—¿Recibes algo? —pregunté a Sangre.
—Un poco. No mucho. Estoy leyendo a un tipo. El edificio arde bien.
—¿Podrás saber cuándo se van?
—Puede. Si se van.
Me puse cómodo. Quilla June temblaba por todo lo que había pasado.
—Tómatelo con calma —le dije—. Por la mañana, el edificio se habrá derrumbado y buscaran entre los escombros y encontrarán un montón de carne chamuscada y puede que no busquen demasiado el cuerpo de una chica. Y todo se resolverá… si no nos asfixiamos aquí dentro.
Sonrió un poco e intentó parecer valiente. Estaba bien aquella muchacha. Cerró los ojos y se tumbó en la colchoneta e intentó dormir. Yo estaba molido. Cerré los ojos también.
—¿Puedes arreglártelas? —pregunté a Sangre.
—Supongo. Mejor duerme.
Asentí, me eché a un lado y cerré los ojos. Me quedé dormido inmediatamente.
Cuando desperté me encontré a la chica, a aquella Quilla June, acurrucada bajo mi sobaco, abrazada a mi cintura, dormida como un tronco. Apenas podía respirar. Aquello era como un horno. Demonios, era un horno. Extendí una mano y la pared de la caldera estaba tan caliente que no podía tocarla. Sangre estaba arriba, en la colchoneta con nosotros. Aquella colchoneta había sido lo único que había impedido que nos asáramos. Estaba dormido, la cabeza enterrada entre las zarpas. Ella estaba dormida, desnuda aún. Puse una mano sobre uno de sus pechos. Estaba caliente. Se movió y se apretó aún más contra mí. Me empalmé.
Conseguí quitarme los pantalones y ponerme encima de ella. Despertó en seguida en cuanto sintió que le separaba las piernas, pero ya era demasiado tarde.
—No… para… qué haces… no, no…
Pero estaba medio dormida y débil y, de todos modos, no creo que en realidad quisiese impedírmelo.
Lloró cuando la rompí, por supuesto, pero después todo fue perfectamente. La colchoneta se llenó de sangre. Y Sangre siguió durmiendo como si nada. Desde luego, era distinto… Normalmente, cuando conseguía que Sangre rastreara algo para mí, tenía que agarrarlo y pincharlo y largarme rápido antes de que ocurriera algo malo. Pero ella venía, se levantaba de la colchoneta y me abrazaba tan fuerte que creía que me rompería las costillas, y luego se dejó caer lenta, lenta, lenta. Y tenía los ojos cerrados y parecía relajada. Y feliz. Sé notaba.
Lo hicimos muchas veces, y al cabo de un rato fue ya idea suya, pero no me negué. Y luego nos echamos uno junto al otro y hablamos.
Me preguntó cómo era lo mío con Sangre, y le dije que los perros guerrilleros se habían hecho telépatas y que habían perdido la capacidad para cazar comida para ellos mismos (de modo que tenían que hacerlo por ellos los
solos
y los bandidos) y que los perros como Sangre eran buenos para encontrar chicas para
solos
como yo. No dijo nada a esto. Le pregunté cómo era en las antípodas.
—Magnífico. Pero siempre muy tranquilo. Todo el mundo es muy educado con todo el mundo. En fin, como un pueblo pequeño.
—¿En cuál vivías tú?
—En Topeka. Está muy cerca de aquí.
—Sí, lo sé. El tubo de descenso está sólo a unos ochocientos metros de aquí. Estuve allí una vez echando un vistazo.
—¿Nunca has estado abajo?
—No. Y tampoco tengo ganas.
—¿Por qué? Es muy bonito. Te gustaría.
—Mierda me gustaría.
—Eres muy grosero.
—Soy muy grosero.
—No siempre.
Aquello me ponía furioso.
—Escucha, imbécil, ¿qué cono te pasa? Te agarré y te arrastré por ahí. Te violé media docena de veces. Qué tengo de bueno yo, ¿eh? Qué demonios te pasa, es que no tienes vista suficiente para saber cuando alguien…
Ella me sonreía.
—No me importó. Me gustó hacerlo. ¿Quieres que lo hagamos otra vez? Yo estaba realmente sorprendido. Me aparté de ella.
—¿Pero qué demonios te pasa? ¿No sabes que a una chica como tú, los
solos
pueden maltratarla realmente? ¿No sabes que a las chicas de las antípodas sus padres les advierten «no subas, si no te agarrarán esos sucios y peludos
solos
»? ¿Es que no lo sabes?
Ella me puso una mano en la pierna y empezó a deslizaría hacia arriba. Las yemas de los dedos rozaron mi muslo. Me empalmé otra vez.
—Mis padres nunca me dijeron eso sobre los
solos
—dijo.
Luego se echó otra vez encima de mí y me besó, y no pude evitar volver a hacerlo. Dios mío, y así durante horas. Al cabo de un rato, Sangre se volvió y dijo:
—No voy a seguir fingiendo que estoy dormido. Tengo hambre. Y estoy herido. La aparté de mí (esta vez estaba encima) y examiné a Sangre. El doberman le había arrancado un trozo de la oreja derecha y tenía un corte que le llegaba al morro, y piel ensangrentada a un lado. Estaba hecho una porquería.
—¡Tú no eres ningún jardín de rosas, Albert! —replicó. Retiré la mano.
—¿Podemos salir de aquí? —le pregunté. Miró alrededor y luego meneó la cabeza.
—No puedo sentir nada. Debe de haber un montón de escombros encima de esta caldera. Tengo que salir y explorar.
Esperamos un rato y por fin decidimos que si el edificio se había enfriado un poco, los bandidos habrían buscado ya entre las cenizas. El que no hubiesen intentado buscarnos en la caldera indicaba que probablemente estuviéramos bastante bien enterrados. O eso, el edificio aún ardía sobre nosotros. En cuyo caso aún estarían allí, esperando para revisar los escombros.
—¿Crees que puedes arreglártelas en las condiciones en que estás?
—Supongo que tendré que hacerlo, ¿no? —dijo Sangre. Su tono era muy amargo—. Quiero decir, si tú no piensas más que en joder, tendré que pensar yo en lo demás, ¿no crees?
Me di cuenta de que había un verdadero problema con él. No le gustaba Quilla June. Di la vuelta bordeándole y abrí la portilla de la caldera. Pero no podía moverla. Así que apoyé la espalda en un lado y haciendo palanca con las piernas le di un empujón lento y firme.
Lo que hubiese caído sobre ella resistió un minuto. Luego empezó a ceder, y al final se derrumbó con estruendo. Abrí del todo la puerta y miré fuera. Los pisos superiores se habían derrumbado sobre el sótano, pero cuando lo habían hecho eran básicamente ceniza y escombros de poco peso. Todo humeaba. A través del humo, pude ver la luz del día.
Salí, quemándome las manos en la parte exterior de la portilla. Sangre me siguió. Empezó a abrirse paso entre los escombros. Pude ver que la caldera estaba casi totalmente cubierta por lo que había caído de arriba. Había bastantes posibilidades de que los bandidos hubiesen hecho una revisión rápida, pensando que estábamos asados, se hubiesen ido. Pero, de todos modos, quería que Sangre hiciese una inspección. Empezó, pero le llamé. Vino.
—¿Qué pasa?
Bajé los ojos hacia él.
—Te diré lo que pasa, hombre. Estás actuando muy cochinamente.
—Demándame.
—Maldito sea, perro, ¿qué demonios te pasa?
—Ella. Esa chica que tienes ahí.
—¿Qué pasa con ella? ¿A qué viene eso ahora…? Ya he tenido chicas antes. —Sí, pero ninguna que se colgara como ésta. Te lo advierto, Albert, esta chica traerá problemas.
—¡No seas imbécil!
No contestó. Sólo me miró con rabia y luego se fue a explorar el escenario. Volví al interior y cerré la portezuela. Ella quería hacerlo otra vez. Le dije que yo no quería; Sangre me había enfriado. Estaba inquieto. Y no sabía muy bien por qué.
Pero demonios, era muy guapa.
Ella hizo una especie de puchero y se retrepó con los brazos cruzados.
—Cuéntame más cosas sobre las antípodas —dije.
Al principio se mostraba reacia, decía muy poco, pero al cabo de un rato se abrió y empezó a hablar libremente. Aprendí muchas cosas. Pensé que quizá me serían de utilidad alguna vez.
Sólo había unos doscientos «bajos» en lo que quedaba de Estados Unidos y Canadá:
Se habían metido en donde había pozos o minas u otro tipo de agujeros profundos. Algunos de ellos, en el Oeste, estaban en formaciones naturales como cuevas. Estaban a unos siete u ocho kilómetros de profundidad. Eran como grandes cajones puestos de pie.
Y la gente que se había establecido en ellos eran carcas del peor género. Baptistas sureños, fundamentalistas, amantes de la ley y el orden, auténticos carcas clase media sin ningún gusto por la vida salvaje. Y habían retrocedido a una especie de vida que ya no existía desde hacía ciento cincuenta años. Se habían llevado a los últimos científicos para que hicieran el trabajo, inventaran el cómo y el porqué y luego les habían echado. No querían ningún progreso, no querían ninguna discrepancia, no querían ningún cambio, de eso ya habían tenido bastante. La mejor época del mundo había sido antes de la primera guerra mundial, y suponían que si eran capaces de mantener así las cosas podrían vivir tranquilamente y sobrevivir. ¡Mierda! Yo me volvería loco en uno de aquellos sitios.
Quilla June sonrió y se echó otra vez encima de mí y esta vez no la rechacé. Empezó a acariciarme de nuevo, allá abajo, y por todas partes, y luego dijo:
—¿Vic?
—¿Hom?
—¿Has estado alguna vez enamorado?
—¿Qué?
—Enamorado. Si has estado alguna vez enamorado de una chica.
—¡Bueno, nunca, estoy seguro!
—¿Tú sabes lo que es el amor?
—Claro. Imagino que sí.
—Pero si no has estado nunca enamorado…
—No seas idiota. Tampoco me han pegado nunca un tiro en la cabeza y sé que no me gustaría.
—Apuesto a que no sabes lo que es el amor.
—Bueno, si eso significa vivir allá abajo, supongo que simplemente no tengo ganas de discutirlo.
No seguimos esta conversación mucho tiempo. Me echó al suelo y lo hicimos de nuevo. Y cuando acabó, oí a Sangre rascar en la caldera. Abrí la portezuela y allí estaba.
—Todo despejado —dijo.
—¿Seguro?
—Sí, sí, seguro. Ponte los pantalones —dijo con tono burlón— y sal de ahí. Tenemos que hablar.
Le miré y me di cuenta de que no bromeaba. Me puse los vaqueros y los zapatos y bajé de la caldera.
Trotó delante de mí, y nos alejamos de la caldera; cruzamos algunas vigas ennegrecidas y salimos al gimnasio, que estaba hundido. Parecía la raíz podrida de un diente.
—¿Qué te pasa ahora? —le pregunté.
Se acomodó sobre un trozo de hormigón hasta colocarse casi nariz con nariz conmigo.
—No me haces caso ya, Vic.
Me di cuenta de que estaba serio. Ya no utilizaba lo de Albert. Me llamaba Vic.
—¿Porqué?
—Anoche, amigo. Pudimos salir de aquí y dejársela a ellos. Eso habría sido lo más inteligente.
—Yo la quería.
—Sí, ya sé. De eso hablo. Ya no es anoche; es hoy. Ya la has tenido como medio centenar de veces. ¿Por qué tenemos que seguir por aquí?
—Quiero un poco más. Entonces se enfadó.
—Bien, escucha, amigo… también yo quiero algunas cosas. Quiero algo de comer, y quiero librarme de este dolor del costado y quiero abandonar este territorio. Quizás ellos o hayan renunciado como creemos.
—Tómatelo con calma. Todo se resolverá. Pero ella puede seguir con nosotros.
—Así que esa es la nueva historia —dijo—. Ahora viajaremos tres, ¿no es así?
—¡Estás empezando a parecer un perrito de aguas!
—Tú estás empezando a parecer un boxer.
Hice ademán de pegarle. No se movió. Bajé la mano. Nunca pegaría a Sangre. No le había pegado nunca y no quería empezar entonces.
—Perdona —dijo suavemente.
—Es igual.
Pero no nos miramos.
—Vic, amigo, tienes responsabilidades respecto a mí, ¿sabes?
—No tienes que decírmelo.
—Bueno, quizá tenga que hacerlo. Quizá tenga que recordarte algunas cosas. Como la vez que salió a la calle aquel chillador de pozo y te agarró.
Me estremecí. Aquel cabrón era verde. Exactamente verde piedra, y brillaba como un hongo. Se me revolvieron las tripas sólo de pensarlo.
—Y yo me lancé sobre él. Asentí. Sí, lo había hecho.
—Y podría haber resultado con quemaduras graves y haber muerto, pero no me importó, ¿verdad?
Asentí de nuevo. Me estaba machacando. No me gustaba que me hicieran sentirme culpable. Las cuentas entre Sangre y yo estaban a la par. Él lo sabía.
—No lo pensé siquiera, ¿recuerdas?
Recordé cómo chillaba aquella cosa verde. ¡Dios mío!, era como fango y pestañas.
—Sí, de acuerdo, pero no me «castidies».
—Fastidies, no «castidies».
—¡Bueno LO QUE SEA! —grité—. ¡Deja ya de machacarme o acabaremos olvidando todo nuestro podrido acuerdo!
Entonces Sangre estalló. —¡Bien, quizá deberíamos hacerlo, imbécil, estúpido
putz
!
—¿Qué es eso de
putz
, pequeño cagarro? ¿Es algo malo…? Sí, debe serlo… ¡Cuidado con esa boca, hijo de puta, o te doy una patada en el culo!
Permanecimos allí sentados sin hablar durante quince minutos. Ninguno de los dos sabía qué hacer.
Por último retrocedí un poco. Hablé suave y lento. Estaba hasta las narices de él pero le dije que me preocuparía de sus problemas como había hecho siempre y él me amenazó diciendo que debía hacerlo por mi bien porque había un par de
solos
muy hips por la ciudad, y que estarían encantados de tener un huelerrabos inteligente como él. Le dije que no me gustaba que me amenazaran y que mirase dónde ponía las patas porque si no le rompería una. Se enfureció y se largó. Yo dije «jódete», y volví a la caldera para desahogar todo aquello con Quilla June.
Pero cuando metí la cabeza en la caldera, ella estaba esperando con una pistola que le había quitado a uno de los bandidos muertos. Me arreó con fuerza sobre el ojo derecho y caí por la portezuela y quedé fuera de combate.
—Ya te dije que no era buena.
Me miraba mientras me untaba la herida con desinfectante de mi botiquín y pintaba la piel con yodo. Reía entre dientes cuando yo me encogía.
Recorrí la caldera reuniendo todas las municiones que podía llevar y dejando la Browning por el 30-06, más pesado. Luego encontré algo que debía habérsele caído a ella de entre la ropa. Era una pequeña placa de metal, de unos diez centímetros de longitud por cuatro de altura. Tenía una serie de números grabados, y unos agujeros que parecían hechos al azar.
—¿Qué es esto? —pregunté a Sangre. Me miró; lo olfateó.
—Debe de ser una especie de carné de identidad para salir de las antípodas. Eso me dio una idea.