Authors: Juan Benet
—¿Qué son esas voces? ¿No ha oído usted? —interrumpió ella, entreabriendo los ojos.
—«No, no es nada. No es absolutamente nada. Es decir, lo es todo. Hay que acostumbrarse a ello, nada más. Una vez conseguido ¿qué importancia tiene? ¡Hay que acostumbrarse a tales cosas? Era un hombre del montón, sin duda, pero educado y correcto; no era un arruinado ni un agente provocador ni un desertor. ¿De qué se trataba, entonces? Tampoco le prestaban demasiada atención hasta que un día su actitud y su puesto dentro de la comunidad cambiaron de raíz; era un sábado en el que demostró tanta educación y tanta firmeza que a partir de entonces, sin necesidad de mandar ni ser obedecido, fue mirado y respetado como el primero de todos ellos. Acaso las bromas y procacidades de aquel joven insolente habían llegado a un límite intolerable; debajo de cada risotada, debajo de cada voz había una protesta, un gesto abortado e insatisfecho de vergüenza, una sensación de pecado. Era un joven —le dije— con un cuerpo atlético pero poco atractivo, marcado con las señales —de la crueldad femenina que exhibía con un orgullo que a veces producía lástima y otras, irritación. Y no hizo otra cosa sino meterse en el agua, tomarle de la mano —no le llegaba a los hombros— y (sin que el joven opusiera la menor resistencia, toda su docilidad emanaba de su asombro o de su cobardía) arrastrarle hasta la empalizada tras la que se refugiaba la barquera y obligarle a hincarse de hinojos y desnudo ante ella hasta recibir su perdón. Perdón que ella otorgó complacida y estirada, con un amplio gesto de la mano que voló sobre la cabeza del postrado para dirigirse —como en un adiós— a todo el grupo de hombres que al otro lado del río contempló la escena reteniendo la respiración. A partir de aquel día cesaron las burlas para con la barquera, nadie se atrevió a volver a humillar al capataz, que, refugiado en su chabola, ajeno a toda iniciativa, jamás se llegó a percatar del favor que se le había hecho. Sus visitas a la barquera menudearon; no era raro verle sentado en un prado de la orilla, siempre cerca de la jabonera envuelta en la toalla, en animada conversación con la vieja que, arrodillada a sus pies, la cara animada por una expresión de incipiente alegría y moderados y amainados gestos, replicaba al viajero que pretendía distraerla para recabar sus servicios con un gesto de calma en virtud del cual tenía que esperar durante varias horas y renunciar, a veces, al cruce porque se echaba la noche encima. Debieron hablar mucho aquel invierno, aunque no puedo imaginarme de qué; supongo que sería de amor y de política. Él dijo después —y no en tono de confidencia— que aquella primavera la vieja le había explicado lo que era la vanidad. Un día se llegó a saber —era sin duda una de las últimas tardes de un septiembre dulce y dorado— que, sentado sobre una piedra en el centro del río y completamente desnudo, durante un par de horas largas y placenteras en las que la vieja se aplicó a ello con el mayor mimo y esmero, había sido enjabonado y fregado por ella. Alguien llegó al barracón y lo contó, jadeante, y al punto estuvo de cancelar la partida de naipe grueso. Ya entrada la noche llegó él, tranquilo pero no jactancioso, con la jabonera en la diestra, envuelta en la toalla empapada, y bien peinado. Se quitó las ropas de campo y, tras extraer de la maleta de madera una muda limpia y un terno planchado (una corbata de lunares, también) se vistió de ciudad, esto es, no como un perfecto caballero, sino como todo hombre discreto y correcto, con una cierta refinada y elaborada tendencia a la vulgaridad. Quizá fue aquella vulgar negligencia, aquella ausencia de afectación, de cuidado del detalle lo que les llevó al convencimiento de que —sin un traje adecuado, sin una moneda en el bolsillo y sin demasiada soltura para presentarse en aquel lugar cuyas estrictas reglas conocían de sobra— estaba dispuesto a intentar, aquella noche, el asalto a la fortuna en unas condiciones que —por estar tan lejos de las consabidas— por fuerza debían considerar ultrajantes e insufribles. Así que le vieron salir con desdén. Por eso mismo ninguno del barracón se atrevió a llamarle la atención sobre ciertos pormenores que hasta aquel día se habían considerado si no imprescindibles al menos muy importantes. Y así —de paso— eludían la necesidad de hacerle cualquier advertencia. De forma que cuando cerró la puerta por el barracón se extendió una sensación de alivio que nadie confesó. Una noche, ya muy entrada la hora, cuatro o cinco días después (cuando apenas alguien se acordaba ya de él) se abrió la puerta y una luz intensa y desacostumbrada iluminó el umbral (todos los cuerpos se rebulleron en las literas como los gusanos, al levantar una piedra). Pálido, demacrado y ceñudo, allí estaba de nuevo con una lámpara de sodio sostenida en alto en la mano derecha y un hatillo en la izquierda. Apenas saludó, cruzó la doble fila de literas mientras al compás de sus pasos sus compañeros se incorporaban del lecho (con ese súbito, estupefacto y hierático automatismo de los muñecos de barraca que surgen de sus tumbas y sus urnas al paso del visitante), se quitó la chaqueta y la corbata y en la última litera arrojó el atado que sonó a quincalla. Vació de sus bolsillos un buen puñado de billetes arrugados y muchas monedas, entre las que había algún reloj, lo dejó todo encima de la litera, tomó la toalla y la jabonera y abandonó de nuevo el barracón sin que nadie fuera capaz de hacer una pregunta ni pronunciar una palabra. Aquélla fue una noche de suspiros y lamentaciones, de sueños agitados y pesadillas, nadie durmió en paz. A la tarde siguiente, peinado y perfumado, tocado con una camisa de rayas, carente de toda timidez, se arrimó al grupo de jugadores que pronto le hicieron un sitio.
»—¿Te damos carta?
»—¿Qué es lo que hay que hacer?
»—Hay que hacer nueve. Si tienes buena carta, te plantas. Si te pasas, pierdes. Éstas no valen nada y éstas su número. Si tienes menos de tres tienes obligación de pedir naipe. Luego, tú verás. ¿Te damos carta?
»—Venga el naipe.
»—Ésa vale dos. Otra más. »— ¿Qué tal te fue por allá? »—No me puedo quejar. ¿Y esta otra? »—¿Te dejaron entrar al salón?
»—¿Qué salón?
»—La sala de juego, se entiende. »—¿Y esta otra?
»—Un ocho, y dos, diez. Al pozo, perdiste la puesta.
»—Hay que cogerlas así, mira qué nueve tan rico. A ver tú. »—Ladrón, ¿qué formas son ésas?
»—Venga el naipe, estoy impaciente.
»—Al principio siempre es así. Ya te irás calmando; entre caballeros siempre se debe perder. »—Otro nueve. ¿No sacas tú muchos nueves?
»—Así, pues, ¿te dejaron entrar allí? »—¿Qué te pareció aquello? ¿Lo conocías?
»—No, no lo conocía. Dadme naipe de una vez. »—¿Te dejaron jugar?
»—Y ésa, ¿qué vale? »—¿No lo ves? Es un dos.
»—Aguarda, hombre, aguarda. Se echa de menos la educación. Entre caballeros... te he dicho que aguardes.
»—¿Y ésa?
»—Ten paciencia.
»—Anda, saca otro billete que no te vamos a comer. ¿A qué crees que estamos jugando? »—No parece que te han ido mal las cosas.
»—¿Qué cosas? ¿Y ésta?
»—Un as. Pero ¿jugaste mucho? »—Todas las noches.
»—Pero ¿tenías dinero?
»—Lo tenían los demás. En eso consiste el juego, creo yo. »—¿Cómo dices?
»—¿Entonces, ganaste? »—Todas las noches.
»—¿Y llegaste a ganar mucho?
»—Todo lo que me dejaron. ¿Vas a dar naipe de una vez?
»—Aguarda, hombre, todo llegará. ¿Es que nos vas a enseñar a jugar? »—Pero ¿todas las noches? ¿Lo que se dice todas las noches?
»—Sí, todas las noches y todas las jugadas. Yo ya lo sabía, no tiene ningún mérito, ¿de qué os asombráis?
»—Carajo.
»—¿Qué has dicho?
»—He dicho carajo. Lo he dicho en tono de admiración no de ofensa. No tienes por qué ofenderte.
»—Sigamos, venga el naipe. O ¿es que esto se ha acabado?
»—Ten paciencia, demonio, que queda mucha noche. Ahí va el naipe. Suerte, señores. »—Y las mujeres... ¿viste qué mujeres hay allí?
»—¿Te quieres callar?
»—Está bien, no te enfades; ahí va el naipe. Señores, que haya suerte.
»Jugaron hasta la madrugada y lo perdió todo —todo lo que había traído consigo— a excepción de la impaciencia y una moneda que parecía de oro y que, al filo de la mañana, se puso a contemplar tumbado en la litera. No parecía disgustado ni extrañado de su mala suerte. A la noche siguiente desapareció de nuevo, enfundado en el mismo traje de confección de color claro, y no volvió al barracón sino al cabo de una semana, con el mismo aspecto fatigado, sucio y hosco, los bolsillos repletos de monedas y billetes arrugados, papeles escritos y doblados que leía con parsimonia y rompía en pedazos muy pequeños con un gesto de desdén, paquetes de chocolatinas que se derretían debajo de su litera, cadenetas y sortijas y relojes que vaciaba en la maleta con la ostensible negligencia de ese viajante que abre un fardo repleto de navajas, peines y maquinillas de afeitar ante un corro de cohibidos e indecisos paisanos. Volvió a perderlo todo en el curso de una noche, sin alterarse ni mudar el talante por ello; en cambio frenó su impaciencia y ganó en compostura. No parecía interrogarse sobre el cariz inmutable de su fortuna que le llevaba a perder, en una noche y sin una compensación, todo lo que traía de la casa de juego. Sin duda consideraba que ello entraba en el orden de las cosas del que él no tenía por qué ser beneficiario sino mero agente. Nunca levantó la menor protesta ni mencionó su mala suerte ni —lo que era más notable— trató jamás de retirarse del juego si le quedaba una moneda que perder. Solamente conservaba aquella hermosa moneda de oro, del tamaño de un reloj de bolsillo, que todas las noches, cuando se retiraba a su litera, contemplaba fascinado y le sacaba lustre con el pañuelo, tras echarle el aliento. Era una moneda muy pesada, de oro de ley y cuño americano, que nadie sabía cómo había llegado a sus manos —aun cuando se suponía que se trataba de una ofrenda de la vieja barquera, a cambio de quién sabe qué dones— y que jamás entre sus compañeros de barraca puso en la tela del juego. Jugaron durante una larga temporada, todo aquel otoño y el invierno siguiente y casi toda la siguiente primavera hasta la llegada de aquel violento, intempestivo y fugaz verano en que había de morir, con sus anaranjados destellos y entintados nubarrones, con el eco de las cabalgatas y los disparos solitarios, con el susurro de los abedules y los graznidos de las cuervas en torno a las monturas agonizantes y los jinetes enloquecidos, toda una edad sin razón y un pueblo sin la menor medida en —el consumo de su— orgullo. No quedó sino un grito, el sonido de unas pisadas en las primeras hojas muertas, la ilusoria visión de un hombre que corría hacia el río por una ladera cubierta por el brezo, a la hora del crepúsculo, para atravesar la corriente con, el agua por la cintura y volver a resucitar —en el mismo punto donde la leyenda dice que bajaba a beber el viejo Atilano— la mancha roja de la sangre de Aviza, del rey Sidonio y los voluntarios carlistas. Como antes le dije, un par de kilómetros aguas arriba de la barraca de la barquera desemboca en el Torce por la derecha el más caudaloso y constante de sus afluentes, el Tarrentino; su cuenca se extiende al valle del mismo nombre —5.000 hectáreas de monte en estado salvaje que es dicho "porque en él se nombran tantos valles como días trae el año"— y las estribaciones de los montes de Mantua, el Monje y la tenebrosa montaña de San Pedro, siempre sola y grande. En planta, el arroyo describe un amplio arco de ballesta cuya cuerda mira hacia el mediodía en paralelismo con la línea límite del escudo primario —esos bancos de sombría arenisca devónica y esas atormentadas cresterías carboníferas— que parece rodear y proteger con un alto cinturón de rocas ácidas el orgulloso promontorio calizo que apuntado como un rompeolas y destruido por su milenario combate con el océano se asoma a la meseta terciaria para buscar refugio entre sus secuaces continentales. Es hacia el sur donde se levantan las cumbres más altas y blancas de la cordillera —quizá porque en virtud de su calidad de capitanes de ese diezmado ejército el continente les ha otorgado una hospitalidad que negó a los rasos acantilados, condenados a la dura vida del litoral para seguir sufriendo la agresiva vecindad del mar—, enhiestas, altiyas y encopetadas como esas señoras de la alta sociedad que en una mesa protegida por un dosel, mendigan el agua para la sedienta meseta.» El Torres, con sus dos mil ochocientos y pico metros y su aguja desplomada; y el Acatón, de perfil heráldico y nombre grecorromano que aún parece pedir esa mitología con que un pueblo pobre en inventiva no ha sabido adornarle; y el Malterra, romo y roto, aislado como una torre de homenaje sobre cuyas almenas anidan las cuervas y crece el té y que a todo trance trata de abrir el diálogo con el orgulloso Monje quien, con su penacho blanco, reina sobre todo el circo de Región y gusta de rodearse de una corte de enanos negros, pequeños y siniestros comparsas, los plumones y cascabeles de Mantua. Nace el arroyo en el Collado de los Muertos adonde, en lo que va de siglo, nadie da fe de haber subido. Allí se sitúa la divisoria de los términos de Región, Macerta y El Salvador materializada en una hermosa lápida miliar, una cruz de San Antonio y una inscripción que dice: «ego sum». Su nombre es, al parecer, moderno y procede de un sangriento combate de las primeras guerras carlistas en el que perdieron la vida muchos miles de hombres. Es cierto también que durante la última de aquellas guerras una partida de guerrilleros, perdida ya la campaña del Maestrazgo, en lugar de seguir su éxodo hacia Seo de Urgel prefirió retirarse a lo largo del valle del Ebro con el fin de alcanzar los núcleos vascos de resistencia; pero aislada y rechazada un sinnúmero de veces se vio obligada a atravesar peleando todo el norte de Castilla para al fin buscar refugio en aquel monte impenetrable donde la historia o la leyenda sitúan, sucesivamente, un castro celta, un campamento de la Legión VII levantado por el padre de Pilatos, un templo mitraico en el que se prolongarán el culto y las costumbres prohibidas incluso después de la invasión africana; un monte de penitentes que se desvían del camino francés —porque aborrecerán los encantos, los placeres y los umbrosos huertos de la Tebaida española— para cantar las alabanzas al Señor rodeados de brezales, nieves y alimañas; y una fundación del Císter, cuatro torres, una tapia y un huerto cercado de avellanos silvestres donde en las mañanas de otoño se escucha el canto sibilino de los faisanes en celo; y para postre, una fábrica montaraz de pólvora, a comienzos del xix, con la que el lugar vuelve a su línea guerrillera durante las campañas de Dupont. Allí fue a refugiarse aquella partida carlista que —sin ninguna fe que conservar ni línea dinástica que defender— se decidió por la vida del monte antes que cavar acequias o sirgar barcazas de grano por las sedientas llanuras de la Castilla borbónica. Los pastores y leñadores que se adentran por el valle del Tarrentino cuentan que el monte se halla sembrado de grandes losas y piedras tumbales, ataúdes tallados en arenisca que hoy sirven todavía de pilones y abrevaderos, crestones que no se han meteorizado y que conservan, como si se tratara de un fósil más, una indescifrable inscripción cúfica, fechas incomprensibles talladas en la cuarcita y cubiertas de jaramago; entre las atormentadas raíces de una encina o en el centro de un macizo de espinos surge de pronto la cabeza herrumbrada de una lanza que se yergue todavía hacia el cielo sosteniendo el raso descolorido y desflecado del distintivo regimental; las losas de tantos obispos y abades que, se diría, fueron elevados a la mitra tan sólo para gozar de un ornamento en su sepulcro; o el enigmático símbolo de un triángulo escaleno, con un número en su interior y una orientación dirigida por su vértice grave, para señalar un itinerario perdido entre la espesura del monte y medido en antiguas varas rurales. Al viajero inadvertido que trate de llegar al corazón de la serranía —o que aspire a escalar la cumbre del Monje por su vertiente sur— por el valle del Tarrentino, todo parece invitarle a una excursión prometedora. Las primeras cuatro leguas, desde el desagüe en el Torce hasta la confluencia de los dos arroyos que casi por igual lo forman, por el camino que bordea el cauce —y que los paisanos aprovechan para llevar el ganado a pastar durante los cuatro meses cálidos; para la corta de leña de roble en la primera quincena de octubre y la tala del haya cada cuatro o diez años (lo necesario para que el comprador de la madera haya olvidado los desastres de la contrata anterior); para la pesca de la trucha todo el verano y la caza de la alimaña en las vísperas de Navidad— no se parecen a nada del resto del país porque la naturaleza ha prodigado allí lo que ahorrado por doquier, con una tal providencia que no es posible reducirla a los límites del cultivo y la cultura. Pero trascendida la Y que forman los dos arroyos, el de los Muertos y el propio Tarrentino, las cosas cambian: la cara del monte que mira hacia el sur no conoce otra vegetación que la planta enana del roble y el brezo, laderas sombrías y muy pinas que de tanto en tanto se abren a una cañada más ancha coronada en el horizonte por una cresta caliza azulada cuya presencia se hace sentir por el penetrante y sofocante aroma de las olagas, por una diadema de pequeñas encinas o el graznido solitario de las grajas. Aislados entre los brezales surgen los esqueletos torturados de un viejo roble o un salguero calcinado, deformado por los ventones que soplan del collado y cubierto de harapos de muérdago, loranto y verdín. Pero en la cara septentrional continúa el bosque; desde el cauce, cerrado por una barrera casi infranqueable de avellanos silvestres, espinos y majuelos, se suceden y prodigan los setos de maíllos, esos manzanos bravíos que dan un fruto pequeño y agrio, tan resistente a las heladas que con él se alimenta el ganado los años de clima recio; entre ellos despuntan susurrantes y acogedores esos redondeados macizos de abedules, de hojas siempre temblonas que preludian un espejismo de brisa en las tardes más calmas, y cosidos entre si por filas de alceas; un verde más pálido, el del fresno, se acompaña siempre de un árbol de sombra parecido a la acacia, pero más corpulento, el argumeno, donde anida la verradilla, un ave que canta de noche para imitar el balido de la cabra. Por encima de los 1.300 metros de altitud cunde el acebo que en el collado de los Muertos adquiere la envergadura de un árbol maderable. El haya, el enebro y el tejo van menudeando a medida que se pronuncian las pendientes hasta que, siempre de forma súbita, un espeso seto y un bosque cerrado e impenetrable ocultan la vista del collado, interrumpen el camino y —con letrero o sin él— se empeñan en frustrar ese intento de ascensión. Se dice que hace años existía un camino hasta el collado que hoy se ha perdido porque la falta de conservación y de tránsito, el avance de las hayas, la acción de las aguas y el temor de los paisanos han devuelto las laderas a su estado original. Así pues, si el viajero animado de un espíritu infatigable, cuenta con una fortaleza excepcional y un equipo como para atravesar la manigua, logrará cruzar el bosque de hayas (a costa de su razón, sin duda, porque nadie con un adarme de cordura ha de arriesgarse en una empresa que no parece la más adecuada para devolver el juicio a quien carece de él) pero no el monte bajo, esa selva de arces, brezos y negrales, esas trincheras cubiertas de raecilla y frambuesa brava, esos fosos camuflados bajo los mantos de espino y escoba, majuelo y venenosos columbros, mezclados y dispuestos con arreglo a ese riguroso orden no carente de un punto de regocijado sarcasmo (la esbelta, grácil e inestable bromelia que surge en el centro de un mate mágnum de espinas y ramificaciones; la mariposa violeta que se pierde y guiña en el calor de la tarde por encima de una muralla de acebos y cariátides) que parece insinuar que su disposición está dictada por el propósito de defenderse del leñador, del rebaño, del arado y del camino. Sólo el fuego llega hasta arriba: un día cualquiera, entre agosto y septiembre surge una llama que se aviva y en un par de horas toda una extensa zona del monte se convierte en una chisporroteante hoguera, avivada por los vientos que soplan de Galicia, que tres días más tarde se agota y extingue en las lomas meridionales acaso porque su propio frenesí carece ya de voluntad para llevar más lejos su devastación. Y, sin embargo, con ser tan considerables, no son los obstáculos que opone la Naturaleza los que han de empujar al viajero a su propia desesperación. Es algo difícil de explicar, un tanto increíble y misterioso y que, no obstante, sucede siempre; consecuencia de la falta de juicio, de la temeridad o de un temor que poco a poco va invadiendo el campo ocupado poco antes por el orgullo. El viajero avispado y tenaz, dispuesto a avanzar a razón de un kilómetro al día —talando a machetazos una broza en el monte bajo, la cabeza protegida por una escafandra de malla, única tela capaz de resistir los ataques de esos enjambres de mosquitos descomunales, dispuesto a dejar un rastro de jirones de ropa, de piel y de pelo entre las ramas de los matorrales (esa especie de aliaga de tallo negruzco y espina alargada que se adhiere a la carne con más tenacidad que el esparadrapo)— ¿qué puede hacer ante los toques de campanas, los cantos funerales con que a veces se anuncia el nuevo día? En ocasiones, al cabo de una mañana ocupada en escalar unos pocos crestones de roca revestidos de hostil vegetación, cuando el viajero toma asiento para contemplar el camino recorrido y en el momento en que levanta su cantimplora para calmar su sed con un trago de vino fresco, un sonido que le es familiar viene a distraer instantáneamente su atención. Lo conoce pero no lo sitúa y cuando escéptico trata de apurar el trago, la memoria le obliga a reconocer lo que su incredulidad rechaza; no hay duda, está fuera de lugar pero se trata de un motor de explosión; olvida su hambre y su sed y sin abandonar el punto cuya conquista le ha sido tan cara, trata a todo trance de localizar la procedencia de las explosiones. Es un día soleado y seco y el contorno de los horizontes se difumina entre la calina. Se hace de nuevo el silencio y con él vuelven a sus oídos los sonidos tranquilizadores de la montaña, el susurro de las hojas, el zumbido de los insectos, el alto graznido de los cuervos que acotan en el cielo una dimensión comprensible. Trata de saber si tiene fiebre o si ha sufrido los efectos de un vapor fugaz,
consecuencia del esfuerzo realizado; humedece sus muñecas, moja sus pulsos y su frente y cuando, reconfortado pero desganado, se recuesta para descansar después de refugiar su cabeza a la sombra, en una pequeña gruta bajo un arbusto, es de nuevo sobresaltado por ese sonido que vuelve con intolerable y grotesca claridad; ya no le cabe la menor duda de que, escondido en un punto del bosque que el eco aproxima con increíble fidelidad, un hombre trata de encender a la manivela un motor de combustión que al cabo de unas pocas revoluciones vuelve a detenerse con un eructo inconfundible. Y de pronto (mientras el viajero jadea) se enciende de nuevo, excesivamente acelerado, para silenciar con su rugido todos los susurros del monte y espantar un bando de cornejas (testimonio objetivo que el viajero ya no puede dejar de tomar en consideración) hasta que tras una serie de explosiones decrecientes en ritmo y sonido y que resuenan en todo el ámbito con un tono sarcástico— se detiene en seco para abrir un nuevo compás a la calma del monte. El viajero que no quiere creerlo no tiene más remedio que aceptarlo; contempla el cielo sin una nube, luego su calzado destrozado; busca por todas partes el humo de las explosiones hasta que descorazonado pero no vencido decide desentenderse del caso para conciliar un sueño y despejar una cabeza que, por causa de la fatiga, el vino o la picadura de un mosquito, se deja engañar por unos síntomas falaces y unos sentidos duales. Pero el sueño es difícil, el calor intolerable y la inquietud impaciente. Un par de horas después, sin haber logrado conciliar el sueño y en ese lindero del duermevela en el que todos los sonidos externos se asimilan a ciertas imágenes recurrentes que se van sucediendo apoyándose las unas en las otras, como los motivos musicales de un