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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (52 page)

BOOK: Vespera
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—Pero no debieron sobrevivir... ¡eso fue hace doscientos cincuenta años! De no ser que las almas perdidas... no, ellos no podrían construirlas por sí solos.

—Tú has sobrevivido —dijo tímidamente Palladios—. Un buque y has salido vivo.

—Yo sí —dijo Valentino, pensando en los ciento cuarenta y tantos hombres y mujeres que habían muerto en la batalla; sin mencionar a los muertos de la
Desafiante
, de la
Valerosa
y de la
Unidad
. Dirigió la mirada hacia el comandante Merelos, otro de sus mejores hombres, que ahora se debatía entre la vida y la muerte—. Eritheina, ¿cómo está?

La maga levantó la vista. Tenía sangre en la cara por haberse mordido en el labio y su gesto era de desesperada preocupación.

—No lo sé —dijo ella—. Le he mantenido vivo hasta ahora, pero hay que curarlo.

—Eso es lo que estoy haciendo —dijo el médico, sin levantar la vista—. Mantenlo quieto.

—No os interrumpiré —dijo Valentino, girándose hacia donde dos acolitas estaban ayudando a su madre a ponerse en pie. La fría ira de su madre era la misma que empezaba a experimentar él.

Más de trescientos miembros de la Armada habían caído en unas pocas horas frente a Jharissa, y Valentino ni siquiera sabía lo que le había ocurrido al ejército de apoyo. Otras tres mantas de guerra, llenas de legionarios, casi quinientos hombres y además los buques de carga que iban detrás. Ellos habían confiado en él, y habían muerto por ello.

Valentino pensó que los tenía calados, pero nunca esperó que fueran tan terriblemente poderosos.

—¿Qué tenemos que hacer allí? —preguntó Aesonia con calma. Corala está destruida. Cualquiera que quede allí estará muerto o preso y no nos hallamos en condiciones de luchar con otro enemigo.

—No —dijo Valentino—. Ellos esperan que nos retiremos a lamernos las heridas. Sus buques estarán dirigiéndose a Corala en misiones de rescate. Disponemos de una cohorte fresca de magos en la
Gloriosa
y ahora sabemos cómo enfrentarnos a lo que sea que puedan lanzarnos. Pon rumbo a la isla de Zafiro, capitán. Vamos a ver si podemos capturar a una raya suelta y comunica al resto del escuadrón que se nos unan allí.

—Soy un lugarteniente —comenzó Palladios en tono de disculpa.

—No por más tiempo —dijo Valentino, y escuchó la ovación de la tripulación de la
Unidad
mientras una sonrisa de anonadamiento recorría el gesto del joven oficial.

Capítulo 17

La isla de Zafiro había cambiado hasta parecer irreconocible.

El ruido golpeó a Rafael al salir de la escotilla de la
Cerúlea
. Estaba desatado ahora pero vigilado de cerca por Anthemia y otros tres armadores aruwe. El silencioso puesto de avanzada de hacía unos días se había evaporado y, en vez de eso, había un campamento armado, un lugar de ruido y caos bajo el brillo de cientos de pequeños faroles de agua.

Sólo había una nave en el lago, un pequeño buque de transporte perteneciente al clan Seithen, aliados de Estarrin, socios en la conspiración. Los demás, según pensó Rafael, se encontrarían en el mar, combatiendo con los ejércitos del emperador. Había habido una atmósfera de nerviosa tensión en la
Cerúlea
durante todo el viaje, atravesando a toda velocidad las tinieblas. El capitán Teodoro la había pilotado salvajemente, virando y remolineando a través de los bosques de kelp. Rafael, como todos los demás a bordo, se pasó la mayor parte del viaje en su silla con el cinturón abrochado.

Dos tratantes árticos estaban esperando a Corsina y Leonata en la pasarela, los dos desarmados, aunque Rafael pudo ver a otros dos tratantes árticos armados a la sombra de los mismos árboles bajo los que habían estado unos días atrás. ¿Por qué Iolani no los utilizó entonces? Si Leonata era su aliada, ¿por qué esperar? ¿Por qué no los mató a todos sencillamente, y así se hubiera deshecho del emperador y de su madre de una vez por todas?

—Corsina, Leonata —dijo el mayor de los dos, después de un rápido aunque indudablemente cálido saludo—. ¿Está cargado lodo el equipamiento?

—Todo está fuera —dijo Corsina—. Hemos traído un prisionero. Nicéforo nos dijo que lo queríais.

El tratante ártico levantó la vista por encima de ellos en dirección a Rafael y le miró con los ojos muy abiertos.

—A ella le gustará saberlo.

—¿Hay noticias ya de Corala?

El tratante ártico pareció mostrar un gesto sombrío.

—Quince mantas de combate perdidas y el puerto destruido. Apresamos a dos de sus navíos, pero el emperador consiguió escapar. Ese hombre es un demonio y no pudimos acabar con su crucero de batalla. Incluso sobrevivió a un encuentro con la
Némesis
, gracias a la bruja de su madre.

—¿Habéis traído a la
Némesis
tan al sur? —preguntó Corsina, con manifiesta curiosidad en su tono. De manera que eran ciertos los rumores de Catalc acerca de algo terrorífico en los océanos. ¿Había sobrevivido un arca en el hielo a lo largo de todos aquellos siglos? Era increíble, pero por la manera que se referían a la nave con ese nombre, no podía tratarse de ninguna otra cosa.

—Vas a verla pronto —dijo el tratante ártico—. Vamos, Iolani está esperando. Iniciaron el camino por la pasarela casi como una marcha. Después subieron por la carretera de la isla de Zafiro, atravesaron las defensas guardadas por tratantes árticos con aquellas extrañas armas, ahora abiertamente mostradas. Un pequeño y grueso tubo con un cilindro más grande acoplado en el extremo de su parte posterior, dos asas y transportado con una ancha correa por el hombro. No se parecía a ninguna otra arma que Rafael hubiera visto antes, pero tenía la impresión de que era extremadamente destructiva.

En el interior, había una verdadera multitud de gente, tratantes árticos armados y representantes de los aliados de Leonata. Y heridos que estaban tendidos dentro de las casas o que eran llevados en camillas, mientras se apartaba a los niños del camino. La mayor parte padecía quemaduras de éter, algunos otros mostraban heridas más convencionales, pero era evidente que la batalla de Corala había sido muy sangrienta.

Y aún más sangrienta para el imperio, si dos de sus navíos habían sido destruidos. Y eso a pesar de la ayuda de los magos.

Iolani se encontraba en la plaza, al lado de una tabla de mando provisional con un grupo de sus tratantes árticos y representantes procedentes de al menos una docena de clanes vesperanos. Estarrin estaba allí, Seithen, Rapai, Barca, Xelestis y otros dos o tres. Un grupo reducido, pero poderoso.

Y también había un hombre de blanco y de verde, emisario del príncipe de Imbria. De manera que Petroz se había unido a Jharissa, después de todo. Rafael se había preguntado si la cercanía con Leonata tenía un carácter estrictamente personal, pero por lo que parecía, se extendía también a la esfera política.

No había representantes de los otros dos príncipes ni de los exiliados, pero eso no sorprendió a Rafael. La dama de Aroth y Domenico Barrati mantendrían su propio Consejo, aguardando a que los vesperanos y el imperio se debilitaran mutuamente, antes de mover pieza. Si es que estaban informados de lo que estaba ocurriendo.

—¡Leonata! —dijo Iolani, levantando la vista. Parecía la misma, pero la brusquedad en sus maneras había desaparecido—. ¿Va todo bien?

—Todo va bien —dijo Leonata—. Lo tenemos.

Había algo en su tono que hizo que Rafael se preguntara por qué, de repente, él era tan importante. El emperador no lo apreciaba tanto como para que lo utilizaran como rehén, e incluso si Silvanos se viera obligado a elegir entre su lealtad al imperio y la vida de Rafael, a éste le resultaba difícil creer que, al final, Silvanos optara por salvarle la vida a él.

Los armadores le empujaron hacia la plaza iluminada con antorchas, frente a las miradas escrutadoras de Iolani y su círculo de consejeros. Los gélidos ojos azules de Iolani se posaron sobre él, mientras una sonrisa de fría satisfacción cambiaba la expresión de su rostro.

—Llevadle dentro. Le veré en un minuto. Señoras, caballeros, confío en que disculparéis el secretismo, pero es por el bien de todos que este asunto no debe salir a la luz.

Hasta Leonata lo aprobó con un gesto. Rafael sintió miedo por vez primera, pero no tuvo ocasión de abrir la boca cuando dos tratantes árticos le sacaron a empellones de la plaza, le metieron en una de las casas y cerraron la puerta.

* * *

Llegarían en un rato.

Le habían dejado en la habitación principal de una casa, amueblada de forma sencilla pero con detalles propios del norte y un número sorprendente de plantas. Había una puerta abierta en la parte trasera que daba a un pequeño jardín de diseño formal, repleto de palmeras tropicales y con una fuentecilla de piedra, todo cuidado impecablemente.

Escuchó un ruido de voces que se hacía más o menos intenso según Iolani continuara sus deliberaciones o diera instrucciones, o según se tratara de los gritos de dolor de más heridos que llegaban. Finalmente, la llave giró en la cerradura y Iolani entró, seguida de Leonata, junto con todo el barullo proveniente de la plaza antes de que se volviera a cerrar la puerta.

—¿Qué es eso que queréis evitar? —preguntó Rafael, desviando su mirada de una a la otra.

—Que se rompa un juramento, antes de que ocasione más muertes y antes de que el implicado lo descubra —dijo Iolani— Yo no hice el juramento porque sólo tenía cuatro años en aquel tiempo.

—Supongo que habrá más de uno en tu situación —dijo Leonata.

—¿Vais a decirme alguna cosa o vamos a quedarnos aquí comentando un rato el secreto? —preguntó sarcásticamente Rafael.

Iolani se dejó caer en una de las sillas como diciendo «éste es mi sitio». De modo que aquéllos eran las plantas y el jardín de Iolani.

—Tú eres uno de los nuestros —dijo sin rodeos—. Lo sepas o no.

Rafael tardó un segundo en procesar lo que Iolani acababa de decirle.

—Yo crecí en Vespera —dijo él.

—Sí, pero naciste en Thure, como yo. Tu madre murió cuando eras muy niño, de la misma enfermedad pulmonar que muchos de nosotros padecemos y, antes de morir, le hizo prometer a tu padre que no te involucraría en su venganza. A pesar de que los dos imperios acabaran con la vida de sus padres y de sus cuatro abuelos, ella quería que crecieras al margen de lo que había ocurrido.

—Pero si yo soy un alma perdida, ¿quién es Silvanos?

—Ésa es la razón por la que hemos mantenido esto en secreto —dijo Iolani—. Nadie creería que Silvanos es un alma perdida, como es el caso.

Rafael sacudió la cabeza. Se apoderó de él un amargo disgusto al que siguió un estallido de furia. Él esperaba hallar respuestas y en cambio le venían con ese cuento. Tal vez a Aesonia le gustaba tejer mentiras, pero no parecía ser la única.

—No te creo —dijo cansinamente, volviéndose a levantar—. Si hubieras tratado de persuadirme de lo justa que es tu causa, te podría haber creído. Quizá lo sea. Pero luchar porque me estás diciendo que yo nací en su seno... Demasiada casualidad. Un argumento tan endeble como que es Thetis quien legitima la autoridad del Imperio.

Iolani le miró con incredulidad y a él le invadió una salvaje satisfacción por haberla desconcertado finalmente. ¿Cómo eran capaces de reconstruir su pasado según sus propios propósitos? A él no le importaba que su pasado permaneciera para siempre sepultado entre las verdades a medias de Silvanos. Ni siquiera le importaba si había o no una brizna de verdad en toda aquella hojarasca y si Silvanos había sido un alma perdida que se había forjado una nueva vida al servicio del Imperio.

«¿Por qué deberíamos hundir a Thetia en otra guerra sólo porque los partidarios de una causa hayan reunido la suficiente fuerza para intentar vengarse?»

Sí, Rafael podía entender eso y, a pesar de lo siniestro que era su tío y de lo cruel que podía mostrarse en ocasiones, podía aceptar lo que Silvanos había hecho, liberándose de las tinieblas antes de continuar con una guerra entre clanes. No resultaba una sorpresa que tuviera tantas ganas de ver a Jharissa destruida.

—Yo no tengo familia —dijo Rafael. Iolani se había puesto ahora de pie, devolviéndole la mirada—. Quizá algún día la tenga. Y como la madre ficticia que tú te has inventado para mí, no arrastraré a mis hijos a las guerras del pasado. Así que mantenme fuera de las tuyas, aunque sea encerrándome en una torre hasta que todo esto acabe. —Rafael se giró para mirar de frente a Leonata, todavía sentada—. Esperaba algo más de tu parte si es que de verdad quieres hacer de Vespera algo más grande. Si tienes éxito, pídele a Iolani que me libere y regresaré a la ciudad.

—¡El orgullo será nuestra perdición, estúpido cabezota! —dijo fríamente Iolani—. He intentado explicártelo y no me has escuchado. Tu papel aquí se ha acabado. ¡Tratantes árticos!

La puerta tardó un segundo en abrirse y entraron dos de sus almas perdidas.

—Escoltad a Rafael hasta las celdas. Se quedará allí mientras dure la guerra —ordenó Iolani y, a continuación, mientras entraban y conducían a Rafael fuera de la Sala, añadió—: El Imperio te habría matado por lo que has hecho.

Rafael no respondió.

Los tratantes árticos lo condujeron hasta la plaza, donde la reunión de mando parecía haber terminado ya, y tanto los representantes de los clanes como los tratantes árticos se dirigían hacia el mar. Podía distinguir un curioso estruendo que le resultaba familiar, procedente de alguna parte, como el viento, pero no era el viento. Quizá fueran las olas rompiendo en el arrecife, a las que nunca antes prestó atención.

—Arriba —dijo el primero de los guardas, señalando la jungla por encima del asentamiento.

—¿Qué es ese ruido? —dijo el otro de repente, pero entonces Rafael escuchó unos gritos de alarma desde los muelles, que se hacían cada vez más fuertes a medida que también iba creciendo el estruendo.

Y entonces Rafael supo lo que era, mientras que los guardas se detuvieron sin saber qué hacer.

—¡Corred hacia terreno elevado! —gritó él, alcanzando a ver una zona intensamente oscura más allá de las casas, una estampida de gente corriendo. Iolani y Leonata salieron ahora de la casa, mirando desesperadas en todas direcciones, mientras Rafael volvió a gritar. La gente en la plaza miraba a su alrededor, confundida, reduciendo a cada segundo sus posibilidades de escapar. La tierra empezó a temblar y a quebrarse, como si la isla entera se estuviera hundiendo.

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