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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (64 page)

BOOK: Vespera
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Silvanos era un alma perdida, como lo era Rafael. Y Rafael había vivido su vida exactamente como quería Silvanos, porque eso era lo mejor que Silvanos podía hacer por él.

Era algo amargo y mortificante de reconocer.

—¿Por qué no me lo contó? —dijo al final Rafael. Todos le estaban mirando.

—Pregúntaselo —sugirió Daena.

—Antes de que sea demasiado tarde —añadió Bahram.

Silvanos era el traidor, el espía en los consejos de Valentino. El implacable y temido servidor del nuevo imperio había vivido una doble vida durante un cuarto de siglo sirviendo y ayudando al Imperio que Rafael había jurado destruir.

«Por el amor de Thetis, ¿por qué?» Había tantas preguntas. Y al día siguiente Silvanos jugaría su carta contra Valentino, la última esperanza para las almas perdidas y para la misma Vespera. Silvanos y, casi con seguridad, el omnipresente, ajetreado y eficiente Plautius, el hombre al que había que acudir para casi todo. El individuo que podía ser cualquier cosa, que parecía no tener más vida que su trabajo.

—Bahram, ¿puedo volver a pedirte papel y un sobre? —dijo Rafael, irguiéndose en la silla—. Mejor si no tiene el anagrama de Mons Ferranis, supongo.

—A estas alturas creo que te permitiría escribir tus órdenes sediciosas sobre nuestro papel timbrado —dijo Bahram con una sonrisa. Se dirigió a un pequeño cofre en una esquina y extrajo papel, más delgado y menos imponente que su precioso papel de carta, pero serviría.

—¿Han cambiado nuestras órdenes? —dijo Odeinath, sólo medio en broma. Rafael se obligó a concentrarse, apartando de su mente todas aquellas preguntas.

—Bahram, encuentra un barco monsferratano y embarcad en él los cuatro mañana por la mañana. No durmáis hasta que estéis a bordo y a una hora de distancia más o menos de la ciudad.

—¿Y la grabación?

—Llevadla al palacio salassano. Si esto no convence a Petroz para hacer lo que voy a pedirle, nada de lo que Silvanos y yo podamos hacer será suficiente.

«Silvanos y yo.» Rafael no recordaba haber dicho eso nunca antes. Terminó la carta y se la tendió a Bahram para que la sellara.

Odeinath le dio a Rafael otro fuerte abrazo y se dio la vuelta para marcharse.

—Buena suerte, Rafael.

—Si os enteráis de que Silvanos... de que hemos fracasado, pon su nombre a alguna cosa —dijo Rafael—. Y el de Iolani.

Odeinath asintió con la cabeza, y entonces Rafael se dio media vuelta y subió corriendo las escaleras, preguntándose si volvería a verlos alguna vez.

* * *

Una hora antes de medianoche. Valentino se sentía como si hubiera estado en esa gran sala abovedada de la Torre de la Brújula durante horas, en lo alto del palacio ulithi, dando órdenes, despachando con sus capitanes, sus tribunos y los líderes de los clanes que lo apoyaban.

Haciendo planes hasta que todo estuviera claro y todo el mundo en sus puestos. Valentino se había asegurado de que estuvieran preparados esa noche. Oficiales navales y tribunos dispersos en su palacio y en los palacios de sus aliados por toda la ciudad, preparados para prender a todos los grandes thalassarcas cuando se diera la señal, y más tropas a punto para ocupar el Palacio de los Mares y sofocar cualquier disturbio en Tritón.

Lo único que faltaba era dar la señal, y algunas disposiciones finales.

—¡Mi emperador, por favor! —dijo Thais, con los ojos bañados en lágrimas—. Permíteme intentarlo, en nombre de Thetis. Casi lo conseguí durante el regreso; sé que puedo ponerlo de nuestra parte.

—Pero no lo has hecho —espetó Valentino. Incluso una habitación como aquélla, con todos sus ventanales, el alto techo abovedado y los ventiladores zumbando en las paredes, era un lugar demasiado pequeño para pasar tanto tiempo—. Aún no estoy convencido de su lealtad.

—¿Acaso no estuvo a punto de matar a un hombre cuando lo ordenaste? —dijo Thais—. ¿No fue suficiente?

—Sería suficiente, pero no con todo lo que había en juego —dijo Aesonia—. Thais, necesitamos saber si mañana podemos confiar totalmente en Rafael.

—Y si no, ¿qué vais a hacerle?

—Le asignaremos una tarea irrelevante —dijo amablemente Aesonia—. Es uno de nuestros mejores hombres, pero lleva muy poco tiempo a nuestro servicio para que podamos estar plenamente seguros de él. Descubre lo que planea, si es realmente leal. Y si tienes la más ligera duda, dínoslo y le apartaremos. Será mejor para él no tener oportunidad de tomar decisión de la que pueda arrepentirse.

—Si trata de hacer algún movimiento en nuestra contra, no tendré otra elección que arrestarle —añadió Valentino. El sabía que su madre le tenía mucho cariño a Thais, que la consideraba algo así como una hija caprichosa, pero estaban demasiado cerca del final para arriesgarse a que un disidente lo echara todo a perder.

—Pero ¿cómo voy a poder atravesar sus barreras? —preguntó Thais, mermando su tono al final. Aesonia le dirigió una mirada enarcando las cejas.

—¡No! —dijo Thais—. ¡No me pidas que haga eso! Ya es bastante difícil que confíe en mí.

—Si lo prefieres, puedo ponerlo con los demás prisioneros —dijo Valentino, pero Thais sólo miraba a Aesonia.

—Me prometiste que no emplearías eso.

Aesonia se acercó a Thais y le cogió las manos.

—Sé que ésta no es la manera en que quieres que esto ocurra y deseo, por tu propio bien, que podamos estar seguros de él. Pero ahora, esta noche, yo necesito hacer esto. No somos muchos los que desempeñamos nuestras obligaciones de una manera tan placentera. Te puedo garantizar que la mayoría de tus compañeras acolitas se pondrán verdes de envidia.

Thais sacudió la cabeza.

—Él se enterará. Mañana, si no esta noche, él se dará cuenta de lo que le he hecho.

—Entonces, encuentra un sistema.

—¿Por qué no darle esa tarea irrelevante y ya está?

Valentino no se esperaba tanta resistencia por su parte. Era la acolita de su madre, había jurado obediencia a Exilio y debería hacer lo que ellos le pidieran. Valentino se encontró con la mirada de su madre y asintió con un gesto. Aesonia volvió a encararse con Thais. Su expresión era severa.

—Te he dado bastante libertad, Thais. Te lo he pedido porque prefiero que lo hagas voluntariamente. Pero obedecerás, porque no tienes otra elección.

Thais se puso rígida. Su aliento era entrecortado. Miró en silencio a Aesonia y Valentino pudo ver que intentaba resistirse, pero fracasó.

Valentino salió a la terraza, desde la que se veía el Patio de la Fuente vacío, y caminó un cuarto de círculo, después otro, de este a oeste; luego regresó a la Sala y fue hasta el lado opuesto. Ninguna de las dos se había movido, pero la frente de Thais estaba perlada de sudor y tenía los dedos encogidos como si fueran garras. A él no le gustaba aquello, pero empezaba a darse cuenta de que no habría nunca un nuevo imperio de otra manera. Sólo la Armada podía gobernar Thetia; nadie más. Y si ello exigía sufrimiento, ése era el pequeño precio que debía pagar para construir el imperio. Un imperio donde la justicia sería perfecta, porque no habría nada oculto, ninguna falta quedaría sin castigo.

Los territorios que Valentino controlaba se estaban acercando a ese ideal. No se habían producido rebeliones ni intentos de asesinato durante diez años. De Azure se decía que la mujer más hermosa del mundo podría caminar desnuda por sus calles más oscuras, en mitad de la noche, llevando una fortuna en oro consigo, y que nadie la tocaría. Alguien se había exprimido los sesos para hacer esa reflexión, y Valentino se preguntaba si habría sido un comité de burócratas o un grupo de soldados en una taberna.

En cualquier caso, eran las hechiceras de la noche las responsables de aquella seguridad perfecta allá donde su gente vivía, de la misma manera que la Armada les protegía de cualquier ataque exterior.

Thais tomó aliento entrecortadamente y cayó de rodillas con un pequeño y angustiado gemido, colocándose en la pose de novicia, sentándose sobre los talones con las manos cruzadas en el regazo, e hizo una reverencia.

—Perdóname —susurró ella.

—Cuando lo hayas logrado... —dijo Aesonia mientras le sonreía indulgentemente y alargaba una mano para situarla bajo la barbilla de Thais e inclinarle el rostro hacia atrás—. Él te quiere, Thais. Te perdonará. Puedes encontrar una manera de que lo haga.

Thais asintió.

—Y ahora, márchate —dijo Aesonia—. Este es tu cometido esta noche. Encuentra a la maga química Laelithia y dile que te he autorizado a emplear cualquier cosa que tenga y que ella crea que pueda resultar más útil. Que Thetis te acompañe.

Thais hizo una reverencia y abandonó la Sala, bajando por la escalera central, con toda la dignidad de la que fue capaz, y cerró la puerta de abajo tras ella. Valentino contó sus pisadas y aguardó hasta que Thais hubo pasado la guardia, un tribuno situado convenientemente, para que no pudiera escuchar nada.

—¿Lo hará?

—Rafael ya no será un problema —dijo Aesonia—, pero cuando esto acabe, vamos a tener que apoderarnos de su mente.

—¿Estás segura de que no es leal?

—Está escondiendo algo, y ¿qué otra cosa podría ser si no es deslealtad? Thais se desespera para no dejarme ver sus sueños, porque piensa que él al final cederá.

—Si quieres apoderarte de su mente, ¿por qué no lo haces ahora y le ahorras a Thais la molestia? —dijo Valentino—. Yo no puedo correr el riesgo. Drógalo y llévatelo al Santuario.

—No podemos ofender a Silvanos. A él no le gustan mis hechiceras.

—Eso es porque le quitan trabajo.

—Voy a tenerlos bajo vigilancia —dijo Aesonia—. Si Thais fracasa esta noche, cogeremos a Rafael y compraremos a Silvanos más tarde. Él tiene ahora otras cosas de las que preocuparse.

—Como mantener a buen recaudo a mis prisioneros.

Valentino volvió a salir a la terraza y observó el patio vacío, sin ver otra cosa que el agua de la fuente brillando bajo la luz de la luna. Todo aquel que importaba estaba allí, en palacio, y todos ellos aguardaban a que llegara el día siguiente. Sus enemigos estarían haciendo planes y pronto enviarían a sus tropas y consejeros a descansar durante algunas horas, mientras la ciudad dormía o se perdía en la disipación.

Y mientras, la mitad de las tropas de sus enemigos estaban luchando en las calles para restablecer el orden en los Portanis. Si hubieran tenido el sentido común de permanecer al margen y dejar que los tratantes árticos sembraran el caos en las hermandades, sus soldados podrían haber tenido una noche tranquila y estar frescos para mañana... y descansar ya en los palacios por la noche. Pero no estaba siendo así, y los últimos informes que le habían llegado decían que aún seguían luchando, haciendo retroceder poco a poco a las hermandades.

Y ya que sus soldados estaban haciendo eso, Valentino les iba a arrebatar sus palacios.

Capítulo 22

La casa estaba desierta.

Rafael llamó desde el patio sin obtener respuesta, tan sólo un cariñoso saludo de dos de los gatos, que anduvieron ronroneando entre sus pies mientras cruzaba el patio hasta la casa.

Allí no había nadie. Sólo oscuridad y silencio. La habitación principal estaba desierta, pero cuando encendió las luces, vio que la tapa del piano estaba abierta, lo que significaba que Silvanos había estado tocando.

Y no había partituras, por tanto, habría estado tocando una de las pocas piezas que, cuando sus negros demonios se apoderaban de él, Silvanos interpretaba con intensidad infernal, aporreando el teclado como un hombre poseído.

Poseído por un secreto atroz.

¿Cómo podía alguien vivir así? No sólo había mantenido oculto un secreto durante décadas, sino que había servido al Imperio que le envió a él a morir en las minas y que, casi con seguridad, mató a su familia. Servir al Imperio y matar por él sabiendo que había enviado a sus víctimas al infierno en vida de Thure.

El reino de la muerte en vida, así lo había llamado Odeinath.

Rafael se estremeció, como si la casa estuviera demasiado fría. Ahora sabía por qué no había nada nunca que cambiara allí. Era la manera que tenía Silvanos de recordarse a sí mismo lo que tenía que hacer.

Subió al piso superior, pero no había nada en ninguna de las habitaciones. Desde su regreso, Rafael había pasado allí poco más que las noches. Siempre había algún sitio mejor donde estar y, naturalmente, nunca prestó a la casa la suficiente atención para encontrar alguna clave que le revelara alguna cosa.

¿Por qué nunca sospechó que era un alma perdida?

Entró en el dormitorio de Silvanos (por una vez, no estaba cerrado con llave) y encontró el cajón donde guardaba su remedio, cogió uno de los frascos y los pulverizadores y se los guardó en sus ropas, en uno de los varios bolsillos que siempre se hacía coser donde fueran menos visibles.

Los necesitaría esta noche.

* * *

No había ningún mensaje en la habitación provisional de Silvanos y la Sala de trabajo estaba vacía, con la luz de la luna colándose por las ventanas, iluminando las mesas llenas de mapas, planos e informes. Las habitaciones de enfrente estaban igualmente desiertas (ni siquiera un rastro de Plautius, que solía quedarse a trabajar hasta tarde). Sólo había transcurrido una hora desde la medianoche y el palacio entero estaba inquietantemente tranquilo.

Rafael se acercó a las ventanas. Sólo se veían los jardines, en abrupta pendiente sobre la ladera de la colina, un exuberante follaje tropical que se regodeaba con el cálido soplo del Erythra.

Y arriba del todo, a la sombra del acantilado, acurrucada entre los árboles y casi oculta al palacio, la cúspide de una bóveda verde, rematada con una esfera de bronce.

Le resultaba familiar y le producía una extraña compulsión, como si necesitara ir allí, pero ¿por qué? ¿Qué era?

No había indicio de Silvanos. Era posible que el emperador le hubiera enviado a preparar el terreno para el día siguiente. Rafael volvería después de subir la colina. Una caminata le mantendría despierto mejor que estar esperando en la habitación. Apenas había dormido la noche anterior, tan sólo un par de incómodas horas en el puente de observación de la
Soberana
.

Tenía que estar alerta al día siguiente, pero ¿cómo? ¿Cómo podía impedir que las hechiceras de la noche invadieran su mente?

«Tienes un ángel guardián.» ¿Qué había querido decir Plautius?

Volvió a bajar por las escaleras y salió por un pequeño pasadizo que desprendía fragancia de clemátides y que se encontraba en el borde de los jardines. Sólo se escuchaba el sonido de las cigarras, el agua cayendo y los chillidos de las aves nocturnas. Pero Rafael trató de olvidarse de ellos y prestar atención a cualquier otro sonido. Pero no había nada. Ninguna pisada, ningún susurro.

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