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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (60 page)

BOOK: Vespera
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—Qué bonito honor. Esperar a que se presente el momento oportuno para escabullirte, tranquilizando tu conciencia con la idea reconfortante de que no vas a hacer nada más que desagrade al emperador. Hiciste lo que más te convenía y lo único que eso demuestra es que juzgaste con bastante exactitud a Valentino. No eres un servidor del Imperio, Rafael, y nunca lo serás, pero si tu valor pudiera equipararse a tu orgullo, como en el caso de Iolani, estarías ahora prisionero al lado de los tratantes árticos.

—¿Es eso lo que desearías?

—No. Pero entonces, y sólo entonces, te consentiría que me dieras una lección de valor moral.

Se miraron el uno al otro durante un largo rato, enfrentándose en aquel naufragio.

—Si Aesonia te hubiera ordenado la noche pasada que te unieras a los prisioneros, como un castigo por alguna cosa, ¿la habrías obedecido? —le preguntó Rafael en voz baja.

—Sí —dijo Thais—, pero eso no hubiera exigido ningún valor.

—¿Es esto lo que el Imperio nos hace? —dijo Rafael, tras un instante, reparando en la anterior observación de Thais—. ¿Nos mancha hasta ennegrecer nuestras almas sin que podamos hacer otra cosa que permanecer a su servicio?

—Vemos su lado oscuro —dijo Thais. La ira estaba disminuyendo, desvaneciéndose. Era un brillante y soleado día thetiano, pero ellos estaban atrapados en las sombras de la Soberana.

—¿Acaso hay otro?

—Podría ser —dijo ella, haciendo una pausa—. Gian y Rainardo querían un imperio simbólico en Vespera. Intentaron persuadir a Ruthelo de que eso era lo mejor. Ellos no lo consiguieron, pero creo que tenían razón. Hubiera valido la pena tenerlo como una imagen a la que ser leales y nada más.

—Yo pensaba que creías en el Imperio —le dijo Rafael. ¿Podía estar poniéndole a prueba, provocándole para que le confesara sus planes de venganza? Thais le conocía sorprendentemente bien, pero cuando él examinaba su rostro lo único que veía era tristeza.

—Una vez creí —dijo Thais—. Pero no soy el tipo de persona adecuada para ser una exiliada y mucho menos una de Sarthes. Quizá me habría adaptado a una orden más pequeña y menos politizada. Hice el juramento y lo mantengo. Obedezco a la abadesa y al capítulo. Y deseo que ellos me liberen de él, o que al menos me transfieran a otra orden donde pueda servir a Thetis, no al Imperio.

—¿Y por qué no lo hacen?

—Una vez te has convertido en una sarthiena, lo eres para toda la vida —dijo Thais. Sólo conceden la renuncia cuando les interesa. Como en el caso de un matrimonio de conveniencia (como hicieron con Aesonia y su hermana), para aceptar una posición de poder que no pueda ser asumida por una exiliada, la de thalassarca por ejemplo, o la de algunos cargos de la corte.

Su furia parecía haberse esfumado ya y Rafael no veía a la acolita de Aesonia ni a una servidora del Imperio, sino a una versión adulta de la muchacha que él conoció en Sarthes, una explosión de alegría en medio de la solemnidad sofocante de la abadía.

—Pero seguramente la de Ruthelo no fue una boda de conveniencia, ¿no? Su religión...

—No hubo elección con... con Claudia —parecía que a Thais incluso le resultara costoso pronunciar su nombre—. Ruthelo y Claudia se casaron antes incluso de que ella renunciara a los votos, y la emperatriz Palatina obligó a la abadía a perdonar a Claudia y a dejarla marchar. Ruthelo y Palatina eran todavía amigos en aquel tiempo.

Quizá ellos confiaban en que Claudia convirtiera a Ruthelo, o quizá les resultara conflictiva y quisieron desembarazarse de ella.

—¿Y cómo pensabas escapar? —le preguntó Rafael, sintiendo cómo las manos de Thais le cogían una a él.

—Aesonia me prometió un cargo en la corte después de haber servido algunos años más. Sabe que he sido leal y he respetado mi juramento, y ella recompensará mi lealtad.

—¿Por eso es por lo que estás a su servicio?

—En parte. No te mentí la última vez. Suele ser mejor estar a su servicio que quedarse en la abadía. Su disciplina es menos rígida. Nos permite reírnos, al menos una vez por semana.

La leve frivolidad de Thais hacía que sonara como si se estuviera agarrando a un clavo ardiendo. Era una escasa compensación por lo que estaba haciendo al servicio del Imperio, pero Rafael la creyó. Se sentía vinculada a Aesonia, aunque quizá no irrevocablemente.

—¿Seguirás al servicio del Imperio? —le preguntó Thais. De alguna forma, la distancia entre ellos se estaba acortando.

—No, no lo haré —contestó Rafael.

—¿Te quedarás en Thetia?

—¿Qué sitio hay para mí en la Thetia del nuevo imperio? —le preguntó Rafael, dándose cuenta en seguida de que, en realidad, eso no era lo que Thais quería que respondiera—. ¿Por qué te interesa?

—¿No es obvio? —preguntó Thais, dejando caer la última de sus defensas.

Las de Rafael cayeron con ella y él le cogió la otra mano y se la llevó a los labios para besarla. Durante un momento muy largo, todo dejó de importarle excepto su risueña exiliada de cabellos cobrizos, y Rafael se dejó llevar por aquella sensación de puro gozo y alegría.

Durante un momento, antes de que las sombras regresaran y la voz del centinela anunciara que el emperador había convocado un consejo en su camarote, donde se darían las órdenes para la toma de Vespera.

Capítulo 21

El Erythra estaba soplando en Vespera.

Rafael lo notó al salir del refugio del Cubo. Una ráfaga de viento caliente y seco del oeste. Pudo ver el fino polvo rojo que lo envolvía todo. Polvo de las islas Orichal del oriental mar de las Estrellas, un paisaje inhóspito de rocas desnudas, arenas interminables y minas de orichal, un desierto en el mar.

El Erythra era el viento de la locura y podía soplar durante días y días de implacable calor; era un viento que trastornaba la energía y la voluntad y convertía las discusiones en contiendas, las luchas en crímenes. Un viento que hacía que las mujeres mataran a sus maridos, que los hombres mataran a sus esposas durante las sofocantes vigilias nocturnas en las que la mera presencia de alguien más en una habitación hacía insoportable el calor. Un viento que desataba las pasiones más violentas y sombrías.

El sol era una triste sombra pajiza en el cielo de la tarde y la luz de la ciudad ya se había tornado del color del oro. El fino polvo estaba por todas partes, invisible en el aire, pero visible en las pasarelas, los muros, las torres, girando en remolinos la Estrella Profunda. Llegaba incluso a dejar una fina película sobre la superficie del agua, manchando el mar de una fea mezcla de cobre y gris.

¿Una bendición o una maldición? En aquel momento Rafael no lo sabía, pero él estaba convencido de que se produciría un derramamiento de sangre antes de que aquello acabara.

Ya había columnas de humo elevándose desde los Portanis.

La barcaza ulithi, que aguardaba en el mismo atracadero al que el
Manatí
había llegado sólo unos días atrás, tenía un color sobrenatural. Sus colores distintivos, el azul y el gris, estaban cubiertos de polvo. Gian, Plautius y media docena de soldados ulithi se concentraron en el Cubo, y Plautius dio un portazo cuando todos estuvieron dentro. Los pasillos estaban vacíos y el portazo resonó.

—Mira por dónde, Val regresa justo en el momento en que cualquier hombre en su sano juicio se marcharía pitando de aquí —dijo Gian—. Si quiere tomar posesión de Vespera ahora, le deseo que lo disfrute.

Pero había nerviosismo en la voz del gran thalassarca, la sensación de haberse quitado un gran peso de encima. Con seguridad, Gian era el siguiente para asesinar en la lista de Iolani.

—¿De qué te quejas ahora? —le preguntó Valentino, apareciendo desde lo alto de las escaleras con su inmaculado uniforme blanco, y quedándose de piedra ante la visión del comité de bienvenida.

Gian se quitó la capa y la sacudió dispersando el polvo sobre las piedras.

—Ah, Valentino —dijo él—. El Erythra.

Valentino había dado órdenes para que se despejara una sección entera del Cubo y se reservaran las diez pasarelas más al sur para sus buques (pese a que éstos sólo eran cinco), y apostó a sus hombres en cada entrada y cada salida con el fin de impedir que alguien pudiera llevarse a los prisioneros en aquellos momentos. Aunque no quedaba nadie en Vespera con las tropas necesarias para hacerlo, ahora que Leonata y Iolani estaban cautivas.

—Qué espantoso tiempo para regresar —dijo Gian malhumorado—. No tienes idea de lo que es esto.

—La Armada tiene campos de entrenamiento en Ilanmar oriental, no lo olvides —dijo Valentino—. Ellos sufren el Erythra todo el tiempo.

—¿Por qué crees que nadie vive allí? —remarcó Gian.

—¿Se han adoptado todas las medidas?

—Todas las que mandaste. ¿Cuándo querías convocar al Consejo?

—Creo que esta noche.

—Demasiado pronto —dijo Gian—. Si tu intención es que esto parezca el ascenso de Vespera a capital de Thetia, será necesario que Vespera se rinda por su propia voluntad mediante un tratado, y deberás escribir uno antes y hacer que el Consejo lo lea primero.

—El Consejo hará lo que yo le diga —dijo Valentino.

—Gian tiene razón —dijo Aesonia, haciendo su aparición por detrás de ellos con el frufrú de su majestuosa túnica azul y rodeada de acolitas—. Necesitamos un tratado y necesitamos uno que haga sentirse a los vesperanos como si estuvieran ganándose la dignidad imperial y no perdiendo su independencia. Nos ahorrará un montón de problemas más adelante y siempre podemos cambiarlo cuando nos encontremos en una posición segura.

—Mañana, pues —dijo Valentino—. En el palacio ulithi, por supuesto. Cuando esté listo, les convocaremos, les daremos una hora para leerlo y les haremos firmarlo.

¿Por qué debería preocuparse Valentino por tales formalidades, ahora que pensaba que había vencido? Por lo visto, Gian y Aesonia eran más prudentes, ellos sabían que un tratado facilitaría que la ciudad se rindiera salvando las apariencias.

—Estoy a la disposición del emperador —dijo Gian.

—Pues vamos.

—Traje sólo una barcaza —dijo Gian—. Quizá quieras cargar a los prisioneros primero. No es muy agradable estar ahí afuera y a nadie le apetece tener que esperar media hora con el viento. Por lo menos aquí hay filtros de aire.

—Rafael —dijo Valentino, poniéndole el ojo encima—. Sube a bordo a todos los prisioneros y avísame cuándo hayas acabado. Plautius, ve con él y haz el inventario.

—Así se hará —dijo Rafael, haciendo una rápida pero profunda reverencia, y se marchó corriendo hacia la manta donde aguardaban los prisioneros. Plautius soltó una exclamación de sobresalto y fue tras él, casi a la carrera para darle caza.

Las lanchas avanzaron por los flancos, rompiendo por el exterior las olas más grandes que dejaba la estela de la barcaza ulithi, para tomar posiciones alrededor del muelle ulithi. Había seis, provistas de lanzadores combustibles de pulsaciones; más que suficiente para convertir un jabeque en una masa de llamas, aunque nadie se había acercado a la barcaza mientras navegaba a increíble velocidad a través de la Estrella. Rafael esperaba que la barcaza fuera un viejo y lento cachivache, apropiado sólo para los eventos de Estado, pero claramente, el ancestro ulithi que la había mandado construir, décadas o siglos atrás, tuvo la corazonada de que podrían darse circunstancias en las que la velocidad resultara útil.

Rafael no tenía duda de que todas las miradas estaban puestas en ellos. Telescopios enfocados desde las casas y las terrazas de los palacios para ver qué había traído el emperador. La bandera imperial ondeaba sobre la popa de la barcaza y cualquiera con un telescopio potente sería capaz de identificar a los prisioneros de los clanes, custodiados por los guardias en la proa, y también a los maniatados y encapuchados tratantes árticos que estaban arrodillados en la sección central de la barcaza, inmovilizados bajo una red.

Naturalmente, aquello no era necesario con treinta tribunos vigilando a cuarenta y dos prisioneros, pero era para mostrar y proclamar a cualquiera con unas lentes menos potentes que había prisioneros.

Al menos estaban vestidos. El comandante Merelos había conseguido vestir a todos los prisioneros con las existencias de la
Soberana
. Cuando Valentino lo descubrió, mientras los prisioneros estaban siendo conducidos a la escalera reverberante de la
Soberana
, ascendió a Merelos de manera muy notoria a la categoría de capitán por el valor mostrado la noche anterior.

Por eso y por restituir el honor de la Armada después de lo que se había hecho en la isla de Zafiro. Valentino no iba a retractarse de las órdenes que él mismo había dado, pero dejó muy claro que aprobaba lo que Merelos y la tripulación de la
Soberana
habían hecho, e incluso desde las profundidades de su propio odio, Rafael podía respetar al emperador por aquello.

La expresión de Aesonia no reveló nada.

Ahora estaban ya casi en el palacio ulithi y el muelle estaba atestado de soldados con el azul y gris propios de Ulithi, el verde canteni y algún ocasional uniforme imperial. Rafael vio fugazmente entre ellos a Palladios, de la
Unidad
, el mensajero de Valentino.

Cuando, finalmente, la barcaza hubo atracado y amainó lo suficiente el oleaje creado para extender la plancha, Valentino llamó a Rafael y le dio instrucciones para trasladar a los prisioneros a palacio, antes de marcharse con su séquito y dejarle junto a Plautius, rodeados de tribunos y soldados.

Rafael recordó que no todos eran tratantes árticos. Corsina, Anthemia y los prisioneros aruwe estaban con ellos. A nadie le haría falta que le explicaran el destino que aguardaba a los clanes armadores.

De manera que Rafael entraba de nuevo en el palacio ulithi, arreando una fila de prisioneros maniatados y encapuchados a los que él respetaba, como servicio a un Imperio que había jurado destruir. Rafael desempeñó su papel de leal oficial imperial con toda la fría y distante eficiencia que se esperaba de los Quiridii.

Sólo se desvió en una ocasión, al llegar al Patio de la Fuente, y Plautius, mascullando entre dientes con sus listas, como siempre, empezó a dirigir abajo a los prisioneros tratantes árticos y aruwe. Rafael había separado a Leonata, Iolani y al personal civil, pues a ellos se les asignarían habitaciones en el mismo palacio hasta que fuera firmada la capitulación, y Leonata y los representantes de los clanes fueran puestos en libertad y Iolani entregada al infierno en vida del tormento que le impondría Aesonia.

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