Vinieron de la Tierra (29 page)

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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Vinieron de la Tierra
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Así que pasé algún tiempo conociendo a la gente de Topeka, viendo lo que hacían, cómo vivían. Era estupendo, maravilloso. Se sentaban en mecedoras en los porches delanteros, segaban el césped de sus jardines, charlaban en la gasolinera, metían monedas en las máquinas de chicles, pintaban franjas blancas en medio de la carretera, vendían periódicos en una esquina, escuchaban una banda en el parque, jugaban a la pata coja y al castro, limpiaban coches de bomberos, se sentaban en bancos a leer, lavaban ventanas, podaban matorrales, se quitaban el sombrero para saludar a las damas, repartían botellas de leche en carritos, cuidaban caballos, tiraban un palo para que lo recogiera el perro, nadaban en una piscina comunal, escribían con tiza precios de verduras en una tabla a la puerta de una tienda, paseaban de la mano con algunas de las chicas más feas que he visto en mi vida y, en fin, me resultaban absolutamente fastidiosos e insoportables.

Al cabo de una semana me entraron ganas de ponerme a gritar. Me sentía encerrado dentro de aquella lata.

Sentía sobre mí el peso de la tierra.

Todo lo que comían era mierda artificial: guisantes artificiales y carne falsa, pollos de imitación, todo me sabía a tiza y a polvo.

¿Educados? Dios mío, daban ganas de vomitar viendo la mierda, las hipocresías y las mentiras, que ellos llamaban educación. Hola señor esto y hola señor aquello. Y ¿cómo está usted?, y ¿cómo está la pequeña Janie?, y ¿cómo van las cosas?, y ¿va a ir usted a la reunión de la asociación el viernes?… Empecé a volverme loco en la habitación de la residencia.

La manera dulce, limpia, inmaculada y encantadora que tenían de vivir era suficiente para matar a cualquier tipo. No me extrañaba que a los hombres no se les levantara y que tuviesen cachorros con rajas en vez de bolas.

Los primeros días todos me miraban como si estuviese a punto de estallar y cubrir de mierda sus lindas vallas encaladas. Pero al cabo de un tiempo, se acostumbraron a verme. Lew me llevó a la zona comercial y me compró un par de monos y una camisa que cualquier
solo
podría haber localizado a un kilómetro de distancia. Aquella Mez, aquella zorra que me había llamado asesino, empezó a rondarme, y al fin dijo que quería cortarme el pelo, para que pareciese civilizado. Pero yo sabía muy bien lo que pretendía.

No había en ello nada de malo.

—¿Qué pasa, cono? —le clavé—. ¿Es que tu viejo no te hace caso?

Se metió el puño en la boca y yo me eché a reír como un tonto.

—Córtale los huevos, nena. Mi pelo está bien como está.

No supo qué decir y se marchó corriendo. Corriendo como si tuviese un tubo de escape diesel.

Las cosas siguieron así durante un tiempo. Yo paseando y ellos viniendo a verme y a alimentarme, manteniendo toda su carne joven fuera de mi camino hasta que preparasen la ciudad para lo que vendría conmigo. Así encerrado, no pude pensar bien durante un tiempo. Me sentía encajonado, sentía claustrofobia y me sentaba en la oscuridad bajo el porche de la residencia. Luego esto pasó y empecé a sentirme fastidiado, a burlarme de ellos, luego me sentí triste, luego deprimido.

Por fin, empecé a pensar en las posibilidades de salir de allí. Todo empezó cuando me acordé de aquel perro de aguas que le había dado para comer a Sangre tiempo atrás. Tenía que haber salido de un sitio de aquellos. Y no podía haber subido por el tubo de descenso. Por tanto tenía que haber otros medios de salir.

En fin, me dejaban andar con bastante libertad por la ciudad, siempre que cuidase las maneras y no intentase nada raro. Aquella caja centinela verde andaba siempre cerca de mí.

Por fin encontré la salida. Nada espectacular; tenía que haberla y la encontré.

Luego descubrí dónde guardaban mis armas, y consideré que estaba ya preparado. Casi.

9

Una semana después de que descubriese la salida vinieron a buscarme Aaron, Lew e Ira. Me sentía bastante animado por entonces. Estaba sentado en el porche trasero de la residencia, fumando una pipa de panoja de maíz, sin camisa, tomando un poco el sol. Aunque no había sol.

Dieron la vuelta a la casa.

—Buenos días, Vic —me saludó Lew.

Andaba cojeando y con un bastón, el viejo pedo. Aaron me dedicó una gran sonrisa. Como la que se dedicaría a un gran toro negro a punto de meter su carne en una buena vaca de cría. Ira tenía una de esas miradas que podrían cortarse y utilizar en un horno.

—Qué tal, Lew. Buenos días, Aaron, Ira. Lew pareció muy complacido con esto.

¡Ah, piojosos cabrones, ya veréis!

—¿Estás dispuesto a ir a ver a tu primera dama?

—Lo estoy y lo estaré siempre, Lew —dije, y me levanté.

—Humo fresco, ¿verdad? —dijo Aaron. Saqué la pipa de la boca.

—Pura delicia —sonreí.

No había encendido siquiera aquel jodido chisme.

Me llevaron hasta la calle Marigold, y cuando enfilamos hacia una casita de contraventanas amarillas y valla blanca, Lew dijo:

—Esta es la casa de Ira. Quilla June es su hija.

—Vaya, felicidades-dije.

Los flacos músculos de las mandíbulas de Ira se tensaron. Entramos.

Quilla June estaba sentada en el sofá con su madre, que era una versión más vieja de Quilla June, flaca como un músculo marchito.

—Señora Holmes —dije, haciendo una pequeña inclinación. Sonrió. Una sonrisa tensa, pero una sonrisa.

Quilla June estaba sentada con los pies juntos y las manos cruzadas en el regazo. Tenía una cinta en el pelo. Una cinta azul. Hacía juego con sus ojos.

Sentí un retortijón en las tripas.

—Quilla June —«lije. Alzó los ojos.

—Buenos días, Vic.

Luego todos empezaron a moverse muy nerviosos, y por último Ira empezó a balbucir explicando que había que entrar en el dormitorio y hacer aquella porquería antinatural en seguida para luego poder ir a la iglesia y pedir al Señor que no los destrozara a todos con un relámpago en el culo o alguna mierda así.

Así que extendí la mano y Quilla June la cogió sin alzar los ojos y entramos en un pequeño dormitorio de la parte trasera y ella se quedó allí de pie con la cabeza baja.

—¿No se lo dijiste, verdad? —pregunté. Negó con la cabeza.

Y de pronto, ya no quise matarla. Quise abrazarla. Muy fuerte. Y lo hice. Y ella se puso llorar en mi pecho y a pegarme con sus puñitos en la espalda y luego alzó los ojos, me miró y empezó a hablar atropelladamente:

—Oh, Vic, lo siento, lo siento tanto, no quería, tuve que hacerlo, y te amo y ahora te tienen atrapado aquí, y no es nada sucio, como dice papá, ¿verdad?

La abracé y la besé y le dije que no se preocupara; y luego le pregunté si quería largarse conmigo; y ella dijo sí-sí-sí-realmente-quería. Así que le dije que quizá tuviese que hacerle daño a su papá, para salir de allí, y hubo en sus ojos un brillo que yo conocía muy bien.

Pese a todo su decoro, a Quilla June Holmes no le gustaba gran cosa su papaíto chillaoraciones.

Le pregunté si tenía algo pesado, como un candelabro o un palo, y me dijo que no. Así que busqué por el dormitorio y encontré un par de calcetines de su papi en un cajón de un armario. Metí las grandes bolas de bronce de la cabecera de la cama en los calcetines. Las sopesé.

Ella me miró enarcando las cejas.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Tú quieres salir de aquí? Asintió.

—Entonces ponte detrás de la puerta. No, espera un momento. Tengo una idea mejor. Échate en la cama.

Se echó en la cama. —Vale —dije—. Ahora súbete la falda, quítate las bragas y abre bien las piernas.

Me echó una mirada de puro horror.

—Hazlo si quieres salir de aquí —dije.

Así lo hizo y yo la coloqué bien para que sus rodillas estuviesen dobladas y las piernas abiertas en los muslos, y me puse a un lado de la puerta y le susurré:

—Llama a tu papá. A él solo.

Vaciló un largo instante y luego llamó con una voz que no tuvo que fingir.

—¡Papá! ¡Papá, ven, por favor! Luego cerró los ojos.

Ira Holmes cruzó la puerta, echó un vistazo a su deseo secreto, abrió la boca, yo cerré la puerta tras él de una patada y le aticé todo lo fuerte que pude. Su cabeza estalló y salpicó las ropas de la cama. Luego se derrumbó.

Ella abrió los ojos al oír el ¡
paf
!, y cuando aquello le salpicó las piernas se inclinó hacia un lado y vomitó en el suelo. No podría ayudarme ya gran cosa en atraer a Aaron a la habitación, así que abrí la puerta, saqué la cabeza y con aire preocupado dije:

—Aaron, ¿podría venir un momento, por favor?

Miró a Lew, que hablaba con la señora Holmes sobre lo que pasaba en la habitación trasera, y en cuanto Lew le hizo un gesto de asentimiento entró en la habitación. Echó un vistazo al matorral desnudo de Quilla June, a la sangre de la pared y de la cama, a Ira en el suelo, y abrió la boca para gritar en el momento en que le aticé. Necesité atizarle dos veces más para que cayera y luego tuve que patearle el pecho para liquidarle. Quilla June aún seguía vomitando.

La cogí de un brazo y la saqué de la cama. Al menos no gritaba, pero, demonios, apestaba.

—¡Vamos!

Intentó soltarse, pero la apreté con fuerza y abrí la puerta del dormitorio. Cuando la saqué, Lew se levantó, apoyándose en su bastón. Le di una patada al bastón y el viejo pedo se derrumbó como un montón de trapos. La señora Holmes nos miraba, preguntándose dónde estaba su viejo.

—Está ahí dentro —dije, dirigiéndome a la puerta de salida—. El Señor le iluminó en la cabeza.

Luego salimos a la calle, Quilla June apestando detrás de mí, lloriqueando y obligándome a arrastrarla y probablemente preguntándose qué habría sido de sus bragas. Tenían mis armas en un armario cerrado en la Oficina de Mejores Negocios, y dimos un rodeo hasta mi residencia, donde tomé la barra de hierro que había cogido en la estación de gasolina y que tenía escondida en el porche trasero. Luego cruzamos por detrás de la Granja y entramos en el sector comercial y fuimos directamente a la Oficina de Mejores Negocios. Allí había un empleado que intentó detenerme y le partí la cabeza con la barra. Luego destrocé la puerta del armario de la oficina de Lew y cogí el 30-06 y mi 45 y todas las municiones, y mi púa, y mi cuchillo y mi equipo y lo cargué todo. Por entonces Quilla June ya había recuperado un poco la serenidad.

—¿Adonde vamos? ¿Adonde vamos? ¡Oh papá, papá, papá…!

—Escucha, Quilla June, yo no soy papá, ya no hay papas. Tú dijiste que querías estar conmigo… Pues bien, yo me voy arriba, muchacha… Si quieres venir conmigo, será mejor que me sigas.

Estaba demasiado asustada para discutir.

Le ofrecí el 45 y lo cogió, mirándolo con fijeza.

Salí por la puerta delantera y allí llegaba como un perro de caza el centinela caja-verde. Tenía los cables fuera y habían desaparecido los guantes. Ahora había ganchos.

Puse una rodilla en tierra, me eché al brazo la correa del 30-06, apunté y disparé contra el gran ojo que tenía delante. Un tiro, ¡
pang
!

Le alcancé en el ojo, el chisme estalló con una lluvia de chispas, y la caja verde se tambaleó y atravesó el escaparate principal de la tienda de enfrente, rechinando, chillando sembrándolo todo de llamas y chispas. Maravilloso.

Me volví para coger a Quilla June, pero se había ido. Miré calle abajo y allí llegaban los vigilantes. Lew con ellos apoyado en su bastón como una especie de extraño saltamontes.

Y en ese momento empezaron los tiros. Un gran estruendo. El 45 que le había dado a Quilla June. Alcé la vista y allí estaba, sobre el porche, en el segundo piso, la automática apoyada en la baranda, disparando contra el grupo como Bill Elliott.

¡Pero qué estupidez! Perder el tiempo en aquello cuando teníamos que largarnos.

Di con la escalera exterior que subía hasta allí y subí los escalones de tres en tres. Ella sonreía y reía a carcajadas cada vez que alcanzaba a uno de aquellos tipos y sacaba la punta de la lengua por una esquina de la boca y tenía los ojos húmedos y brillantes y ¡
bam
! caía, un tipo.

Le gustaba el asunto.

Justo en el momento en que llegué junto a ella estaba apuntando a su flacucha madre.

Le pegué un manotazo en la nuca y faltó el tiro, y la vieja señora hizo una pequeña cabriola y siguió avanzando. Quilla June volvió la cabeza hacia mí y había muerte en sus ojos.

—Me hiciste fallar.

La voz me hizo estremecer.

Le quité el arma. Idiota. Desperdiciando munición así.

Arrastrándola detrás de mí, di la vuelta al edificio, encontré un cobertizo en la parte trasera, salté hasta él y la hice seguirme.

Se rió como un pájaro y saltó también. La cogí, nos deslizamos hasta la puerta del cobertizo y nos paramos un segundo a ver si nos seguían de cerca. No se veía a nadie.

Cogí a Quilla June por el brazo y seguimos hacia el extremo sur de Topeka. Era la salida más próxima que había encontrado en mi merodeo y tardamos en llegar unos quince minutos, jadeando y débiles como gatitos.

Y allí estaba.

Un gran conducto de entrada de aire.

Hice saltar las abrazaderas con la barra de hierro y nos metimos dentro. Había escaleras que subían. Así tenía que ser. Era lógico. Para reparaciones, para mantenerlo limpio. Empezamos a subir.

Tardamos mucho tiempo en llegar arriba.

Cuando se sentía demasiado cansada, me preguntaba:

—¿Me amas, Vic?

Yo le decía siempre que sí. No sólo porque lo sentía. Eso la ayudaba a seguir subiendo.

10

Salimos casi a dos kilómetros del tubo de descenso. Destrocé las tapas del filtro y los cerrojos y salimos. Deberían haber tenido más cuidado allá abajo. No se juega con Jimmy Cagney.

Nunca tuvieron una oportunidad.

Quilla June estaba agotada. No se lo reprochaba. Pero no quería pasar la noche al descubierto; había cosas allí fuera que no me gustaba pensar en encontrarme ni siquiera de día. Estaba oscureciendo.

Caminamos hacia el acceso del tubo de descenso. Sangre estaba esperando.

Parecía débil. Pero estaba esperando.

Me acerqué y le alcé la cabeza. Abrió los ojos y muy suavemente dijo:

—Hola.

Le sonreí. Dios mío, era bueno volver a verle.

—Lo conseguimos, amigo.

Intentó levantarse, pero no podía. Las heridas tenían muy mal aspecto.

—¿Has comido?—pregunté.

—No. Agarré una lagartija ayer… o quizá fuese antes de ayer. Tengo hambre, Vic. Entonces se acercó Quilla June y Sangre la vio. Cerró los ojos.

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