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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (32 page)

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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—Eh, chicos, que no soy una marciana, soy humana y os estoy escuchando perfectamente —dije, agujereándolos con la mirada. Una levísima sombra de vergüenza cubrió sus rostros justo antes de que Portia Bellefleur saliera de su coche y emprendiera la carrera hacia su hermano.

—¿Qué le habéis hecho a Andy? —inquirió con voz áspera—. Malditos vampiros —aflojó el cuello de la camisa de Andy en busca de marcas de mordedura.

—Le han salvado la vida —le dije.

Eric se quedó mirando a Portia durante un buen rato, evaluándola, y, acto seguido, se puso a registrar los coches de los participantes de la orgía. Desvié la mirada mientras se dedicaba a coger las llaves de cada uno.

Bill se acercó a Andy.

—Despierta —le dijo con una voz muy suave, tanto que apenas era audible a unos metros.

Andy parpadeó. Se me quedó mirando, confuso por no tenerme aún apresada, supongo. Vio a Bill tan cerca que se sobresaltó, esperando una represalia. Su mente registró que Portia estaba junto a él. Finalmente, su mirada rebasó a Bill y se centró en la cabaña.

—Está ardiendo —observó con lentitud.

—Sí —dijo Bill—. Todos están muertos, salvo los dos que están de regreso a la ciudad; no sabían nada.

—Entonces... ¿Estos son los que mataron a Lafayette?

—Sí —dije—. Mike y los Hardaway, y puede que Jan supiese algo.

—Pero no tengo ninguna prueba.

—Oh, ya lo creo que la tienes —intervino Eric. Estaba mirando en el maletero del Lincoln de Mike Spencer.

Todos fuimos al coche para mirar. La capacidad de visión superior de la que gozaban Bill y Eric les ayudó a detectar con facilidad las manchas de sangre que había en el maletero, además de prendas manchadas de sangre y una billetera abierta. Eric se agachó y la abrió con un gesto.

—¿Puedes leer de quién es? —preguntó Andy.

—Lafayette Reynold —contestó Eric.

—Entonces, si dejamos los coches tal cual y nos vamos, la policía encontrará esto en el maletero y se habrá acabado. Quedaré libre de sospecha.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Portia, lanzando un sollozo de alivio. Su claro rostro y la densa mata de pelo castaño brillaron bajo un destello de la luna, cuya luz se filtraba entre los árboles—. Oh, Andy, vámonos a casa.

—Portia —dijo Bill—, mírame.

Alzó la mirada y luego la apartó.

—Lamento haberte utilizado así —dijo escuetamente. Le avergonzaba disculparse ante un vampiro, saltaba a la vista—. Sólo quería que uno de los participantes de esta orgía me invitase y así poder descubrir lo que estaba pasando.

—Sookie lo hizo por ti —dijo Bill con tranquilidad.

Portia me enfiló con su mirada.

—Espero que no haya sido demasiado terrible, Sookie —le escuché decir, para mi sorpresa.

—Sí que ha sido horrible —repliqué. Portia se encogió—. Pero ya se ha acabado.

—Gracias por ayudar a Andy —dijo Portia, haciendo acopio de valentía.

—No estaba ayudando a Andy, sino a Lafayette —le espeté.

Lanzó un largo suspiro.

—Por supuesto —dijo, conservando algo de dignidad—. Era tu compañero.

—Era mi amigo —le corregí.

Su espalda se puso tiesa.

—Tu amigo —dijo.

El fuego ya se estaba haciendo con la cabaña. Pronto aquello estaría lleno de policías y bomberos. Si había un momento para marcharse, era ése.

Me di cuenta de que ni Bill ni Eric se ofrecieron a borrarle los recuerdos a Andy.

—Será mejor que te largues de aquí—le dije—. Vuelve a casa con Portia y hazle jurar a tu abuela que estuviste allí toda la noche.

Sin decir palabra, ambos hermanos se montaron en el Audi de Portia y se marcharon. Eric hizo lo propio con su Corvette, poniendo rumbo a Shreveport, y Bill y yo nos adentramos en el bosque para llegar al coche de Bill, que estaba escondido entre los árboles al otro lado de la carretera. Me llevó en brazos, como le gustaba hacer. He de admitir que yo también lo disfrutaba en ocasiones. Y ésa fue una de ellas.

No faltaba mucho para el amanecer. Una de las noches más largas de mi vida estaba a punto de terminar. Me recosté en el sillón del coche, cansada más allá de lo imaginable.

—¿Adonde ha ido Callisto? —le pregunté a Bill.

—Ni idea. Va de un sitio a otro. No sobrevivieron muchas ménades a la pérdida de su dios, y las que lo hicieron han encontrado bosques y vagan por ellos. Suelen marcharse antes de que se descubra su presencia. Son muy hábiles. Adoran la guerra y su locura. Nunca estarán muy lejos de un campo de batalla. Creo que todas se irían a Oriente Medio si hubiera más bosques por allí.

—¿Y Callisto estaba aquí porque...?

—Sólo estaba de paso. Puede que se quedara dos meses. Ahora seguirá su camino... ¿Quién sabe adonde? A los Everglades, o quizá río arriba hacia los Ozarks.

—No entiendo por qué Sam, eh..., salía con ella.

—¿Así lo llamas? ¿Eso hacemos nosotros, salir?

Le di unos golpecitos en el brazo, que era como hincar los dedos en madera.

—No te pases —le dije.

—Quizá sólo quería explorar su lado salvaje —dijo Bill—. Después de todo, a Sam no le resulta fácil encontrar a alguien que acepte su auténtica naturaleza —hizo una llamativa pausa.

—Bueno, eso puede ser complicado —dije. Recordé cuando Bill volvió a la mansión de Dallas, todo sonrosado, y tragué saliva—. Pero es difícil separar a quien está enamorado —pensé en cómo me sentí cuando me dijeron que habían visto a Bill y a Portia juntos, y en cómo reaccioné cuando los vi en el partido de fútbol. Estiré la mano para posarla sobre su muslo y le propiné un apretón cariñoso.

Sonrió sin perder de vista la carretera. Los colmillos se le extendieron levemente.

—¿Lo arreglaste todo con los cambiantes de Dallas? —pregunté al cabo de un momento.

—Lo arreglé en una hora, o, más bien, Stan lo hizo. Les ofreció su rancho para las noches de luna llena durante los próximos cuatro meses.

—Ha sido muy amable por su parte.

—Bueno, lo cierto es que no le cuesta nada. No caza, y, como dice, hay que controlar la población de ciervos de todos modos.

—Oh —asentí, y, al cabo de un segundo, añadí—: Ohhhh.

—Cazan.

—Vale, lo pillo.

Cuando llegamos a mi casa, ya no quedaba casi tiempo para que amaneciese. Pensé que Eric apenas tendría tiempo para llegar a Shreveport. Mientras Bill se duchaba, comí un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, pues hacía más horas de las que era capaz de contar que no había tomado nada. A continuación me cepillé los dientes.

Por lo menos no tenía que marcharse a toda prisa. Bill había pasado varias noches del mes anterior preparándose un cobijo en mi casa. Había cortado la base del armario de mi antigua habitación, la que había usado durante años, hasta que murió mi abuela y me trasladé a la suya. Había convertido toda la base del armario en una trampilla, de forma que podía abrirla, meterse dentro y cerrarla sin que nadie se imaginara que había algo ahí, salvo yo. Si seguía despierta cuando se metía en su refugio, solía colocar una maleta y unos zapatos en la base para que pareciera más natural. Bill tenía una caja en el hueco donde dormir, pues ahí abajo todo estaba muy sucio. No lo usaba muy a menudo, pero había demostrado ser útil de vez en cuando.

—Sookie —llamó Bill desde mi cuarto de baño—. Ven, tengo tiempo de pasarte la esponja.

—Pero si lo haces, me costará lo mío dormirme.

—¿Por qué?

—Porque acabaré frustrada.

—¿Frustrada?

—Porque estaré limpia pero... insatisfecha.

—Amanecerá en breve —admitió Bill, asomando la cabeza por la cortina de la ducha—. Pero podremos recuperar el tiempo perdido mañana por la noche.

—Si Eric no nos manda a otra parte —dije entre dientes, cuando volvió a meter la cabeza debajo del agua. Como de costumbre, estaba usando gran parte de la reserva del calentador. Me deshice de los malditos shorts y decidí que al día siguiente los tiraría. Me saqué la camiseta por la cabeza y me estiré en la cama, a la espera de Bill. Al menos mi nuevo sujetador seguía intacto. Me recosté de lado y cerré los ojos ante la luz que se escapaba por la puerta medio cerrada del cuarto de baño.

—¿Cielo?

—¿Estás fuera de la ducha? —pregunté, somnolienta.

—Sí, hace doce horas.

—¿Qué? —abrí los ojos de golpe. Miré a las ventanas. No había anochecido del todo, pero estaba oscuro.

—Te quedaste dormida.

Estaba tapada con una manta, y seguía vistiendo el conjunto de sujetador y braguitas azul acero. Me sentía como un pan enmohecido. Miré a Bill. Estaba completamente desnudo.

—Dame un minuto —dije, antes de hacer una visita al cuarto de baño. Cuando volví, Bill me estaba esperando tumbado en la cama, apoyado sobre un codo.

—¿Has visto lo que me has regalado? —me di la vuelta para que tuviese una completa panorámica de su generosidad.

—Es maravilloso, pero puede que lleves demasiada ropa para la ocasión.

—¿Y qué ocasión sería ésa?

—El mejor polvo de tu vida.

Sentí un escalofrío de lujuria recorriéndome las partes bajas, pero mantuve la expresión impasible.

—¿Estás seguro de que será el mejor?

—Oh, sí —dijo con una voz que se tornaba tan suave y fría como el agua corriente sobre las piedras—. Lo estoy, y tú también puedes estarlo.

—Demuéstralo —le pedí con una sonrisa casi imperceptible.

Sus ojos se ocultaban en las sombras, pero pude ver la curvatura de sus labios al devolverme la sonrisa.

—Con mucho gusto —dijo.

Un rato más tarde estaba tratando de recuperar fuerzas, y él estaba tumbado sobre mí, con un brazo cruzado sobre mi estómago y una pierna sobre la mía. Me dolía tanto la boca que apenas podía fruncir los labios para besarle el hombro. La lengua de Bill lamía amablemente las diminutas marcas de pinchazos de mi hombro.

—¿Sabes lo que tenemos que hacer? —dije, sintiéndome demasiado vaga como para moverme.

—¿Hum?

—Tenemos que leer el periódico.

Al cabo de una larga pausa, Bill se desenroscó de mí y se dirigió a la puerta principal. Mi repartidora se molesta en acercarse a mi casa y lanzar el periódico al porche porque le pago una buena propina por ello.

—Mira —dijo Bill, y abrí los ojos. Llevaba un plato envuelto en papel de aluminio. Tenía el periódico bajo la axila.

Rodé fuera de la cama y fui automáticamente a la cocina. Me puse la bata rosa mientras seguía a Bill. El no se había vestido, y no pude por menos que admirar su figura.

—Hay un mensaje en el contestador —dije, mientras servía algo de café. Una vez hecho lo más importante, quité el papel de aluminio y vi una tarta de dos pisos recubierta de chocolate y adornada con nueces que formaban una estrella en la superficie.

—Es la tarta de chocolate de la anciana señora Bellefleur —dije con voz sobrecogida.

—¿Lo sabes con tan sólo mirarla?

—Oh, es una tarta famosa. Es una leyenda. No hay nada mejor que la tarta de la señora Bellefleur. Si participase en la feria del condado, el trofeo ya tendría ganadora de antemano. Y siempre lleva tarta cuando muere alguien. Jason dice que merece la pena que alguien se muera con tal de probar la tarta de la señora Bellefleur.

—Qué bien huele —dijo Bill, lo cual me sorprendió. Se inclinó y husmeó. Bill no respira, así que no sé muy bien cómo es capaz de oler, pero lo hace—. Si te pudieras poner este olor como perfume, te comería entera.

—Ya lo has hecho.

—Repetiría.

—No creo que pudiera soportarlo —me puse una taza de café. Contemplé la tarta, rebosante de asombro—. Ni siquiera era consciente de que supiera donde vivo.

Bill pulsó el botón de los mensajes del contestador.

—Señorita Stackhouse —dijo la anciana voz de una aristócrata del sur—, llamé a su puerta, pero debía de estar ocupada. Le he dejado una tarta de chocolate, pues no sé qué otra cosa ofrecerle en muestra de agradecimiento por lo que Portia me ha dicho que ha hecho por mi nieto Andrew. Algunas personas han tenido la amabilidad de decirme que la tarta está rica. Espero que la disfrute. Si alguna vez pudiera serle de ayuda en algo, no dude en llamarme.

—No ha dicho su nombre.

—Carolina Holliday Bellefleur espera que todo el mundo la reconozca.

—¿Quién?

Miré a Bill, que estaba de pie junto a la ventana. Yo estaba sentada a la mesa de la cocina, bebiendo el café de una de las tazas con motivos florales de mi abuela.

—Carolina Holliday Bellefleur.

Bill no pudo palidecer más, pero sin duda estaba atónito. Se sentó abruptamente en la silla que había frente a mí.

—Hazme un favor, Sookie.

—Claro, cielo. ¿El qué?

—Ve a mi casa y recoge la Biblia que hay en la estantería del pasillo, la que tiene las puertas de cristal.

Parecía tan turbado que cogí las llaves y me monté en el coche con la bata puesta, confiando en no encontrarme con nadie por el camino. No viven muchas personas en la carretera que da a nuestro distrito, y nadie estaba fuera de su casa a las cuatro de la mañana.

Entré en casa de Bill y encontré la Biblia justo donde había dicho que estaría. La saqué de su funda con mucho cuidado. Era muy antigua. Estaba tan nerviosa de vuelta a casa que casi tropecé subiendo las escaleras. Bill seguía sentado donde lo había dejado. Cuando le puse la Biblia delante, la contempló durante un interminable minuto. Me pregunté si podría tocarla. Pero no pidió ayuda, así que me limité a esperar. Extendió la mano y los dedos pálidos acariciaron la desgastada tapa de cuero. El libro era enorme, y las letras doradas de la portada estaban muy adornadas.

Bill abrió el libro con delicadeza y pasó una página. Estaba mirando una página familiar, con anotaciones a tinta casi desvanecidas y letras muy variadas.

—Yo hice éstas —dijo en un susurro—. Éstas de aquí —señaló unas cuantas líneas manuscritas.

Tenía el corazón en la garganta cuando rodeé la mesa para mirar por encima de su hombro. Posé la mano en él para que no perdiera la noción del aquí y del ahora.

Apenas era capaz de descifrar la anotación.

William Thomas
Compton,
había escrito su madre, o puede que su padre.
Nacido el
9
de abril de
1840.
Otra mano había escrito:
Muerto el
25
de noviembre de
1868.

—Tienes un cumpleaños —dije de entre todas las cosas estúpidas posibles. Jamás imaginé que Bill pudiera tener un cumpleaños.

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