Viaje a Ixtlán (9 page)

Read Viaje a Ixtlán Online

Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
5.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Jamás concebí un equilibrio de ese tipo cuando cazaba —dije.

—Eso no es cierto. Tú no matabas animales por las puras. Tú y tu familia se comían la caza.

Sus afirmaciones tenían la convicción de alguien que hubiera estado allí presente. Por supuesto, tenía razón. Hubo épocas en las que yo proveía la carne de caza que completaba ocasionalmente la dieta fa­miliar.

—¿Cómo lo supo usted? —pregunté tras un mo­mento de titubeo.

—Hay ciertas cosas que sé, así nomás —dijo—. No puedo decirte cómo.

Le conté que mis parientes, con mucha seriedad, llamaban «perdices» a todas las aves que yo cobraba.

Don Juan dijo que podía imaginárselos llamando «una perdiz chiquita» a un gorrión, y añadió una versión cómica de la manera como lo masticarían. Los extraordinarios movimientos de su quijada me hicieron sentir que en efecto estaba masticando un pájaro entero, con huesos y todo.

—De verdad creo que tienes buena mano para cazar —dijo, mirándome con fijeza—. Y nos estábamos yendo por donde no era. A lo mejor estarás dispuesto a cambiar tu forma de vida para volverte cazador.

Me recordó que, con sólo un poco de esfuerzo por mi parte, yo había descubierto que en el mundo ha­bía sitios buenos y malos para mí; añadió que también había hallado los colores específicos asociados con ellos.

—Eso significa que tienes facilidad para la caza —declaró—. No cualquiera hallaría sus sitios y sus colores al mismo tiempo.

Ser cazador sonaba bonito y romántico, pero me resultaba un absurdo porque a mí no me interesaba especialmente cazar.

—No tiene que interesarte ni que gustarte —repuso él a mi queja—. Tienes una inclinación natural. Creo que a los mejores cazadores nunca les gusta cazar; lo hacen bien, eso es todo.

Tuve el sentimiento de que don Juan, con su don de palabra, podía salir de cualquier atolladero; sin embargo, él afirmó que no le gustaba hablar.

—Es como lo que te dije de los cazadores. No es necesario que me guste hablar. Nada más tengo faci­lidad para ello y lo hago bien, eso es todo.

Su agilidad mental me hizo verdadera gracia.

—Los cazadores tienen que ser individuos excep­cionalmente agudos —prosiguió—. Un cazador deja muy pocas cosas al azar. He estado tratando mil maneras de convencerte de que debes aprender a vivir en forma distinta. Hasta ahora no he podido. No había nada de lo que pudieras agarrarte. Ahora es diferente. He hecho volver tu viejo espíritu de caza­dor; a lo mejor cambias a través de él.

Protesté: no quería hacerme cazador. Le recordé que al principio sólo había querido que me hablara de plantas medicinales, pero él me había hecho apar­tarme a tal grado de mi propósito original, que ya no me era posible recordar claramente si en verdad había querido aprender de plantas.

—Eso está bueno —dijo él—. Realmente muy bue­no. Si no tienes una imagen tan clara de lo que quie­res, tal vez te hagas más humilde.

—Vamos a ponerlo de otro modo. Para tus fines, no importa en realidad que aprendas de plantas o de cacería. Tú mismo me lo has dicho. Te interesa todo lo que cualquiera pueda decirte. ¿No es cierto?

Yo le había dicho eso tratando de definir el terre­no de la antropología, y con el fin de reclutarlo como informante.

—Soy un cazador —dijo como si leyera mis pensa­mientos—. Dejo muy pocas cosas al azar. Quizá deba explicarte que aprendí a ser cazador. No siempre he vivido como vivo ahora. En cierto punto de mi vida tuve que cambiar. Ahora te estoy señalando el cami­no. Te estoy guiando. Sé lo que digo; alguien me en­señó todo esto. No lo inventé, ni lo aprendí por mí mismo.

—¿Quiere decir, don Juan, que tuvo un maestro?

—Digamos que alguien me enseñó a cazar como yo quiero enseñarte ahora —dijo rápidamente, y cambió el tema.

—Creo que en otro tiempo la caza era una de las mayores acciones que un hombre podía ejecutar —di­jo—. Todos los cazadores eran hombres poderosos. De hecho, un cazador tenía que ser poderoso por prin­cipio de cuentas, para soportar los rigores de esa vida.

De pronto se me despertó la curiosidad. ¿Se refe­ría acaso a una época anterior a la Conquista? Empecé a interrogarlo.

—¿Cuándo fue la época de que usted habla?

—En otro tiempo.

—¿Cuándo? ¿Qué significa «en otro tiempo»?

—Significa en otro tiempo, o a lo mejor significa ahora, hoy. No tiene importancia. En un tiempo todo el mundo sabía que un cazador era el mejor de los hombres. Ahora no todos lo saben, pero sí un nú­mero suficiente de personas. Yo lo sé, algún día tú lo sabrás. ¿Ves lo que quiero decir?

—¿Tienen los indios yaquis las mismas ideas acerca de los cazadores? Eso es lo que quiero saber.

—No necesariamente.

—¿Y los indios pimas?

—No todos. Pero algunos.

Nombré varios grupos indígenas vecinos. Quería comprometerlo a la declaración de que la caza era una creencia y práctica compartida por algún pueblo determinado. Pero como evitó responderme directa­mente, cambié el tema.

—¿Por qué hace usted todo esto por mí, don Juan? —pregunté.

Se quitó el sombrero y se rasgó las sienes en fin­gido desconcierto.

—Tengo un gesto contigo —dijo suavemente—. Otras personas han tenido contigo un gesto similar; algún día tú mismo tendrás el mismo gesto con otros: Digamos que esta vez me toca a mí. Un día descubrí que, si quería ser un cazador digno de respetarme a mí mismo, tenía que cambiar mi forma de vivir. Me gustaba lamentarme y llorar mucho. Tenía buenas razones para sentirme víctima. Soy indio y a los in­dios los tratan como a perros. Nada podía yo hacer para remediarlo, de modo que sólo me quedaba mi dolor. Pero entonces mi buena suerte me salvó y al­guien me enseñó a cazar. Y me di cuenta de que la forma como vivía no valía la pena de vivirse… así que la cambié.

—Pero yo estoy contento con mi vida, don Juan. ¿Por qué tendría que cambiarla?

Empezó a cantar una canción ranchera, muy suave­mente, y luego tarareó la tonada. Su cabeza oscilaba hacia arriba y hacia abajo, siguiendo el ritmo.

—¿Crees que tú y yo somos iguales? —preguntó con voz nítida.

La pregunta me agarró desprevenido. Experimenté en los oídos un zumbido peculiar, como si don Juan hubiera gritado, cosa que no hizo; sin embargo, su voz tenía un sonido metálico que reverberó en mis oídos.

Me rasqué, con el meñique izquierdo, el interior de la oreja del mismo lado. Desde hacía algún tiem­po tenía comezón en las orejas, y había desarrollado una forma rítmica y nerviosa de frotarlas por dentro con el meñique de cualquier mano. El movimiento era, más exactamente, una sacudida de todo el brazo.

Don Juan observó mis movimientos con fascina­ción aparente.

—Bueno… ¿somos iguales? —preguntó.

—Por supuesto que somos iguales —dije.

Naturalmente, condescendía. Le tenía mucho afec­to al anciano, aunque a veces no supiera qué hacer con él; sin embargo conservaba aún en el trasfondo de mi mente —sin que jamás fuera a darle voz— la creencia de que, siendo un estudiante universitario, un hombre del refinado mundo occidental, yo era su­perior a un indio.

—No —dijo él calmadamente—, no lo somos.

—Por supuesto que lo somos —protesté.

—No —dijo él con voz suave. No somos iguales. Yo soy un cazador y un guerrero, y tú eres un cabrón.

Quedé boquiabierto. No podía creer que don Juan hubiera dicho eso. Dejé caer mi cuaderno y lo miré atónito y luego, por supuesto, me enfurecí.

Él me miró con ojos serenos y apacibles. Esquivé su mirada. Y entonces empezó a hablar. Pronunciaba claramente las palabras. Fluían sin interrupción ni misericordia. Dijo que yo alcahueteaba para otros. Que no planeaba mis propias batallas, sino las ba­tallas de unos desconocidos. Que no me interesaba aprender de plantas ni de cacería ni de nada. Y que su mundo de actos, sentimientos, y decisiones precisas era infinitamente más efectivo que la torpe idiotez que yo llamaba «mi vida».

Cuando terminó, quedé mudo. Había hablado sin agresividad ni presunción, pero con tal fuerza, y a la vez tal sosiego, que yo ni siquiera estaba ya enojado.

Permanecimos en silencio. Me sentía apenado y no se me ocurría nada apropiado que decir. Esperé que él tomara la palabra. Transcurrieron las horas. Don Juan se inmovilizó gradualmente hasta que su cuerpo adquirió una rigidez extraña, casi atemorizante; su silueta se hizo difícil de discernir conforme la luz menguaba y finalmente, cuando todo estuvo negro a nuestro alrededor, pareció haberse disuelto en la ne­grura de las piedras. Su estado de inmovilidad era tan total que él parecía ya no existir.

Era medianoche cuando al fin me di cuenta de que don Juan podía quedarse inmóvil tal vez para siempre en ese desierto, en esas rocas, y que lo haría en caso necesario. Su mundo de actos, decisiones y sentimientos precisos era en verdad superior.

Toqué calladamente su brazo, y el llanto me inundó.

VII. SER INACCESIBLE

Jueves, junio 29, 1961

NUEVAMENTE don Juan, como había hecho a diario durante casi una semana, me tuvo cautivado con su conocimiento de detalles específicos sobre el compor­tamiento de la caza. Explicó, y luego corroboró, va­rias tácticas de cacería basadas en lo que llamaba «los caprichos de las perdices». A tal grado me abstraje en sus explicaciones que todo un día transcurrió sin que yo notara el paso del tiempo. Incluso se me ol­vidó almorzar. Don Juan hizo notar, bromeando, que perder una comida era en mí algo insólito.

Al finalizar el día habíamos capturado cinco per­dices en una trampa muy ingeniosa que él me enseñó a armar e instalar.

—Con dos nos alcanza —dijo, y soltó tres.

Luego me enseñó a asar perdices. Yo habría que­rido cortar unos arbustos y hacer una fosa para bar­bacoa como mi abuelo solía hacerla, forrada de ramas verdes y sellada con tierra, pero don Juan dijo que no había necesidad de dañar los arbustos, pues ya habíamos dañado a las perdices.

Cuando terminamos de comer, caminamos sin prisa alguna hacia un área rocosa. Tomamos asiento en una ladera de piedra arenisca y dije, en tono de chiste, que si él hubiera dejado el asunto en mis manos, yo habría cocinado a las cinco perdices, y que mi bar­bacoa hubiera sabido mucho mejor que su asado.

—Sin duda —dijo—. Pero si haces todo eso, tal vez nunca saldríamos enteros de este sitio.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté—. ¿Qué nos lo impediría?

—Los matorrales, las perdices, todo lo de aquí se juntaría.

—Nunca sé cuándo habla usted en serio —dije.

Hizo un gesto de impaciencia fingida y chasqueó los labios.

—Tienes una idea rara de lo que significa hablar en serio —dijo—. Yo río mucho porque me gusta reír, pero todo lo que digo es totalmente en serio, aunque no lo entiendas. ¿Por qué debería ser el mun­do sólo como tú crees que es? ¿Quién te dio la auto­ridad para decir eso?

—No hay prueba de que el mundo sea de otro modo —dije.

Oscurecía. Me pregunté si no sería hora de regresar a casa de don Juan, pero él no parecía tener prisa y yo me divertía.

El viento era frío. De súbito, don Juan se puso en pie y me dijo que debíamos trepar a la cima del cerro y pararnos en un espacio libre de arbustos.

—No tengas miedo —dijo—. Soy tu amigo y veré que nada malo te ocurra.

—¿A qué se refiere usted? —pregunté con alarma.

Don Juan tenía una insidiosa facilidad para ha­cerme pasar del contento puro al susto sin fin.

—El mundo es muy extraño a esta hora del día —dijo—. A eso me refiero. Veas lo que veas, no ten­gas miedo.

—¿Qué cosa voy a ver?

—No sé todavía —dijo escudriñando la distancia hacia el sur.

No parecía preocupado. Yo también fijé la mirada en la misma dirección.

De pronto se irguió y, con la mano izquierda, se­ñaló una zona oscura en el matorral del desierto.

—Allí está —dijo, como si hubiera estado esperan­do algo que de repente había aparecido.

—¿Qué es? —pregunté.

—Allí está —repitió—. ¡Mira! ¡Mira!

Yo no veía nada, sólo los arbustos.

—Ahora está aquí —dijo con gran urgencia en la voz—. Está aquí.

Una repentina racha de viento me golpeó en ese instante e hizo arder mis ojos. Miré hacia la zona en cuestión. No había absolutamente nada fuera de lo común.

—No veo nada —dije.

—Acabas de sentirlo —repuso. Ahora mismo. Se te metió en los ojos y te impidió ver.

—¿De qué habla usted?

—A propósito te traje a la punta de un cerro —di­jo—. Aquí nos notamos mucho y algo se nos viene encima.

—¿Qué cosa? ¿El viento?

—No sólo el viento —dijo con severidad—. A ti te parece viento porque el viento es todo lo que conoces.

Esforcé los ojos mirando los arbustos. Don Juan estuvo un momento en silencio junto a mí y luego se adentró en el chaparral cercano y empezó a arran­car ramas grandes de los matorrales en torno; reunió ocho y formó un bulto. Me ordenó hacer lo mismo y pedir disculpas en voz alta a las plantas, por muti­larlas.

Cuando tuvimos dos bultos me hizo correr con ellos a la cima del cerro y acostarme bocabajo entre dos grandes rocas. Con tremenda rapidez acomodó las ra­mas de mi bulto para que me cubrieran todo el cuer­po; luego se cubrió en la misma forma y susurró, por entre las hojas, que observara yo cómo el supuesto viento dejaba de soplar una vez que nos volvíamos inconspicuos.

En cierto instante, para mi asombro total, el viento dejó realmente de soplar como don Juan había pre­dicho. Ocurrió de modo tan gradual que yo no hu­biera notado el cambio de no estar deliberadamente esperándolo. Durante un rato el viento silbó atrave­sando las hojas sobre mi cara y luego, poco a poco, todo quedó quieto en torno nuestro.

Susurré a don Juan que el viento había cesado y él respondió, también en un susurro, que no debía yo hacer ningún ruido o movimiento notorio, pues lo que llamaba el viento no era viento en absoluto, sino algo que tenía voluntad propia y era capaz de reconocernos.

Reí de nerviosismo.

En voz apagada, don Juan me llamó la atención con respecto a la quietud que nos rodeaba, y susurró que iba a ponerse en pie y yo debía seguirlo, apar­tando suavemente las ramas con la mano izquierda.

Nos incorporamos al mismo tiempo. Don Juan miró un momento la distancia hacia el sur y luego se volvió abruptamente para encarar el oeste.

—Traicionero. Muy traicionero —murmuró, seña­lando un área hacia el suroeste.

Other books

Harry Truman by Margaret Truman
Incarnadine by Mary Szybist
Lillipilly Hill by Eleanor Spence
Rose West: The Making of a Monster by Woodrow, Jane Carter
Murder at Castle Rock by Anne Marie Stoddard
The Fixer by T. E. Woods