Viaje a Ixtlán (3 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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—¡Ya ves! El mundo está de acuerdo conmigo —dijo, llevándose la mano izquierda al oído.

Me resultaba muy divertido. Su risa era contagiosa.

—¿Es usted de Arizona, don Juan? —pregunté, en un esfuerzo por mantener la conversación centrada en la posibilidad de que fuera mi informante.

Me miró y asintió con la cabeza. Sus ojos parecían fatigados. Se veía el blanco debajo de las pupilas.

—¿Nació usted en esta localidad?

Asintió de nuevo sin responderme. Parecía un gesto afirmativo, pero también el asentimiento nervioso de alguien que está pensando.

—¿Y tú de dónde eres? —preguntó.

—Vengo de Sudamérica —dije.

—Es grande ese sitio. ¿Vienes de todo él?

Sus ojos me miraban, penetrantes de nuevo.

Empecé a explicar las circunstancias de mi naci­miento, pero me interrumpió.

—En esto nos parecemos —dijo—. Yo ahora vivo aquí, pero en realidad soy un yaqui de Sonora.

—¡No me diga! Yo soy de…

No me dejó terminar.

—Ya sé, ya sé —dijo—. Tú eres quien eres, de donde eres, igual que yo soy un yaqui de Sonora.

Sus ojos relucían y su risa era extremadamente inquietante. Me hizo sentir como si me hubiera atra­pado en una mentira. Experimenté una peculiar sen­sación de culpa. Tuve el sentimiento de que él co­nocía algo que yo no sabía o no quería decir.

Mi extraña incomodidad creció. Debe haberla ad­vertido, porque se puso en pie y me preguntó si quería ir a comer en una fonda del pueblo.

Caminar de regreso a su casa, y luego el viaje en coche al pueblo, me hizo sentirme mejor, pero no me hallaba completamente relajado. De algún modo me sentía amenazado, aunque no podía precisar el motivo.

En la fonda, quise invitarle a una cerveza. Dijo que nunca bebía, ni siquiera cerveza. Reí para mis aden­tros. No le creía; el amigo que nos puso en contacto me había dicho qué «el viejo andaba perdido de borracho casi todo el tiempo». En realidad no me importaba que me mintiera diciendo que no bebía. Me agradaba; había algo muy tranquilizante en su persona.

Debí haber tenido una expresión de duda en el rostro, pues él pasó a explicar que de joven le daba por la bebida, pero que un buen día la había dejado.

—La gente casi nunca se da cuenta de que podemos cortar cualquier cosa de nuestras vidas en cualquier momento, así nomás —chasqueó los dedos.

—¿Piensa usted que uno puede dejar de fumar o de beber así de fácil? —pregunté.

—¡Seguro! —dijo con gran convicción—. El cigarro y la bebida no son nada. Nada en absoluto si quere­mos dejarlos.

En ese mismo instante, el agua que hervía en la cafetera hizo un ruido fuerte y vivaz.

—¡Oye! —exclamó don Juan, con un brillo en los ojos—. El agua hirviendo está de acuerdo conmigo.

Luego añadió, tras una pausa:

—Uno puede recibir acuerdos de todo lo que lo rodea.

En ese momento crucial, la cafetera produjo un gorgoteo verdaderamente obsceno.

Don Juan miró la cafetera y dijo suavemente: «Gracias»; asintió con la cabeza y luego estalló en carcajadas.

Me desconcerté. Su risa era un poco demasiado fuerte, pero yo me divertía genuinamente con todo aquello.

Mi primera sesión propiamente dicha con mi «in­formante» llegó entonces a su fin. Se despidió en la puerta de la fonda. Le dije que tenía que visitar a unos amigos, y que me gustaría verlo de nuevo a fi­nes de la semana siguiente.

—¿Cuándo estará usted en su casa? —pregunté.

Me escudriñó.

—Cuando vengas —repuso.

—No sé exactamente cuándo pueda venir.

—Pues ven y no te preocupes.

—¿Y si usted no está?

—Allí estaré —dijo, sonriendo, y se alejó.

Corrí tras él y le pregunté si podría llevar conmigo una cámara para tomar fotos suyas y de su casa.

—Eso está fuera de cuestión —dijo con el entre­cejo fruncido.

—¿Y una grabadora? ¿Le molestaría?

—Me temo que tampoco de eso hay posibilidad.

Me molesté y empecé a agitarme. Dije que no veía ningún motivo lógico para su rechazo.

Don Juan movió la cabeza en sentido negativo.

Olvídalo —dijo con fuerza—. Y si todavía quie­res verme, no vuelvas a mencionarlo.

Presenté una débil queja final. Dije que las fotos y las grabaciones eran indispensables para mi trabajo. Él respondió que sólo una cosa era indispensable para todo lo que hacíamos. La llamó «el espíritu».

—No se puede prescindir del espíritu —dijo—. Y tú no lo tienes. Preocúpate de eso y no de tus fotos.

—¿A qué se…?

Me interrumpió con un ademán y retrocedió algu­nos pasos.

—No te olvides de volver —dijo con suavidad, y agitó la mano en despedida.

II. BORRAR LA HISTORIA PERSONAL

Jueves, diciembre 22, 1960

DON JUAN estaba sentado en el suelo, junto a la puer­ta de su casa, con la espalda contra la pared. Volteó un cajón de madera para leche y me pidió tomar asiento y ponerme cómodo. Le ofrecí unos cigarrillos. Había llevado un paquete. Dijo que no fumaba, pero aceptó el regalo. Hablamos sobre el frío de las no­ches del desierto y otros temas ordinarios de conver­sación.

Le pregunté si no interfería yo con su rutina nor­mal. Me miró como frunciendo el entrecejo y re­puso que no tenía rutinas, y que yo podía estarme con él toda la tarde si así lo deseaba.

Yo había preparado algunas cartas de genealogía y parentesco que deseaba llenar con ayuda suya. Tam­bién había compilado, a través de la literatura etno­gráfica, una larga serie de rasgos culturales pertene­cientes, se decía, a los indígenas de la zona. Quería revisar con él la lista y marcar todos los elementos que le fuesen familiares.

Empecé con las cartas de parentesco.

—¿Cómo llamaba usted a su padre? —pregunté.

—Lo llamaba papá —dijo él con rostro muy serio.

Me sentí algo molesto, pero procedí sobre la supo­sición de que no había comprendido.

Le mostré la carta y expliqué: un espacio era para el padre y otro para la madre. Di como ejemplo las distintas palabras usadas para padre y madre en in­glés y en español.

Pensé que tal vez habría debido empezar por la madre.

—¿Cómo llamaba usted a su madre? —pregunté.

—La llamaba mamá —repuso con tono ingenuo.

—Quiero decir, ¿qué otras palabras usaba usted para llamar a su padre y a su madre? ¿Cómo los lla­maba usted? —dije, tratando de ser paciente y cortés.

Se rascó la cabeza y me miró con una expresión estúpida.

—¡Caray! —dijo—. Me la pusiste difícil. Déjame pensar.

Tras un momento de titubeo, pareció recordar algo, y yo me dispuse a escribir.

—Bueno —dijo, como inmerso en serios pensa­mientos—, ¿de qué otra forma los llamaba? ¡oye, oye, papá! ¡Oye, oye, mamá!

Reí contra mi voluntad. Su expresión era verdade­ramente cómica y en ese momento no supe si era un viejo absurdo que me jugaba bromas, o si en verdad era un simplón. Usando cuanta paciencia había en mí, le expliqué que éstas eran preguntas muy serias, y que para mi trabajo tenía gran importancia llenar los formularios. Traté de hacerle comprender la idea de una genealogía e historia personal.

—¿Cuáles eran los nombres de su padre y su ma­dre? —pregunté.

Él me miró con ojos claros y amables.

—No pierdas tu tiempo con esa mierda —dijo sua­vemente, pero con fuerza insospechada.

No supe qué decir; parecía que alguien más hu­biese pronunciado esas palabras. Un momento antes, don Juan había sido un indio estúpido y destanteado rascándose la cabeza, y de buenas a primeras había cambiado los papeles. Yo era el estúpido, y él me contemplaba con una mirada indescriptible que no era de arrogancia, ni de desafío, ni de odio, ni de desprecio. Sus ojos eran claros y bondadosos y pe­netrantes.

—No tengo ninguna historia personal —dijo tras una larga pausa—. Un día descubrí que la historia personal ya no me era necesaria y la dejé, igual que la bebida.

Yo no acababa de entender el sentido de sus pala­bras. Le recordé que él mismo me había asegurado que estaba bien hacerle preguntas. Reiteró que eso no lo molestaba en absoluto.

—Ya no tengo historia personal —dijo, y me miró con agudeza—. La dejé un día, cuando sentí que ya no era necesaria.

Me le quedé viendo, tratando de detectar los sig­nificados ocultos de sus palabras.

—¿Cómo puede uno dejar su historia personal? —pregunté en tono de discusión.

—Primero hay que tener el deseo de dejarla —di­jo—. Y luego tiene uno que cortársela armoniosa­mente, poco a poco.

—¿Por qué iba uno a tener tal deseo? —exclamé.

Yo tenía un apego terriblemente fuerte a mi his­toria personal. Mis raíces familiares eran hondas. Sentía, con toda honradez, que sin ellas mi vida no tendría continuidad ni propósito.

—Quizá debería usted decirme a qué se refiere con lo de dejar la historia personal —dije.

—A acabar con ella, a eso me refiero —respondió cortante.

Insistí en que sin duda yo no entendía el plan­teamiento.

—Usted, por ejemplo —dije—. Usted es un yaqui. No puede cambiar eso.

—¿Lo soy? —preguntó sonriendo—. ¿Cómo lo sabes?

—¡Cierto! —dije—. No puedo saberlo con certeza, en este punto, pero usted lo sabe y eso es lo que cuenta. Eso es lo que hace que sea historia personal.

Sentí haber remachado un clavo bien puesto.

—El hecho de que yo sepa si soy yaqui o no, no hace que eso sea historia personal —replicó él—. Sólo se vuelve historia personal cuando alguien más lo sabe. Y te aseguro que nadie lo sabrá nunca de cierto.

Yo había anotado torpemente sus palabras. Dejé de escribir y lo miré. No podía hallarle el modo. Repasé mentalmente las impresiones que de él tenía: la for­ma misteriosa e insólita en que me miró durante nuestro primer encuentro, el encanto con que había afirmado recibir corroboraciones de todo cuanto lo rodeaba, su molesto humorismo y su viveza, su ex­presión de auténtica estupidez cuando le pregunté por su padre y su madre, y luego la insospechada fuerza de sus aseveraciones, que me había partido en dos.

—No sabes quién soy, ¿verdad? —dijo como si le­yera mis pensamientos—. Jamás sabrás quién soy ni qué soy, porque no tengo historia personal.

Me preguntó si tenía padre. Le dije que sí. Afirmó que mi padre era un ejemplo de lo que él tenía en mente. Me instó a recordar lo que mi padre pensaba de mí.

—Tu padre conoce todo lo tuyo —dijo—. Así pues, te tiene resuelto por completo. Sabe quién eres y qué haces, y no hay poder sobre la tierra que lo haga cambiar de parecer acerca de ti.

Don Juan dijo que todos cuantos me conocían te­nían una idea sobre mí, y que yo alimentaba esa idea con todo cuanto hacía.

—¿No ves? —preguntó con dramatismo—. Debes renovar tu historia personal contando a tus padres, o a tus parientes y tus amigos todo cuanto haces. En cambio, si no tienes historia personal, no se necesi­tan explicaciones; nadie se enoja ni se desilusiona con tus actos. Y sobre todo, nadie te amarra con sus pensamientos.

De pronto, la idea se aclaró en mi mente. Yo casi la había sabido, pero nunca la examiné. El carecer de historia personal era en verdad un concepto atra­yente, al menos en el nivel intelectual; sin embargo, me daba un sentimiento de soledad ominoso y des­agradable. Quise discutir con él mis sentimientos, pero me frené; algo había de tremenda incongruen­cia en la situación inmediata. Me sentí ridículo por intentar meterme en una discusión filosófica con un indio viejo que obviamente no tenía el «refinamien­to» de un estudiante universitario. De algún modo, don Juan me había apartado de mi intención origi­nal de interrogarlo sobre su genealogía.

—No sé cómo terminamos hablando de esto cuando yo nada más quería unos nombres para mis cartas —dije, tratando de reencauzar la conversación hacia el tema que yo deseaba.

—Es muy sencillo —dijo él—. Terminamos ha­blando de ello porque yo dije que hacer preguntas sobre el pasado de uno es un montón de mierda.

Su tono era firme. Sentí que no había forma de moverlo, así que cambié mis tácticas.

—Esta idea de no tener historia personal ¿es algo que hacen los yaquis? —pregunté.

—Es algo que hago yo.

—¿Dónde lo aprendió usted?

—Lo aprendí en el curso de mi vida.

—¿Se lo enseñó su padre?

—No. Digamos que lo aprendí solo, y ahora voy a darte el secreto, para que no te vayas hoy con las manos vacías.

Bajó la voz hasta un susurro dramático. Reí de su histrionismo. Había que admitir su excelencia en ese renglón. Por mi mente cruzó la idea de que me hallaba ante un actor nato.

—Escríbelo —dijo con arrogante condescenden­cia—. ¿Por qué no? Parece que así estás más a gusto.

Lo miré, y mis ojos deben haber delatado mi con­fusión. Él se dio palmadas en los muslos y rió con gran deleite.

—Vale más borrar toda historia personal —dijo despacio, como dando tiempo a mi torpeza de anotar sus palabras— porque eso nos libera de la carga de los pensamientos ajenos.

No pude creer que en verdad estuviera diciendo eso. Tuve un momento de gran confusión. Él, sin duda, leyó en mi rostro mi agitación interna, y la utilizó de inmediato.

—Aquí estás tú, por ejemplo —prosiguió—. En estos momentos no sabes si vas o vienes. Y eso es por­que yo he borrado mi historia personal. Poco a poco, he creado una niebla alrededor de mí y de mi vida. Y ahora, nadie sabe de cierto quién soy ni qué hago.

—Pero usted mismo sabe quién es, ¿no? —inter­calé.

—Por supuesto que… no —exclamó y rodó por el suelo, riendo de mi expresión sorprendida.

Había hecho una pausa lo bastante larga para ha­cerme creer que iba a decir que sí sabía, como yo anticipaba. El subterfugio me resultó muy amena­zante. En verdad me dio miedo.

—Ése es el secretito que voy a darte hoy —dijo en voz baja—. Nadie conoce mi historia personal. Nadie sabe quién soy ni qué hago. Ni siquiera yo.

Achicó los ojos. No miraba en mi dirección sino más allá, por encima de mi hombro derecho. Estaba sentado con las piernas cruzadas, tenía la espalda derecha y sin embargo parecía de lo más relajado. En aquel instante era la imagen misma de la fiereza. Lo imaginé fantasiosamente como un jefe indio, un «guerrero de piel roja» en las románticas sagas fron­terizas de mi niñez. Mi romanticismo me arrastró, y un sentimiento de ambivalencia sumamente insidio­so tejió su red en torno mío. Podía decir sincera­mente que don Juan me simpatizaba mucho, y añadir, en el mismo aliento, que le tenía un miedo mortal.

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