su rostro.
—O sea que no tenemos nada.
—Nada de nada.
—¿Y las mediciones antropométricas a partir de las huellas dactilares?
—Tampoco eso ha aportado nada relevante. Solo sabemos que es un individuo alto, de alrededor de un metro ochenta y un peso cercano a los setenta y cinco kilos. Es decir, un físico común a miles de personas.
—Un atleta, podría decirse.
—Sí, un atleta. Y muy hábil con las manos.
Frank tenía muchas preguntas que le rondaban en la cabeza, pero no quería molestar a su amigo, que parecía esforzarse por extraer el mayor número posible de conclusiones de los escasos datos de que disponía. Aguardó en silencio.
—Lo que les ha hecho a los cadáveres no es obra de un asesino cualquiera. Lo ha hecho con conocimiento y pericia. Sin duda, no era la primera vez que lo intentaba. Quizá es alguien que trabaja en el campo de la medicina...
Frank, a su pesar, echó por tierra las esperanzas de su amigo.
—Vale la pena intentar encontrar algo por ese lado, nunca se sabe. Pero sería demasiada suerte, me parece. Incluso banal, diría. Por desgracia, en ciertos aspectos la anatomía humana no es tan distinta de la de cualquier mamífero. Probablemente al asesino le haya bastado practicar con un par de conejos para poder hacerlo también en un ser humano.
—¿Con conejos, dices? Cortar a seres humanos como conejos...
—Ese hombre es muy listo, Nicolás. Es un loco furioso, pero frío como el hielo. Hay que tener mucha sangre fría para hacer lo que él ha hecho, y luego enviar el barco hacia el muelle y marcharse tan tranquilamente como había llegado. Además, tiene la clara intención de desafiarnos, de tomarnos el pelo.
—¿Te refieres a la música?
—Sí. Finalizó la llamada a Verdier con un fragmento de la banda sonora de
Un hombre y una
mujer
.
Hulot recordaba haber visto la película de Lelouch hacía años, al principio de su relación con Céline, su esposa. También recordaba que aquella hermosa historia de amor le había parecido un buen augurio para su futuro.
Frank continuó hablando; recordó un detalle en el que no se habían fijado hasta aquel momento.
—En la película, el protagonista masculino es piloto de carreras.
—¡Tienes razón! Lo mismo que Jochen Welder. Pero entonces...
—Exacto. El asesino no solo anunció por radio su intención de matar, sino que dejó una pista sobre la identidad de sus víctimas. En mi opinión, esto no ha terminado. Se propone matar otra vez. Y depende de nosotros impedírselo. Cómo, no lo sé, pero debemos hacerlo a toda costa.
El coche se detuvo en otro semáforo en rojo, en la breve cuesta al final del bulevar Carnot. Delante de ellos se extendía Niza, ciudad marina, descolorida y humana, muy alejada de la limpieza impecable y vítrea de Montecarlo y de su población de pensionistas de lujo.
Mientras conducía hacia la plaza Masséna, Hulot se volvió hacia Frank, sentado a su lado. Ottobre miraba fijamente hacia delante como Ulises a la espera del canto de las sirenas.
Nicolás Hulot detuvo su Peugeot 206 ante la verja de la central de policía de Auvare, en la calle de Roquebilliére.
Un agente de uniforme, que se hallaba de pie ante la caseta, avanzó con expresión seca para alejar a aquellos dos intrusos de la entrada reservada al personal de la policía. Desde la ventanilla del coche el comisario le mostró su credencial.
—Comisario Hulot, Süreté Publique de Monaco. Tengo una cita con el comisario Froben.
—Disculpe, comisario, no le había reconocido. A sus órdenes.
—¿Puede avisarle, por favor?
—Enseguida. Pase.
—Gracias, agente.
Hulot avanzó unos metros y detuvo el coche a la sombra. Frank bajó y miró alrededor. El cuartel de Auvare era un complejo de construcciones de dos plantas, con muros de color cemento y techos rojos; los marcos de las puertas y las ventanas eran de madera oscura. Estaba formado por una serie de edificios rectangulares dispuestos en forma de damero, sin ninguna conexión entre ellos. En el lado más corto, el que daba a la calle, cada uno tenía una escalera exterior que llevaba a la planta superior.
El comisario se preguntó cómo veía el estadounidense todo lo que los rodeaba. Niza era una ciudad distinta, en un mundo diferente; quizá incluso otro planeta, cuya lengua él comprendía pero cuya mentalidad formaba parte solo de su cultura, no de su vida.
Casas pequeñas, cafés pequeños, personas pequeñas.
Ningún «sueño americano», ningún rascacielos que derribar; solo sueños pequeños, cuando los había, a veces descoloridos por el aire del mar, como los muros de algunas casas. Sueños pequeños, si pero que cuando se rompían provocaban grandes dolores.
Frente a la verja de entrada del centro, alguien había colgado un cartel contra la globalización. Unos se esforzaban por homogeneizar el mundo, mientras otros luchaban para no perder su identidad Europa, América, China, Asia... No eran más que manchas coloreadas en los mapas, siglas en los tableros de las agencias de cambio, nombres en los volúmenes de las bibliotecas. Ahora existía internet, existían los medios, las noticias en tiempo real. Señales de un mundo que se ampliaba o se reducía según quien lo mirara.