Se detuvo y estudió sus sensaciones.
Estaba bien abrigado dentro del traje de goma; percibía menos el frío que si estuviese nadando al sol. Descubrió que se movía con facilidad y que respirar le resultaba muy sencillo, siempre y cuando su respiración fuese regular y relajada. Contempló las elocuentes burbujas que ascendían hacia el coral como una fuente de perlas plateadas, y rezó para que las pequeñas olas de la superficie las ocultaran.
En terreno abierto habría visto el entorno a la perfección. La luz era suave y lechosa, pero no lo bastante potente para deshacer las sombras aborregadas de las olas de la superficie que dibujaban recuadros sobre la arena. Ahora, contra el arrecife, no se veía ningún reflejo en el fondo, y las sombras de debajo de las rocas eran negras e impenetrables.
Se arriesgó a echar una rápida mirada con la linterna de haz fino, y de inmediato la parte inferior de la masa de coral marrón despertó a la vida. Anémonas con centros carmesí hacían ondular sus aterciopelados tentáculos hacia él, una colonia de erizos negros movió sus púas de acero toledano con repentina alarma, y los peludos ciempiés marinos detuvieron sus cien pasos y alzaron sus inquisitivas cabezas carentes de ojos. En la arena, bajo el árbol de coral, un rape metió lentamente la monstruosa cabeza berrugosa dentro de su galería, y una serie de gusanos marinos parecidos a flores desaparecieron de la vista dentro de sus gelatinosos conductos. Un grupo de enjoyados peces mariposa y peces ángel pasaron rápidamente por el haz de luz.
Volvió a meterse la linterna dentro del cinturón.
En lo alto, la superficie del mar era un dosel de mercurio. Crepitaba suavemente como la grasa friéndose en una sartén. Por delante, la luz de la luna iluminaba el profundo valle curvo que descendía y se alejaba por la ruta que Bond debía seguir. Abandonó la protección del arrecife de coral y avanzó caminando con suavidad. Ahora no constituía tarea tan fácil como antes. La luz resultaba engañosa y era insuficiente, y el petrificado bosque del arrecife de coral estaba lleno de caminos sin salida y senderos que lo apartaban de su rumbo.
A veces tenía que trepar casi hasta la superficie para superar un enredo de tupidos corales, y cuando eso sucedía aprovechaba para comprobar su posición guiándose por la luna que brillaba como la enorme estela de un cohete sobre las rizadas aguas. En ocasiones, una roca de coral en forma de reloj de arena lo ocultaba en la zona de su estrechamiento, y lo aprovechaba para descansar durante unos instantes con la seguridad de que la áspera parte superior que sobresalía del agua ocultaría las burbujas de su respiración. Entonces fijaba los ojos en las lucecitas fosforescentes de la vida nocturna submarina en miniatura, y percibía colonias y poblaciones enteras que se dedicaban a sus microscópicos asuntos.
No había muchos peces por las inmediaciones, pero numerosas langostas habían salido de sus agujeros con un aspecto enorme y prehistórico tras la lente de aumento del agua. Sus ojos, como tallos de plantas, le lanzaban miradas rojas, y sus antenas de treinta centímetros le pedían la contraseña. En ocasiones retrocedían corriendo a sus refugios; la poderosa cola las impulsaba removiendo la arena, y luego se agachaban sobre sus ocho patas de apariencia peluda en espera de que pasara el peligro. Una vez, los grandes filamentos de una fragata portuguesa pasaron flotando cerca de él. Casi llegaban hasta su cabeza desde la superficie, que quedaba a unos cuatro metros y medio de distancia, y Bond recordó la picadura de uno de aquellos filamentos que le había dolido durante tres días en Manatee Bay. Si entraban en contacto con la zona del corazón de un ser humano, podían matarlo. Vio varias morenas verdes y moteadas, estas últimas moviéndose como grandes serpientes amarillas y negras por las zonas arenosas, y las verdes enseñando los dientes desde algún agujero de las rocas. También se encontró con varios peces globo de las Antillas, como lechuzas pardas con enormes ojos verdes de mirada bondadosa. Cuando tocó a uno de ellos con el extremo del fusil submarino, el animal se infló hasta adquirir el tamaño de un balón de fútbol, convirtiéndose en una masa de peligrosas espinas blancas. Las grandes gorgonias se mecían y atraían seductoras a los peces dentro de los remolinos, y en los valles grises reflejaban la luz de la luna y se movían como espectros, como fragmentos de las mortajas de los hombres enterrados en el mar. A menudo, entre las sombras se producían grandes movimientos y remolinos misteriosos en el agua, y aparecía la repentina mirada feroz de unos ojos que se extinguía de inmediato. Entonces Bond se volvía a toda velocidad, quitaba con el pulgar el seguro del rifle submarino y clavaba la mirada en la oscuridad. Pero no disparó contra nada ni nada lo atacó mientras caminaba torpemente y se deslizaba a través del arrecife.
Tardó un cuarto de hora en recorrer los cien metros de coral. Cuando los hubo superado y se detuvo a descansar sobre una formación redonda con aspecto de cerebro, debajo del último refugio de coral suelto en forma de reloj de arena que iba a encontrar, se alegró de no tener ante sí nada más que cien metros de agua grisácea. No experimentaba el más leve signo de cansancio, y la claridad mental y exaltación que producía la bencedrina aún persistían en él, pero la carrera de peligrosos obstáculos a través del arrecife le había provocado una constante inquietud, y durante todo el tiempo había tenido presente el riesgo de rasgarse el traje de goma. El bosque de corales, afilados como navajas, quedó atrás, pero había sido reemplazado por los tiburones y las barracudas, y tal vez por el de una carga de dinamita arrojada en el centro de la pequeña flor que sus burbujas formaban en la superficie.
Y mientras estaba calculando los peligros que tenía ante sí, el pulpo lo apresó. Por ambos tobillos.
Estaba descansando con los pies sobre la arena, y de pronto se los encontró atados a la base del redondo taburete de coral que le servía de asiento. Incluso mientras caía en la cuenta de lo que sucedía, un tentáculo comenzó a serpentear hacia arriba por una de sus piernas y otro, púrpura a la luz mortecina, inició el descenso por el pie izquierdo enfundado en la aleta.
Con un respingo de miedo y asco, se levantó de inmediato, agitando los pies en un esfuerzo por liberarse. Pero el animal no cedió ni un centímetro, y sus movimientos sólo consiguieron dar al pulpo la oportunidad de retraer con fuerza sus tentáculos hacia el interior del saliente de roca redondeada. La fuerza de la bestia era prodigiosa, y Bond sintió que perdía el equilibrio. Al cabo de un momento sería derribado boca abajo y luego, estorbado por la mina que llevaba sobre el pecho y los tanques de aire de la espalda, le resultaría casi imposible atacar al animal.
Desenfundó el cuchillo que llevaba sujeto al cinturón y lanzó cuchilladas al pulpo. Pero el saliente de roca le impedía acertar, y lo aterrorizaba el peligro de cortarse el traje de goma. De pronto fue derribado y quedó tendido boca arriba sobre la arena. De inmediato sus pies comenzaron a ser arrastrados hacia una ancha grieta lateral que había debajo de la roca. Manoteó la arena e intentó doblarse por la cintura para llegar hasta el pulpo con el cuchillo, pero el bulto de la mina que llevaba adherida al pecho se lo impidió. Al borde del pánico, se acordó del fusil submarino. Antes lo había descartado como arma inútil a tan corta distancia, pero ahora constituía su única oportunidad. Yacía sobre la arena, donde lo había dejado. Lo cogió y le quitó el seguro. La mina le impedía apuntar con precisión. Deslizó el cañón a lo largo de las piernas y sondeó la posición de cada pie con el fin de hallar una abertura entre ambos. De inmediato, un tentáculo aferró la punta de acero y comenzó a tirar. Cuando el fusil se deslizó entre sus piernas prisioneras, Bond apretó el gatillo a ciegas.
Al instante, una gran nube de viscosa tinta veteada manó de la grieta hacia su rostro. Pero una de sus piernas quedó libre, y luego la otra; las hizo girar y pasar por debajo de su cuerpo, tras lo cual aferró la vara del arpón de casi un metro de largo cuando casi desaparecía debajo de la roca. Tiró de ella y luchó hasta que, con un rasgarse de carne, salió de la niebla negra que flotaba delante del agujero. Jadeando, se puso de pie y se alejó de la roca, mientras el sudor le bajaba a chorros por el rostro debajo del visor. Por encima de él, la elocuente columna de burbujas plateadas subía directamente a la superficie, y maldijo al «podrido bicho» de la cueva.
Pero no había tiempo para ocuparse más de él; así pues, cargó de nuevo el fusil submarino y partió con la luna sobre el hombro derecho.
Ahora avanzaba a buena velocidad a través de las grises aguas brumosas, y se concentró sólo en mantener el rostro a pocos centímetros de la arena y la cabeza bien baja para dar una forma más aerodinámica a su cuerpo. En una ocasión, por el rabillo del ojo vio una raya venenosa, grande como una mesa de ping-pong, que se alejaba de su camino, con las puntas de sus moteadas alas moviéndose como las de un pájaro, y la larga cola córnea flotando detrás de ella. Pero no le prestó atención, recordando que Quarrel le había dicho que las rayas no atacan jamás como no sea en defensa propia. Pensó que tal vez había acudido allí desde el arrecife exterior para poner huevos o «bolsos de sirena» —como los llamaban los pescadores por tener la forma de una almohada con un rígido filamento negro en cada punta— sobre el protegido fondo arenoso.
Muchas sombras de peces grandes cruzaban perezosamente por encima de la arena iluminada por la luna, algunas tan largas como él mismo. Uno de ellos continuó nadando a su lado durante al menos un minuto; cuando Bond alzó los ojos, vio la barriga blanca de un tiburón situado a poco menos de un metro por encima de él, como una ahusada nave aérea verde grisácea. Tenía el romo morro inquisitivamente metido en la columna de burbujas de aire. La ancha rendija en forma de hoz de su boca parecía una cicatriz fruncida. Se inclinó de lado y lo miró con un desnudo ojo rosado y duro, y a continuación agitó su cola en forma de guadaña y se alejó con lentitud hasta desaparecer en la muralla de bruma gris.
Bond asustó a una familia de calamares de todos los tamaños, desde los que pesaban unos dos kilos y medio hasta los bebés de doscientos gramos, frágiles y luminosos en las aguas a media luz, flotando casi verticales como la formación de un coro ordenada por tamaños. Se pusieron horizontales y salieron despedidos con aerodinámica propulsión.
Descansó durante un momento cuando se hallaba casi a medio camino y luego prosiguió. Vio grandes barracudas alrededor suyo, de unos nueve kilos de peso. Tenían el mismo aspecto mortífero que guardaba su recuerdo. Se deslizaban por encima de él como submarinos plateados, mirándolo con sus coléricos ojos de tigre. Sentían curiosidad por Bond y por sus burbujas, y lo seguían, rodeándolo y nadando por encima como una manada de lobos silenciosos. Cuando llegó al primer coral, que significaba que ya tenía cerca el islote, debía de haber unas veinte de ellas moviéndose en silencio, vigilantes, entrando y saliendo por la opaca muralla de agua que lo envolvía.
La piel se le erizaba dentro del traje de goma, pero como no podía hacer nada respecto a los animales, se concentró en su objetivo.
De repente vio una larga forma metálica que flotaba en el agua por encima de él. Detrás había un amontonamiento de rocas partidas que ascendía en empinada pendiente.
Era la quilla del
Secatur
, y el corazón de Bond comenzó a latir con fuerza.
Miró el Rolex que llevaba en torno a la muñeca: las once y tres minutos. Escogió el detonador de siete horas entre el puñado que extrajo del bolsillo lateral con cremallera, lo insertó en la cavidad correspondiente de la mina y lo presionó con fuerza para que encajara bien. Enterró el resto de los detonadores en la arena con el fin de que, si lo atrapaban, no descubrieran la existencia de la mina.
Mientras nadaba hacia la superficie con la mina entre las manos, cuya parte inferior estaba orientada hacia arriba, se dio cuenta de que a su espalda había una conmoción. Una barracuda pasó junto a él a toda velocidad y casi lo golpeó, con las mandíbulas semiabiertas y los ojos fijos en algo que había detrás de él. Pero Bond estaba concentrado sólo en el centro de la quilla y en un punto situado a aproximadamente un metro por encima de la misma.
La mina casi lo arrastró en el último metro, con sus magnetos esforzándose por obtener el beso del casco. Tuvo que tirar con fuerza de ella para evitar el estruendo metálico que el contacto provocaría. Luego quedó silenciosamente fijada en su sitio y Bond, librado de su peso, se vio obligado a nadar con fuerza para contrarrestar la nueva levedad de su cuerpo en el agua, y lograr sumergirse y alejarse de la superficie.
El banco de barracudas parecía haberse vuelto loco. Giraban en el agua y lanzaban dentelladas como perros rabiosos. Tres tiburones que se les habían unido cargaban a través del agua con un frenesí más torpe. El agua era un hervidero de peces terribles, y Bond recibió golpes y bofetadas, una y otra vez, a lo largo de unos pocos metros. Sabía que en cualquier momento le desgarrarían el traje de goma junto con la carne que había debajo, y entonces lo atacarían todos a la vez.
«Extremado comportamiento de tumulto.» La frase del departamento de la Armada pasó velozmente por su cabeza. Ése era el momento preciso en que habría salvado su vida con el repelente de tiburones. Sin él, tal vez sólo viviera unos pocos minutos más.
Desesperado, se lanzó por el agua hasta situarse junto a la quilla del barco, tras quitar el seguro del fusil submarino que ahora no era más que un juguete ante aquella manada de peces carnívoros enloquecidos.
Llegó a las dos hélices de cobre y se aferró a una de ellas, entre jadeos, enseñando los dientes en una mueca de miedo, con los ojos dilatados al enfrentarse con el frenesí de agitadas aguas que lo rodeaban.
De inmediato vio que las bocas de los peces que pasaban lanzados de un lado a otro estaban entreabiertas y que entraban y salían de una nube oscura que se extendía hacia el fondo desde la superficie. Una barracuda se quedó flotando inmóvil cerca de él durante un instante, con algo marrón entre las mandíbulas. Deglutió aquello y luego giró a toda velocidad para regresar al centro de la agitación.
En ese momento, Bond se dio cuenta de que estaba oscureciendo aún más. Alzó los ojos y vio, con repentina comprensión de lo que sucedía, que la superficie de mercurio se había tornado roja, de un horrible carmesí brillante.