Vuelo final (35 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

BOOK: Vuelo final
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—¿Hay alguien más aquí?

—Mi hijo —replicó la madre de Harald—. Todavía está durmiendo.

—Necesito registrar la casa. — La voz era afable y educada, pero estaba declarando lo que iba a hacer a continuación, no pidiendo permiso.

—Le indicaré el camino —dijo el pastor.

Harald volvió a su cama, con el corazón retumbándole dentro del pecho. Oyó los pasos de unos pies calzados con botas que se movían sobre el suelo embaldosado del piso de abajo, y puertas abriéndose y cerrándose. Luego las botas subieron por la escalera de madera. Entraron en el dormitorio de los padres de Harald, luego en la antigua habitación de Arne, y finalmente fueron aproximándose a la de Harald. Oyó girar el pomo de la puerta.

Cerró los ojos fingiendo dormir, y trató de hacer que su respiración se volviera lo más lenta y regular posible.

—Su hijo —dijo la voz alemana, hablando en un tono bastante más bajo.

—Sí.

Hubo una pausa.

—¿Ha estado aquí toda la noche?

Harald contuvo la respiración. Que él supiera, su padre nunca había dicho ni la más inocente de las mentiras.

Un instante después le oyó decir:

—Sí. Toda la noche.

Harald se quedó atónito. Su padre había mentido por él. El viejo tirano de corazón endurecido y rígido sentido de la moral que siempre tenía razón en todo había quebrantado sus propias reglas. El viejo era humano después de todo. Harald sintió lágrimas detrás de sus párpados cerrados.

Las botas se alejaron por el pasillo y escalera abajo, y Harald oyó despedirse al soldado. Se levantó de la cama y fue al inicio de la escalera.

—Ahora ya puedes bajar —dijo su padre—. Se ha ido.

Harald bajó. Su padre estaba muy serio.

—Gracias por lo que has hecho, padre —le dijo Harald.

—Cometí un pecado —dijo su padre. Por un momento, Harald pensó que se iba a enfadar. Entonces la expresión de su anciano rostro se suavizó—. Sin embargo, creo en un Dios que sabe perdonar.

Harald comprendía la agonía del conflicto interior por la que había pasado su padre durante los últimos minutos, pero no sabía cómo decirle que lo entendía. Lo único que se le ocurrió fue estrecharle la mano. Se la tendió.

Su padre la miró y luego la tomó entre sus dedos. Atrajo a Harald hacia él y le rodeó los hombros con el brazo izquierdo. Harald cerró los ojos, luchando por contener una profunda emoción. Cuando su padre habló, el trueno resonante del predicador había desaparecido de su voz, y las palabras salieron de sus labios en un murmullo de angustia.

—Pensaba que te matarían —dijo—. Mi hijo querido, pensaba que te matarían…

16

Arne Olufsen se había escurrido entre los dedos de Peter Flemming.

Peter reflexionaba sobre aquello mientras hervía un huevo para el desayuno de Inge. Después de que Arne se hubiera quitado de encima a la vigilancia en Bornholm, Peter había asegurado inocentemente que no tardarían en volver a dar con él. Su confianza no había podido ser más infundada. Creía que Arne no era lo bastante listo para que pudiera salir de la isla sin ser observado…, y había estado equivocado. Todavía no sabía cómo se las había ingeniado Arne, pero no cabía duda de que había regresado a Copenhague, porque un agente de uniforme lo había visto en el centro de la ciudad. El patrullero lo había seguido, pero Arne corrió más que él… y volvió a esfumarse.

Era evidente que seguía habiendo alguna clase de espionaje en marcha, como había señalado el jefe de Peter, Frederik Juel, con gélido desprecio.

—Aparentemente Olufsen está llevando a cabo maniobras evasivas —había dicho. El general Braun no se había andado con tantos rodeos.

—Está claro que la muerte de Poul Kirke no ha bastado para desmantelar la red de espionaje. — No se había vuelto a hablar de ascender a Peter al puesto de jefe del departamento—. Llamaré a la Gestapo para que intervenga en esto.

Todo aquello era terriblemente injusto, pensó Peter con irritación. Él había descubierto aquella red de espionaje: encontrado el mensaje secreto en el calce del avión y detenido a los mecánicos; después dirigió la incursión en la sinagoga donde detuvo a Ingemar Gammel; organizó la operación en la escuela de vuelo, donde acabó con Poul Kirke, y obligó a desenmascararse a Arne Olufsen. Pero aun así, personas como Juel, que no habían hecho nada, podían denigrar sus logros e impedir que estos fueran reconocidos como era debido.

Pero Peter todavía no había terminado.

—Puedo encontrar a Arne Olufsen —le había dicho al general Braun la noche anterior. Juel había abierto la boca para protestar, pero Peter se le adelantó—. Deme veinticuatro horas. Si Arne Olufsen no está en nuestro poder mañana por la noche, puede hacer venir a la Gestapo.

Braun había accedido.

Arne no había vuelto al cuartel y tampoco estaba en Sande con sus padres, así que tenía que estar escondiéndose en la casa de otro espía. Pero ahora todos estarían procurando pasar lo más inadvertidos posible. No obstante, una persona que probablemente conocía a la mayor parte de los espías era Karen Duchwitz. Había salido con Poul y su hermano estudiaba en la misma escuela que el primo de Poul. Peter estaba seguro de que la joven Duchwitz no era una espía, así que no tenía ninguna razón para evitar atraer la atención. Podía conducirlo hasta Arne.

Era una probabilidad entre mil, pero Peter no tenía otra cosa.

Trituró el huevo duro mezclándolo con sal y un poco de mantequilla, y luego llevó la bandeja al dormitorio. Incorporó a Inge en la cama dejándola sentada y le dio una cucharada de huevo. Le pareció que a su esposa no le gustaba demasiado. Peter lo probó y estaba delicioso, así que le dio otra cucharada. Pasados unos instantes Inge la echó de la boca, igual que hubiese hecho un bebé. El huevo bajó por su barbilla y cayó sobre el corpiño de su camisón.

Peter la miró con desesperación. Inge se había puesto perdida en varias ocasiones durante las últimas dos semanas. Aquello era algo totalmente nuevo, ya que su esposa siempre había estado muy pendiente de su aspecto.

—Inge nunca hubiese hecho eso —dijo Peter.

Puso la bandeja en el suelo, dejó a Inge y fue al teléfono. Marcó el número del hotel de Sande y preguntó por su padre, quien siempre iba a trabajar muy temprano. Cuando su padre se puso al teléfono, Peter dijo:

—Tenías razón. Va siendo hora de ingresar a Inge en un asilo.

Peter estudió el Teatro Real, un edificio de piedra amarilla rematado por una cúpula que había sido construido en el siglo XIX. Su fachada estaba esculpida con columnas, pilastras, capiteles, ménsulas, guirnaldas, escudos, liras, máscaras, querubines, sirenas y ángeles. En el tejado había urnas, soportes para antorchas y criaturas de cuatro patas con alas y senos humanos.

—Un poco recargado —dijo—. Incluso para un teatro.

Tilde Jespersen rió.

Estaban sentados en la galería del hotel d'Angleterre. Tenían una buena vista a través del Kongens Nytorv, la plaza más grande de Copenhague. Dentro del teatro, los estudiantes de la escuela de ballet estaban asistiendo a un ensayo con vestuario de Las sílfides, el montaje actual. Peter y Tilde esperaban a que Karen Duchwitz saliera del teatro.

Tilde estaba fingiendo leer el periódico del día. El titular de la primera plana rezaba: LENINGRADO EN LLAMAS. Hasta los nazis se mostraban sorprendidos ante lo bien que estaba yendo la campaña rusa, diciendo que su éxito «asombraba a la imaginación».

Peter estaba hablando para liberar la tensión contenida. Hasta el momento, su plan había sido un completo fracaso. Karen había estado bajo vigilancia durante todo el día y no había hecho nada aparte de ir a la escuela de ballet. Pero la ansiedad infructuosa debilitaba e inducía a cometer errores, por lo que Peter estaba intentando relajarse un poco.

—¿Piensas que los arquitectos hacen deliberadamente que las óperas y los teatros te intimiden con su aspecto, para así disuadir a las personas corrientes de entrar en ellos?

—¿Te consideras una persona corriente?

—Por supuesto que sí. — La entrada se hallaba flanqueada por dos estatuas verdes de figuras sentadas, esculpidas en un tamaño más grande que el natural—. ¿Quiénes son esos dos?

—Holberg y Oehlenschláger.

Peter reconoció los nombres. Ambos eran grandes dramaturgos daneses.

—No me gusta mucho el drama: demasiados discursos —dijo—. Prefiero ir a ver una película, algo que me haga reír, Buster Keaton o Laurel y Hardy. ¿Viste aquella en la que los dos están encalando una habitación, y entra alguien llevando un tablón encima del hombro? — El recuerdo hizo que soltara una risita—. Casi me caigo al dichoso suelo de tanto que reí.

Tilde le lanzó una de sus miradas enigmáticas.

—Ahora sí que me has dejado sorprendida. Nunca te hubiese rebajado a la categoría de un amante de las comedias baratas.

—¿Qué te imaginabas que me gustaría?

—Las películas del Oeste, donde el manejo de las armas asegura que triunfe la justicia.

—Tienes razón, esas también me gustan. ¿Y qué me dices de ti? ¿Te gusta el teatro?

En teoría los habitantes de Copenhague aprueban la cultura, pero la mayoría de ellos nunca han puesto los pies dentro de ese edificio.

—Me gusta la ópera. ¿Y a ti?

—Bueno… Las melodías están bien, pero las historias son una estupidez.

Ella sonrió.

—Nunca se me había ocurrido pensar en ello desde esa perspectiva, pero tienes razón. ¿Qué me dices del ballet?

—Realmente no le veo el sentido. Y los trajes son muy raros. Para decirte la verdad, las mallas de los hombres me resultan un poco embarazosas.

Tilde volvió a reír.

—Oh, Peter, eres muy gracioso. Pero me gustas de todas maneras.

Él no había tenido intención de ser divertido, pero aceptó el cumplido alegremente. Miró la foto que tenía en la mano. La había cogido del dormitorio de Poul Kirke. Mostraba a Poul sentado en una bicicleta con Karen acomodada encima del tubo horizontal. Ambos llevaban pantalones cortos. Karen tenía unas piernas maravillosamente largas. Parecían una pareja tan feliz, llenos de energía y diversión, que por un momento a Peter lo entristeció que Poul hubiera muerto. Tuvo que recordarse severamente a sí mismo que Poul había elegido ser un espía y burlar la ley.

El propósito de la foto era ayudarlo a identificar a Karen. La joven era atractiva, con una gran sonrisa y un montón de cabellos rizados, y parecía tener mucha personalidad y relacionarse fácilmente, con los demás. Era la antítesis de Tilde, no muy alta y con sus facciones regulares en una cara redonda. Algunos de los hombres decían que Tilde era frígida, porque rechazaba sus avances. Pero yo sé que no tiene nada de frígida, pensó Peter.

No habían hablado del fiasco en el hotel de Bornholm. Peter se había sentido demasiado avergonzado para dejarlo traslucir. No iba a disculparse, porque con eso solo conseguiría añadir otra humillación a la que ya había sufrido. Pero un plan estaba cobrando forma dentro de su mente, algo tan espectacular y melodramático que prefería pensar en ello solo de una manera muy vaga.

—Ahí viene —dijo Tilde.

Peter miró a través de la plaza y vio salir del teatro a un grupo de jóvenes. Enseguida distinguió a Karen. Llevaba un sombrero de paja inclinado en un atrevido ángulo y un vestido de verano color amarillo mostaza con una falda plisada que danzaba sugerentemente alrededor de sus rodillas. La foto en blanco y negro no había mostrado que tenía la piel muy blanca y los cabellos rojos como el fuego, y tampoco había hecho justicia a ese aire jovial y animoso que a Peter le resultaba evidente incluso desde lejos. Karen Duchwitz parecía estar haciendo una entrada en el escenario del teatro, más que meramente estar bajando los escalones para salir.

Cruzó la plaza y se metió por la calle principal, la Stroget.

Peter y Tilde se levantaron.

—Antes de que nos vayamos… —dijo Peter.

—¿Qué?

—¿Vendrás a mi piso esta noche?

—¿Alguna razón en especial?

—Sí, pero preferiría no explicártela.

—Está bien.

—Gracias.

Sin decir nada más, Peter se apresuró a seguir a Karen. Tilde lo siguió a cierta distancia, tal como habían acordado previamente.

La Stroget era una calle no muy ancha atestada de gente que iba de compras y con la calzada llena de autobuses, cuyo paso cerraban con frecuencia coches aparcados incorrectamente. Peter estaba seguro de que bastaría con doblar las multas y ponerle una a cada coche para que el problema desapareciese. No perdía de vista el sombrero de paja de Karen, y rezó para que no se estuviera limitando a regresar a su casa.

Al final de la Stroget estaba la plaza del ayuntamiento. Allí el grupo de estudiantes se dispersó. Karen siguió andando con una de las chicas, charlando animadamente. Peter se les acercó un poco más. Pasaron ante los jardines del Tívoli y se detuvieron, como disponiéndose a separarse, pero luego continuaron con su conversación. Karen y su amiga ofrecían una imagen hermosa y despreocupada bajo el sol de la tarde. Peter se preguntó impacientemente qué más podían tener que decirse dos chicas después de haber pasado todo el día juntas.

Finalmente la amiga de Karen echó a andar hacia la estación central y Karen fue en dirección opuesta. Peter empezó a sentirse un poco más esperanzado. ¿Tendría una cita con alguien del círculo de espías? La siguió, pero para su consternación Karen fue a Vesterport, una estación del ferrocarril suburbano desde la cual podría coger un tren para regresar a su casa en el pueblo de Kirstenslot.

Aquello no serviría de nada. A Peter ya solo le quedaban unas horas, y estaba claro que Karen Duchwitz no iba a conducirlo hasta ningún miembro del círculo. Tendría que forzar la situación.

La alcanzó en la entrada de la estación.

—Disculpe —dijo—. Tengo que hablar con usted.

Ella lo miró sin inmutarse y continuó andando.

—¿De qué se trata? — preguntó con fría cortesía.

—¿No podríamos hablar un momento?

Ella pasó por la entrada y empezó a bajar los escalones que llevaban al andén.

—Ya estamos hablando.

Peter fingió estar muy nervioso.

—Estoy corriendo un riesgo terrible solo por hablar con usted.

Aquello logró atraer su atención. La joven se detuvo en el centro del andén y miró nerviosamente a su alrededor.

—¿De qué va todo esto?

Peter se fijó en que tenía unos ojos maravillosos, de un impresionante color verde claro.

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