Ródano suspiró, medio sonrió, medio se encogió de hombros y se puso de pie, despacio.
–Hemos terminado, pues. No podemos obligarlo a servir a su patria si no desea hacerlo.
Se dirigió hacia la puerta, arrastrando un poco los pies y entonces con la mano casi en el pomo, se volvió y dijo:
–De todos modos, me ha trastornado algo. Me temo que estaba equivocado y
odio
estar equivocado.
–¿Equivocado? ¿Qué ha hecho usted? ¿Apostar cinco pavos a que me encantaría dar la vida por mi país?
–No. Creí que le encantaría tener la oportunidad de avanzar en su carrera. Después de todo, y tal como están las cosas, no va a llegar a ninguna parte. Nadie escucha sus ideas; sus artículos ya no se publican. Su nombramiento en la Universidad, no es fácil que lo renueven. ¿Cargos? Olvídelos. ¿Becas del Gobierno? Jamás. No después de haber rechazado nuestra petición. Después de este año, no tendrá ni renta, ni destino. Y pese a todo, no quiere ir a la Unión Soviética, como creí que haría, a fin de salvar su carrera. Sin todo esto, ¿qué va a hacer?
–Es mi problema.
–No.
Nuestro
problema. El nombre del juego en este precioso nuevo mundo nuestro es avance tecnológico: el prestigio, la influencia, las posibilidades de hacer lo que otros países no pueden. El juego se libra entre dos importantes contendientes y sus aliados respectivos; nosotros y ellos, los Estados Unidos y la Unión Soviética. A pesar de toda nuestra circunspecta amistad, seguimos compitiendo. Los participantes en el juego son científicos e ingenieros y cualquier participante descontento puede ser utilizado por el lado contrario. Usted es un jugador descontento, doctor Morrison. ¿Comprende lo que le estoy diciendo?
–Lo que comprendo es que está a punto de resultar ofensivo.
–Tenemos su declaración de que la doctora Boranova le ha invitado a visitar la Unión Soviética. ¿No es verdad? ¿No le habrá invitado a vivir en la Unión Soviética y a trabajar para ellos a cambio de apoyar sus ideas?
–Yo tenía razón. Me está ofendiendo.
–Mi trabajo lo requiere..., si es preciso. Y si, después de todo yo tuviera razón y se
aferrara
a la oportunidad de mejorar su carrera. Sólo que ésta es la forma en que quiere hacerlo..., quedarse aquí y aceptar dinero soviético, y su respaldo, a cambio de darles cuanta información pueda.
–Se equivoca. Ni tiene pruebas que lo sugieran, ni puede probarlo.
–Pero puedo sospecharlo, y otros también. A partir de ahora procuraremos tenerlo bajo vigilancia constante. No podrá dedicarse a la Ciencia. Su vida profesional habrá acabado..., del todo. Y puede evitarlo, solamente con hacer lo que le pedimos y marchar a la Unión Soviética.
Morrison apretó los labios y dijo con voz ronca:
–Me está amenazando en un burdo intento de chantajearme y no pienso capitular. Correré el riesgo. Mis teorías sobre el centro cerebral del pensamiento son correctas y algún día serán reconocidas..., pese a lo que usted y otros hagan.
–No puede vivir de «algún día»
–Pues moriré. Puede que tenga cobardía física, pero no moral. Adiós.
Ródano, con una última mirada medio compasiva, se fue. Y Morrison, estremecido por un espasmo de pánico y desesperanza, sintió que se le escapaba su espíritu de lucha, dejando sólo desesperación tras de sí.
Si pedir cortésmente es inútil, tómalo.
DEZHNEV, padre
«Pues moriré», pensó Morrison.
Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta con llave después de que saliera Ródano. Se dejó caer en el sillón, sumido en sus pensamientos, con expresión ausente. El sol de la tarde en su camino al ocaso entraba por su ventana y no se molestó en oprimir el botón que opacaría los cristales. Sencillamente lo dejó entrar. La verdad era que encontraba una vaga fascinación hipnótica viendo bailar las motas de polvo.
Había huido asustado de la mujer rusa, pero había plantado cara al agente americano, haciéndole frente con el coraje de..., de la desesperación.
Y lo que ahora sentía era eso, desesperación, y nada de valor. Después de todo, lo que había dicho Ródano era verdad. Su nombramiento no sería renovado para el año próximo y ninguno de los contactos intentados había dado resultado. Era un veneno para la oficina académica y carecía del tipo de experiencia (o más importante, de los contactos) que podía proporcionarle un empleo en el sector privado, incluso si la discreta y silenciosa oposición de un Gobierno ofendido no se tenía en cuenta.
¿Qué haría? ¿Irse al Canadá?
Allí estaba Janvier en la «McGill University» En cierta ocasión había expresado interés por las ideas de Morrison. ¡En una ocasión! Morrison no había tanteado a Janvier porque no había contado con abandonar el país. Ahora sus planes ya no importaban. Tendría que irse.
También estaba Latinoamérica, donde una docena de Universidades podrían admitir a uno del Norte que hablaba español y portugués..., por lo menos un poco. El español de Morrison era malo. Su portugués inexistente.
¿Qué podía perder? No había lazos familiares. Incluso sus hijas estaban distantes, desvanecidas, como viejas fotografías. No tenía prácticamente amigos, o por lo menos ninguno que hubiera sobrevivido a los desastres de sus investigaciones.
Estaba su programa, claro, especialmente redactado por él. Había nacido, al principio, para una pequeña industria según sus especificaciones. Desde entonces lo había ido modificando, incesantemente, por cuenta propia. Tal vez debiera patentarlo, excepto que nadie más que él lo llegaría a utilizar. Lo llevaría consigo, dondequiera que fuese. Ahora mismo lo llevaba en el bolsillo interior izquierdo de su americana, abultando como una cartera de gran tamaño.
Morrison podía oír su propia áspera respiración y se dio cuenta de que estaba escapando del tiovivo sin sentido de sus pensamientos, durmiéndose en ellos. «¿Cómo podía interesar a otros –pensó con amargura–, si incluso se aburría a sí mismo?»
Notó que el sol ya no daba en su ventana y que el atardecer invadía su habitación. Tanto mejor.
Percibió un zumbido. Era el teléfono interior, pero no se movió. Morrison dejó que sus ojos siguieran cerrados. Probablemente se trataba de ese hombre, Ródano, llamando para un último intento. Que siguiera llamando.
El sueño le venció y la cabeza de Morrison cayó hacia un lado, en una posición tan incómoda que el sueño no duró mucho.
Tardó unos quince minutos en sentirse completamente despierto. El cielo seguía siendo azul, pero la penumbra de su habitación había aumentado y pensó, sintiéndose culpable, que había perdido todas las comunicaciones de aquella tarde. Y de pronto pensó con rebeldía: «¡Bien! ¿Y por qué iba a querer oírles?»
La rebeldía fue en aumento. ¿Qué estaba haciendo en aquella Convención? En tres días no había oído ni una sola lectura que le interesara, ni había conocido a nadie que pudiera echar una mano a su carrera medio hundida. ¿Qué haría en los tres días restantes excepto tratar de evitar a las dos personas que había encontrado y que de ningún modo quería volver a encontrar..., Boranova y Ródano?
Sintió hambre. No había casi almorzado y se acercaba la hora de la cena. El problema era que no se sentía de humor para comer solo en el elegante restaurante del hotel y menos aún para pagar sus inflados precios. La idea de esperar en fila para conseguir un taburete en la cafetería, era todavía menos tentadora.
Esto lo decidió todo. Estaba harto. Lo mejor sería pagar la cuenta y caminar hasta la estación de ferrocarril. (El trayecto no era largo y el aire fresco de la noche tal vez le ayudaría a despejar las brumas de su mente.) Tardaría no menos de cinco minutos en hacer la maleta; estaría en camino en diez.
Emprendió la tarea con gesto torvo. Por lo menos ahorraría la mitad de la factura del hotel y se alejaría de un lugar que, estaba seguro de ello, si se quedaba no le proporcionaría más que disgustos.
Tenía toda la razón, por supuesto, pero ninguna campanilla sonó en su mente para informarle de que ya se había quedado demasiado tiempo.
Después de pasar rápidamente por la recepción, abajo, Morrison cruzó las enormes puertas de cristal del hotel, encantado de ser libre, pero aún incómodo. Había observado cuidadosamente el vestíbulo para estar seguro de que ni Boranova ni Ródano rondaban por ahí, y ahora recorrió con la mirada la hilera de taxis y los grupos de gente que entraba y salía del hotel.
Todo bien..., parecía.
Todo bien, excepto por un Gobierno enfadado, ningún logro, y problemas interminables en el futuro. La «McGill University» parecía por momentos más y más atractiva..., si conseguía entrar.
Salió a la acera, calle abajo, hacia la estación que estaba demasiado lejos para poder verla. Calculó que llegaría a casa pasada la media noche y no tendría oportunidad de dormir en el tren. Llevaba un librito de crucigramas que lo mantendría ocupado..., si la luz era buena. O...
Morrison se volvió al oír su nombre. Lo hizo maquinalmente aunque en las condiciones en que se encontraba, hubiera debido seguir adelante. No había nadie con quien quisiera hablar.
–¡Al! ¡Al Morrison! ¡Válgame Dios! –La voz era estridente y Morrison no la reconoció.
Ni reconoció el rostro. Era redondo, de mediana edad, rasurado y adornado con gafas de montura de acero. La persona a quien pertenecía el rostro, iba bien vestida.
Morrison sintió al momento la habitual angustia de tratar de recordar a una persona que se acordaba de uno perfectamente y que se comportaba como si fueran buenos amigos. Abrió la boca en el esfuerzo por buscar en el archivo de su mente.
El otro aparentaba darse cuenta del apuro de Morrison, pero pareció no importarle. Le dijo:
–Veo que no se acuerda de mí. No hay motivo para ello. Soy
Charlie
Norbert. Nos conocimos en una conferencia del «Gordon Research».., oh, hace años. Estaba usted interrogando a uno de los oradores acerca de la función del cerebro y lo hizo muy bien. Muy incisivo. Así que no es extraño que le recuerde, ¿comprende?
–Ah, sí –murmuró Morrison tratando de recordar cuándo había asistido por última vez a una conferencia del «Gordon Research» ¿Haría unos siete años, no?–. Muy amable por su parte.
–Hablamos mucho sobre ello aquella noche, doctor Morrison. Lo recuerdo porque me impresionó
usted
. Pero, no es raro que no se acuerde de mí. Nada en mí que cause impresión. Sabe, encontré su nombre en la lista de asistentes. Su segundo apellido. Jonas, me lo hizo recordar. Quise hablarle. Llamé a su habitación hará una media hora, pero no me contestó nadie.
Norbert pareció darse cuenta de la maleta de Morrison, por primera vez, y compungido preguntó:
–¿Es que se marcha?
–La verdad es que voy a coger el tren. Lo siento.
–Por favor, concédame unos minutos más. He estado leyendo sobre sus ideas.
Morrison dio unos pasos atrás. Incluso el hecho de expresar interés por sus ideas, no era bastante en aquellos instantes. Además la loción para después de afeitar del otro era muy fuerte e invadía su espacio personal, lo mismo que el hombre. Nada de lo que el otro le decía despertaba ningún recuerdo. Morrison acabó por decirle:
–Lo siento, pero si ha estado leyendo sobre mis ideas, será probablemente el único. Deseo que no le importe, pero...
–Pero sí me importa. –Norbert estaba serio–. Me sorprende que en su campo no se le aprecie como es debido.
–También me sorprendía a mí hace tiempo, señor Norbert.
–Llámeme
Charlie
. Hace años nos llamábamos por el nombre... No debe tener que pasar sin el debido aprecio, ¿sabe?
–No hay obligación de hacerlo. Soy como soy y nada más... –Morrison se volvió como para alejarse.
–Espere, Al. ¿Y si le dijera que puedo conseguirle un nuevo empleo con gente que aprecia su modo de pensar?
–Le diría que está usted soñando. –Morrison se detuvo.
–No sueño. Al, escúcheme. Oh, cómo me alegra haber tropezado con usted. Quiero presentarle a alguien. Verá, lanzamos una nueva compañía, «Genetic Mentalics» Hay mucho dinero detrás de nosotros y grandes planes. La idea es mejorar la mente humana mediante la ingeniería genética. Cada año vamos mejorando las computadoras, así que, ¿por qué no mejorar nuestra propia computadora? –Se golpeó la frente–. ¿Dónde estará? Lo dejé en el coche cuando lo vi salir del hotel. ¿Sabe?, no ha cambiado gran cosa desde que lo vi por última vez.
A Morrison aquello lo dejó indiferente, pero preguntó:
–¿Y esta nueva compañía me quiere a mí?
–Claro que lo quieren. Queremos modificar la mente, hacerla más inteligente, más creativa. Pero, ¿qué es lo que debemos modificar para conseguirlo? Usted nos lo dirá.
–Me temo que no he llegado tan lejos.
–No esperamos respuestas inmediatas. Simplemente queremos que trabaje para conseguirlo... Óigame, sea cual fuere su sueldo ahora, lo duplicaremos. Díganos lo que le dan ahora y nos tomaremos la pequeña molestia de multiplicarlo por dos. ¿Le parece justo? Y será usted su propio jefe.
Morrison frunció el ceño.
–Ésta es la primera vez que me tropiezo con Santa Claus vestido de paisano. Afeitado, además. ¿Dónde está el engaño?
–Ningún engaño... Pero, ¿dónde estará...? Ah, ha cambiado el coche de sitio para evitar el tráfico... Mire, es mi jefe, Craig Levinson. No le hacemos ningún favor, Al. Nos lo hace usted a nosotros. Venga conmigo.
Morrison dudó, aunque sólo momentáneamente. Siempre está oscuro antes de que amanezca. Cuando uno está abajo, no hay más dirección que hacia arriba. El rayo cae sólo alguna vez... De pronto estaba lleno de viejos refranes.
Se dejó llevar por el otro, vacilando apenas. Norbert agitó la mano y gritó:
–¡Le he encontrado! Éste es el hombre de quien le hablé. Al Morrison. Es el que necesitamos.
Un rostro grave, de mediana edad, le miró desde detrás del volante de un coche último modelo, cuyo color era indefinible en la oscuridad. El rostro le sonrió, los dientes brillaron, y la voz que le correspondía, exclamó:
–¡Estupendo!
El portaequipajes se abrió al acercarse y
Charlie
Norbert cogió la maleta de Morrison.
–Déjeme aligerarlo. –La echó al maletero y cerró de golpe.
–Espere –dijo Morrison, sorprendido.
–No se preocupe, Al. Si pierde este tren, hay otros. Si lo prefiere alquilaremos una limusina para llevarle a casa..., eventualmente. Entre.