—Creo…, creo que tomaré una taza de café, si no le importa.
—Claro que no. ¿Un café irlandés, quizá?
—No, café solo. Con un poco de crema y sin azúcar.
La muchacha del pasado le sirvió el café y Jeff se quedó mirando cómo iban encendiéndose las luces de la ciudad a medio construir bajo el cielo en penumbras. El sol se había puesto tras las colinas de arcilla roja que se perdían hacia Alabama, en dirección de los años de cambio caótico y arrollador, de tragedia y de sueños. Se quemó los labios con el café humeante y para enfriárselos bebió un sorbo de agua helada. El mundo que yacía tras aquellos ventanales no era un sueño; era a la vez real e inocente, real y ciegamente optimista.
Corría la primavera de 1963. Cuántas decisiones por tomar.
Jeff se pasó el resto de la tarde deambulando por las calles del centro de Atlanta, con los ojos y los oídos concentrados en captar hasta el más mínimo detalle del pasado recreado: los carteles de «para blancos» y «para negros» en los lavabos públicos, las mujeres que llevaban sombrero y guantes, el cartel en el escaparate de una agencia de viajes que anunciaba un viaje a Europa en el
Queen Mary
, un cigarrillo entre los dedos de casi todos los hombres que pasaban a su lado. Jeff no tuvo hambre hasta después de las once, cuando tomó una hamburguesa con una cerveza en un pequeño local junto a
Five Points
. Creyó recordar vagamente el anodino bar de veinticinco años atrás, se trataba de un lugar al que iba con Judy de vez en cuando a tomar algo después del cine; pero en esos momentos estaba ya tan confundido y cansado por la interminable marea de vistas y lugares nuevos/viejos que ya no estaba seguro. Todas las tiendas, todos los extraños que pasaban a su lado habían comenzado a resultarle inquietantemente familiares, si bien sabía que no podía recordar cada una de las cosas que veía. Había perdido la capacidad de diferenciar los recuerdos falsos de los que eran inconfundiblemente reales. Necesitaba desesperadamente dormir un poco, apartar de sí todo aquello por unos instantes y tal vez, cosa poco probable, despertar en el mundo que acababa de abandonar. Lo que más ansiaba era encontrar un habitación de hotel anónima, atemporal, desde la que no pudiera ver la línea alterada del horizonte, sin radio ni televisión que le recordaran lo que había ocurrido; pero no tenía dinero suficiente, ni tarjetas de crédito, por supuesto. A menos que quisiera dormir en el parque de Piedmont, a Jeff no le quedaba más alternativa que volver a Emory. a su cuarto de estudiante. Quizá Martin se hubiera dormido ya.
No se había dormido. El compañero de cuarto de Jeff estaba bien despierto, sentado ante su escritorio, hojeando un ejemplar de
High Fidelity
. Levantó la vista tranquilamente y dejó la revista en el momento en que Jeff entraba en la habitación.
—¿Dónde diablos te has metido? —le preguntó Martin.
—Estuve dando un paseo por el centro.
—¿Y no te dio tiempo a pasarte por Dooley, eh? ¿Ni por el cine Fox? A punto estuvimos de perdernos la primera parte de la película por esperarte.
—Lo siento…, pero no estaba en condiciones de ir. Esta noche no.
—Lo menos que podrías haber hecho era dejarme una jodida nota o algo por el estilo. Ni siquiera llamaste a Judy, maldita sea. Casi se vuelve loca de la preocupación, pensando que te había ocurrido algo.
—Oye, estoy hecho polvo. No tengo ganas de seguir hablando, ¿vale? —Martin lanzó una risa forzada.
—Será mejor que mañana estés preparado para hablar si quieres volver a ver a Judy. Se pondrá hecha una fiera cuando se entere de que no estás muerto.
Jeff soñó que se moría y al despertar comprobó que seguía en la habitación de la universidad. Nada había cambiado. Martin no estaba, probablemente habría ido a clase; pero Jeff se acordó de que era sábado. ¿Había clases los sábados? No lo recordaba. En cualquier caso, estaba solo en el cuarto y aprovechó la intimidad para repasar su escritorio y su armario sin seguir un orden fijo. Todos los libros le resultaban familiares:
Fail-Safe, The Making of the President-1960. Trovéis with Charley
. Los discos en sus fundas nuevas, sin doblar, de colores vivos, trajeron a su mente infinidad de imágenes sensuales de los días y las noches que había pasado escuchando aquella música: Stan Getz y Joao Gilberto, el
Kingston Trio, Jimmy Witherspoon
, y muchos más, la mayoría de ellos perdidos o gastados hacía tiempo.
Jeff encendió el estéreo Harman-Kardon que sus padres le habían regalado unas navidades, puso Desafinado y siguió hurgando entre las pertenencias de su juventud: perchas cargadas de pantalones marca h.i.s. con doblez y cazadoras deportivas
Botany 500
, un trofeo de tenis del internado de las afueras de Richmond al que había ido antes de ingresar en Emory, una colección envuelta en papel de seda de gafas Hurricane de
Pat O'Brien
, de Nueva Orleans, pilas de Playboy y Rogue prolijamente ordenadas. Encontró una caja con cartas y fotos, la sacó y se sentó en la cama a repasar su contenido. Había fotos suyas de cuando era niño, instantáneas de chicas cuyos nombres no recordaba, un par de tiras de fotomatón en las que salía haciendo muecas exageradas… y una carpetita llena de fotos familiares, de sus padres y su hermana menor en un picnic, en la playa, alrededor del árbol navideño.
Siguiendo un impulso, pescó en su bolsillo, sacó un puñado de cambio, se dirigió al teléfono de pago del vestíbulo y pidió a información el número ya olvidado de sus padres en Orlando.
—¿Diga? —respondió su madre con el tono distraído que después iría aumentando con el paso de los años.
—¿Madre? —dijo él, tanteando el terreno.
—¡Jeff! —Por un instante, al apartarse del aparato, su voz sonó amortiguada—. Cariño, cógelo en la cocina. ¡Es Jeff! —Luego, recuperando su claridad—: Vamos a ver, ¿qué es eso de llamarme «madre»? ¿Es que te consideras demasiado mayor para llamarme «mamá»?
No había vuelto a llamarla así desde que tenía veintitantos.
—¿Cómo…? ¿Qué tal estáis? —preguntó.
—Ya sabes que desde que te fuiste ya no es lo mismo; pero nos mantenemos ocupados. La semana pasada fuimos a pescar cerca de Titusville. Tu padre cogió un pámpano de quince kilos. Ojalá pudiera mandarte un poco; está tiernísimo. Te hemos guardado un montón en el congelador, pero no sabrá como recién pescado.
Las palabras de su madre le trajeron un tropel de recuerdos, todos ellos levemente relacionados: los fines de semana estivales transcurridos en la barca de su tío en el Atlántico, el sol brillante en la pulida cubierta mientras una masa de negros cúmulos flotaba en el horizonte presagiando una tronada… los destartalados pueblecitos de Titusville y Cocoa Beach antes de la gran invasión de la NASA… el enorme congelador blanco en el garaje de su casa, lleno de chuletas y pescado, y sobre él, los estantes cargados de cajas con sus tebeos viejos y sus novelas de Heinlein…
—Jeff, ¿sigues ahí?
—Sí, sí…, perdona…, mamá. Es que se me fue el santo al cielo y ya no me acuerdo por qué te llamaba…
—Ya sabes que no tienes por qué tener un motivo para… Se oyó un clic en la línea, seguido de la voz de su padre:
—¡Vaya, hablando de Roma! Estábamos hablando de ti, ¿no es así, querida?
—Sí, es verdad —convino la madre de Jeff—. Hace apenas cinco minutos comentaba que hacía tiempo que no llamabas.
Jeff no tenía idea si con eso se estaría refiriendo a una semana o un mes, pero no quiso preguntar.
—Hola, papá —saludó rápidamente—. Me he enterado de que has pescado un pámpano de concurso.
—Tendrías que haberlo visto —le dijo su padre riéndose—. Bud no se comió un rosco en todo el día, y lo único que consiguió Janet fue una quemadura de sol. Todavía no ha terminado de pelarse…, ¡parece un camarón hervido!
Jeff recordó vagamente que aquéllos eran los nombres de una de las parejas amigas de sus padres, pero no lograba recordar sus caras. Se sorprendió al comprobar cuan vitales y llenos de energía parecían sus padres. Su padre había tenido un enfisema en 1982 y a partir de ahí prácticamente no volvió a salir de casa. Con dificultad lograba imaginárselo en alta mar, ganándole a un poderoso pez, con el Pall Mall en la comisura de la boca, empapado por la espuma. Jeff se quedó asombrado al caer en la cuenta de que sus padres tenían exactamente su misma edad, es decir, la edad que él tenía el día anterior a esa misma hora.
—El otro día me encontré con Barbara —le comentó su madre—. Le va bien en Rollins y me pidió que te comentara que Cappy logró solucionar aquel problema. Jeff recordó vagamente que Barbara era la chica con la que salía en el bachillerato, pero el nombre de Cappy no le sonaba de nada.
—Gracias —dijo Jeff—. Cuando vuelvas a ver a Barbara, dile que me alegro mucho.
—¿Sigues saliendo con esa tal Judy? —le preguntó su madre—. En la foto que nos mandaste está muy mona, no vemos la hora de conocerla. ¿Cómo está?
—Bien —contestó, evasivo, y deseó no haber hecho la llamada.
—¿Qué tal va el Chevy? —interrumpió su padre—. ¿Sigue quemando aceite como siempre?
Por el amor de Dios, hacía años que Jeff no pensaba en aquel viejo coche.
—El coche está bien, papá.
Se trataba de una conjetura. Ni siquiera sabía dónde estaba aparcado. Sus padres le habían regalado aquella vieja bestia humeante al terminar el bachillerato, y lo había utilizado hasta que se le paró de repente para no arrancar más cuando cursaba el último año en Emory.
—¿Qué tal las notas? ¿Y el trabajo ese del que tanto te quejabas? El de… ya sabes, ese que nos comentaste la semana pasada que te estaba costando tanto. ¿De qué era?
—¿La semana pasada? Ah, sí…, el de historia. Ya lo entregué. Todavía no me han dado la nota.
—No, no era de historia. Nos dijiste que era algo de literatura inglesa, ¿de qué se trataba?
De pronto se oyó la voz entusiasmada de una niña. Con un vuelco en el corazón, Jeff se dio cuenta de que era su hermana —una mujer que había pasado por dos divorcios, que tenía una hija a punto de empezar el bachillerato. Jeff se sintió conmovido al oír la exuberancia de sus nueve años. La voz de su hermana parecía la encarnación de la inocencia perdida, del tiempo que vuelve patéticamente sobre sus pasos. La conversación con sus padres se había vuelto bochornosa, incómodamente perturbadora. La interrumpió y prometió volver a llamar al cabo de unos días. Cuando colgó, tenía la frente empapada de un sudor frío y la garganta seca. Bajó la escalera hasta el vestíbulo principal, se compró una Coca-Cola con veinticinco centavos, y se la bebió en tres largos sorbos. En la sala de la televisión alguien estaba mirando la serie Sky King. Jeff metió la mano en el otro bolsillo y sacó un llavero. Una de las seis llaves era de su habitación, la había utilizado la noche anterior para volver a entrar; había otras tres que no reconocía, y dos más que a todas luces eran de General Motors, una del arranque del coche y otra del maletero.
Salió y el brillante sol de Georgia lo obligó a pestañear. En el campus había ambiente de fin de semana, una quietud holgazana característica que Jeff reconoció al instante. Sabía que en la zona del club de estudiantes habría grupos cautivos de aspirantes a convertirse en miembros a los que habrían puesto a limpiar las casas y a colgar adornos de cartón piedra para las fiestas del sábado noche; las chicas de Harris Hall y del nuevo dormitorio de mujeres que todavía carecía de nombre estarían paseándose en bermudas y sandalias, esperando que sus parejas pasaran a recogerlas para dar un paseo hasta Soap Creek o Stone Mountain. Desde la izquierda le llegaron a Jeff las cadencias cantadas de los ejercicios realizados, sin ironías ni protestas, por el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva de la Fuerza Aérea. En la hierba no había nadie jugando al Frisbee; en el aire no flotaba el olor de la marihuana. Los estudiantes de esta universidad no podían imaginar los cambios que estaba a punto de experimentar el mundo. Recorrió el aparcamiento que había delante de Longstreet Hall en busca de su Chevy azul y blanco, modelo '58. No lo veía por ninguna parte. Bajó andando por Pierce Drive, dio un amplio rodeo en Arkwright pasando por Dobbs Hall y subió por la parte de atrás del otro grupo de dormitorios de chicos; el coche tampoco estaba allí. Al dirigirse hacia Clifton Road, Jeff volvió a oír las órdenes vociferadas y las respuestas maquinales provenientes del campo donde estaban los del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva de la Fuerza Aérea. Aquel sonido activó algo en su mente; giró a la izquierda, cruzó un puentecito delante de la oficina de correos, y recorrió con dificultad un camino por el que dejaba atrás el club Phi Chi de estudiantes de medicina. El campus terminaba allí mismo; una manzana más allá encontró su coche. Como era estudiante del primer curso, no conseguiría un permiso de aparcamiento hasta el otoño siguiente; aquel primer año tenía que aparcar fuera de los límites del campus. Aun así, se encontró con una multa en el parabrisas. Tendría que haberlo cambiado de sitio esa misma mañana, según indicaba un cartel colocado encima de su cabeza. Se sentó al volante, y el contacto con su coche, el olor que había dentro, le evocaron una vertiginosa maraña de reacciones. Se había pasado cientos, tal vez miles de horas en aquel asiento destartalado, en autocines y autorrestaurantes con Judy, en viajes que hizo solo o en compañía de Martin u otros amigos; viajes a Chicago, a Florida, y una vez incluso hasta Ciudad de México. Traspasó la frontera de la adolescencia en ese coche, más que en la habitación de la universidad o en un apartamento o en una ciudad. En ese coche había hecho el amor, se había emborrachado, en él había asistido al prematuro entierro de su tío preferido, había utilizado su temperamental pero potente motor de ocho cilindros para expresar rabia, júbilo, aburrimiento, depresión, remordimiento. Nunca le había puesto nombre por considerar la idea demasiado infantil; pero en ese momento se dio cuenta de cuánto había significado para él aquel automóvil, y en qué forma se había compenetrado su identidad con la peculiar personalidad de aquel viejo Chevy. Jeff introdujo la llave en el arranque y, al ponerse en marcha, el motor petardeó una vez y luego se avivó con un rugido. Sacó el coche del lugar donde estaba aparcado, giró a la derecha por Clifton Road y pasó por delante de la mole a medio construir del Centro de Enfermedades Contagiosas. En los ochenta seguían llamándolo CEC. pero para entonces, las iniciales significaban Centros para el Control de Enfermedades, y la institución era conocida mundialmente por dedicarse a estudiar plagas que provocan el pánico, tales como la enfermedad del legionario y el sida. El futuro: plagas horrendas, la revolución de las costumbres sexuales permitiría alcanzar una serie de logros en los que posteriormente se daría marcha atrás, el triunfo y la tragedia en el espacio, las calles recorridas por punkies de mirada perdida, vestidos de cuero y cadenas y con los pelos pinchudos de color rosa subido, cantidad de chatarra espacial dando vueltas alrededor de la tierra contaminada, asfixiada… Santo cielo, pensó Jeff estremeciéndose, visto así, su mundo parecía una pesadilla de ciencia ficción. En muchas maneras, la realidad a la que se había acostumbrado tenía más en común con las películas del estilo de Blade Runner que con la ingenuidad soleada de principios de 1963.