—Es sobre Arne Olufsen. — Entonces vio miedo en aquellos ojos, y se sintió gratificado. Su instinto estaba en lo cierto. Karen Duchwitz sabía algo.
—¿Qué pasa con él? — preguntó ella, consiguiendo hablar en un tono muy firme sin llegar a levantar la voz.
—¿No es usted amiga suya?
—No. Lo he visto un par de veces, y solía salir con un amigo suyo. Pero en realidad no lo conozco. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Sabe dónde está?
—No.
Habló con firmeza, y Peter pensó con súbita consternación que tenía aspecto de estar diciendo la verdad.
Pero todavía no estaba dispuesto a darse por vencido.
—¿Podría hacerle llegar un mensaje?
Ella titubeó, y el corazón de Peter enseguida se estremeció de esperanza. Supuso que se estaba preguntando si mentir o no.
—Posiblemente —dijo pasados unos momentos—. No puedo estar segura. ¿Qué clase de mensaje?
—Soy de la policía.
Ella dio un temeroso paso atrás.
—No se preocupe, estoy de su parte —dijo Peter, dándose cuenta de que ella no sabía si creerlo—. No tengo nada que ver con el departamento de seguridad. Pero nuestra sección está justo al lado de la suya, y a veces oigo lo que está ocurriendo.
—¿Qué es lo que ha oído?
—Arne corre un gran peligro. El departamento de seguridad sabe dónde se está escondiendo.
—Dios mío.
Peter reparó en que ella no preguntaba qué era el departamento de seguridad, ni qué crimen se suponía que había cometido Arne; tampoco mostraba ninguna sorpresa ante el hecho de que se estuviera escondiendo. Por consiguiente tenía que saber lo que estaba tramando Arne, concluyó con una sensación de triunfo.
Por sí solo, eso ya era un motivo más que suficiente para arrestarla e interrogarla. Pero Peter tenía un plan mejor.
—Van a detenerlo esta noche —dijo, introduciendo una nota de dramática urgencia en su voz.
—¡Oh, no!
—Si sabe cómo ponerse en contacto con Arne, le ruego por el amor de Dios que intente hacerle llegar un aviso durante la próxima hora.
—No creo que…
—No puedo correr el riesgo de ser visto con usted. He de irme. Lo siento. Haga lo que pueda.
Dio media vuelta y se alejó andando rápidamente. Al llegar al final de la escalera pasó junto a Tilde, que fingía estar leyendo un horario de trenes. Ella no lo miró, pero Peter sabía que lo había visto y que ahora seguiría a Karen.
Al otro lado de la calle, un hombre con un delantal de cuero estaba descargando cajas de cerveza de un carro tirado por dos robustos caballos. Peter pasó por detrás del carro. Quitándose el sombrero de paño, se lo guardó dentro de la chaqueta y lo sustituyó por una gorra de pico. Sabía por experiencia que ese simple cambio operaba una notable transformación en su apariencia. No soportaría un cuidadoso escrutinio, pero a una mirada poco atenta le parecería estar viendo una persona distinta.
Medio escondido por el carro, se dedicó a vigilar la entrada de la estación. Pasados unos momentos, Karen salió por ella.
Tilde iba a unos cuantos pasos de distancia de la joven.
Peter siguió a Tilde. Doblaron una esquina y fueron por la calle que discurría entre el Tívoli y la estación. Al llegar a la manzana siguiente, Karen entró en la central de correos, un majestuoso edificio clásico de ladrillo rojo y piedra gris. Tilde la siguió al interior del edificio.
Iba a hacer una llamada telefónica, pensó Peter con alborozo. Corrió hacia la entrada de personal. Le enseñó su placa de policía a la primera persona con la que se encontró, una mujer joven, y dijo:
—Haga venir al encargado, rápido.
Unos instantes después, apareció un hombre encorvado con un traje negro ya bastante gastado.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Una mujer joven que lleva un vestido amarillo acaba de entrar en la sala principal —le explicó Peter—. No quiero que me vea, pero necesito saber qué hace.
El encargado se estremeció de emoción. Peter pensó que aquello probablemente fuese la cosa más excitante que había ocurrido nunca en la central de correos.
—¡Santo cielo! — dijo—. Será mejor que venga conmigo.
Fue a toda prisa por un pasillo y abrió una puerta. Peter pudo ver un mostrador con una hilera de taburetes colocados delante de unas ventanillas. El encargado pasó por la puerta.
—Me parece que la veo —dijo—. ¿Pelo rojo rizado y un sombrero de paja?
—Esa es.
—Nunca hubiese adivinado que fuera una delincuente.
—¿Qué está haciendo?
—Está consultando la guía de teléfonos. Es asombroso que una joven tan hermosa…
—Si hace una llamada, necesito poder escuchar lo que dice.
El encargado titubeó.
Peter no tenía ningún derecho a escuchar conversaciones privadas sin una orden judicial, pero esperaba que el encargado no lo supiera.
—Es muy importante —dijo.
—No estoy seguro de si puedo…
—No se preocupe, yo asumiré la responsabilidad.
—Ahora está dejando la guía de teléfonos.
Peter no iba a permitir que Karen telefonease a Arne sin escuchar la conversación. Si llegaba a ser necesario, decidió que desenfundaría su arma y amenazaría a aquel estúpido funcionario de correos con ella.
—He de insistir.
—Aquí tenemos reglas.
—Aun así…
—¡Ah! — dijo el encargado—. Ha dejado la guía, pero no se dirige hacia el mostrador. — El alivio iluminó su rostro—. ¡Se va!
Peter masculló un juramento de frustración y corrió hacia la salida.
Entreabrió la puerta unos centímetros y miró por ella. Vio a Karen cruzando la calle. Esperó hasta que Tilde salió del edificio, siguiendo a Karen. Luego fue tras ellas.
Se sentía desilusionado, pero no derrotado. Karen conocía el nombre de alguien que podía ponerse en contacto con Arne. Había buscado ese nombre en la guía de teléfonos. ¿Por qué demonios no había telefoneado a aquella persona? Quizá temía —correctamente— que la conversación pudiese ser escuchada por la policía, o por personal de seguridad alemán que estuviera llevando a cabo una vigilancia rutinaria.
Con todo, si no había querido telefonear, tenía que haber estado buscando la dirección. Y ahora, si la suerte de Peter no lo había abandonado, estaba yendo hacia esa dirección.
Dejó que Karen se perdiera de vista, pero no le quitó los ojos de encima a Tilde. Ir detrás de ella siempre era un placer, y era agradable contar con una excusa para contemplar su redondo trasero. ¿Sabía Tilde que Peter la estaba mirando? ¿Estaba exagerando deliberadamente el contoneo de sus caderas? Peter no tenía ni idea. ¿Quién podía saber lo que pasaba por la mente de una mujer?
Atravesaron la pequeña isla de Christiansborg y siguieron el muelle, con la bahía a su derecha y los antiguos edificios del gobierno de la isla a su izquierda. Allí el aire de la ciudad calentado por el sol quedaba refrescado por una brisa salada procedente del mar Báltico. Mercantes, embarcaciones de pesca, transbordadores y buques de las armadas danesa y alemana se alineaban a lo largo de la gran extensión del canal. Dos jóvenes marineros echaron a andar detrás de Tilde e hicieron un alegre intento de entablar conversación con ella, pero Tilde respondió secamente a sus avances y los marineros lo dejaron correr de inmediato.
Karen llegó hasta el palacio de Amalienborg y luego torció hacia el interior. Siguiendo a Tilde, Peter cruzó la gran plaza formada por las cuatro mansiones estilo rococó en las que vivía la familia real. Desde allí fueron hacia Nyboder, un barrio de pequeñas casas que originalmente eran alojamientos baratos para los marineros.
Entraron en una calle llamada St. Paul's Gade. Peter pudo ver a Karen calle abajo mientras la joven examinaba una hilera de casas amarillas con tejados rojos, aparentemente en busca de un número. Tuvo una intensa y emocionante sensación de estar cerca de su presa.
Karen se detuvo y miró a uno y otro extremo de la calle, como si estuviera comprobando si era observada. Ya era demasiado tarde para eso, claro está, pero Karen era una aficionada. En cualquier caso, no pareció ver a Tilde, y Peter se encontraba demasiado lejos para que pudiera reconocerlo.
Karen llamó a una puerta.
La puerta se abrió cuando Peter se reunía con Tilde. No pudo ver quién había allí. Karen dijo algo y entró, y la puerta se cerró. Peter reparó en que era el número cincuenta y tres.
—¿Crees que Arne está ahí dentro? — preguntó Tilde.
—O él o alguien que sabe dónde está.
—¿Qué quieres hacer?
—Esperar. — Miró a uno y otro extremo de la calle. Enfrente de ellos había una tienda en la esquina—. Allí. — Cruzaron la calle y se quedaron delante del escaparate mirando lo que contenía. Peter encendió un cigarrillo.
—Esta tienda probablemente dispone de un teléfono —dijo Tilde—. ¿Crees que deberíamos llamar a la central? Quizá sería mejor que entráramos con efectivos suficientes. No sabemos cuántos espías puede haber ahí dentro.
Peter consideró la posibilidad de pedir refuerzos.
—Todavía no —dijo finalmente—. No estamos seguros de qué es lo que está ocurriendo. Veamos qué curso siguen los acontecimientos.
Tilde asintió. Se quitó su boina azul celeste y se cubrió la cabeza con un pañuelo estampado. Peter la contempló mientras ella recogía sus rubios rizos debajo del pañuelo. Ahora tendría un aspecto un tanto distinto cuando Karen saliera de la casa, con lo que habría menos probabilidades de que esta la reconociese.
Tilde cogió el cigarrillo de entre los dedos de Peter, se lo llevó a la boca, aspiró una bocanada de humo y se lo devolvió. Era un gesto muy íntimo, y Peter sintió como si casi lo hubiera besado. Notó que se estaba ruborizando y apartó la mirada, dirigiéndola hacia el número cincuenta y tres de la calle.
La puerta se abrió y Karen salió por ella.
—Mira —dijo Peter, y Tilde siguió la dirección de su mirada.
La puerta se cerró detrás de Karen y la vieron alejarse sin que nadie la acompañara.
—Maldición.—dijo Peter.
—¿Qué hacemos ahora? — preguntó Tilde.
Peter pensó a toda velocidad. Suponiendo que Arne estuviera dentro de aquella casita amarilla, entonces necesitaría pedir refuerzos, irrumpir en la casa y detener tanto a Arne como a quienquiera que se encontrase con él. Por otra parte, Arne podía estar en algún otro sitio y Karen podía estar dirigiéndose hacia allí, en cuyo caso Peter necesitaba seguirla.
O podía haber fracasado en su empresa y decidido darse por vencida y volver a casa.
Tomó una decisión.
—Nos separaremos —le dijo a Tilde—. Tú sigue a Karen; yo llamaré a la central y entraremos en la casa.
—De acuerdo —dijo Tilde, y se apresuró a ir detrás de Karen.
Peter entró en la tienda. Era un colmado que vendía verduras, pan y artículos caseros como jabón y cerillas. Había latas de comida en los estantes, y apenas si se podía andar debido a los haces de leña para el fuego y los sacos de patatas amontonados en el suelo. El local estaba bastante sucio, pero tenía aspecto de que a sus dueños les iban bien las cosas. Peter enseñó su placa de la policía a una mujer de cabellos grises que llevaba un delantal manchado.
—¿Tiene teléfono?
—Tendré que cobrarle.
Peter hurgó dentro de su bolsillo en busca de cambio.
—¿Dónde está el teléfono? — preguntó impacientemente.
La mujer señaló con un gesto de la cabeza una cortina que había en la parte de atrás.
—Entrando por allí.
Peter arrojó unas cuantas monedas encima del mostrador y pasó a una salita que olía a gatos. Descolgó el auricular, llamó al Politigaarden y habló con Conrad.
—Creo que puedo haber encontrado el escondite de Arne. Número cincuenta y tres en St. Paul's Gade. Coge a Dresler y Ellegard y venid aquí en un coche lo más deprisa que podáis.
—Enseguida —dijo Conrad.
Peter colgó y se apresuró a salir de la tienda. Había tardado menos de un minuto. Si alguien había salido de la casa durante ese tiempo, todavía debería ser visible en la calle. Peter miró en ambas direcciones. Vio a un viejo con una camisa sin cuello que paseaba a un perro artrítico, ambos moviéndose con penosa lentitud. Un brioso pony tiraba de una pequeña carreta en la que había un sofá con agujeros en el tapizado de cuero. Un grupo de muchachos estaba jugando al fútbol en la calle, utilizando una vieja pelota de tenis pelada con el uso. No había ni rastro de Arne. Peter cruzó la calle.
Mientras andaba, se permitió pensar por unos instantes en lo satisfactorio que sería arrestar al hijo mayor de la familia Olufsen. ¡Qué gran venganza supondría eso por la humillación que Axel Flemming había sufrido hacía ya tantos años! Al ser inmediatamente después de que el hijo menor hubiera sido expulsado de la escuela, el desenmascaramiento de Arne como un espía seguramente significaría el fin del prestigio del pastor Olufsen. ¿Cómo podría seguir predicando y pavoneándose cuando sus dos hijos habían tomado el mal camino? Tendría que renunciar a su cargo.
El padre de Peter se sentiría muy complacido.
La puerta del número cincuenta y tres se abrió. Peter deslizó la mano por debajo de la chaqueta y acarició la empuñadura del arma que llevaba en la pistolera mientras Arne salía de la casa.
Una oleada de exaltación se adueñó de Peter. Arne se había afeitado el bigote y cubierto sus negros cabellos con una gorra de obrero, pero Peter lo había conocido desde pequeño y lo reconoció inmediatamente.
Pasado un instante, el entusiasmo fue sustituido por la cautela. Cuando un policía intentaba hacer una detención en solitario solía haber problemas. La posibilidad de escapar resultaba muy tentadora al sospechoso que se enfrentaba a un solo agente. Ser un detective de paisano que carecía de la autoridad de un uniforme lo empeoraba todavía más. Si había una pelea, quienes pasaran por allí no tenían ninguna manera de saber que uno de los dos era policía, y podían llegar a intervenir poniéndose del bando equivocado.
Peter y Arne se habían peleado en una ocasión, hacía doce años, cuando sus familias se convirtieron en enemigas. Peter era más corpulento, pero Arne había llegado a ser muy ágil y fuerte gracias a todos los deportes que practicaba. No hubo ningún resultado claro. Habían intercambiado varios golpes y luego dejaron de pelear. En esos momentos Peter tenía una pistola. Pero Arne quizá también tuviera una.
Arne cerró la puerta de la casa dando un portazo y salió a la calle, echando a andar hacia Peter.