Y así nos hacen de peor condición nuestras pasiones. No es creíble lo que padecen los hombres de los mismos hombres: de un envidioso, de un colérico y de cualquier apasionado. David, ¿qué es lo que padeció de la envidia de Saúl? Destierros, hambres, peligros, guerras. A Elias, ¿cómo le paró el deseo de venganza de Jezabel? Más le afligió que una pestilencia, porque del mismo vivir tuvo hastío. A Nabot, la codicia de Acab le quitó la vida más presto que se la quitara la peste. ¿Qué garrotillo o pestilencia hubo como la ambición de Herodes, que acabó con tantos miles de niños? ¿Qué contagio más mortal se puede temer que la condición de Nerón y de otros que, poseídos de su pasión, quitaron a muchos las vidas por darse a sí un gusto? No, por favor, Madariaga, no me interrumpa. Usted sabe que el gran Tulio había escrito «Los deseos son insaciables, y no sólo destruyen a personas particulares, sino a familias enteras, y aun a toda una república arruinan. De los deseos nacen los odios, los pleitos, las discordias, las sediciones y las guerras». ¿Qué géneros de tormentos y muerte no ha intentado el odio y crueldad humana? ¿Qué suerte de venenos no ha hallado la pasión de los hombres? Orfeo, Oro, Medesio, Heliodoro y otros muchos autores hallaron quinientas maneras de dar veneno encubierto, y otros muchos las acrecentaron. Pero respecto de lo que pasa en algunas partes el día de hoy, fueron ignorantes; porque ya no hay cosa segura, pues se han dado veneno, aun cuando se daban las manos de amigos, los que se reconciliaban; sólo en el sentido del oído no ha topado puerta la ponzoña; de los demás ya se ha señoreado.
Yo escuchaba con mi propia personalidad transfigurada. La maravilla de Alexander, preformando programas de vida, me había hecho asumir incluso la textura física de don Salvador de Madariaga. Kennedy contemplaba ahora amargamente el esqueleto de un martín pescador, directamente importado de los cuatro cuartetos de Eliot. Por el ojo presidencial pasaba un shakespeariano cortejo de muerte, sobre un fondo de duras batallas entre comparsas de categoría. En un rincón de su pupila, Jacqueline, con postiza melena rubia de Ofelia enloquecida, arrojaba flores a los miembros del senado. Una música de orquestina empezó a dar entradas para que el presidente prosiguiera su reflexión en alta voz. Kennedy se subió a la quinta, con la voz perfectamente ajustada al tono que le marcó la orquesta:
—Las mayores miserias de todas son las que los hombres se causan a sí mismos con sus desenfrenados afectos. Por éstos dijo especialmente el Eclesiastés aquella notable sentencia en que excedió a lo que los filósofos dijeron de la miseria humana. «Alabé —dice— a los muertos más que a los vivos; juzgué por más dichoso que unos y otros a aquel que aún no ha nacido ni vio los males que se hacen debajo del sol»; porque no hay cosa que más ofenda a la vida humana que las sinrazones de los hombres, odios, desafueros, violencias, inhumanidades que causan las pasiones. Por lo cual hubo filósofos que aborrecían grandemente a todo el género humano, por verle guiarse por pasión y no por la razón, entre los cuales Timón, filósofo ateniense, fue el inventor y el más apasionado predicador de esta secta, porque no sólo se nombraba enemigo capital de los hombres, diciéndolo a todos en su cara; pero hacía obras tales, que confirmaban sus palabras, como fueron no conversar ni morar entre gentes, vivir siempre en el desierto con las bestias y fieras, apartado de toda vecindad y poblado, porque nadie le visitase, y viviendo en aquel desierto, jamás quería ser visto, hablado ni visitado de hombre, si no fue de un capitán ateniense, llamado Alcibíades; pero a éste no trataba por amor ni por amistad que con él tuviese, sino porque entendía había de ser azote de los hombres, nacido para su tormento, especialmente porque sabía que sus vecinos, los atenienses, habían de padecer por su causa muchos trabajos y fatigas. Ni se contentaba con ese aborrecimiento que tenía a los hombres, ni con huir su compañía, como de animales furiosos y crueles; pero procuraba hacer todo el daño que podía para destruir y arruinar al género humano, inventando nuevas maneras para asolar y acabar los hombres. Para esto hizo poner entre los árboles de su huerta muchas horcas para que todos los desesperados y cansados de vivir se fuesen a ahorcar allí. Y como algunos años después, para ensanchar su casa, le fue forzoso derribar aquellas horcas, se fue a Atenas, donde, sin vergüenza ninguna, hizo congregar al pueblo, dando gritos por las calles como pregonero que quiere pregonar algo de nuevo. El pueblo, oyendo la voz ronca y bárbara de aquel tan horrendo monstruo, sabiendo (días había) de qué humor pecaba, se le allegó luego, esperando alguna novedad. Viendo él ya los más de los ciudadanos principales y plebeyos juntos, comenzó a decir a voces: «Sabed, ciudadanos de Atenas, que por cierta necesidad que me ha sobrevenido quiero hacer derribar las horcas de mi huerta; por eso, si alguno tiene devoción de ahorcarse, sea luego». Y sin hacer otra arenga, acabada tan amorosa oferta, se volvió luego a su casa, donde acabó el resto de su vida en esta opinión, filosofando siempre de la miseria del hombre. Cuando le tomaron las ansias de la muerte, aborreciendo a los hombres aún hasta la postrera boqueada, mandó que su cuerpo no fuese enterrado en la tierra, por ser el elemento en que comúnmente reposan y toman su descanso los hombres, y en donde comúnmente se entierran los cuerpos humanos, temiendo que sus huesos no fuesen de los hombres vistos y sus polvos tocados de ellos, sino que le enterrasen a la orilla del mar, donde la furia de las ondas estorbase a todas las criaturas y defendiese el paso de su sepultura, en la cual mandó se pusiese este epitafio, que refiere Plutarco: «Después de mi vida miserable, me enterraron en esta agua honda, no cures de saber mi nombre, lector, que Dios te confunda». En dos palabras, Madariaga, esto cansado del poder y pienso abdicar en mi hermano Robert nada más consiga arrojar del trono a los usurpad res de la dinastía Orange. Los Estuardos somos invencibles.
Con la espada en alto, iluminada mediante un resorte que Kennedy apretaba en el pomo, Kennedy parecía dispuesto a abalanzarse sobre mí en un fatídico tajo. Pero se calmó poco a poco y ambos miramos hacia la ventana. Caía lluvia artificial más allá del cristal. Una lluvia paralelísima, algo lenta, no muy conjuntada, pero de gruesos lagrimones, presente, irrefutable. Kennedy limpió el polvo de los libros de la alacena con un plumero envejecido. Paseó un dedo ante los libros, pendiente de caer en picado sobre los libros elegidos. El alcotán vio las presas y separó dos volúmenes que el presidente me tendió, uno en cada mano. La distancia impedía que yo los cogiera y la voz de Kennedy me sirvió de nexo informativo:
—El pasado de mi formación espiritual y el futuro.
El pasado era
The temporary and the eternity
, de Juan Eusebio Nieremberg, S. J., y el futuro,
The Way
, del P. Escrivá de Balaguer.
—Acabo de recibir este libro. Lo he devorado en una noche, es sobrecogedor. A usted recurro, don Félix, por el paisanaje que le une al autor. Está usted mucho más próximo de su definitiva comprensión. Al calor de la influencia de este libro estoy dispuesto a que germine la semilla de los nuevos Estados Unidos de América. Yo plantaré esa semilla y la espiga crecerá hasta el cielo. El
american way of life
pasará por el camino hacia la New Frontier que ha de llevarnos a la Great Society. Quiero que usted me asesore, Félix. Precisamente usted.
Me guiñó un ojo, cómplice pero grave.
—Estoy preparando la reconquista espiritual de los Estados Unidos, porque la dualidad jesuítica entre lo espiritual y lo temporal condicionaba mi manera de ver las cosas hasta ahora. La dualidad entre lo temporal y lo eterno está superada estratégicamente. Hay que espiritualizar lo temporal cargándolo de proceso hacia la eternidad, cargándolo de sentido de marcha, de camino, en una palabra. Ya dijo San Antonio Machado: «Caminante no hay camino, se hace camino al andar».
—A Dios rogando y con el mazo dando.
Intervine tan afortunadamente que el presidente me contestó:
—La paz sea contigo.
Kennedy había recuperado la plena verticalidad, calzaba pata de palo y renqueó hasta la ventana. Se crispó sobre el catalejo. Volvió su rostro, ya sin tuertedad, hacia mí y gritó congestionado:
—¡Por fin, Lequerica, por fin!
Lady Bird mete gatos muertos en el depósito de agua de mi retrete. Sé que dice cosas desagradables sobre mis relaciones con Jacqueline. Hoy he intentado clarificar las habladurías con el presidente y Kennedy no me ha dejado terminar. Ha convocado a toda la corte, a Jacqueline, a lady Bird, a mi modesta persona. Sin dar explicación alguna nos ha cogido la cabeza con las manos a Jacqueline y a mí y nos ha besado las frentes con una pureza de obispo ciego, cojo y manco.
Nancy Flower tiene piel de irlandesa, cabello castaño rojizo de irlandesa, calorcillo de muchacha celta propensa al flujo, manos delgadas y frías, tobillos algo dilatados y un culito glotonamente redondo. Quiso ser actriz de teatro, pero perdía el aplomo cuando pisaba el escenario. Durante la representación de El zoo de cristal, de Tennessee Williams, en un teatro de aficionados, cometió un desliz tan lamentable que nunca más volvió a la escena. Desempeñaba el papel de Laura, la hermana-hija tan encantadora y frágil. Al llegar a la escena segunda del acto segundo, cuando entra por el foro de la izquierda, evidentemente desfallecida, los labios trémulos, los ojos desmesurados y fijos, avanza unos pasos seguros hacia la mesa:
—Oh, mamá… lo siento muchísimo.
(Se tambalea. Tom la aferra y la conduce al sofá-cama de la sala.)
Nancy era consciente de que lo había hecho muy mal y no se le ocurrió otra cosa que balbucir una disculpa ante el público: soy joven aún.
Desde entonces yo no sé bien a qué oficios se ha dedicado. Pero debe haber viajado mucho porque conoce geografías insospechadas: por ejemplo, ha visitado en varias ocasiones los países del campo socialista y tuvo un novio turco con el que no llegó a acostarse nunca.
Ha ocurrido un hecho insólito en los anales de la historia de la tercera generación de calculadores analógicos. Durante toda una noche los computadores han actuado incontrolados a partir de una pista informativa: la genealogía de los Kennedy. Las conclusiones de estos jóvenes calculadores son muy interesantes. Según parece, con anterioridad al tronco común del i-e (indo-europeo) hay un embrión lingüístico original: el kenedeset, lengua de un rincón de Prusia, donde se originaron las razas nobles. La palabra kenedet quiere decir eso: palabra, y de ella procede el apellido Kennedy. Los kenedets fueron la casta dirigente del pueblo Kenedem: sacerdotes, caudillos, acróbatas y misses Universo. Una rama de los kenedets participó en la defensa de Troya y hay una notable infidelidad histórica cometida por Virgilio que ha impedido durante siglos el rastreo de la verdad. El caudillo troyano que tuvo amores con Dido, reina de Cartago, no fue Eneas, sino Keneas, y era un kenedet auténtico. Eneas recibió de los dioses el encargo de fundar Roma; eso dice Virgilio, pero no hay que olvidar que era, prácticamente, un escritor a sueldo de Octavio Augusto. Lo más probable, según los calculadores de la tercera generación, es que el encargo divino fuera mucho más ambiguo y que Virgilio se aprovechara de las circunstancias para llevar agua a su molino.
En cambio, cada día prospera más la tesis sostenida por algunos historiadores irlandeses de que Keneas no se detuvo en Roma, sino que siguiera la ruta del Mediterráneo en busca de las tierras del ámbar a las que habían llegado los fenicios y cuya ruta secreta conocía Dido. Eneas o Keneas repostó agua y combustible en la Atlántida y emprendió el rumbo del norte. Al fin, extenuado, llegó a las costas de Irlanda. Allí continúa la extirpe keneana a través de sus descendientes. El cansancio palatal de los irlandeses (de sobras conocido por nuestros lectores) les llevó a buscar un descanso para la lengua después de alzarla para pronunciar el ne de Keneas. La lengua ya estaba arriba y en lugar de neutralizarla para que saliera la a sin obstáculos, la lengua de los irlandeses aprovechó el viaje y se apoyó en los dientes superiores: d. Primeramente, la fonética se mantuvo ligada más o menos a la sonorización histórica. Así, Keneas se convirtió en Kenedas. Pero la terminación en y se impuso y llegamos al apellido histórico moderno: Kennedy. Resulta que el encargo de los dioses a Keneas no había que interpretarlo como dirigido a él, sino a su descendencia. Y la cosa se ve clara cuando descubrimos cómo en el siglo vi de la era cristiana algunos Kenedas se apuntaron en las expediciones vikingas hacia el Mediterráneo. Un Keneda se estableció en Genova y sus descendientes montaron un negocio de palomas mensajeras. La gente les llamó los «Colombos» (palomos) y con el tiempo adoptaron el apodo como apellido. De ahí que nunca se haya sabido hasta ahora que un Keneda fuera llamado impropiamente Cristóbal Colón y que otro Keneda haya instaurado en Estados Unidos la monarquía católica, social y representativa.
Me topé por última vez con Wonderful en Madrid.
Yo iba en el séquito de Leonardi y Wonderful estaba destinado allí, donde consumía plácidamente los días que le separaban de la jubilación. Intentó presentarnos una secretaria de embajada amiga común, que apenas se sorprendió al comprobar que ya nos conocíamos. Wonderful pasaba los días en un cargo burocrático, escribía sus memorias y poemas rimados de exaltación de hechos de la historia de España y Estados Unidos (los comuneros de Castilla, el atentado contra Lincoln, Pearl Harbour, las luchas entre el PSUC y la CNT y el POUM en el mayo barcelonés de 1937). Tenía un bien rimado poema dedicado al bandido catalán Serrallonga y le llamaba Fidel Castro de Cataluña.
Le pregunté si había cambiado su opinión sobre Fidel Castro: un peligro mundial, me contestó.
¿Entonces?
—Bueno, una cosa es la literatura y otra la realidad y otra, además, la profesión. Soy incapaz de escribir un soneto sobre Foster Dulles y en cambio era capaz de descargar una pistola entera sobre la cabeza del que le tocara un solo pelo.
Wonderful ya se teñía entonces las canas a la descarada, incluso perdía con frecuencia la contención que le había hecho famoso y fuerte. Me cogía por el codo con una lamentable afectuosidad de viejo chocho guiando los pasos inexpertos del joven hijo adoptivo. Era un gesto sentimental de la preguerra. Wonderful, en muchas cosas, había vuelto a la juventud.
—En cierta ocasión vine a Madrid con Companys, cuando ya era ministro de Marina. Lluís era muy juerguista, un buen compañero para pasarlo bien.