Hizo una pausa, y su mirada se desplazó de uno a otro. Solitaire contemplaba a Bond con los ojos muy abiertos, y éste dedicaba todos sus esfuerzos a pensar, con la expresión ausente y la mente penetrando en el futuro. Sintió que debía decir algo.
—Es usted un hombre grande —declaró—, y algún día tendrá una muerte grande y horrible. Si nos mata, esa muerte llegará muy pronto. Lo he dispuesto todo para que así sea. Está volviéndose loco con mucha rapidez, y verá lo que nuestro asesinato le echa encima.
Incluso mientras hablaba, la mente de Bond trabajaba a toda velocidad, contando las horas y los minutos, sabiendo que la muerte del propio Big se acercaba, con el ácido del detonador, a caballo del minutero del reloj hacia la hora de su encuentro personal definitivo. Pero ¿estarían él y Solitaire muertos antes de que llegara esa hora? La diferencia no sería mayor de unos pocos minutos, tal vez segundos. El sudor le goteaba desde el rostro sobre el pecho. Dedicó una sonrisa a Solitaire. Ella lo miró con ojos opacos, sin verlo.
De repente profirió un grito agónico que hizo que los nervios de Bond se contrajeran.
—¡No lo sé! —gritó—. No puedo ver. Está tan cerca, tan al lado… Hay mucha muerte, pero…
—¡Solitaire! —gritó Bond, aterrorizado ante la posibilidad de que cualesquiera fuesen las cosas extrañas que ella veía en el futuro, pusieran sobre aviso a Big—. Recobra la serenidad.
En su voz había un duro tono de enfado.
Los ojos de la muchacha se aclararon, y ella miró a Bond con expresión atontada, sin comprender qué sucedía.
—Yo no estoy volviéndome loco, señor Bond —prosiguió el
Big Man
con voz serena—, y nada que usted haya dispuesto me afectará. Morirán ustedes más allá del arrecife y nadie hallará pruebas. Remolcaré los restos de sus cuerpos hasta que no quede nada. Eso forma parte de la perfección de mis intenciones. Puede que también sepa que los tiburones y las barracudas desempeñan un papel en el vudú. Tendrán su sacrificio y el barón Samedi será apaciguado. Eso satisfará a mis seguidores. También deseo continuar mis experimentos con peces carnívoros. Creo que sólo atacan cuando hay sangre en el agua. Así pues, los cuerpos de ustedes serán remolcados desde el islote mismo. El paraván los arrastrará por encima del arrecife. Creo que en la parte interior del mismo no sufrirán daño alguno. La sangre y los despojos que cada noche son arrojados en estas aguas habrán desaparecido, dispersados o devorados. Pero cuando sus cuerpos hayan sido arrastrados por encima del arrecife, me temo que comenzarán a sangrar, quedarán muy lastimados. Y entonces veremos si mi teoría es correcta.
Big pasó una mano por detrás de su cuerpo y tiró de la puerta para abrirla.
—Ahora los dejaré —concluyó— para que reflexionen sobre las excelencias del método que he inventado para su muerte común. De este modo se logran varias cosas: dos muertes necesarias; no queda prueba alguna de lo sucedido; la superstición es satisfecha; mis seguidores se sienten complacidos, y los cuerpos son utilizados en bien de la investigación científica. A eso me refiero, señor Bond, cuando hablo de una infinita capacidad para emplear el esmero artístico.
Se detuvo en la entrada y los miró a ambos.
—Muy buenas noches a los dos, aunque ésta será corta.
Aún no era de día cuando los guardianes llegaron a buscarlos. Cortaron las cuerdas que les ataban los tobillos y, con los brazos aún ligados a la espalda, hicieron que ascendieran por el resto de la escalera hasta la superficie.
Se detuvieron entre los árboles dispersos, y Bond aspiró el fresco aire de la mañana. Miró por entre los árboles hacia el este y vio que allí las estrellas estaban más pálidas y el horizonte luminoso con el romper del alba. El canto nocturno de los grillos había casi cesado, y en alguna parte del islote un sinsonte balbuceó sus primeras notas.
Calculó que eran alrededor de las cinco y media.
Permanecieron allí de pie varios minutos. Algunos negros pasaban junto a ellos con bultos y macutos de jipijapa, charlando entre ellos con alegres susurros. Las puertas del grupo de chozas con techo de palma habían quedado abiertas y oscilaban. Los negros avanzaban hasta el borde del acantilado situado a la derecha de donde se encontraban Bond y Solitaire y desaparecían por él. No regresaban. Se trataba de una evacúación. La totalidad de la guarnición del islote levantaba campamento.
Bond frotó a la muchacha con su hombro sano desnudo y ella se apretó contra él. En comparación con el aire viciado del encierro, allí hacía frío y él se estremeció. Pero era mejor estar en movimiento, en lugar de que se prolongara el suspenso abajo.
Ambos sabían lo que se debía hacer, cuál era la naturaleza de la apuesta.
Cuando Big los dejó a solas, Bond no perdió un instante. Entre susurros, habló a Solitaire de la mina magnética que estaba adherida a un flanco del barco, lista para explotar pocos minutos después de las seis, y le explicó los factores que determinarían quién iba a morir esa mañana.
En primer lugar contaba con la manía de Big por la exactitud y la eficiencia. El
Secatur
debería zarpar a las seis en punto. Además, no debía haber ni una sola nube, o la visibilidad en el alba no sería suficiente para que el barco atravesara el arrecife, y Big pospondría la salida. Si Bond y Solitaire se encontraban en el embarcadero junto al yate, morirían con su enemigo.
Suponiendo que el yate zarpara a la hora en punto, ¿a qué distancia, por detrás y a un lado, serían remolcados los cuerpos de ellos? Tendrían que situarlos a babor
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para que el paraván no topara con el islote. Bond calculaba que el cable que uniría al paraván con el barco tendría unos cincuenta metros de largo, y que a ellos los remolcarían a unos veinte o treinta metros por detrás del paraván.
Si estaba en lo cierto, serían arrastrados por encima del arrecife unos cincuenta metros después de que el
Secatur
hubiese salido del canal. Era probable que se aproximara a la salida a unos tres nudos de velocidad, para luego acelerar hasta diez, o incluso veinte. Al principio, sus cuerpos serían alejados del islote en un arco lento, describiendo giros y meandros en el extremo de la cuerda. Después el paraván se enderezaría y, cuando el barco hubiese pasado por encima del arrecife, ellos aún estarían acercándose a él. Luego el paraván cruzaría el arrecife cuando el barco se hallara a unos cuarenta metros más alejado, y ellos lo seguirían.
Bond se estremeció al pensar en el destrozo de que serían objeto sus cuerpos si eran arrastrados a cualquier velocidad sobre los diez metros de rocas y árboles de coral, afilados como navajas de afeitar. Les rajarían la espalda y las piernas.
Una vez al otro lado del arrecife, serían un enorme cebo sangrante, y sólo pasarían escasos minutos antes de que el primer tiburón o la primera barracuda los atacara.
Entretanto, Big iría sentado cómodamente en la cámara de popa, contemplando el sangriento espectáculo, tal vez con unos prismáticos, y contaría los minutos y segundos a medida que los cuerpos fueran haciéndose más y más pequeños hasta que, por último, los peces lanzaran dentelladas a la cuerda manchada de sangre.
Hasta que no quedara nada de ellos.
A continuación izarían el paraván a bordo y el yate seguiría navegando con elegancia hacia los cayos de Florida, Cabo Sable y el embarcadero bañado por el sol del puerto de St. Petersburg.
Y si la mina explotaba mientras aún se encontraban en el agua, a tan sólo cincuenta metros del barco, ¿cuál sería el efecto de la onda expansiva sobre sus cuerpos? Tal vez no fuese mortal. El casco del barco absorbería la mayor parte de la misma. Quizá el arrecife los protegiera.
Bond sólo podía hacer conjeturas y abrigar esperanzas.
Por encima de todo, debían permanecer con vida hasta el último segundo posible. Tenían que continuar respirando mientras eran arrastrados, como un paquete vivo, por el mar. Mucho dependía de la forma en que los ataran juntos. Big querría conservarlos con vida. No le interesaría un cebo muerto.
Si aún seguían vivos cuando la primera aleta de tiburón apareciera en la superficie detrás de su estela, Bond decidió fríamente que ahogaría a Solitaire. Lo haría poniendo su cuerpo sobre el de ella para mantenerle la cabeza bajo el agua. Luego intentaría ahogarse él mismo situando el cadáver de la muchacha sobre su cuerpo para quedar bajo la superficie.
Una pesadilla surgía con cada giro de sus pensamientos, un horror nauseabundo ante cada espantoso aspecto de la monstruosa tortura y muerte que aquel hombre había inventado para ellos. Pero Bond sabía que debía mantenerse frío y absolutamente decidido para luchar por la vida de ambos hasta el final. Al menos lo reconfortaba saber que Big y la mayoría de sus hombres morirían también. Y abrigaba una chispa de esperanza de que él y Solitaire pudieran sobrevivir. A menos que la mina fallara, para el enemigo no existía esperanza semejante.
Todo eso, y un centenar de otros detalles y planes más, pasó por la mente de Bond durante la última hora transcurrida antes de que los hicieran ascender por la escalera hasta la superficie. Compartió con Solitaire todas sus esperanzas, pero ninguno de sus temores.
Solitaire había permanecido tendida frente a Bond, con los cansados ojos azules fijos en él, obediente, confiada, deleitándose, dócil y amorosa, con su rostro, tan masculino, y con sus palabras.
—No te preocupes por mí, cariño —le había dicho cuando los hombres bajaron a buscarlos—. Estoy muy feliz por encontrarme contigo otra vez. Mi corazón se siente colmado. Por algún motivo que ignoro, no tengo miedo, a pesar de que hay mucha muerte muy cerca de nosotros. ¿Me amas un poco?
—Sí—respondió Bond—. Y disfrutaremos de nuestro amor.
—Arriba —les había ordenado uno de los negros.
Y ahora, ya en la superficie, la luz iba en aumento. Procedente del pie del acantilado, Bond oyó el sonido de los motores diesel al arrancar, seguido de su rugido. Por barlovento
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llegaba un suave soplo de brisa, pero a sotavento
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, donde estaba anclado el barco, el mar era un espejo de bronce de cañones.
Big apareció en lo alto de la escalera con un maletín de cuero en una mano. Se detuvo un momento a mirar en torno y recobrar el aliento. No prestó atención a Bond y Solitaire, ni a los dos guardianes que se encontraban junto a ellos, armados con revólveres.
Alzó la vista al cielo y de repente gritó, con voz clara y potente, hacia el borde del sol que asomaba:
—Gracias, sir Henry Morgan. Tu tesoro será bien empleado. Danos un buen viento.
Los guardianes negros abrieron los ojos de par en par.
—Es el viento del enterrador —comentó Bond.
Big lo miró.
—¿Todos están abajo? —les preguntó a los guardianes.
—Sí, señor, jefe —respondió uno de ellos.
—Traedlos —ordenó Big.
Avanzaron hasta el borde del acantilado y descendieron por las empinadas escaleras, con un guardián delante y otro detrás. Big los seguía.
Los motores de la elegante y larga embarcación giraban silenciosos, el tubo de escape emitía un borboteo glutinoso, y un jirón de humo azul se alzaba a popa.
En el embarcadero había dos hombres junto a las amarras. Sobre el puente se veían sólo tres negros, además del capitán y el navegante situados en el aerodinámico puente. No había sitio para más. Todo el espacio disponible en cubierta, dejando a un lado la silla de pesca sujeta a la derecha de la popa, estaba lleno de acuarios. Habían arriado la bandera de la marina mercante y sólo quedaba la estadounidense, que pendía inmóvil a popa.
A pocos metros del barco, el paraván rojo en forma de torpedo de unos dos metros de largo, flotaba en el agua, color aguamarina a la luz de la aurora. Estaba unido a una alta pila de cable metálico, enrollado sobre el suelo de la cubierta de popa. Bond calculó que tendría unos buenos cincuenta metros de largo. El agua estaba transparente como el cristal y no se veían peces por las inmediaciones.
El viento del enterrador había amainado. Muy pronto, el viento del médico comenzaría a soplar desde el mar. ¿Cuánto tardaría?, se preguntó Bond. ¿Era un buen augurio?
A lo lejos, más allá del barco, Bond distinguió el tejado de Beau Desert entre los árboles, pero el embarcadero, el yate y el sendero del acantilado seguían sumidos en profundas sombras. Bond se preguntó si desde allí los verían a ellos con los prismáticos de visión nocturna. Y de ser así, ¿qué estaría pensando Strangways?
Big se quedó un momento en el embarcadero y supervisó cómo los ataban.
—Desnúdala —ordenó al guardián de Solitaire.
Bond comenzó a sentir miedo. Miró de reojo el reloj de Big. Eran las seis menos diez. Guardó silencio. No tenía que producirse ni un solo minuto de retraso.
—Echa las ropas a bordo —dijo Big—. Átale algunas tiras a él alrededor del hombro. No quiero que haya sangre en el agua… todavía.
Cortaron la ropa de Solitaire con un cuchillo y se la quitaron. Quedó de pie sobre el embarcadero, desnuda y pálida. Dejó caer la cabeza hacia delante y el abundante cabello negro se balanceó colgando sobre su rostro. El hombro de Bond fue envuelto con brusquedad en tiras de la falda de lino de la joven.
—¡Hijo de puta!… —exclamó Bond entre los dientes apretados.
Según las instrucciones de Big, les desataron las manos. Unieron sus cuerpos, cara a cara, con los brazos de uno en torno a la cintura del otro, y luego volvieron a atárselas con fuerza.
Bond sintió la suave respiración de la muchacha, que tenía pegada al cuerpo. Solitaire apoyaba el mentón en el hombro derecho de él.
—Yo no quería que las cosas salieran así —susurró a Bond con voz trémula.
Él no respondió. Apenas percibía el contacto del cuerpo de ella. Estaba contando los segundos.
Sobre el embarcadero había un montón de cuerda que acababa en el paraván. Un extremo de la misma colgaba hacia abajo desde el muelle, y Bond vio que recorría el fondo de arena hasta ascender para unirse al vientre del rojo torpedo.
El extremo libre de la misma fue pasado por debajo de las axilas de ambos y anudado en el espacio que quedaba entre sus cuellos. Todo fue hecho con extremo cuidado. No había escapatoria posible.
Bond continuaba contando los segundos. Llegó hasta las seis menos cinco.