Sharla volvió a mojar el fresón en la nata espesa, lo mantuvo suspendido encima de su boca abierta mientras lamía las gotitas blancas con la punta de la lengua. Su bata de seda se transparentaba bajo el sol matutino, y Jeff alcanzaba a ver cómo se le endurecían los pezones al rozar contra la fina tela.
Había alquilado el apartamento de dos habitaciones en el distrito de Neuilly de París para todo ese verano, y habían abandonado la ciudad sólo para ir de excursión a Versalles o Fontainebleau. Era el primer viaje de Sharla a Europa, y Jeff quería vivir París de un modo diferente, no como lo había hecho cuando lo visitara con Linda en el torbellino de aquel viaje organizado. Lo había logrado, sin duda; la deliciosa sensualidad de Sharla se fundía perfectamente con el aura romántica de la ciudad. Los días soleados se paseaban por las callejuelas y bulevares; comían en cualquier bistró o café que les llamara la atención, y cuando llovía, como ocurrió con frecuencia aquel verano, se arrebujaban en el cómodo apartamento donde pasaban largos y lánguidos días de lujuria, mientras tras las ventanas, el brumoso e irrazonable frescor de París servía de fondo perfecto a su pasión. Jeff envolvía sus miedos en el brillante pelo negro de Sharla, ocultaba su constante confusión entre los pliegues de aquel cuerpo flexible y perfumado. Lo miró desde su lado de la mesa con un brillo picaro en los ojos y se zampó el fresón de un mordisco carnal. Un hilillo de jugo rojo brillante le tino el labio inferior y ella se lo limpió despacio con un dedo fino rematado en una larga uña.
—Esta noche quiero ir a bailar —anunció Sharla—. Quiero estrenar el vestido negro, sin ropa interior, e ir a bailar contigo.
Jeff paseó la mirada por su cuerpo, perfilado por la bata de seda blanca.
—¿Sin nada debajo?
—A lo mejor me pongo medias —contestó ella en voz baja—. Y bailaremos como tú me enseñaste.
Jeff sonrió y le pasó ligeramente la punta de los dedos por el muslo desnudo que asomaba por la bata entreabierta. Una noche de hacía tres semanas habían ido a bailar a una de las nuevas discothéques inauguradas recientemente en París, y espontáneamente, Jeff se había puesto a bailar con Sharla con los movimientos sinuosos y libres que imperarían en la década siguiente. Ella había aprendido los pasos de inmediato y le había añadido algunas variantes eróticas de cosecha propia. Las otras parejas, que bailaban el twist o el watusi, se habían apartado una a una para observar la forma en que se movían Jeff y Sharla. Poco a poco, al principio tímidamente, pero luego con creciente entusiasmo, fueron imitando sus movimientos abiertamente sensuales. Jeff y Sharla iban casi cada noche al New Jimmy's o a Le Slow Club, y la chica había empezado a elegir los vestidos en función de que se deslizaran provocativamente por su cuerpo cuando bailaba. Jeff disfrutaba mirándola, le enloquecía comprobar que los demás bailarines imitaban los movimientos de Sharla y, cada vez más, sus ropas también. Le divertía pensar que, en una sola salida nocturna con Sharla, había podido cambiar inintencionadamente el curso de la historia del baile popular acelerando la revolución libidinosa en la moda femenina que marcaría la época de mediados y finales de los sesenta. Ella lo tomó de la mano y se la pasó entre los muslos por debajo de la bata. El croissant y el café con leche se enfriaron en la mesa; allí quedaron olvidados junto con los misterios del tiempo que tanto lo habían preocupado aquella primavera.
—Cuando volvamos a casa —le susurró ella—, me dejaré puestas las medias.
—¿Qué tal París? —le preguntó Frank.
—Muy bonito —le dijo Jeff, acomodándose en uno de los espaciosos sillones del Salón de Roble del Plaza—. Justo lo que me hacía falta. ¿Qué opinas de Columbia?
Su ex socio se encogió de hombros y llamó a un camarero.
—Pues es tal como me lo imaginé, un agobio. ¿Sigues bebiendo Jack Daniel's?
—Cuando lo consigo. Los franceses no se han enterado de que existe el whisky de malta.
Frank pidió el bourbon y otro Glenlivet para él. Por la puerta abierta del bar entraba música de violín del Salón de las Palmeras, situado al otro lado del vestíbulo del elegante y antiguo hotel neoyorquino. Por encima de ese fondo sereno, de vez en cuando se oía el tintineo ocasional de las copas y el murmullo apagado de conversaciones, las palabras amortiguadas por las pesadas cortinas de la sala y el cuero de los sillones.
—No es el tipo de local que esperaba frecuentar en mi primer año en la facultad de derecho —comentó Frank con una sonrisa.
—Un escalón más arriba que Moe's and Joe's —convino Jeff.
—¿Está Sharla contigo?
—Esta noche va a ver Beyond the Fringe. Le dije que íbamos a hablar de negocios.
—Os lleváis bien, supongo.
—Es fácil estar con ella. Es divertida.
Frank asintió, agitó la copa que el camarero le había colocado delante.
—Supongo entonces que no has vuelto a ver a esa chica de Emory de la que me habías hablado.
—¿Te refieres a Judy? No, aquello se acabó incluso antes de que tú y yo nos fuéramos a Las Vegas. Es una buena chica, muy dulce, pero ingenua. Muy joven.
—Tiene tu misma edad, ¿no? —Jeff lo miró fijamente.
—¿Qué pasa, Frank? ¿Otra vez jugando al hermanito mayor? ¿Tratas de decirme que no estoy a la altura de Sharla o qué?
—No, no, es que… No dejas de asombrarme, es todo. La primera vez que te vi, me pareciste un niñato que tenía mucho que aprender sobre carreras de caballos, entre otras cosas; pero me has demostrado todo lo contrario. No sé, caray, mira que ganar todo ese dinero, pasearte en ese Avanti y marcharte a Europa con una mujer como Sharla… A veces pareces mucho mayor de lo que realmente eres.
—Creo que ha llegado el momento de cambiar de tema —le dijo Jeff bruscamente.
—Oye, no quería ofender a nadie. Sharla es todo un descubrimiento, te envidio. Pero tengo la impresión de que…, no sé, de que has crecido más deprisa que ninguna de las personas que conozco. Y que conste que no estoy haciendo un juicio de valores. Joder, supongo que podrías tomarlo como un cumplido. Pero me parece extraño, es todo. Jeff se esforzó por eliminar la tensión de sus hombros, se reclinó en el sillón con su copa.
—Supongo que siento una gran sed por la vida —dijo—, quiero hacer muchas cosas y deprisa.
—Te diré que les has sacado un montón de ventaja a todos los pelotillas del mundo. Más poder de tu parte. Espero que todo salga como hasta ahora.
—Gracias. Brindo por eso.
Levantaron las copas, y acordaron tácitamente olvidarse del momento tenso por el que acababan de pasar.
—Me acabas de comentar que le dijiste a Sharla que íbamos a hablar de negocios —le dijo Frank.
—Efectivamente. —Frank tomó un sorbo de su escocés.
—¿Y hablaremos de negocios?
—Depende —repuso Jeff encogiéndose de hombros.
—¿De qué?
—De si estás interesado en lo que tengo que sugerir.
—¿Después de lo que hiciste este verano, piensas que no voy a escuchar cualquiera de las ideas alocadas que se te puedan haber ocurrido?
—Ésta te parecerá más alocada de lo que imaginas.
—Ponme a prueba.
—La Liga de Béisbol. Empezará dentro de dos semanas. —Frank enarcó una ceja.
—Conociéndote, lo más probable es que apuestes por los Dodgers. —Jeff hizo una pausa y luego contestó:
—Efectivamente.
—Vamos, vamos, un poco de seriedad. Reconozco que hiciste un trabajo estupendo al ganar el derby y la carrera de Belmont, pero no fastidies. ¿Con Mantle y Maris de vuelta en el equipo y siendo los dos primeros partidos aquí en Nueva York? Ni pensarlo, hombre. Ni pensarlo. Jeff se inclinó hacia adelante y con tono suave pero insistente, le dijo:
—Van a ganar. Por goleada. Los Dodgers ganarán los cuatro partidos. Frank frunció el ceño y lo miró con cara rara.
—Estás rematadamente loco.
—No. Ocurrirá tal como te lo digo. Uno, dos, tres, cuatro. Nos forraríamos para el resto de nuestras vidas.
—Tendremos que volver a tomar copas a Moe's and Joe's, querrás decir. —Jeff apuró el resto de su copa, se reclinó en su asiento y meneó la cabeza. Frank siguió mirándolo fijamente, como si se encontrara ante el origen de la locura de Jeff.
—Una apuesta pequeña, tal vez —admitió Frank—. Un par de miles de dólares, como mucho cinco mil, si te empeñas en seguir tu corazonada.
—Todo —le dijo Jeff. Frank encendió un Tareyton sin dejar de mirar a Jeff a la cara.
—¿Qué carajo te pasa? ¿Te empeñas en perder, o qué? Sabes bien que la suerte tiene un límite.
—Frank, no me equivoco en esto. Voy a apostar todo lo que me queda, y te ofrezco el mismo trato que la otra vez, te doy mi dinero, tú haces las apuestas y setenta por ciento para mí y treinta para ti. No arriesgues nada si no quieres.
—¿Te das cuenta del tipo de apuesta que estarías haciendo?
—La verdad, no. ¿Y tú?
—Así, de repente, no sabría decírtelo, pero… lo primero que se me ocurre es que se trata de una apuesta de idiotas, porque lógicamente un idiota la haría.
—¿Por qué no haces una llamada y averiguas dónde estamos parados?
—Puede que la haga, por pura curiosidad.
—Adelante. Te espero aquí y entretanto pediré otra copa. Acuérdate de una cosa, no sólo van a ganar, los Dodgers van a arrasar.
Frank tardó menos de diez minutos en regresar a la mesa.
—Mi corredor de apuestas se me rió en la cara —le informó, después de sentarse y coger la nueva copa de escocés—. Se me rió en la cara, tal como te lo cuento.
—¿Cómo están las apuestas? —preguntó Jeff tranquilamente. Frank se bebió la mitad de la copa.
—Cien contra uno.
—¿Apostarás el dinero por mí?
—Seguirás adelante, ¿verdad? No se trata de ninguna broma.
—Hablo muy en serio —repuso Jeff.
—¿Qué es lo que te permite estar tan jodidamente seguro en estas cosas? ¿Qué es lo que sabes que el resto del mundo ignora? —Jeff parpadeó y trató de que no le temblara la voz.
—No puedo decírtelo. Lo único que sé es que es algo más que una corazonada. Es una certeza.
—Me huele a…
—Te juro que no se trata de nada ilegal. Ya sabes que hoy en día no se puede amañar la Liga de Béisbol, y si se pudiera, ¿cómo diablos iba yo a saber nada?
—Hablas como si supieras un montón.
—Sólo sé una cosa, que no podemos perder esta apuesta. No podemos perderla de ninguna manera. Frank lo miró fijamente, se bebió el resto del escocés e hizo una seña pidiendo otro.
—Bueno, qué mierda —masculló—. En abril, antes de conocerte, pensaba que este año iba a vivir de una beca.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que supongo que te secundaré en este estúpido plan. No me preguntes por qué; seguramente me volaré la tapa de los sesos después del primer partido. Pero hay un detalle.
—Habla.
—Déjate de jodiendas, nada de setenta y treinta. Los dos nos estamos arriesgando, pon lo que nos haya quedado de Las Vegas, incluido lo que gané en las mesas de juego, y lo que saquemos lo repartirnos a partes iguales. ¿Trato hecho?
—Trato hecho, socio.
Aquel mes de octubre fue de Koufax y Drysdale.
Jeff llevó a Sharla al estadio de los Yankees a ver los primeros dos partidos de la Liga, pero Frank no fue capaz de verlos siquiera por televisión. Los Dodgers ganaron el primer partido de la Liga por 5 a 2, con Koufax de lanzador. Al día siguiente, Johnny Podres ocupó la plataforma, y con la ayuda del genial lanzador suplente Ron Perranoski, aguantó a los Yankees una carrera, mientras los Dodgers acertaban cuatro de diez bateadas. El tercer partido, jugado en Los Ángeles, fue un clásico de Drysdale, ganaron uno a cero, y en él el «gran Don» aplastó a los Yankees en cada uno de sus intentos. En seis de sus nueve turnos, Drysdale se enfrentó sólo a los tres bateadores mínimos. El partido número cuatro fue difícil; hasta Jeff, que lo vio en color en el Fierre de Nueva York, empezó a sudar. Whitey Ford, el lanzador de los Yankees, volvía a enfrentarse a Koufax, y los dos querían sangre. Tanto Mickey Mantle como Frank Howard de Los Ángeles lograron una carrera completa, dejando el marcador empatado en 1 a 1 al final de la séptima. Fue entonces cuando Joe Pepitone cometió un error en un lanzamiento de Clete Boyer, tercer base de los Yankees. y Jim Gilliam de los Dodgers entró en la tercera. Le tocó entonces el turno a Willie Davis. y Gilliam ganó la carrera decisiva cuando Davis salió disparado hacia el jardín central.
Los Dodgers habían ganado por goleada a los Yankees la Liga de Béisbol; era la primera vez que le ocurría al equipo de Nueva York desde que los Giants lograran idéntica hazaña en 1922. Fue uno de los resultados más sonados e inesperados de la historia del béisbol, acontecimiento del que Jeff no habría podido olvidarse, como no habría podido olvidar su propio nombre.
Ante la insistencia de Jeff, Frank había repartido la apuesta de 122.000 dólares entre veintitrés corredores diferentes, en seis ciudades y once casinos de Las Vegas, Reno y San Juan.
En total ganaron más de doce millones de dólares.
Se habían acabado las apuestas; los dos lo sabían. Había corrido la voz sobre las hazañas de Jeff y Frank y en el país no quedaba un solo corredor de apuestas ni un solo casino dispuestos a aceptar apuestas considerables de ninguno de los dos. Pero evidentemente existía otro tipo de apuestas, con nombres más distinguidos.
—…El departamento contable está en esa oficina de allí y los documentos legales por aquí, al otro lado del vestíbulo. Y ahora sígueme…
Era evidente que a Frank le complacía enormemente mostrarle a Jeff la suite de oficinas a medio amueblar, situada en el piso cincuenta del edificio Seagram. Él mismo había elegido el lugar, con la aprobación de Jeff, y se había encargado de los detalles de organizar lo que había de hacerse, desde la constitución de la sociedad «Future, Inc.» hasta la contratación de secretarias y contables.
Frank había dejado sus estudios de derecho y ambos habían acordado tácitamente que se encargaría de supervisar las operaciones diarias de la compañía mientras Jeff se ocuparía de las decisiones importantes sobre inversiones y la gestión general de la sociedad. Frank dejó de cuestionar la validez de las recomendaciones de Jeff, pero desde el golpe de la Liga de Béisbol entre los dos socios había surgido una especie de extraño cansancio. Rara vez coincidían en reuniones sociales, pero Jeff sabía que Frank bebía más que nunca. Su curiosidad de antaño había dado paso a un temor aparentemente creciente por lo que Jeff sabía y cómo lo sabía. No volvieron a tocar el tema.