Bond tendía a estar de acuerdo con él. Washington había enviado un cable para decir que las pastillas de repelente se hallaban en camino. Pero todavía no habían llegado, y aún tardarían unas cuarenta y ocho horas. Aunque el repelente no llegara, él no se dejaría desanimar. Era inimaginable que se encontrara con unas condiciones tan peligrosas cuando buceara hasta el islote.
Antes de irse a dormir decidió que nada lo atacaría a menos que hubiese sangre en el agua, o a menos que transmitiese temor al pez que lo amenazara. Por lo que respectaba a pulpos, peces escorpión y morenas, sólo necesitaría vigilar dónde ponía los pies. En su opinión, los pinchos de siete centímetros de los erizos de mar negros eran el mayor peligro para el buceo corriente en aguas tropicales, y el dolor que causaban bastaría para interferir en sus planes.
Salieron antes de las seis de la mañana y llegaron a Beau Desert a las diez y media.
La propiedad era una antigua plantación muy hermosa de alrededor de cuatrocientas hectáreas, con las ruinas de la Casa Grande dominando la bahía. Estaba dedicada a la pimienta y los cítricos dentro de una franja de árboles de madera dura y palmeras, y su historia se remontaba a los tiempos de Cromwell. Su romántico nombre
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era acorde con la moda del siglo XVIII, cuando las propiedades jamaicanas eran bautizadas como Bellair, Bellevue, Boscobel, Harmony, Nymphenburg, o tenían nombres como Prospect, Content o Repose.
Una pista que quedaba fuera de la vista del islote los condujo, bajando entre los árboles, hasta la pequeña casa de la playa.
Tras una semana de semiacampada en Manatee Bay, los cuartos de baño y los cómodos muebles de bambú parecían muy lujosos, y las alfombras de brillantes colores eran como terciopelo bajo los endurecidos pies de Bond.
A través de los listones de las persianas, miró al otro lado del pequeño jardín —encendido por las flores de hibisco, las buganvillas y las rosas— que acababa en la diminuta luna creciente de arena blanca semioculta por los troncos de las palmeras. Se sentó en el brazo del sillón y dejó que sus ojos continuaran adelante, por encima de los diferentes azules y marrones del mar y del arrecife, hasta llegar a la base del islote. La mitad superior del mismo quedaba oculta por las curvadas hojas de palma que había en primer término, pero el trozo de acantilado vertical que estaba dentro de su campo visual parecía gris y de aspecto formidable en la sombra que proyectaba el ardiente sol.
Quarrel preparó el almuerzo en un hornillo de petróleo para evitar el humo que denunciaría su presencia en la casa, y por la tarde Bond durmió una siesta y luego repasó el equipo procedente de Londres que Strangways había enviado desde Kingston. Se probó el traje de hombre rana hecho en gruesa goma negra que lo cubría desde la cabeza, con la ajustada capucha provista de un visor de perspex, hasta las largas aletas negras que le protegían los pies. Se le ajustaba como un guante, y Bond bendijo la eficiencia de la sección A de M.
Probaron los tanques gemelos, cada uno de los cuales contenía aire comprimido hasta doscientas atmósferas, y le pareció que la manipulación de la válvula de paso y del mecanismo de reserva, era sencilla y a toda prueba. A la profundidad a que bucearía, tendría suministro de aire para casi dos horas bajo el agua.
Había un potente fusil submarino nuevo marca Champion, y un cuchillo de campaña del tipo inventado por Wilkinsons durante la guerra. Por último, en una caja cubierta por pegatinas de peligro, encontró una mina magnética, un cono plano de explosivo sobre una base tachonada por anchas protuberancias de cobre, con una carga magnética tan potente que la mina se adheriría como una lapa a cualquier casco metálico. Había una docena de detonadores de metal y vidrio en forma de lápiz, preparados para hacerla estallar a tiempos que variaban entre los diez minutos y las ocho horas, acompañado todo de un cuidadoso memorando de instrucciones que eran tan sencillas como el resto del equipo. Incluso había una caja de tabletas de bencedrina para proporcionar resistencia y agudizar la percepción sensorial durante la operación, además de un surtido de linternas submarinas entre las que se encontraba una que proyectaba sólo un haz fino como un lápiz.
Bond y Quarrel lo repasaron todo, comprobando las junturas y contactos hasta sentirse satisfechos respecto a que no quedaba nada más por hacer, y a continuación Bond descendió por entre los árboles y contempló durante largo rato las aguas de la bahía, calculando profundidades, trazando rutas a través del quebrado arrecife, y estimando dónde se reflejaría la luna, única marcación de la que dispondría en su tortuoso viaje.
A las cinco de la tarde llegó Strangways con noticias del
Secatur
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—Ya han pasado por la aduana de Port María —informó—. Estarán aquí dentro de diez minutos a lo sumo. El señor Big presentó un pasaporte a nombre de Gallia, y la muchacha viaja con uno a nombre de Latrelle, Simone Latrelle. Ella se encontraba en su camarote, postrada a causa de lo que el capitán negro del
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definió como mareo. Es posible. A bordo llevaban varias decenas de acuarios vacíos. Más de un centenar. Aparte de eso, como no había nada sospechoso, los dejaron pasar. Yo tenía ganas de subir a bordo con el grupo de funcionarios de aduanas, pero pensé que era mejor que todo transcurriera con absoluta normalidad. El señor Big permaneció en su camarote. Estaba leyendo cuando acudieron a pedirle la documentación. ¿Qué tal el equipo?
—Perfecto —respondió Bond—. Calculo que comenzaremos la operación mañana por la noche. Espero que haya un poquitín de viento. Si viesen las burbujas de aire, nos meteríamos en un buen lío.
En ese momento entró Quarrel.
—El barco está atravesando ahora el arrecife, capitán.
Bajaron y se aproximaron a la orilla tanto como les fue posible y observaron el yate con los prismáticos.
Era una embarcación hermosa, negra con superestructura gris, veintiún metros de eslora y construida para desarrollar buena velocidad, al menos veinte nudos, calculó Bond. Conocía la historia del yate, construido para un millonario en 1947, con motores diesel gemelos de la General Motors, casco de acero y los aparatos de radio más modernos, incluida una línea telefónica barco-tierra y sistema de navegación Decca. Lucía la bandera roja de la marina mercante en la cruz y la bandera estadounidense a popa, y navegaba a unos tres nudos por la abertura de unos seis metros que había en el arrecife.
Describió un giro brusco, ya dentro del arrecife, y continuó por el lado de mar del islote. Cuando se encontraba al pie del mismo, con un golpe de timón, lo resiguió con la costa a babor. Al mismo tiempo, tres negros, vestidos con mono de drill blanco, descendieron por los escalones del acantilado hasta el estrecho embarcadero y aguardaron para atrapar los cabos. Se produjeron un mínimo de maniobras antes de que el yate estuviera bien amarrado justo frente a los observadores de la orilla opuesta, y las dos anclas rugieron al caer sobre las rocas y los corales dispersos por el fondo del mar en torno a la base del islote. Quedaron bien agarradas, incluso para hacer frente a un posible viento del norte. Bond estimó que habría alrededor de seis metros de agua debajo de la quilla.
Mientras observaban, la corpulenta figura de Big apareció en cubierta. Bajó al embarcadero y comenzó a subir con lentitud por los escalones de la cara del acantilado. Se detenía con frecuencia, y Bond pensó en el corazón enfermo que bombeaba laboriosamente dentro del enorme cuerpo negro grisáceo.
Lo seguían dos miembros negros de la tripulación que llevaban una camilla sobre la que se encontraba un cuerpo sujeto por correas. A través de los prismáticos, Bond distinguió el negro cabello de Solitaire. Lo preocupó y desconcertó el hecho de sentir que se le encogía el corazón a causa de la proximidad de la joven. Rezó para que la camilla fuera sólo una precaución destinada a impedir que alguien la reconociera desde la costa de Jamaica.
A continuación se formó una cadena de doce hombres en las escaleras, y los acuarios fueron pasando de mano en mano hacia la parte superior. Quarrel contó ciento veinte.
Luego subieron algunas provisiones valiéndose del mismo método.
—Esta vez no han traído mucho —comentó Strangways cuando la operación hubo concluido—. Sólo han subido media docena de cajones. Por lo general son cincuenta. No se quedarán mucho tiempo.
Apenas había terminado de hablar cuando un acuario, a través de cuyos cristales podía verse que estaba lleno de agua y arena, comenzó a pasar delicadamente hacia la embarcación a través de la cadena humana. Luego fue otro, y otro más, a intervalos de unos cinco minutos.
—¡Dios mío! —exclamó Strangways—. ¡Ya lo están cargando! Eso quiere decir que zarparán por la mañana. Me pregunto si significará que han decidido limpiar el islote y que éste es el último cargamento.
Bond observó con atención durante un rato, y luego volvieron a subir entre los árboles, dejando a Quarrel en la playa para que informara de las novedades.
Se sentaron en la sala de estar. Mientras Strangways preparaba un whisky con soda para sí, Bond miraba por la ventana y ordenaba sus pensamientos.
Eran las seis de la tarde y las luciérnagas comenzaban a brillar en las zonas en sombra. La luna color amarillo verdoso pálido ya estaba alta en el cielo oriental, y el día agonizaba rápidamente a sus espaldas. Una brisa suave rizaba las aguas de la bahía, y la espuma de pequeñas olas se derramaba por la blanca playa, al otro lado del jardín. Unas pocas nubecillas, rosadas y anaranjadas en el ocaso, flotaban en lo alto y las hojas de las palmeras susurraban en el fresco viento del enterrador.
«El viento del enterrador», pensó Bond, y en sus labios apareció una sonrisa torcida. Así que tendría que ser esa misma noche. Constituía su única oportunidad, y las condiciones eran casi perfectas. Excepto por el hecho de que el repelente de tiburones no llegaría a tiempo. Aunque aquello no era más que un refinamiento. No tenía excusa alguna. Para eso había realizado un viaje de tres mil doscientos kilómetros y con cinco muertos a sus espaldas. No obstante, se estremecía ante la perspectiva de su lóbrega aventura bajo el océano, la cual ya había apartado de sus pensamientos hasta el día siguiente. De pronto, aborreció y temió el mar y todo cuanto había dentro de él. Los millones de diminutas antenas que se agitarían y lo señalarían cuando pasara esa noche, los ojos que que se abrirían para observarlo, el pulso que se detendría por una centésima de segundo y luego continuaría latiendo quedamente, los gelatinosos tentáculos que se alzarían buscándolo a tientas, tan ciegos en la luz como en la oscuridad,
Se deslizaría entre millares de millones de secretos. A lo largo de trescientos metros, solo y con frío, avanzaría torpemente por un bosque de misterio hacia una ciudadela mortal cuyos guardianes ya habían dado muerte a tres hombres. Él, Bond, después de pasar una semana chapoteando al sol con la niñera a su lado, iba a partir esa misma noche, dentro de pocas horas, para avanzar a solas por debajo de aquella negra sábana de agua. Era una locura, impensable. A Bond se le erizó la piel y los dedos le clavaron las uñas en la palma de las manos.
Se oyó un golpe de llamada en la puerta y entró Quarrel. Bond se alegró de ello. Se levantó y, apartándose de la ventana, se dirigió hacia donde se encontraba Strangways disfrutando de su bebida, bajo una lámpara de lectura protegida por una pantalla.
—Ahora están trabajando con luces, capitán —anunció Quarrel con una sonrisa—. Continúan bajando un acuario cada cinco minutos. Calculo que trabajarán durante diez horas. Acabarán a eso de las cuatro de la madrugada. No zarparán antes de las seis. Es demasiado peligroso intentar salir por el canal antes de que haya la luz suficiente.
Los cálidos ojos grises de Quarrel, en aquel espléndido rostro color caoba, miraban directamente a los de Bond, a la espera de órdenes.
—Partiré a las diez en punto —se encontró diciendo Bond—. Desde las rocas que hay a la izquierda de la playa. ¿Puede prepararnos algo de cenar y sacar luego el equipo al jardín? Las condiciones son perfectas. Llegaré al islote en media hora. —Contando con los dedos, prosiguió—: Déme detonadores de entre cinco y ocho horas, y uno de un cuarto de hora como reserva por si algo saliera mal. ¿De acuerdo?
—Sí, capitán —respondió Quarrel—. Déjelo todo en mis manos.
El isleño se marchó.
Bond contempló la botella de whisky y luego se decidió y vertió medio vaso sobre cubitos de hielo. Sacó del bolsillo la caja de tabletas de bencedrina y se metió una en la boca.
—Por la suerte —dijo a Strangways, y bebió un trago largo. Se sentó a disfrutar del áspero sabor de la primera copa que tomaba en una semana—. Y ahora —continuó— cuénteme con exactitud qué hacen cuando están listos para zarpar. Cuánto tiempo necesitan para alejarse del islote y atravesar el arrecife. Si se trata del último viaje, no olvide que llevarán cinco hombres más y algunas provisiones adicionales. Intentemos calcularlo con tanta exactitud como nos sea posible.
Al cabo de un momento, Bond se encontraba inmerso en un mar de detalles prácticos, y la sombra del miedo había huido de regreso a las zonas oscuras que proyectaban las palmeras.
A las diez en punto, sin sentir otra cosa que una expectante emoción, la brillante figura de murciélago negra se deslizó de las rocas al interior de tres metros de agua y desapareció bajo el mar.
—Buen viaje —dijo Quarrel, mirando al lugar por donde Bond se había sumergido.
Se santiguó. A continuación, él y Strangways regresaron a la casa entre las sombras, para dormir intranquilos entre turnos de guardia y esperar con temor lo que pudiese suceder.
Bond fue arrastrado directamente al fondo por el peso de la mina magnética, que se había sujetado al pecho con cintas adhesivas, y por el cinturón con pesas que llevaba en torno a la cintura con el fin de compensar la tendencia a flotar de los tanques de aire comprimido.
No se detuvo ni un instante, sino que de inmediato cruzó los primeros cincuenta metros de arenas abiertas con un pataleo veloz, manteniendo el rostro justo por encima de la arena. Las largas aletas habrían casi doblado su velocidad de no haberle estorbado el peso que llevaba y por el fusil submarino ligero que sujetaba en la mano izquierda, pero avanzaba con rapidez y en menos de un minuto llegó hasta una extensa masa de corales.