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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Viaje a Ixtlán (4 page)

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Sostuvo esa extraña mirada durante un momento largo.

—¿Cómo puedo saber quién soy, cuando soy todo esto? —dijo, barriendo el entorno con un gesto de su cabeza.

Luego posó en mí los ojos y sonrió.

—Poco a poco tienes que crear una niebla en tu alrededor; debes borrar todo cuanto te rodea hasta que nada pueda darse por hecho, hasta que nada sea ya cierto. Tu problema es que eres demasiado cierto. Tus empresas son demasiado ciertas; tus humores son demasiado ciertos. No tomes las cosas por hechas. Debes empezar a borrarte.

—¿Para qué? —pregunté, belicoso.

Se me aclaró que don Juan me estaba dando reglas de conducta. A lo largo de toda mi vida, yo había llegado al punto de ruptura cuando alguien trataba de decirme qué hacer; la sola idea de que me dijeran qué hacer me ponía de inmediato a la defensiva.

—Dijiste que querías aprender los asuntos de las plantas —dijo él calmadamente—. ¿Quieres recibir algo a cambio de nada? ¿Qué te crees que es esto? Quedamos en que tú me harías preguntas y yo te diría lo que sé. Si no te gusta, no tenemos nada más qué decirnos.

Su terrible franqueza me despertó resentimiento, y a regañadientes concedí que él tenía la razón.

—Entonces mírala por este lado —prosiguió—. Si quieres aprender los asuntos de las plantas, como en realidad no hay nada que decir de ellas, debes, entre otras cosas, borrar tu historia personal.

—¿Cómo? —pregunté.

—Empieza por lo fácil, como no revelar lo que verdaderamente haces. Luego debes dejar a todos los que te conozcan bien. Así construirás una niebla en tu alrededor.

—Pero eso es absurdo —protesté—. ¿Por qué no va a conocerme la gente? ¿Qué hay de malo en ello?

—Lo malo es que, una vez que te conocen, te dan por hecho, y desde ese momento no puedes ya romper el lazo de sus pensamientos. A mí en lo personal me gusta la libertad ilimitada de ser desconocido. Nadie me conoce con certeza constante, como te conocen a ti, por ejemplo.

—Pero eso sería mentir.

—No me importan las mentiras ni las verdades —dijo con severidad—. Las mentiras son mentiras solamente cuando tienes historia personal.

Argumenté qué no me gustaba engañar delibera­damente a la gente ni despistarla. Su respuesta fue que de cualquier manera yo despistaba a todo el mundo.

El viejo había tocado una llaga abierta en mi vida. No me detuve a preguntarle qué quería decir con eso ni cómo sabía que yo engañaba a la gente todo el tiempo. Simplemente reaccioné a su afirmación, defendiéndome a través de explicaciones. Dije tener la dolorosa conciencia de que mi familia y mis ami­gos me consideraban indigno de confianza, cuando en realidad jamás había dicho una mentira en toda mi vida.

—Siempre supiste mentir —dijo él—. Lo único que faltaba era que sabías por qué hacerlo. Ahora lo sabes.

Protesté.

—¿No ve usted que estoy harto de que la gente me considere indigno de confianza? —dije.

—Pero sí eres indigno de confianza —repuso con convicción.

—¡Qué no, hombre, me llevan los demonios! —ex­clamé.

Mi actitud, en vez de forzarlo a la seriedad, lo hizo reír histéricamente. Sentí un enorme desprecio hacia el anciano por su engreimiento. Desdichada­mente, estaba en lo cierto con respecto a mí.

Tras un rato me calmé y él siguió hablando.

—Cuando uno no tiene historia personal —expli­có—, nada de lo que dice puede tomarse como una mentira. Tu problema es que tienes que explicarle todo a todos, por obligación, y al mismo tiempo quie­res conservar la frescura, la novedad de lo que haces. Bueno, pues como no puedes sentirte estimulado después de explicar todo lo que has hecho, dices men­tiras para seguir en marcha.

—Me hallaba en verdad perplejo por la gama de nuestra conversación. Escribía lo mejor posible todos los detalles del diálogo, concentrándome en lo que don Juan decía en lugar de detenerme a deliberar en mis prejuicios o en el sentido de sus palabras.

—De ahora en adelante —dijo él—, debes simple­mente enseñarle a la gente lo que quieras enseñarle, pero sin decirle nunca con exactitud cómo lo has hecho.

—¡Yo no puedo guardar secretos! —exclamé—. Lo que usted dice es inútil para mí.

—¡Pues cambia! —dijo en tono cortante y con un brillo feroz en la mirada.

Parecía un extraño animal salvaje. Y sin embargo era tan coherente en sus ideas, y tan verbal. Mi mo­lestia cedió el paso a un estado de confusión irri­tante.

—Verás —prosiguió—: sólo tenemos una alterna­tiva: o tomamos todo por cierto, o no. Si hacemos lo primero, terminamos muertos de aburrimiento con nosotros mismos y con el mundo. Si hacemos lo se­gundo y borramos la historia personal, creamos una niebla a nuestro alrededor, un estado muy emocio­nante y misterioso en el que nadie sabe por dónde va a saltar la liebre, ni siquiera nosotros mismos.

Repuse que borrar la historia personal sólo acre­centaría nuestra sensación de inseguridad.

—Cuando nada es cierto nos mantenemos alertas, de puntillas todo el tiempo —dijo él—. Es más emo­cionante no saber detrás de cuál matorral se esconde la liebre, que portarnos como si conociéramos todo.

No dijo una palabra más durante un rato muy lar­go; acaso una hora transcurrió en completo silencio. Yo no sabía qué preguntar. Finalmente, se puso de pie y me pidió llevarlo al pueblo cercano.

Yo ignoraba el motivo, pero nuestra conversación me había agotado. Tenía ganas de dormir. Él me pi­dió parar en el camino y me dijo que, si deseaba descansar, debía trepar a la cima plana de una loma al lado de la carretera y acostarme bocabajo con la cabeza hacia el este.

Parecía tener un sentimiento de urgencia. Yo no quise discutir, o acaso me encontraba demasiado can­sado hasta para hablar. Subí al cerro e hice lo que él me había indicado.

Dormí sólo dos o tres minutos, pero fueron sufi­cientes para que mi energía se renovara.

Llegamos al centro del pueblo, donde quiso que lo dejase.

—Vuelve —dijo al bajar del coche—. Acuérdate de volver.

III. PERDER LA IMPORTANCIA

Tuve oportunidad de discutir mis dos visitas previas a don Juan con el amigo que nos puso en contacto. Su opinión fue que yo estaba perdiendo el tiempo. Le relaté, con todo detalle, la gama de nuestras con­versaciones. Él pensó que yo exageraba y romantiza­ba a un viejo chiflado y tonto.

No había en mí mucha visión romántica que apli­car a tan absurdo anciano. Sentía sinceramente que sus críticas sobre mi personalidad habían socavado en forma grave mi simpatía hacia él. Pero tenía que admitirlo; siempre habían sido oportunas, ciertas y agudamente precisas.

En ese punto, el centro de mi dilema era que re­husaba a aceptar que don Juan era muy capaz de desbaratar todas mis ideas preconcebidas acerca del mundo y a concordar con mi amigo en la creencia de que «el viejo indio estaba simplemente loco».

Me sentí compelido a hacerle otra visita antes de resolver el problema.

Miércoles, diciembre 28, 1960

Inmediatamente después de que llegué a su casa, me llevó a caminar por el chaparral del desierto. Ni si­quiera miró la bolsa de comestibles que yo le llevé. Parecía haberme estado esperando.

Caminamos durante horas. Él no cortó plantas ni me las mostró. En cambio, me enseñó una «forma correcta de andar». Dijo que yo debía curvar suave­mente los dedos mientras caminaba, para conservar la atención en el camino y los alrededores. Aseveró que mi forma ordinaria de andar debilitaba, y que nunca había que llevar nada en las manos. De ser necesario transportar cosas, debía usarse una mochila o cualquier clase de red portadora o bolsa para los hombros. Su idea era que, obligando a las manos a adoptar una posición específica, uno era capaz de mayor energía y mayor lucidez.

No vi caso en discutir; curvé los dedos como él indicaba y seguí caminando. Mi lucidez no varió en modo alguno, ni tampoco mi vigor.

Iniciamos nuestra excursión en la mañana y nos detuvimos a descansar a eso del mediodía. Yo sudaba y quise beber de mi cantimplora, pero él me detuvo diciendo que era mejor tomar sólo un sorbo de agua. De un pequeño arbusto amarillento, cortó algunas hojas y las mascó. Me dio unas y señaló que eran excelentes; si las mascaba despacio, mi sed desapare­cería. No fue así, pero tampoco sentí malestar.

Pareció haber leído mis pensamientos, y explicó que yo no advertía los beneficios de la «forma correc­ta de andar», ni los de masticar las hojas, porque era joven y fuerte y mi cuerpo no percibía nada por ser un poco estúpido.

Rió. Yo no estaba de humor para risas y eso pa­reció divertirle más aún. Corrigió su frase anterior, diciendo que mi cuerpo no era realmente estúpido, sino que estaba adormilado.

En ese instante un cuervo enorme voló por encima de nuestras cabezas, graznando. Sobresaltado, eché a reír. Me pareció que la ocasión pedía risa, pero para mi absoluto asombro él sacudió con fuerza mi brazo y me calló. Su expresión era sumamente seria.

—Eso no fue chiste —dijo con severidad, como si yo supiera a qué se refería.

Pedí una explicación. Era incongruente, le dije, que se enojara porque yo reía del cuervo, cuando nos habíamos reído de la cafetera.

—¡Lo que viste no era sólo un cuervo! —exclamó.

—Pero yo lo vi y era un cuervo —insistí.

—No viste nada, idiota —dijo, hosco.

Su brusquedad era injustificada. Le dije que no me gustaba hacer enojar a la gente y que tal vez sería mejor irme, pues él no parecía estar de humor para tolerar compañía.

Él río a carcajadas, como si yo fuese un payaso que actuaba para él. Mi molestia e irritación crecieron proporcionalmente.

—Eres muy violento —comentó despreocupado—. Te tomas demasiado en serio.

—¿Pero no estaba usted haciendo lo mismo? —in­terpuse—. ¿Tomándose en serio cuando se enojó con­migo?

Dijo que enojarse conmigo era lo que más lejos estaba de su pensamiento. Me miró con ojos pe­netrantes.

—Lo que viste no era un acuerdo del mundo —di­jo—. Los cuervos que vuelan o graznan no son nunca un acuerdo. ¡Eso fue una señal!

—¿Una señal de qué?

—Una indicación muy importante acerca de ti —re­puso crípticamente.

En ese mismo instante, el viento arrastró hasta nuestros pies la rama seca de un arbusto.

—¡Eso fue un acuerdo! —exclamó él, y mirándome con ojos relucientes estalló en una carcajada.

Tuve la sensación de que, por molestarme, inven­taba sobre la marcha las reglas de su extraño juego; así, él podía reír, pero yo no. Mi irritación volvió a expandirse y le dije lo que pensaba de él.

No se disgustó ni se ofendió para nada. Rió, y su risa acrecentó más aún mi angustia y mi frustración. Pensé que deliberadamente me humillaba. Decidí allí mismo que ya estaba harto del «trabajo de campo».

Me puse en pie y le dije que deseaba emprender el regreso a su casa, porque tenía que salir rumbo a Los Ángeles.

—¡Siéntate! —dijo, imperioso—. Te pones de ma­las como señora vieja. No puedes irte ahora, porque todavía no terminamos.

Lo odié. Pensé que era un hombre despectivo.

Empezó a cantar una idiota canción ranchera. Ob­viamente, estaba imitando a algún cantante popular. Alargaba ciertas sílabas y contraía otras, convirtiendo la canción en todo un objeto de farsa. Era tan có­mico que acabé por reír.

—Ya ves, te ríes de la canción estúpida —dijo—. Pero el que canta así, y los que pagan por oírlo, no se ríen; piensan que es seria.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté.

Pensé que había urdido el ejemplo para decirme que yo reí del cuervo por no haberlo tomado en se­rio, igual que no había tomado en serio la canción. Pero me desconcertó de nuevo. Dijo que yo era como el cantante y la gente a quien le gustaban sus canciones: lleno de arrogancia y seriedad con respecto a una idiotez que a nadie en su sano juicio debía importarle un pepino.

Luego recapituló, como para refrescar mi memoria, todo cuanto había dicho antes sobre el tema de «aprender los asuntos de las plantas». Recalcó enfá­ticamente que, si yo en verdad quería aprender, debía remodelar la mayor parte de mi conducta.

Mi molestia creció, hasta que incluso el tomar no­tas me costaba un esfuerzo supremo.

—Te tomas demasiado en serio —dijo, despacio—. Te das demasiada importancia. ¡Eso hay que cam­biarlo! Te sientes de lo más importante, y eso te da pretexto para molestarte con todo. Eres tan impor­tante que puedes marcharte así nomás si las cosas no salen a tu modo. Sin duda piensas que con eso demuestras tener carácter. ¡Eres débil y arrogante!

Traté de formular una protesta, pero él no quitó el dedo del renglón. Señaló que, en el curso de mi vida, yo jamás había podido terminar nada, a causa de ese sentido de importancia desmedida que yo mismo me atribuía.

La certeza con que hizo sus aseveraciones me des­concertó por completo. Eran verdad, desde luego, y eso me hacía sentirme no sólo enojado, sino también bajo amenaza.

—La arrogancia es otra cosa que hay que dejar, lo mismo que la historia personal —dijo en tono dra­mático.

Yo no quería en modo alguno discutir con él. Re­sultaba obvia mi tremenda desventaja; él no iba a regresar a su casa hasta que se le antojase, y yo no conocía el camino. Tenía que quedarme con él.

Hizo un movimiento extraño y súbito: pareció hus­mear el aire en torno suyo, su cabeza se sacudió leve y rítmicamente. Se le veía en un estado de alerta fuera de lo común. Se volvió y fijó en mí los ojos, con una expresión de extrañeza y curiosidad. Me miró de pies a cabeza como buscando algo específico; luego se levantó abruptamente y empezó a caminar con rapidez. Casi corría. Lo seguí. Mantuvo un paso muy acelerado durante poco menos de una hora.

Finalmente se detuvo junto a una colina rocosa y nos sentamos a la sombra de un arbusto. El trote me había agotado por completo, aunque me hallaba de mejor humor. Era extraña la forma en que había cambiado. Me sentía casi alborozado, pero cuando habíamos empezado a trotar, después de nuestra dis­cusión, me hallaba furioso con él.

—Es muy extraño —dije—, pero me siento de veras, bien.

Oí a la distancia el graznar de un cuervo. Él se llevó el dedo a la oreja derecha y sonrió.

—Eso fue una señal —dijo.

Una piedra cayó rebotando cuestabajo y aterrizó con estruendo en el chaparral.

Él río con fuerza y señaló con el dedo en dirección del sonido.

—Y eso fue un acuerdo —dijo.

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